Sobre cada uno
de nosotros se vierte, tremendo, inmenso, el peso de la historia. Se deja caer
sobre nuestras espaldas desde que nacemos. Lo pre-establecido, lo heredado, es
la carga que soportamos. No podemos renunciar a la historia. Sólo podemos
repetirla o superarla. Diría mejor: sólo nos es posible hacerla.
No hablo
únicamente de los grandes acontecimientos que han jalonado el devenir de la
humanidad. Me refiero también a la historia individual, quizá más modesta pero
igual de cargante. ¿Cómo escindir ambos aspectos (la Historia/la historia) si
detrás de cualquier relato colosal que encontremos en los anales –el imperio
egipcio, la cultura maya, el perfecto Partenón, Roma eterna, las Cruzadas, los
frescos de Miguel Ángel, la sonoridad del Barroco, las revoluciones del siglo
XIX, el crack de 1929, el holocausto, la Guerra Fría, la fría posmodernidad-
hay un ser humano protagónico latiendo, desesperándose, feliz? ¿De qué modo
podríamos separar un acontecimiento cualquiera del ser humano concreto que lo
provoca? Interpretaciones podemos ofrecer cuantas gustemos. Pero no podemos
entender un suceso si nada sabemos de quien hizo que sucediera. Empezando por
uno mismo.
La carga del
pasado es tan grávida que los seres humanos queremos desprendernos de ella en
cuanto percibimos que nos impide ser libres. Pero una vez soltado el lastre nos
quedamos a solas, la memoria aturdida, la iniciativa paralizada o desviada de sus
auténticos fines, y sin otro horizonte que el pasado al que pretendemos superar
y el futuro que se experimenta incierto. En medio queda el presente, el hecho
en sí de vivir cada día sabiendo que hubo un tiempo que jamás volverá y que
habrá un porvenir que se siente, en su práctica totalidad, como incertidumbre.
La batalla que
entablamos por el futuro (por la supervivencia) se libra en el terreno de la
incertidumbre. Tal vez, hoy más que nunca. Y en tanto que la incertidumbre nos
somete a la indefinición, a la duda, acaba ejerciendo poderosos influjos sobre
nuestras decisiones del presente. El origen de todo anhelo de poder o de
seguridad es el esfuerzo, muchas veces desquiciado, por controlar la
incertidumbre y el miedo que provoca. Tan oscuro es dicho anhelo que aquel que esté
en condiciones de manipular la incertidumbre de los demás, manipulará también su
voluntad de libertad, de unión y de realización personal.
En nuestro
contexto cultural sucumben aquellos puntos de referencia que, no hace mucho,
coadyuvaban a formar una identidad estable. Y de este modo, nos enfrentamos
solos a los múltiples desafíos que impone la vida, desde disponer de alimento
para no morir de hambre a hallar (y mantener) el amor. Así ha sido siempre. La
diferencia con antaño radica en que la modernidad democrática prometía otra
cosa. ¿Qué prometía? Mejor responder con otra pregunta: ¿hemos reparado alguna
vez en que pocas Constituciones aluden a la muerte? Pero la muerte nos
zarandea, está ahí, al descubierto. La diferencia con antaño radica en que
ahora somos conscientes de que hemos matado a Dios; ahora somos conscientes,
también, de que nos estamos cargando al ser humano. Somos capaces de matar
cuerpos y emociones: esta es la inquietante constante de toda manifestación
histórica.
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