En algún momento el presidente
Rajoy debía regresar al sentido común y darse cuenta de que la política de
austeridad, llevada hasta sus últimas consecuencias, es una pésima receta
cuando la economía de un país entra en recesión. Así pues, merece reconocimiento
su decisión de situar el déficit
presupuestario de España en 2012 un punto y medio porcentual por encima
del tope que exigen las instituciones europeas, dominadas por un
ultraliberalismo ciego y egoísta que exaspera por la dosis de cinismo que anida
en sus entrañas.
Todas las fuerzas políticas
nacionales han saludado con alivio la medida. No puede quejarse la derecha.
Cuando se desvanecen las prédicas populistas y el lugar de los discursos vacíos
lo ocupan los hechos tozudos, se torna imprescindible abandonar posturas
maximalistas y plegarse a la cruda realidad.
Pero hay que decirlo tal cual es:
la rectificación de Rajoy implica un acercamiento evidente a las tesis que defendía
Rubalcaba en la pasada campaña electoral. Fue el candidato socialista el
primero en advertir que había que ir a Bruselas propugnando planteamientos más
audaces, más valientes. Somos miembros de pleno derecho de la Unión Europea.
Nuestra voz debía sentirse frente al gigante alemán. Puede que debamos mucho
dinero a los bancos teutones, pero la deuda soberana no les otorga ningún
derecho de incriminar completamente nuestro estilo de vida. Todos somos
europeos. Alemanes, unos cuantos. ¿Quieren ellos desmantelar el Estado del
Bienestar? Que lo hagan con su gente.
La asfixia a la que está
sometiéndose a la población del viejo continente ha de encontrar un límite,
porque la alternativa a los recortes no es otra que un estallido creciente de
la paz social, apenas cogida con alfileres en estos momentos. Elevar el techo
de déficit es un paso en la dirección adecuada, pero sin duda insuficiente. La gran
asignatura pendiente es la refundación de las instituciones comunitarias para
que la defectuosa e improvisada armonización monetaria que nos llegó con la
moneda única vaya acompañada, de una vez por todas y para siempre, de una
política económica y fiscal que anteponga el bienestar ciudadano a los
intereses del gran capital, exclusivo responsable de esta profunda crisis que,
lejos de atemperarse, va en aumento.
¿He dicho que el gran capital es el
responsable exclusivo? Rectifico en el acto: responsables hemos sido todos,
pero antes que nadie esa nueva clase política vergonzante, inepta, nada
democrática en su esencia con independencia de las siglas que la ampare, que
surgió de la mezcla explosiva, peligrosa, entre acomodación materialista,
frustraciones personales y pobreza intelectual.
Opiniones respetables afirman que
asistimos a una mutación sustancial de nuestro modo de vivir. Es cierto. Sus
síntomas empiezan a notarse. Nos hemos vuelto un poco más cautelosos a la hora
de consumir. Se debe a que sentimos miedo y priorizamos. Se debe a que el
verdadero déficit estructural consiste en la escasez de certidumbre. Pero, por
dios, neguémonos en rotundo a que se socialice el sacrificio mientras unos
pocos hacen suculentos negocios con la penuria ajena. Porque ahí, en esa
injusticia elemental, reside el drama de nuestro tiempo.
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