La noticia del encarcelamiento
del exconsejero de Trabajo de la Junta de Andalucía, Antonio Fernández, debe
ser comentada con el máximo rigor posible. Porque se trata de un hecho grave.
En estos casos, aludir al rigor quiere decir orientarse por la objetividad.
De entrada, me cuesta creer que
la jueza que instruye la causa penal haya tomado esta decisión sin ponderar
adecuadamente los indicios de culpabilidad que recaen sobre la ejecutoria de
Antonio Fernández a su paso por el gobierno autonómico. De no ser así, es ella
la que podría precipitarse hacia el descrédito.
No debería sorprendernos el hecho
de que un juez adopte medidas severas cuando investiga casos de corrupción. Todo
lo contrario: es saludable que esto ocurra. En un contexto de crisis (en realidad,
en cualquier contexto) no puede quedar sin respuesta judicial el que los dineros
públicos destinados a asuntos laborales se gastaran en ágapes, borracheras,
drogas y fondos de pensiones en la sombra. Si hay sospechas fundadas de que el
exconsejero sabía de estas trampas escandalosas y nos las erradicó, o se
benefició de ellas, a la responsabilidad política ha de unirse la investigación
judicial independiente, revestida de garantías procesales y con todas sus
consecuencias legales.
Pero hay algo más. Tal vez lo más triste. La corrupción
ha constituido, por sí misma, uno de los factores más descollantes de la crisis
de confianza que atraviesa la democracia española. Prácticamente no hay partido
político de renombre que no haya estado involucrado en algún asunto que el
Código Penal tipifica como delito contra el buen hacer de las Administraciones
Públicas. Malversaciones, cohechos, prevaricaciones, tráfico de influencias y
enriquecimientos a costa del erario público ponen en cuestión la rectitud moral de
nuestros políticos.
La quiebra entre gestión de lo
público y ética política, aunque no sea generalizada, transmite una nefasta
pedagogía a la ciudadanía y, además, abre grietas profundas en la base misma
del sistema. La Constitución (aún vigente, no lo olvidemos) ensalza a los
partidos políticos como instrumentos esenciales de participación y de
conformación de las mayorías. Si la corrupción penetra en ellos, todo el cuerpo
social se resiente. En verdad, todo el edificio constitucional sufre una
convulsión.
No hay manera de atajar la
corrupción si no es desde dentro. Por eso me asombra que en España los partidos
políticos no sean capaces de suscribir un auténtico Pacto de Estado que la
combata en serio. Este pacto es más necesario y debe ser más sincero que nunca.
La crisis, aparte de una tragedia social, es una oportunidad para los
oportunistas. Los partidos políticos deberían ser las primeras instancias
preocupadas activamente por atajar todo atisbo de corrupción.
Hemos entrando en un nuevo tiempo y la democracia está abocada a re-nutrirse de sus principios más nobles. O desfallecerá. Un político puede equivocarse; entonces su error se medirá en términos de estricta responsabilidad política. Pero resulta intolerable, por obsceno, que se enriquezca desviando presupuestos públicos o mediante alianzas ilícitas que, desde su espuria nascencia, sabotean el interés general. Ese nuevo tiempo, ahora embrionario, significa directamente que el político que traiciona la cosa pública no sólo es un delincuente. Es, también, alguien que carece de uso de razón.
Hemos entrando en un nuevo tiempo y la democracia está abocada a re-nutrirse de sus principios más nobles. O desfallecerá. Un político puede equivocarse; entonces su error se medirá en términos de estricta responsabilidad política. Pero resulta intolerable, por obsceno, que se enriquezca desviando presupuestos públicos o mediante alianzas ilícitas que, desde su espuria nascencia, sabotean el interés general. Ese nuevo tiempo, ahora embrionario, significa directamente que el político que traiciona la cosa pública no sólo es un delincuente. Es, también, alguien que carece de uso de razón.
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