23/4/12

ORO Y ALQUITRÁN


El derecho a conocer las cuestiones esenciales que pueden perturbar al mundo, es un derecho inalienable y no estamos en condiciones de renunciar a él. El mundo se desestabiliza cuando sobreviene una crisis económica de dimensiones imprevisibles. Pero se dulcifica cuando quedan al trasluz las tácticas secretas y vergonzantes de los que se arrogan el beneficio de la omnipotencia, sea cual sea la estirpe de la que proceden. 

Las ideologías extremistas son fruto sin alma; son el resultado maléfico de un pensamiento que nunca se impregnó de amor. Hacia el final de su vida Carl Gustav Jung, el rastreador inagotable de las mitologías y las pesadillas, hizo esta declaración turbadora: “El mundo cuelga de un hilo delgado, que es la psique humana. No nos amenazan catástrofes naturales. La bomba atómica no existe en la naturaleza.”

Contestar interrogantes en época de crisis, sin hipocresía implícita y sin vaciado de la memoria histórica, exige recordar que los ancestros de los haitianos fueron traídos a la fuerza desde las costas occidentales de África, durante las levas de esclavitud de los siglos XVIII y XIX. Fue ahí cuando empezó todo. Todo empezó en la tragedia repetida, histórica, que el perverso maridaje entre poder, ambición y economia impone a la humanidad  

No quiero una libertad teñida de cinismo, por más belleza de piel que exhiba la retórica de su dueño. No quiero una libertad que enarbola la inmisericordia, aunque la limosna se ofrezca adornada con papel de seda.

No comprendo esa libertad idolatrada que sin embargo, a cada momento de la vida, a mí y a mi vecino nos convierte en potenciales desempleados mientras un puñado de ególatras se enriquece con sus malas artes. El empacho de obscenidad en el que se bañan ofende hasta al aliento de los perros callejeros.

No comprendo esa libertad ambiental que nos permite elegir la carcasa del teléfono móvil o la computadora de novísima generación; esa libertad que nos transforma en criaturas disciplinadas y eficientes, nada pensantes, como los robots, pero que no nos ayuda a asimilar lo que en esencia significan la inteligencia humana y la honestidad emocional. 

Esa libertad es un disfraz, una máscara que nos impide trazar con espíritu crítico el interrogante radical: hacia qué horizonte incierto transita la sociedad contemporánea.

Yo no quiero esa clase de libertad vigente. No es la libertad que aprendí viendo el sacrificio de mis padres y de muchos como ellos para sacar sus familias adelante. No es la libertad que aprendí en la Facultad de Derecho. No es la libertad que debe orientar nuestra conducta si pretendemos humanizarnos. Y por lo tanto, permitidme que sumisamente la rechace.

Prefiero la libertad que se sumerge en el oscuro desván de las contradicciones inherentes al ser humano, no para contemplarlas con la resignación y frialdad de las estatuas, sino para acometer el esfuerzo doloroso, responsable y liberador de la superación.

Prefiero la libertad que se niega en rotundo a fabricar deficiencias con las diferencias.

A los gobernantes me dirijo. A todos ellos. Apuesten sinceramente por transformar nuestra cultura. Porque la cultura constituye en sí misma la prioridad:  es dentro de una concreta cultura donde estamos obligados a vivir. Y a convivir. Y a padecer los severos efectos de un modo de relacionarnos que añade sufrimiento a la incertidumbre inherente a la condición hunana. 

El ser humano no es más que el creador de su propia cultura. La rueda de la historia, de los avances científicos, de la literatura y del álgebra, se llama cultura. Es la primera y elemental lección del inmenso legado filosófico que nos dejaron Spinoza, Marx o André Gortz, y que muchos parecen haber olvidado pese a los logotipos que les identifican.

Se diría que sólo sabemos fomentar cultura si hay dinero. No es así: la cultura requiere ante todo voluntad. Los medios se buscan, como se buscan las panorámicas risueñas en las fotografías de primera página.

Asalta ahora mi memoria el recuerdo de Simone Weil, quizá la primera mística laica de Occidente.

Simone, siendo niña, sufría unos celos obsesivos de su hermano André, quien desde temprana edad había demostrado que atesoraba una agudeza fuera de lo común y por este motivo era colmado de atenciones. De hecho, André conquistó la porción de gloria que está reservada en exclusiva a los más inteligentes, y con el tiempo fue uno de los matemáticos más respetados del pasado siglo.

En un relato autobiográfico, Simone confiesa que no podía conciliar el sueño cuando caía la noche. Quería ser tan intuitiva y sagaz como su hermano. Entonces su madre, para calmarla, le contaba el cuento de las puertas.

Una niña huérfana y desdichada vivía con su madrastra, una mujer repelente y autoritaria, y con la hija natural de ésta, que no iba a la zaga de su progenitora. La Cenicienta de este cuento no tenía con quién jugar. Así que solía pasear solitaria por el bosque.

Una mañana, en un claro, de repente vio dos puertas: una era de alquitrán; la otra de oro. Y había un anciano, viejo como el tiempo, que las custodiaba. <Puedes elegir por dónde pasar>, le dijo el anciano

La pequeña Cenicienta escogió la puerta de alquitrán. Y al traspasar el umbral, cayeron finas hebras doradas de las copas de los árboles.

En este punto del cuento la niña que carecía de juguetes corre a contar lo sucedido a su madre expósita y a su hermanastra.

Ninguna de las dos comprende cómo ha podido ser tan boba y no traerse consigo el cargamento de oro. La madre castiga a nuestra Cenicienta y sin ninguna dilación obliga a su hija natural a que penetre en el bosque para buscar la riqueza que no tenía amo.

La niña obedece. Camina por los roquedales, atraviesa la maleza y por fin alcanza el claro. Allí están las puertas cerradas, esperando. La de oro, reluciente con su color de miel. La de alquitrán, negruzca y sucia.

Y allí está el genio barbudo, viejo como el dolor, repitiendo las mismas palabras: <Puedes elegir por dónde pasar>.
La niña recuerda los consejos contundentes, se apresura y elige la puerta brillante. Tan pronto entró, una nube de alquitrán, espesa como el remordimiento, sepultó su cuerpo.

Simone Weil, activista comprometida con la época convulsa que le tocó vivir, escritora a conciencia y traductora de coplas andaluzas, murió demasiado joven, a los treinta y cuatro años.

Días antes de fallecer envió una carta a su madre, su último escrito. Evocaba el cuento de su infancia atormentada y le explicaba que no dudaría si la vida le diera otra vez la oportunidad de elegir: de nuevo escogería la puerta de alquitrán, la puerta del conocimiento humilde, que ella, su madre, le había enseñado cuando no podía dormir.  

Algo extraño, como un impulso temeroso que se esconde en nuestro interior, siempre nos advierte que la verdad no es necesariamente un producto de la paradójica inteligencia humana.
La verdad es consecuencia de anhelar la verdad y de enfrentarse a ella. Es la única ambición emocionante que no puede comprarse. Es la más hermosa de las expectativas a que puede aspirar el conocimiento humano, tan limitado, tan superficial, tan henchido de trascendencia inútil y perecedera.

La última coplilla andaluza que Simone estaba traduciendo cuando le sorprendió la muerte, decía así:

Para hacerse invisible
cualquier hombre,
no hay medio más seguro
que hacerse pobre.
 
Pero hay una canción a la que recurro cuando presiento que el significado de la vida se me escapa por entre los dedos. Uno de sus versos dice: “Entre lo visible y lo invisible hay esperanza a mi pesar. Sólo he de observar las hebras esenciales.”   

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