10/3/12

PASTICHE


Vida tenemos. Nos ha sido dada, aunque no hecha. Así pues, algo diferente a que tengamos vida es que seamos vida. Y esta diferencia resulta difícil de discernir porque no puede explicarse recurriendo a la gramática ni al convencionalismo del pensamiento. Ha de sentirse. Más aún: ha de querer sentirse. Más aún: ha de necesitarse percibir este sentimiento. Tal vez la muerte en vida consista en la incapacidad de acceder a esa necesidad. 

El ser no pertenece a nada. Todo lo que podemos decir de él es que su territorio está donde se halle la emoción. Pero no la emoción falsificada por la creencia de que todo lo podemos o sabemos. Antes al contrario, se trata de la emoción por la vida en sí, enfrentada incluso a la cultura en que ha de desenvolverse y crecer. Sabe mucho más quien, al despertar, reconoce que todavía es un ignorante, un ser perplejo ante la brutalidad humana o la cruel sutileza, la necedad del poder, la incertidumbre de la existencia y la ardua experiencia del amor maduro. El ser es esfuerzo y el esfuerzo nunca acaba.

Los seres humanos, aun después de elevarnos a lo más alto, aun después de haber caído y arrastrado con nosotros, en el descenso, cada ilusión viviente, no tenemos otra cosa, no nos sustenta ningún otro atributo esencial salvo la necesidad, la capacidad, de expresarnos. Y ser aceptados.

Y uno aprende que el hecho de vivir puede ser decepcionante, que al animal le urge amansarse y dormir. Y uno aprende que no fluye néctar a través de las caricias que no damos; que el adulto en quien nos convertimos quizá debe postrarse un poco, y cerrando los ojos en la madrugada pronunciar la única plegaria verdadera, aquella que no se reza ante ningún dios y va dirigida a tus adentros: “Me equivoqué. Yo era tan párvulo; yo estaba tan necesitado, yo era tan verdad a medias, yo estaba tan inflado… Lo siento. Ahora empiezo a comprender que nunca comprendí.”

¿Alguien puede negar que la familia, la clase social, el lugar de nacimiento o de vivencia, el trabajo al que nos dedicamos para sobrevivir, las relaciones con el ambiente que nos circunda y, en suma, la cultura en la que crecemos son circunstancias preestablecidas que conforman nuestra constitución como seres sociales y que pueden enajenarla? Alguien habrá que niegue estas verdades, negándose a sí mismo y, por tanto, negando a los demás.

A medida que la conciencia nos irrumpe, aumenta el deseo de libertad, de vivir en paz, aunque en un mundo que lo impide. Con razón decía Eric Fromm que el desamparo no es una cualidad exclusiva de los niños; también está presente en nuestro devenir vital cuando alcanzamos la edad adulta. Así pues, ¿cuántos vamos por la vida sin adquirir auténtica conciencia? ¿Cuánto tiempo precisamos para darnos cuenta de que estamos locos?

Somos como dioses cuando nacemos porque todavía ignoramos lo que nos aguarda en la vida, que aparentaba manar miel y va transformándose lentamente en realidad, sin ningún adjetivo adicional: le basta ser ella.

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