3/9/11

SORROW (OJOS DE HIERBA)

-El Impacto
-La Serenidad
-El Encuentro


No hay nada que no hayamos recibido
ni nada que no demos en herencia.
(Carlos Marzal. Metal Pesado)


EL IMPACTO

I
Ariel, una desapacible mañana de enero, supo que padecía una enfermedad incurable.

Obediente a su rutina semanal, a veces inexacta, subió temprano al tranvía que desde los suburbios le transbordaba a los distritos céntricos, rumbo a la editorial. Aquella mañana no era distinta. Al amanecer habían arreciado las lluvias; el diluvio se prolongaba recién estrenado diciembre y en los cristales mojados, como en un diorama desteñido, se dibujaba el paisaje borroso de la ciudad, deforme cual sucesión de retazos.

Abrigado, indiferente, aún ignorante de la noticia que habría de recibir, portaba bajo el brazo un cartapacio donde guardaba su último informe de lectura. Hacía ya un lustro que una sola ocupación acaparaba su tiempo: leía las narraciones que los escritores noveles se empeñaban en remitir a la editorial para la que trabajaba. Rara vez cometía errores al poner en práctica la tarea de rastrear en pos de algún genio de la literatura que se hallara irreconocible en el anonimato. Rara vez escapaba ileso un impostor agazapado al amparo del plagio. Rara vez los editores desoían su dictamen categórico. Sólo en una ocasión publicaron una novela que no superó su tamiz desaprobatorio: ahora se pudre en las librerías. Ariel siempre obtuvo bienestar en la lectura, un goce inmenso, perfecto. Así se ganaba la vida, con suficiencia y decoro.

Tal vez por esta razón era razonablemente feliz. Fue criado por sus abuelos maternos y su mejor (tal vez único) recuerdo de la infancia era la imagen distorsionada de un padre de quien casi nunca hablaban, salvo para destacar que, librepensador y autodidacta, execraba de los totalitarismos políticos. Viejas fotografías abandonadas en arcones del desván, sucias de polvo y telarañas, le descubrieron a un hombre recio, rígido, circunspecto. Sus abuelos, con sumo recato, le contaban que como muchos otros judíos nativos de Varsovia fue masacrado en un campo de exterminio nazi, durante un invierno crudo y agobiante, cuando quedaba poco para que la Segunda Guerra tocara a su fin. Pero nunca pudieron precisar la fecha concreta de su muerte. Sólo sabían que ocurrió en la estación de las heladas porque un prisionero milagrosamente evadido les informó que la Gestapo, temerosa de las indagaciones que pudieran efectuar las tropas rusas que avanzaban por el frente del Este, había dispuesto que el padre de Ariel fuera sepultado junto a centenares de cadáveres, y los soldados cumplieron aquel precepto enterrándolo bajo montículos de nieve.

A Ariel, siendo adolescente, le gustaba soñar que su padre no había muerto en un crematorio, gaseado o exhausto por los forzados trabajos de presidio. O de hambre. Lo imaginaba en otro lugar, remoto, del que algún día regresaría. Estas esperanzas jalonaron su adolescencia. Ahora, en la madurez, todas sus ensoñaciones carecían de forma. La madre, frágil, sajona y cristiana, no resistió los dolores del parto.

El residuo familiar emigró con los primeros estruendos de la contienda, soportando un interminable peregrinar desde los fríos bosques polacos, sembrados de miedos y penurias. La abuela, que había sido maestra de escuela, enseñó al nieto a leer, escribir y admirar todas las manifestaciones del arte. Ariel creció en su niñez a cobijo de los aburridos juegos infantiles y de la biblioteca heredada de sus ancestros -universo ingente para sus pequeños ojos curiosos-, única propiedad a salvo del expolio y la locura. Había cursado estudios universitarios y detestaba el humo de los cigarrillos y los posos de nicotina quemada. En una estantería de madera de palisandro que su abuelo talló, entre relatos de Poe y una edición ilustrada de Las Mil y Una Noches, custodiaba como granos de oro la obra completa de Borges. Se embelesaba oyendo las partituras litúrgicas de Nicola Pórpora, preciándose de su parca divulgación. Ningún poema había logrado jamás sobrecogerle, acaso un par de versos aislados de Baudelaire que el azar le deparó (Desde mi infancia lejana / he conocido la risa sin motivo y los sombríos llantos). Le hastiaba, hasta insinuar bostezos menudos, una conversación soporífera en la que su interlocutor se mostrara incapaz de hilvanar dos ideas seguidas, pero tampoco adoraba el silencio por el puro silencio. Era un catecúmeno atento y avergonzado en la parroquia de su demarcación eclesial, donde recibía la instrucción religiosa en el Nuevo Testamento por expreso deseo de su abuela, que le arrancó en su lecho de muerte la promesa de apostatar de la fe de los hebreos y abrazar el cristianismo. Había conocido pocas mujeres que velaran su sueño y resistieran sus hábitos ascéticos. Todas dejaron en sus sábanas aromas agrios de manzanas y un extraño vacío en el corazón, como si no fuera suyo. Nunca pronunciaba una palabra en la lengua vernácula y el venerado alefato de sus mayores pronto se convirtió en sonidos hueros. Nadie le había oído afirmar que tenía un amigo. El día que le revelaron su enfermedad cumplía treinta y cinco años.

No debió aquella mañana adelantar la parada del tranvía y apearse frente a la clínica. Se diría que aquel acto irreflexivo compuso una de aquellas situaciones esporádicas en que demostraba un conato de rebeldía -inusual, incierta- contra su rutina constante. Aún faltaba una hora para acudir a su cita en la editorial (otro aspirante a escritor a la papelera, cartapacio incluido), pero aguardaba con comedida impaciencia los resultados de las pruebas que los médicos le habían aconsejado. Así que dejándose llevar por un impulso decidió ganarle tiempo al tiempo. Evitando roces involuntarios de los demás viajeros solicitó al conductor una detención excepcional en el recorrido. Ajustó la bufanda, descendió del vagón y bajo el aguacero transitó por los bulevares. Llovían gruesas barras de agua, como un torrente vertical. Esto era todo lo que vagamente podía revivir ahora. Un aluvión cayendo, el paisaje desvanecido de la ciudad, la heladez horadando su rostro eran todas las vivencias que el día en que recibió la mala noticia le brindaba.

Dedicarse con pasión y deleite a la lectura de lo que otros habían escrito no implicaba activar su memoria. Con frecuencia, tan pronto estampaba su firma autógrafa en el informe, olvidaba de plano cuanto había leído. Sólo aquellas obras que por un extraño prodigio o capricho de su voluntad permanecían retenidas y latentes podían librarse de la quema. Eran invariablemente escasas y las restantes sucumbían en un profundo pozo de olvido, por más que el ignoto prosista, de quien apenas conocía una insuficiente reseña biográfica, hubiera derrochado arte, metáfora y rigor.

Un rasgo de su personalidad explicaba este planteamiento con el que afrontaba aquellos quehaceres. Estaba convencido de que, a medida que uno crece, la vida se agolpa de hechos que van suplantándose unos a otros, en cadena inexorable. De modo que serenarse y abrir un paréntesis en el decurso de las cosas no significaba recapitular, sino sustituir, reemplazar. Recordar lo vivido era repetir inútilmente, porque a su juicio la emoción, sentirse vivo, hundía sus raíces en el presente, no en el pasado conformado de remembranzas. El olvido, el cenagal en el que se sumerge toda reminiscencia, suponía en Ariel un medio de disminuir la vorágine vertiginosa, una trinchera, un refugio, pues muy poco merecía ser restituido por su memoria.

La obra que aquella mañana portaba bajo el brazo no fue una excepción a estas reglas inabrogables. Había ultimado el parecer resultante de su lectura en un informe escueto, frío, profesional, que proponía a la dirección de la editorial otra negativa sin paliativos. Ya no recordaba el nombre de la autora, ni siquiera los párrafos iniciales con los que daba comienzo su relato.

No.

No debió Ariel apearse tan pronto. Debió continuar hacia el edificio de la editorial, proseguir sin distracciones el trayecto prefijado. Habría sido mejor permitir que los sucesos acontecieran cuando se alcanzara el momento para el que estaban secretamente previstos, en lugar de adelantarlos y anticipar el desenlace. Ahora los había transformado en penosos presagios. Ahora ya era tarde, la contundente noticia no era recuerdo que se deshace en otro recuerdo anterior, sino áspera, pertinaz realidad.

-Padece un glaucoma maligno. Eso explica que a veces sienta que sus ojos se nublan.
-…
-Perderá la visión. No le recomiendo una intervención quirúrgica. De hecho no sería posible. Lo siento. Créame que lo siento.
-¿Cuánto?
-¿Cómo dice?
-¿Cuánto tiempo me queda?
-Un mes, tres meses, un año. Nadie puede saberlo con seguridad. Pero un día cualquiera despertará, y habrá dejado de ver para siempre.
-¿Es irreversible, entonces? ¿No hay solución?
-Lo es. No hay solución.

Una pausa nerviosa del médico. No deliberada. Ariel conjetura que pese a su apariencia es un hombre joven, tal vez un residente en prácticas. Por eso su mirar es huidizo. Por eso sus dedos buscan afanosamente un escondrijo sobre la mesa donde poder guarecerse, como si las falanges movedizas fueran las únicas delatoras de la noticia.

Aguarda Ariel a que el médico retome su explicación. Es un enfermo a quien ya, de repente, no abruman las premuras. Como si hubiera una perspectiva aún sin explorar y más clara que aquella que el facultativo le concede sin ningún circunloquio.

-Está quedándose ciego –zanja el galeno-. Tómelo con calma.

Ecos.

Como en ecos devolvía su memoria reciente las palabras rotundas con las que aquel médico hierático trajo la peor de las confidencias. Como a martillazos se cincelaron en sus retinas las manos ya por fin apacibles, sin arrugas, allí, en la consulta, la bata blanca sobre uniforme verde (verde como mi glaucoma, recita Ariel, pero nadie lo oye); una estilográfica niquelada dentro del bolsillo, los ruidos de la clínica afuera, tras la puerta de vidrio opaco. Ecos y estupor registraba su memoria. Tomarlo con calma, sí, eso quisiera. Pero hay insospechadas líneas divisorias que marcan a trazos definidos un antes y un después, el todo y la nada. Existen, son fronteras, están ahí, no pueden verse. Te crees el mismo Ariel, pero en el fondo ya no lo eres. Ciego, sí, eso serás, un hombre sin luminosidad en sus ojos a punto de despeñarse por el precipicio. Acabas de cruzar tu línea, alguien te empujó, alguien verá por ti en adelante. Acabas de cruzar tu línea, y al hacerlo también borras el camino de regreso.


II

Fueron de pesadumbre y aflicción las semanas posteriores a la noticia.
No dormía, apenas comía. Deambulaba. Se moría.

Era una congoja que se acrecentaba por el hecho de que sus ojos todavía veían con normalidad: ellos, que la alimentaban, parecían sin embargo ajenos a la dolencia. Ariel se miraba en los espejos tratando de escrutar algún síntoma, alguna señal que indicara el lento ocaso que el infortunio le obligaba a arrostrar. Pero los cristales en el azogue duplicaban su figura de siempre, como una simulación simétrica: los labios ubérrimos, las mejillas hundidas, el iris marrón, los menudos arcos ciliares.

Un diccionario científico al uso, oportunamente rescatado de su biblioteca, ofreció ciertas claves. Lo consultó con más aprensión que curiosidad, casi con expectación. Leyó que el glaucoma era un proceso morboso causado por el aumento de la tensión intraocular. Producía dureza en el globo del ojo y paulatina atrofia de la pupila. De ahí a la ceguera sólo mediaba un breve intervalo de tiempo. El diccionario añadía que la enfermedad se denominaba así debido al color verdoso que adquiría el iris. Después clasificaba la tipología, atendiendo a su gravedad. El que Ariel padecía se enunciaba en la última línea, lacónicamente: maligno, por razón de su rápida evolución y sin éxito al tratamiento.

Verde.

Ariel busca frente a los espejos una pincelada de color verde incrustada en sus ojos, abriéndolos de par en par la indagaba, una raya glauca que los tiñera, que los ensuciara, una brecha tal vez diminuta e inapreciable, como una brizna de hierba flotando sobre una laguna o una célula cancerosa que contamina un organismo sano. Busca el origen, quiere saber dónde se encuentra, pero todavía es pronto.
Desesperación.

Las primeras semanas fueron de desesperación. Encerrado en el ático donde vivía Ariel cae postrado sin consuelo, sin llanto. El impacto de la noticia es tan demoledor como su impotencia, y se derrumba ante la cruel adversidad que en breves fechas le condenará a malvivir entre calígines.

¿Cruel, Ariel? ¿Por qué cruel? Otro hombre cuyo nombre no sabes se beneficiará de tu ceguera. Otro ser a quien no conoces verá por ti las cosas que te fascinan, leerá los mismos libros, se entretendrá con la textura de las tonalidades cromáticas y podrá distinguirlas: azul cobalto, violeta violado, amarillo ceniza, rojo de sangre. ¿Cruel, Ariel? ¿Por qué cruel? Ese hombre no se planteará tus dudas. No requerirá el esfuerzo ni el refuerzo de la memoria. Tus futuras tinieblas serán la luminaria que él ahora necesita. Vivir, Ariel, es asumir que jugamos al juego brutal de las compensaciones.

El médico había recetado un fármaco para prevenir que no se disparara la tensión intraocular. Cada cuatro horas Ariel humedece las retinas instilando unas gotas que escuecen al bañarle la córnea. Son como alfileres. Antes debe asearse las manos. Debe frotar cejas y pestañas con toallitas impregnadas de suero. Debe calentar en agua tibia el botecito de plástico. Es un escozor caliente que a su mirada ahoga. Es torpe Ariel al inicio de las sesiones. Aproxima el extremo del pequeño tubo alargado cerca del párpado, sus dedos tiemblan y se derraman las gotas transparentes (como el rocío), describen un surco. Acomete otro intento, y otro. Al fin aprende.

Ha de interrumpir el descanso nocturno. “Cada cuatro horas”, ha insistido el médico, “sea disciplinado”. Luego del despertar imperativo que impone la terapia conciliar el sueño de nuevo se revela una carga. Una rutina clínica ha desbancado a la inocua que él hizo suya. Un ritual cansino se ha apoderado de su cotidianidad destruyendo los resortes que lo parapetaban de toda sorpresa incómoda, de todo hecho fortuito, por nimio que fuera. Ariel acepta el tedio mecánico que aqueja a los enfermos para quienes no hay esperanza, y se pregunta si servirán de algo las toallitas y el fármaco y los consejos del experto. “Sea disciplinado, no desfallezca”.

Hay algo peor que la incertidumbre, piensa. Y es presuponer de antemano que las cosas han de ocurrir, pero ignorando cuándo. Un mes, tres meses… Un año. Hubiera preferido que el desenlace fuera ya una datación singularizada en el calendario, una coordenada temporal inmodificable, para estar preparado. Hubiera preferido que le amputaran una mano, o mutilaran una pierna. Pero esta elección era lo más parecido a una quimera. El mal estaba destinado a cebase contra sus ojos, atacaría a su instrumento imprescindible. De la limpieza e indemnidad de ellos dependía todo cuanto podía hacer o sentir. Que me quiten el gusto o el olfato, ruega absurdamente. Que me priven del tacto, pero no de mis ojos. No de mis ojos.
Dureza.

Aunque todavía no lo percibe, las córneas se le están endureciendo, lentamente. Les crecen piedras que aún no tienen medida, aún no pesan. Son ingrávidas, invadidas de musgo verdoso que acabará ocultándolas.

Lo asaltan vacilaciones, irresolubles. ¿Cómo será el instante en que ya no pueda ver? ¿Me acostumbraré poco a poco a la neblina que me acecha? ¿O será por el contrario, Ariel, una clausura súbita, violenta? ¿Seré entonces capaz de recordar?
Entorna sus ojos, probando. Evaluando. No concede mucho tiempo a la momentánea oscuridad y los abre en seguida, asustado. En el amago sólo ha sobrevenido densa negrura. Siente horror a que su vida se transforme en una noche perenne, sin principio y final, continua. Recobra la capacidad visual alentado por una pulsión que le irrita. De inmediato se interroga cómo será aquel no-ver con los ojos abiertos cuando el iris claudique ante el perfeccionamiento de la enfermedad. Y no hay respuesta. Eso es lo trágico, se lamenta: no tendré sellados mis ojos, y sin embargo no podré ver.

¿Y la mirada? ¿Cómo habrá de ser la mirada de un ciego, ese deslumbre a perpetuidad? Parece un contrasentido, pero no lo es. Mis ojos no estarán vacíos. Variarán de apariencia, mutarán de aspecto, pero en efecto, Ariel, no estarán vacíos. Los demás creerán que miro. Los demás creerán que puedes verlos, pero se equivocarán. ¿Cómo verán ellos mi mirada? La mirada de un ciego, Ariel, ha de ser tan inmensa como su memoria. ¿Es que todavía no te has dado cuenta? Ha de ser tan vasta y tan penetrante como los recuerdos.

Angustia.

Náusea, la apodaba Sartre.

<¿Por qué tuve que leer alguna vez a Sartre?, no me interesaba>. Es verdad ¿por qué lo hiciste? No formaba parte de tus preferencias literarias. ¿Por qué recuerdas ahora a Sartre? "Mi pasado ha muerto. Hoy mi vida llega a su fin. Toda mi vida está detrás de mí." ¿Y a Camus? Sí, su obra "El Extranjero": "Pensé que me bastaba dar media vuelta y todo terminaría."

No, aún no. Ariel trata de postergar el momento en que deberá valerse de sus reminiscencias, pues todavía no las precisa, todavía puede ver. Y se dice: Si quisiera leer aquellas líneas de nuevo, sólo tendría que alargar mi brazo al estante de madera, y entresacar el volumen y buscar las páginas en que el protagonista presiente que su vida se agota y desea dar media vuelta, para que todo acabe en un instante. Si quisiera regresar a aquellas páginas que nada me aportaron, únicamente tendría que poner el libro abierto frente a mí, y leer con mis ojos y entender con mi conciencia.

Eso te repites, Ariel, buscando consuelo; o tal vez compasión. Pero el lustre de tus pupilas se está apagando. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Qué será de mí cuando suceda.

III

A la quinta semana de la fatídica noticia aún no había experimentado ninguna alteración significativa.

Se empeñaba en descubrir alguna predicción cognoscible de su enfermedad, pero ningún malestar se manifestaba externamente. Todos los días al despertar, sobrecogido y excitado, examinaba sus ojos frente a los espejos con el propósito de encontrar una convicción definitiva: la presencia sutil del verde creciendo dentro del iris y ensanchándose, la hendidura en la córnea por donde el glaucoma debería ir fagocitando poco a poco la luz. Hurgaba. Palpaba. Removía.

Pero nada. Allí no había nada.

No bastaba el acto de abrir espontáneamente los párpados y recibir las imágenes de costumbre. Su entendimiento exigía una prueba palmaria de que las pupilas todavía estaban vivas. Se había obsesionado con captar el intervalo puntual en que surgiría el primero de los síntomas reveladores del cataclismo que, tarde o temprano, iba a arrastrarlo a la oscuridad.

Fue así como empezó a arredrarle un pánico insoportable a las alboradas. El médico residente no debió derrochar tanta imaginación, tanta matemática, asociando su irremediable ceguera a un despertar indeterminado. Para contrarrestar su pavor, Ariel se hace acompañar del insomnio, enclaustrándose en una duermevela que carece de quebrantos. Pugna para que no lo venza el sueño. Pugna por mantenerse despierto. Las madrugadas sobrevienen pesadas como túnicas de plomo, acallando los ruidos diurnos, supliéndolos por otros más tenues e inquietantes, dispersando las gamas cromáticas. Todo lo envuelve la quietud.

En el desespero hubo, no obstante, un resquicio para la admiración: se maravilló del pausado proceso mediante el que su afección se iba interpolando a la realidad cotidiana. Incluso las neblinas que tiempo atrás lo velaron, débiles indicios premonitorios, habían otorgado una tregua imprevista. Ariel no utilizó esta aparente mejoría como argumento que pusiera en cuestión las aseveraciones del especialista y su inapelable juicio científico. Al contrario: asignó aquellos rasgos contradictorios a la propia esencia contradictoria del mal que en sus ojos se gestaba.

Animado por la resolución inherente a toda derrota, Ariel se rehizo y organizó su vida diaria, sus automatismos, imponiéndose renovadas normas que le suministraran un puñado de pautas a las que asirse para no enloquecer. Fue la única medida coherente que aplicó a su desconcierto. Al menos, reclama, que el ocaso no me sorprenda desprevenido. Al menos, implora, que mi existencia inmediata sea tan digna como antes de mi visita a la clínica. Todavía podía ver. Debía conseguir alguna ventaja de la tardanza con la que procedía el decurso morboso ingeniando una estrategia adecuada, una especie de entrenamiento gimnástico, propedéutico, que le facilitara desenvolverse, maniobrar sin desatinos dentro de su ámbito más íntimo cuando la infección se consumara.

Para ejecutarla se impuso perder el miedo irracional a cerrar los ojos y a que irrumpiera el déficit de visión. En pie, intentando situarse en el centro de cada habitación del ático, abatía precariamente sus párpados y, privado de toda brújula orientadora, trataba de recordar las cosas que allí estaban predispuestas. En la biblioteca retuvo la ubicación milimétrica de las estanterías que su abuelo había tallado y el metódico orden que clasificaba los volúmenes: Edgar Allan Poe bajo Gilbert K. Chesterton; Jorge Luis Borges sobre la enciclopedia de arqueología, ésta junto al busto de un griego de la antigüedad que por alguna razón creía Pericles. Retuvo también la colección de discos de vinilo alineada dentro del mueble carmesí, donde la había colocado muchos años atrás, preparada para el oyente por exhaustivos criterios de compositores y épocas. Retuvo el margen que desde el vano de la puerta le separaba de la mesa de melamina y de la máquina de escribir; retuvo el equilibrio, la posición enhiesta, de los lápices de carbón dentro de las vasijas de barro cocido. Unas muescas diferentes en los bordes revelaban el color y la utilidad de cada uno. En los armarios, cajones y vestidores dispuso una nueva distribución de las ropas, divididas por bloques en función de su finalidad para no confundirse cuando precisara vestirlas.

Acompañaba estas manipulaciones con la audición de alguna pieza musical: a veces el melancólico Adagio del Concierto a cinque para oboe y cuerdas, de Albinoni (Opus 9, Número 2, grabó indeleble en su memoria); a veces un aria de Pórpora -Gloria, del Dixit para solista, coro y cuerdas, partitura en la que la voz impostada del contratenor imitaba a misteriosos predecesores emasculados-. Otras el doliente Stabat Mater, de Pergolesi. La vida, rítmica, tranquila, empezaba a entrarle por los oídos.

Ariel intuía que la ceguera habría de multiplicar el tamaño de los espacios, confiriéndoles holguras cósmicas, tornándolos insondables. Frente a tanto vértigo, supuso, la fijeza, la sensación de adherencia, de estar ensamblado a un punto inmóvil, proporcionaría seguridad, confianza; y la confianza era indispensable si quería lograr una existencia que, aunque minusválida, mantuviera intacta la dignidad que a todo hombre exonera de su degradación.

Por eso cada utensilio, cada adminículo, aun el más improductivo, obtuvo un propósito disímil al que habitualmente servía. Los quicios de los tabiques, el marco de un cuadro colgado de la pared, una puerta adosada a un lateral siempre abierta podían significar una escala, un fortín donde avituallarse y en el que descansar, un vector que mostrara el sendero por el que discurrir sin que sus piernas se trastabillaran. Mientras no cambiara los objetos de lugar, mientras nada se trastocara, serían los arneses que lo sostendrían anclado al vacío que, parsimoniosa, tardamente, se aproximaba.

Completó la planificación trazando con infinita mesura los atajos que sus pasos debían seguir por los corredores, y los computó y guardó en el almacén de sus recuerdos como candiles que habrían de guiarle cuando el dédalo de bruma imperase para siempre. Calculó las dimensiones de cada habitáculo y el volumen que ocupaban los enseres, para no chocar contra ellos como una peonza arrojada por una zarpa díscola. Eliminó los adornos superfluos susceptibles de obstaculizar su pronto deambular aciago. Fue adentrándose en el costoso aprendizaje de caminar sin ayuda de la vista y, con sorpresa y aun espanto, descubrió que sabía manejarse dentro de las geométricas vaharadas con que lo engañaban sus ojos cerrados. Y al fin descargó las baterías de los relojes: fue su inocente manera de entreverar las horas y posponer las temidas alboradas. Conforme reorganizaba su modus vivendi el insomnio acaparó cada vez más porciones de tiempo. Desfiguró las lindes inteligibles entre la noche y el día. No había auroras, ni puestas de sol, sólo diuturnidad inconmensurable. Sólo conticinio.

Pero un asunto permanecía irresoluto, quizás el más importante, quizás el decisivo. Nadie de la editorial debía conocer su trance desventurado. Se jugaba la regularidad de la paga mensual y su prestigio como lector experto en posibles éxitos literarios. Se jugaba ser objeto de despiadada conmiseración, cuando no de burla o escarnio. Algún día dejaría de ver, pero eso no tendría porqué afectar a sus extraordinarias facultades para discernir la presencia, entre tanta hojarasca literaria, de una obra que mereciera su admiración, el aplauso o, como era lo más común, sus descarnados vituperios. No podré leer, se decía, pero sí valorar.
¿Qué vas a hacer, Ariel? ¿Opinas que hay solución?, porque mientras reflexionas, en algún lugar, en alguna parte que aún ignoras, hay unos ojos que te están mirando. ¿Puedes verlos, Ariel, o sólo los intuyes?

, se dijo.

Lo había decidido: contrataría a un destrón fiel, aunque eso no supusiera más que un subterfugio propiciado por las urgencias que lo atosigaban. Excusas triviales (una convalecencia sin importancia, viajes repentinos) preservarían la verdad de su desgracia frente a las inquisiciones insensibles a que acostumbraban los burócratas que, entre bastidores, gobernaban los destinos de la editorial.



LA SERENIDAD

I

Siempre que alguien contacta con otro, y lo acaricia, besa o agrede, leve o grave deja una huella. Cada vez que alguien habla, obliga a que lo escuchen. Si de pronto te llega una risa, vete, porque tu tristeza se acerca.
Arrebatas el aire que no es tuyo cuando respiras. Saqueas cuando te alimentas. Muchos callan cuando gritas, y tu silencio es la ira de un desconocido. Si corres, los demás se detienen. Alguien nace mientras otro ser estará muriéndose, en algún rincón, lejos. Cada vez que sueñas con muerte, vida en realidad estás soñando para otro cuerpo. Y cada vez que crees vivir en sueños, mueres en vida.
Los hombres depredan los dones a otros hombres. Por eso cada vez que alguien te mira, desgasta tus ojos.




Se llama Ida Nereida. Es una mujer de cabello opalino y rostro de nieve. Acaba de cerrar las pastas de una encuadernación que imita a las vetustas en piel magenta que elaboraran, hace muchos años, olvidados maestros artesanos. Una amiga mañosa para las artes plásticas había cosido a ellas una mimeografía de las hojas de papel en las que, también hace siglos, Ida escribió un relato sin título. Ahora relee la pequeña nota que la amiga había redactado, dejándola enganchada a la primera página. Carece de firma, pero Ida Nereida no necesita otros signos distintos a la caligrafía, rápida y cursiva, para identificar a su dueña inconfundible.

He remitido tu manuscrito a la editorial, encuadernado
como éste. Espero que me perdones. He leído todo lo que has
escrito y no tolero que menosprecies tus méritos. Es mi
regalo de cumpleaños.

Meses después de aquel gesto inútil de su amiga (una licenciada de muslos ardientes que ejercía la prostitución de noble alcurnia por complacencia y por dinero, a la que sus potentados clientes apodaban con cariño y agradecimiento La Divina), recibió una escueta carta de la editorial. Con estilo oficinesco, sin ambigüedades redundantes, le informaban que habían decidido rechazar su manuscrito. A la misiva acompañaba un severo comentario del equipo de lectura que, a juzgar por la deliberada concisión de la crítica, lo componía una sola persona.

Ida Nereida no había vuelto a escribir desde entonces, y tentada estuvo de destruir en lenguas de fuego la breve compilación de cuentos y poemarios que guardaba a buen recaudo en un baúl que había pertenecido a su madre -y antes de ella a su abuela, y antes a su bisabuela-, bajo la cama siempre deshecha y ataviada con sábanas de tergal que olían a sándalo.

Ida Nereida tenía una forma peculiar de escribir: se esforzaba por aprehender previamente todos los caracteres de los personajes que inventaba. Era como si absorbiera por completo todas sus fisonomías, su naturaleza fundamental, cada una de sus debilidades, cada una de sus proezas y, simultáneamente, le prestara su ser entero al actor imaginario que habría de protagonizar sus relatos, para que le sirviera de molde. Creaba seres ilusorios, pero eran ellos quienes llevaban las riendas, quienes la dominaban.

Este desdoblamiento de personalidad formaba parte inherente de sus costumbres y procedimientos cuando, arrebatada por la inspiración, se entregaba a las ficciones literarias. Se mostraba resueltamente impotente a la hora de estructurar una historia virtual si antes no experimentaba los sentimientos del personaje creado y si no les cedía los suyos. A este complejo proceso de transmutación lo llamaba explícitamente “calzar los zapatos del otro.”

Ida Nereida ahora ya no escribe, sino que ama. Ama sin tener a un ser amado al que amar, vive sin alimentar ánimos y alegrías. Y aunque se recrea en ensoñaciones ligeras que sobrevuelan su nocturnidad desprovista de pesadillas tenaces, ve pasar los días y los días y los días, y todas las perpetuas noches sin estrellas, madurando la mejor de sus obras, las más excelsa, la insuperable, que es aquella que nunca se plasma en los cuadernos. Ida Nereida no lo sabe, pero su único sustento son los borbotones de nostalgias que pronto estallarán. Ida Nereida es virgen, nadie lo sospecha, y pronto perderá su virginidad.


II

-Usted no puede negarse a aceptar esta oferta de trabajo. La remuneración es apropiada. Diría que justa. Incluye un tercio de salario en especie: habitación y derecho a tres comidas.

El funcionario que le habla fuma a la vez que tuerce la boca. El Departamento de Colocaciones Temporales (el nombre ya de por sí horripila; eso piensa Ida Nereida) ocupa un rectángulo de paredes ennegrecidas y sillas desvencijadas frente a varias mesas que no son de caoba, ni las adornan candiles.

Es la trastienda de la oficina pública donde, como apoltronados en tronos de barro, los ilustres jefes de negociado informan a los desempleados que por turnos van accediendo desde las colas apelmazadas y en desorden. Son caras vulgares de personas vulgares (vulgares, sí: tal es el adjetivo que acude a ella y no dice), que esperan blandiendo un trozo de papel donde quedará estampado el vestigio de un sello circular que acredite la intención de encontrar un empleo. Preso en el aire, enturbiándolo, ulula el inhábil parloteo de conversaciones, insulsas todas, que elevan tono, volumen e improperios conforme la espera degenera en aburrimiento.

-Aquí dice que usted es escritora -repite el fumador de ojeras grandes y boca carnosa, entre estelas grises de humo que se propagan abundantes y libérrimas, como una viremia. Ahora clava sus ojos como colmillos en el semblante distante de Ida. -Supongo que alguien que escribe cuentos y esas cosas sabrá leer ¿A que sí?

No espera respuesta el probo funcionario, satisfecho del tono sardónico con el que se ha dirigido a Ida. Prosigue su desangelado caudal de palabras sonoras, escupidas de los ateromas con forma de papada que cuelgan de su garganta, un buche deshinchado. ¿De qué hablarán los que esperan? De miserias.

-Si pone objeciones injustificadas me veré obligado a cursar un parte descalificatorio. Le suspenderán el subsidio, será sancionada. Es la ley vigente, señorita, y afortunadamente no la he dictado yo.

Mueve el burócrata sus manos macilentas, de un lado a otro, declinando toda responsabilidad. El bolígrafo de plástico endurecido se asemeja a un estilete que apunta a ella directamente, desafiante. Pero aquellas palmas afiladas que lo sostienen no son manos, desmiente Ida para sí: son garras de palmípedos, oscilantes y membranosas, salpicadas de manchas nicotínicas y apostemas infectos, que ella contempla con creciente interés. El otro intercala una pausa que pretende
(y no consigue) ser sugestiva. Y agrega:

-¿Me comprende?

Ida Nereida comprende, pero no habla. Asiente. El tipo -aventura, escrutándolo- reúne todas las trazas para ser un magnífico personaje literario. Nada de héroe, nada de príncipe. Su papel es el de homicida, el de villano: le va como grilletes a fugitivo.

Duda Ida si distraerse mirando a su alrededor otra vez. La brasa entre los dedos lame incombustible el fino papel del cigarrillo. No ha terminado su aburrida alocución el funcionario adicto a las labores alquitranadas de tabaco, pero Ida ya no le oye. Se atiene a su concienzuda observancia. Parece que el otro se impacienta; eso demuestran sus gesticulaciones procaces. Alguien, al fondo, se queja de que las colas avancen tan despacio. Algún otro interpela silencio, chistando con estrépito. Es aún temprano, piensa Ida, para ejercitar el derecho a una administración eficaz.

-¿Me ha comprendido usted?

Recupera la concentración en su interlocutor. Aquella boca de molares gruesos, confundida en el filtro esponjoso y cilíndrico que se acerca sin descanso a la rojez agrietada de sus labios, insiste en machacar una y otra vez la misma pregunta, que retumba estridente. Le vendría bien, bromea Ida, un tapón de corcho obliterándole la glotis, barnizado con pomada venenosa.

Pero la broma, de golpe, se trueca en maleficio. , vaticina funesta Ida Nereida, como en un febril oráculo délfico, mientras el funcionario, entre espasmos bronquíticos, anota garabatos dispares que serpean en las líneas impresas de unas cuartillas grapadas a otras con emblemas oficiales: su expediente oficial de desempleada forzosa, su misérrimo currículum allí recopilado, a la vista de aquellos ojos inyectados de aguadija. , augura con pensamientos lúdicos que nadie presiente y a nadie atemorizan, pues se los calla. .

-¿Quieren dejar de hablar ahí detrás? -grita el funcionario con voz ronca, prominente, autoritaria sin autoridad, reprimiendo los accesos de tos quebradiza. La ceniza decae compacta desde el extremo del cigarrillo; se deposita sobre la mesa, liviana y silenciosa.

Ida extiende sus pómulos en pliegues de nácar, imperceptibles. Por primera vez en mucho tiempo se permite sonreír. ¿Es ésta tu mejor sonrisa, Ida? ¿A esa contracción de quijadas ensiformes llamas ? Medita: qué poco amedrenta quien a todos amenaza. Acoda los brazos. Sus uñas –romas, limadas- acarician las comisuras de sus labios semiabiertos, húmedos, una mueca que también es legado de su tierna madre. ¿O tal vez, a fuerza de remedarla, la ha copiado impunemente de su amiga, la licenciada prostituta de muslos prietos? Dibuja un mohín de acusada afectación.

-Por favor -solicita melosa-, concédame un día para pensarlo.


III

Las primeras horas, los primeros resplandores, aquellos que despuntan en la aurora, son los más limpios. Aunque llueva, aunque la ciudad -sin mar, sin costas, sin río- sea engullida por la cellisca que no cesa, y el aguanieve menudo que se infiltra entre las rachas cortantes de viento deshaga los contornos y los mixture tenebrosos, como en mercurio turbio, las primeras horas del día prometen al andariego que transita por las calles solitarias la certeza de que volver al hogar será un objetivo predefinido que nada truncará, momentáneamente en impás, detenido, pero alcanzable con facilidad cuando se finiquiten, por fin, las tortuosas componendas y los deberes ineficientes que otros exigen.

Ida Nereida, vestida con un suéter de mezclilla que la llovizna ha empapado, entra en la oficina pública. Se dirige al infausto Departamento de Colocaciones Temporales. La decisión ya está tomada. Arde en sombríos deseos de encontrarse con su nuevo empleador. Espera su turno en la inevitable hilera de caras somnolientas. No son las mismas que en jornadas precedentes, pero la situación las iguala como si fueran clones sistemáticos. Hay, igual que ayer, manos de toda laya (huesudas unas, otras repletas de bisutería de mercadillo ambulante, las más encallecidas) que abanican el documento donde el tampón de tinta reseca certificará el cumplimiento de obligaciones legales. Su paraguas deshilachado gotea. Una hora, tal vez dos, de tensa expectativa a cambio de cobrar el subsidio. Esta vez el murmullo se ha amortiguado. Quizás aún retumben las resonancias de la chillona arenga del jefazo fumador, cuyo fatal destino se atrevió a prefigurar.

Y recuerda, sin proponérselo, las frases por ella escritas que, denigradas, olvidadas, dormitan en el fondo de una arquilla, bajo la cama de sábanas frías y aromáticas que nadie ha hollado con tibieza de calores desnudos; frases encuadernadas artesanalmente por la diestra pericia de su amiga que con tanto primor teje y desteje enhebrando las agujas, la prostituta de piernas como colosos de marfil y de ensueños frenéticos que ahora estará descansado, entre almohadas de satén, saciada de los desmanes, de las pujas, de las arremetidas que trae consigo su selecta clientela. (Enumera Ida: jerarcas emprendedores, notarios, jueces, corredores de bolsa, prebostes que invierten en pobreza su insultante opulencia y detentan títulos y acciones que los testaferros rentabilizan blanqueando los pingües beneficios en anónimas corporaciones industriales y oligopolios mercantiles que todo lo monopolizan, porque todo lo procuran y a todos abastecen. Con tal de que los demás puedan comprar.)

-¿Alguna vez hablas con ellos? -interrogó, Ida, curiosa, una tarde de otoño.

-Siempre hay que hablar con ellos -contestó la odalisca con discreta malicia, soltando la cera hirviente que embadurnaba la depiladora-. Son como niños... Acércame esas pinzas. Y el cepillo.

Risas ladinas. Camaradería compartida con mujer sabia y ducha en los complots e intersticios del falso amor que Ida no imagina tan impostor. La Divina arrima cuidadosa un terso manto de cera a las entretelas del pubis, fruta escarchada del paraíso terrenal, prohibida para quien no pueda pagar. El vello que sobra -templado, ambarino y travieso, que tan grata ambrosía resulta en las libaciones de los paladares más exigentes- se adhiere sedoso a la pátina de resina.

-Niños con atributos varoniles. Entiéndeme.

Pero los hombres depredan los bienes a otros hombres. Por eso cada vez que alguien te mira, desgasta tus ojos, y si acaso te toca lacerará tu piel, y si acaso a tu lado respira te dejará sin aire. No mires atrás, pues un semejante que es más fuerte que tú te persigue incansable, irreductible. No oses parar tus piernas que ahora corren y corren. No oses distraerte mirando atrás. Sigue corriendo, huye, porque cada vez que alguien proclama que te ama, las semillas de una tragedia está sembrando con sus tercos anhelos. Todos curamos heridas de guerra que jamás sanarán. Todos rezamos a una deidad que delira y en sus delirios nos castiga.

Una nueva protesta general con visos incendiarios prende como la pólvora y la extrae, de golpe, de sus eviternas cavilaciones. La caterva de virulentos desempleados, consciente de que no hay ningún dóberman de fauces horribles adicto al tabaco que vigile sus movimientos, sofoque sus protestas o imparta doctrina en temores administrativos, se ha amotinado subversiva. Es la revolución, un acto de sedición popular. Exigen más rapidez, más simpatía, más eficiencia, menos inepcia (aunque nadie utiliza estos últimos asertos) porque no disponen de todo el día. Nadie arguye que los aguardan tajos clandestinos donde mandan capataces montaraces que ponen boca y látigo a un amo invisible que se solaza allá, en el cortijo, celoso de su contabilidad. Ida Nereida, entre los cogotes desaliñados que la anteceden, presos de enrabiada motilidad, con mirar avizor otea, al fondo, la escuálida mesa del funcionario fumador.

Pero ya no está allí. Otro -de voz más tranquila, casi taciturno, inmerso en el tedio, interino errante- lo ha reemplazado. No requiere preguntas porque ya adivinó las mágicas respuestas. Se permite una burla con sus pensamientos, aunque reprime la risa, mientras sale de la oficina y atraviesa las callejuelas encharcadas que conducen al ático de Ariel.

Camina, camina Ida. Macetas aporcadadas con flores purpúreas y parterres de albahacas lampiñas, que la lluvia golpea, le dan la bienvenida. Oportunamente liberada de la arquilla que perteneció a su madre, y antes de su abuela, y antes a su bisabuela, lleva resguardada bajo el brazo la encantadora encuadernación de su amiga, la divina licenciada que con tanto mimo rasura su Monte de Venus, siempre iridiscente y asperjado de jazmines. Y piensa que para colmar la algarabía de las huestes enfurecidas que a poco destrozan el Departamento de Colocaciones Temporales, sólo faltaba un cartel, uno bien hermoso que, a modo de esquela gratuita, en letras góticas (o cirílicas) anunciara

“CERRADO POR DEFUNCIÓN DEL FUNCIONARIO FUMADOR”.



EL ENCUENTRO

I

Un disco de vinilo gira y gira rugoso. Suenan suaves arpegios andantinos de violas y violines. Anacrusas de clavicémbalo marcan el bajo continuo. Parece que la melodía animara y diera bríos a las hojas bicolores de una verdolaga que, mustia, perezosa y mecida por la ventolina, toma el escaso sol que se proyecta sobre el alféizar del ventanal.

El diván de blanca cretona donde Ida se ha sentado, a ofrecimiento de Ariel, camufla sus mullidos cojines bajo una frazada de vedijas ensortijadas y excesivas proporciones. El salón es el vivo arquetipo del orden esencial de quien, anticipándose a la oscuridad, ya no necesita planos axonométricos para orientar sus pasos, sino tan sólo la inteligencia de su instinto y los relieves de las cosas. Capta su atención la librería de macizos entrepaños donde gravitan y brillan, en esplendor de nervuras brocadas, los cientos de volúmenes.

-¿Le gusta Johann Sebastian Bach? –interroga Ariel con media sonrisa, casi áulica-. El concierto en Re menor BWV 1043 es mi preferido. Qué raro que nunca compusiera una ópera, ¿verdad?

No hay respuesta expresa de Ida, la nigromante. Entreabre su boca de azúcar, encoge las pobladas cejas, pero el ceño no llega a fruncirse en ademán de desagrado.

-¿Nereida, no? –comenta Ariel, quebrando de nuevo el silencio como quien pule esmeril. Tiende una mano indecisa que ofrece el tesoro de una galletita rellena de crema de limón. Ida la rechaza-. Es un apellido poco común.

-También lo es la oferta de trabajo que usted ha tramitado.

El lánguido Largo ma non tanto de Bach concluye su melódico fraseo.

-Enseguida hablaremos de eso. Permítame antes, para romper el hielo, unas escuetas anotaciones acerca del origen de su culto patronímico. La mitología pagana que hoy se desdeña en las escuelas cuenta que Nereo, dios del mar en calma, tuvo de Doris cincuenta hijas que con él residían en la profundidad de las aguas, todas núbiles doncellas.

-Conozco la historia -interrumpe Ida.

Ariel completa su fingida sonrisa, altanero:

-Pero no mi versión. Escuche. Las nereidas, que así se llamó a la prole, representaban la amabilidad de las olas y la delicadeza de los océanos. No en vano el nombre de Nereo, etimológicamente, proviene de un vocablo indoeuropeo que significa nadar, el acto más placentero con el que un humano puede conjugarse con los mares embravecidos. Eran bellas, les crecían cabellos perlados y sus cuerpos parecían pulcra transparencia, como el cendal. Eran poetisas e hilanderas. Su desnudez mortificaba, según la creencia tradicional. Mi versión, en cambio, es menos prosaica, pues las nereidas se emparentan con las gulosas arpías, que nada tenían de celestiales y todos los manjares devoraban. Y si bien diferían de ellas en el viscoso aspecto de su vientre inmundo y en su repulsiva inclinación por las excrecencias y el estiércol, compartían el gusto por extraviar y raptar a los navegantes. Entonando canciones evanescentes y suspirando de amor, atraían entre la calina a las embarcaciones, como si imantaran quillas y mástiles, que por desventura encallaban contra las rocas. De los tripulantes nunca más se sabía. Ulises podría atestiguar lo que digo.

-…

Refulge la faz impecable de Ariel, satisfecho de haber impresionado a su nueva lazarilla.

-Sus primas hermanas, señorita Ida, eran en verdad voraces hechiceras, condenadas como toda su saga a perecer de pena, transformadas en sirenas pétreas, si al amante escogido no lo embriagaban con sus seductores encantamientos.


II

Lee y relee Ida, sin pausa y perseverante, las cuartillas recicladas que los candidatos a literatos insignes han remitido a la editorial. Lee y relee dócil las metáforas y símiles que, mezcladas con obsesiones infantiles y otras aprendidas, rellenan los folios con ampulosas sinfonías de palabras y gramática ex aequo, lampando por un fugaz instante de gloria que nunca llegará. Ariel se muestra implacable: ni un solo relato, ni una sola narración, enaltece sus sentidos o supera el examen riguroso de su inflexible juicio crítico. Es juez y jurado, legislador y verdugo.

Pero algo en él (ha observado Ida, hija y nieta de brujas) se debilita poco a poco. Cuenta por varias las ocasiones en que lo ha visto vagando por los pasillos con los brazos desplegados, como abarcando el aire. Suele abatir los párpados, tanteando ansioso obstáculos que en realidad no existen, pues el ático carece de enseres, alfombras o esteras que entorpezcan su tímido deambular, y pese a ello Ariel se empotra contra su propia sombra, tan torpe se muestra al andar.
Otras tantas oportunidades, como enajenado y ausente, lo ha sorprendido frente a los espejos -la casa está lleno de ellos, duplicando los densos silencios que sólo la música salpica-, con los ojos muy abiertos y fijos en su reflejo, igual que una estatua, casi tragados por el azogue, cautivos de una anormal amplitud o de una maléfica euriopía de la que sólo lo emancipan las largas demoras en las lecturas que ella pacientemente le provee. Por momentos se diría que romperá a llorar, y por momentos que su llanto se ahoga.

Una tarde, cerca ya del crepúsculo, Ariel dormitaba transportado a ese reducto lejano donde habitan las pesadillas y del que nadie regresa sin enloquecer. Ida lo vio hermoso. Embridó los deseos de inocular sus labios argentos. , le repetía La Divina, licenciada en amores fatuos, advirtiéndole de los peligros. .

Ida aprovechó la soledad para encerrarse en su dormitorio. Un puñado de alectorias esmaltadas, al compás de sacrílegas invocaciones y vocablos guturales que los diccionarios no relacionan, rodaron por el tapete como guijarros etéreos. Siglos hacía que aquellos huesosillos fueron extirpados de las entrañas de los gallos capones que pertenecieron a su madre, y antes a su abuela, y aún antes a su bisabuela, y mucho antes… Esta vez arrojaron respuestas ya imaginadas. Los arcanos se deshacían. Ahora Ida clarifica la razón por la que una mañana Ariel salió presuroso, volviendo un rato después para engalanarla con una preciosa catela de oro blanco que engarzó a su cuello y que tintineaba como un cascabel con solo respirar. , le rogó.

Luego, en una despensa que ningún alimento dispensaba, Ida registró las cajas de cartón donde Ariel guardaba recuerdos de su pretérito adolescente. Y allí, entre fotografías de un hombre con las ropas raídas y cara de cadáver, encontró decenas de cartas, todas rasgadas como preludios de un irrefutable fracaso, que muchos años atrás Ariel habría leído con lágrimas tristes que de sus ojos ya no pueden brotar. Y en papiros deslucidos por el tiempo se esparcían borrosas líneas que una pluma de tinta escolar había encadenado para escribir versos y versos, endecasílabos henchidos de pasión que con nada rimaban y al universo entero evocaban: a la ceniza, a los pájaros, al plenilunio, a los interlunios, a nimbos y cirros, a los escaques diabólicos del diabólico ajedrez, a lo caótico, a los estambres marchitos, a un estío tormentoso, al don de lo eterno, a la madre que no conoció.

Al despertar, cuando el véspero era un conjuro que todo lo exorcizaba, Ariel la llamó entre vapores anémicos. Había que reanudar los ejercicios. Al despertar, Ida Nereida ya tenía urdido un plan sin fisuras con que amar a su amado y hacerle recordar.


III

En apenas unos días (pero hablar de días y de horas es una falacia, pues allí, en el ático, y en la ciudad, y en el mundo, no había tiempo que computar), Ida había asumido con orgullo callado su función de experta ductriz sin variar un ápice su comportamiento anterior, con el fin de que él no se percatara de las modificaciones que se avecinaban.

Regularmente la editorial franqueaba al ático, su destino, valijas de cartón que contenían las epopeyas y cuentos escritos con gallardía de principiante, y por idéntico conducto eran repelidos tras una criba sin piedad acompañados de un dictamen dogmático que Ariel dictaba de viva voz y que Ida se esmeraba en transcribir sin ninguna tachadura.

Al principio era él quien se encargaba de clasificar los envíos y las lecturas, mas conforme la enfermedad conquistaba terreno y su vista fue perdiendo frescura, Ida acaparó también esta penosa tarea, como otras muchas de índole doméstica. No le resultó difícil incluir fragmentos aislados de la historia que La Divina encuadernó como regalo de un cumpleaños que ya había quedado muy atrás. Ariel, demasiado ensimismado en escudriñar vírgulas glaucas en el vítreo lacrimal de sus ojos, no reparaba en estas sigilosas maniobras. , murmuraba en los intermedios, apesadumbrado frente a su espectro, torturándose sin escapatoria y atribuyendo a la fatalidad el progresivo debilitamiento que padecía.

Y ella, contemplando las córneas teseladas con arabescos de hierba, silenciaba referirse a la agónica enfermedad que las estaba matando: Ariel no hallaba el verme maldito que las corroía como una hiena codiciosa, como larvas de tarántula, porque la ceguera total estaba a punto de ganarle la batalla. , repetía a menudo. Ida sufría.

Cada vez que alguien te habla, usurpa tus propias palabras y pronuncia aquello que tú no dirías. Cada vez que alguien te roza, horada tu piel y a tu corazón apresa, mancilla y maltrata. Cada vez que alguien te implora, te hace víctima de tu indulgencia, lacayo de tu perdón, siervo de su servidumbre. Ya sabes lo suficiente para no amilanarte. Ya sabes que estás solo. Camina y camina y no contemples el trecho recorrido, pues cada vez que miras atrás alguien desgastará tus ojos.


-Yo no tenía pasado porque no tenía memoria. Ahora que no puedo ver, todo lo recuerdo con nitidez. Esas frases que has leído alguna vez las tuve entre mis manos. ¿Qué fue de ellas? De eso no logro acordarme.

Ida responde:

-Las denigraste.

Se muestra reticente Ariel. Sus palabras son endebles.

-Supongo que me guiaba la necedad. Pero ¿cómo lo sabes?

Ida responde:

-Yo sé todo cuanto en esos pergaminos se narra.

No hay excusas que improvisar. No hay explicaciones. Ida toma entre sus manos las de Ariel, que siempre están trémulas, y lo alza para que, acompañado de ella, se deje llevar por sendas de agua que mueren en arrecifes de coral, en acantilados de rocas cubiertas de liquen, donde, desde la noche de los tiempos, los barcos naufragan.

Él apenas puede ver ya su desnudez; ella lo desnuda. Él no se deja alisar los cabellos, ella le enreda con sus hebras de ópalo. Ida se reclina sobre el tálamo que espera en reposo. El aposento es inmaculado. El movimiento no es brusco, pero aturde a Ariel y casi sucumbe en un desmayo, temeroso. Ida lo apacigua susurrando a sus oídos una nana que parece cantada por voces de diosas que vienen y van, entre el sordo rumor de las mareas, de los reflujos, y lo empuja despacio hacia el secreto vértice inferior donde las olas estallan y decrecen en pleamar para que con su boca saboree la sal y el néctar y la vida.

Cuando los cuerpos se funden como hierros candentes, cuando el sudor se hace llamas que crepitan en hogueras de frío y desvalidas, y se expanden igual que las gotas esclavas de un acuario; cuando las acronías celebran su encuentro en la isla de Circe, cuando todo eso ocurre, el compás de las horas se paraliza como si grumos de zarzales atoraran los relojes de arena, o el líquido de las clepsidras se evaporara, o no hubiera sol en la cumbre arrojando luz y penumbra sobre un nomon.

Ariel despierta. Abrir los ojos es ya un acto casi fútil. Tantea las tibias sábanas en desorden de hervores, que no huelen a manzanas agrias, sino a heno limpio, recién segado. Ida no está. Cunde la alarma. Recuerda lo efímero que en verdad fueron sus tormentos. Recuerda el ritmo acompasado entre quejidos quedos, y un grito flotando como aceites en pantanos, que al rayar el alba surgió de la garganta de Ida, de sus labios de cuarzo que no pudo besar porque ella lo impedía. Recuerda que le vio la úvula sonrosada vibrando de placer al declamar un verso: Navega hacia mí y hazme tuya; seré como tú. Y recuerda la punzada de una tempestad, que fue como una muerte chiquitina, ensartándolo en pespuntes y cosiendo su dolor a los curvados montes de Héspero.

Pero Ida está regresando. Viene por la calle, apoyada sobre el hombro hedonista de La Divina hetera. Caminan con lentitud. Charlan desenfadadas y ríen al despedirse. Disfraza Ida sus rasgos nacarados bajo el velo de unas lentes oscuras. Lejos, en la arquilla que perteneció a su madre, y antes a su abuela, y aun antes a su bisabuela, ha sellado para siempre la encuadernación donde estaba escrita su inacabada historia que ahora, por fin, ha rubricado. Allí, dentro de una gruta inverosímil, ha sepultado las alectorias que todo lo vaticinaban, encovadas, castigadas a destierro para que nunca más rueden y rueden y nada malo presagien; y con ellas las agonías desaparezcan como desaparecían los temporales y galernas cuando su voz legendaria ahuyentaba los fantasmas que pueblan la anchura de los piélagos.

Ariel no puede verla, pero siente su olor a delicia cuando ella entra en el ático. Las estancias, los rincones, a su paso, se colman de fragancias y brisas. Hacia ella acude, como un peregrino desenvuelto en la negrura. Ida (la ninfa, la sirena, la mártir) lo nota llegar y despliega sus brazos para recogerlo cuando la alcance. Él toca sus piernas, las playas de sus caderas, sus pechos en turgencia. Desprende las lentes, placas rígidas con las que de improviso tropieza. Lude sus pómulos, las sienes, el cabello enmadejado que todo lo atrapa; aprecia que Ida lo rodea por el cuello para que le balancee, como una vela a los vientos, una delgada cadena de plata que resuena al respirar. Ariel toca su boca, sus mejillas, va a tocar sus ojos. Y palpa el vacío, los huecos gemelos que todavía no han empezado a cicatrizar.

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