11/1/12

EL MES DE ABRIL

El recorrido por el noticiario de cada día deja en el paladar el sabor del vacío, como si masticaras almendras disecadas. Cuando rebuscas en el diccionario la palabra que mejor describa tu estado de ánimo, una entre todas sobresale pidiendo a gritos que la pronuncies quedamente. Una voz interior es la que entonces habla. Decepción, decepción.

En una entrevista que luego tomó forma de libro, por fortuna publicado en España, el sociólogo francés Gilles Lipovetsky afirmaba que la democracia liberal es  estructuralmente inseparable de la decepción. ¿Cómo negarlo? Se suponía que la democracia implicaba la preeminencia de las instancias políticas sobre los intereses económicos, por naturaleza depredadores. Se suponía que cualquier forma de explotación encarnaba la ignominia que la democracia estaba obligada a combatir. Se suponía, ante todo, que la democracia había alcanzado el grado de madurez suficiente y que, tras la encendida alabanza inicial a la dignidad del ser humano, debía proseguir su decurso histórico hacia la meta más noble que le confería sentido: establecer los resortes para que ninguna persona que naciera en el seno de una sociedad avanzada careciera de las condiciones mínimas (materiales y espirituales) que la vida requiere, y así no sufrir más allá del umbral que nos impone el hecho de existir.

¿Era todo esto mucho suponer? Lo era: no contábamos con que, agazapados tras las proclamas, hay seres humanos contradictorios, egotistas, insaciables, y formas ocultas de poder que se eternizan.

Una confesión se imanta a este texto a medida que lo escribo. A estas alturas dudo si soy de izquierdas o de derechas. Pero sé que este éxodo ideológico, que tanto desestabiliza la identidad, es la consecuencia directa del tiempo confuso que nos ha tocado vivir. Es la consecuencia de una historia personal inescindible de la época presente. Así pues, procuro, no sin esfuerzo, situarme en un punto intermedio que reinvente el equilibrio perdido: ser cada vez más realista.

Pero siendo realista, ¿cómo no decepcionarse? El código moral último de la democracia, el núcleo esencial sin el que no merece este nombre, es la Declaración Universal de Derechos Humanos. Ahí reside toda la grandeza ética del sistema. Sin embargo, ¿de qué sirve un referente tan elevado cuando la realidad lo desmiente horrible, impunemente? Lipovetsky describe la situación con acierto: “Comparada con los derechos humanos, la acción política concreta parece muy calculada, injusta, siempre por debajo de lo que idealmente se espera y de lo que exige el respeto universal por la persona.”

En una célebre y vieja canción, Sabina pregunta desesperado quién le ha robado el mes de abril. Cómo pudo suceder que los más excelsos ideales hayan caído en picado y que no seamos capaces de remontar juntos la zozobra. Hay una explicación: en la era de la cultura globalizada, descompuesta, en la era de la mega-información, los individuos modernos reclamamos respeto, sentirnos seguros dentro de un haz de derechos inalienables que van desde la libertad de expresión al consumismo hipertrófico. Y encerrados, acomodados en la cáscara protectora no vemos que vivir, tal vez, no sea por sí mismo tan hermoso. La hermosura –como los derechos- has de trabajarla. 

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