24/1/12

PASADO, PRESENTE, INCERTIDUMBRE


Sobre cada uno de nosotros se vierte, tremendo, inmenso, el peso de la historia. Se deja caer sobre nuestras espaldas desde que nacemos. Lo pre-establecido, lo heredado, es la carga que soportamos. No podemos renunciar a la historia. Sólo podemos repetirla o superarla. Diría mejor: sólo nos es posible hacerla.

No hablo únicamente de los grandes acontecimientos que han jalonado el devenir de la humanidad. Me refiero también a la historia individual, quizá más modesta pero igual de cargante. ¿Cómo escindir ambos aspectos (la Historia/la historia) si detrás de cualquier relato colosal que encontremos en los anales –el imperio egipcio, la cultura maya, el perfecto Partenón, Roma eterna, las Cruzadas, los frescos de Miguel Ángel, la sonoridad del Barroco, las revoluciones del siglo XIX, el crack de 1929, el holocausto, la Guerra Fría, la fría posmodernidad- hay un ser humano protagónico latiendo, desesperándose, feliz? ¿De qué modo podríamos separar un acontecimiento cualquiera del ser humano concreto que lo provoca? Interpretaciones podemos ofrecer cuantas gustemos. Pero no podemos entender un suceso si nada sabemos de quien hizo que sucediera. Empezando por uno mismo.

La carga del pasado es tan grávida que los seres humanos queremos desprendernos de ella en cuanto percibimos que nos impide ser libres. Pero una vez soltado el lastre nos quedamos a solas, la memoria aturdida, la iniciativa paralizada o desviada de sus auténticos fines, y sin otro horizonte que el pasado al que pretendemos superar y el futuro que se experimenta incierto. En medio queda el presente, el hecho en sí de vivir cada día sabiendo que hubo un tiempo que jamás volverá y que habrá un porvenir que se siente, en su práctica totalidad, como incertidumbre.

La batalla que entablamos por el futuro (por la supervivencia) se libra en el terreno de la incertidumbre. Tal vez, hoy más que nunca. Y en tanto que la incertidumbre nos somete a la indefinición, a la duda, acaba ejerciendo poderosos influjos sobre nuestras decisiones del presente. El origen de todo anhelo de poder o de seguridad es el esfuerzo, muchas veces desquiciado, por controlar la incertidumbre y el miedo que provoca. Tan oscuro es dicho anhelo que aquel que esté en condiciones de manipular la incertidumbre de los demás, manipulará también su voluntad de libertad, de unión y de realización personal.

En nuestro contexto cultural sucumben aquellos puntos de referencia que, no hace mucho, coadyuvaban a formar una identidad estable. Y de este modo, nos enfrentamos solos a los múltiples desafíos que impone la vida, desde disponer de alimento para no morir de hambre a hallar (y mantener) el amor. Así ha sido siempre. La diferencia con antaño radica en que la modernidad democrática prometía otra cosa. ¿Qué prometía? Mejor responder con otra pregunta: ¿hemos reparado alguna vez en que pocas Constituciones aluden a la muerte? Pero la muerte nos zarandea, está ahí, al descubierto. La diferencia con antaño radica en que ahora somos conscientes de que hemos matado a Dios; ahora somos conscientes, también, de que nos estamos cargando al ser humano. Somos capaces de matar cuerpos y emociones: esta es la inquietante constante de toda manifestación histórica.     

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