Nos
preguntamos: qué es la belleza. ¿Por qué nuestra mirada selecciona lo hermoso y
lo entroniza, y en cambio el deterioro sufre destierro? Nunca he visto un
mausoleo que fuera hórrido; estricto en su forma, sin duda; sepulcral en su
silencio, seguro. Pero rara vez su arquitectura me pareció inspirada por la
fealdad. Entre los muchos reversos que tiene la belleza, y que ésta trata de
paliar, ocultar, se haya la muerte. Esto aclara el hecho de que la mera
intuición de lo hermoso nos incite a crear, a dar vida, con el fin -consciente
o no- de neutralizar la tremenda certeza de que somos seres en trance de
extinción.
Compleja,
versátil, proteica, la belleza no es el cuerpo en que se materializa. Qué
belleza tan vulgar y frustrante aquella que sólo es estructura de piel. Pues
aunque sin un cuerpo no puede haberla, salvo en el caso excepcional de la
música, es la belleza, ante todo, querer que las cosas nos lleguen muy hondo,
como si se tratara de aplacar un hambre tan antigua como la propia edad. Tan
insaciable como el respirar.
La belleza es
conmoción y no conoce límites. Su esencia radica en la promesa de que lo bello
lo será para siempre. Y eso le basta para obtener nuestro embeleso. Nuestra
obediencia. Tal promesa de eternidad, además, se cumple: cuando se desgasta, la
belleza muta de escenario y se reproduce sin cesar, en otro cuerpo, en otra
contemplación, época tras época.
¿Pero a qué
obedecemos? ¿Qué clase de dictado secreto ordena la belleza, que nos atrapa? En
su oscura matemática se haya la inquietante respuesta: nada nos parece bello si
no provoca la necesidad de su posesión. Así de placentera y fruitiva es la
belleza. Y así de asesina, porque nos convoca, sin piedad, a perpetrar el acto
agresivo de usurparla, apropiarnos de ella y no compartirla.
La belleza nos
ha subyugado siempre. Es por definición tirana y esclavizante. De tanto
afanarla nos condena a bregar con lo horrible que hay en nosotros. Porque
nosotros no nos vemos ni nos sabemos bellos, tal es la secular tragedia humana.
Vagamos por el mundo huérfanos de belleza, sedientos de ella. Avariciosos.
Y es que en
algún momento, quizá cuando más protección necesitábamos, hemos forjado la
ilusión maldita de que tras lo hermoso nos aguarda la perfección y la felicidad.
Insana y poderosa cualidad la del desamparo: para vencerlo y sobrevivir nos
hace imaginar la belleza suprema, totalitaria, esa que no se resquebraja y
siempre nos alimenta.
Por eso hay en
toda belleza algo extraño, insensato: el sentirnos vivos en el sufrimiento
extremo de su ausencia. Agazapada en la sublime imagen de lo bello, nos carcome
poco a poco una carencia, una insatisfacción muy temprana que agrava nuestro
existir y que convierte la beldad en perturbación. Y sin embargo, no hay vida
sin belleza, al igual que sin dolor no hay arte, sino su disimulo o caricatura.
Así las cosas,
¿es todo catástrofe ante el imperio monumental que la belleza ha erigido? Tal
vez no, pues hay otro secreto. Si somos capaces de reconocer y admirar lo que
resulta bello, se debe a que la hermosura también la llevamos dentro, aunque no
lo parezca. Cada cual es precursor de una belleza única: la suya, la de nadie
más, imposible de encontrar en las afueras, allá donde no hay más que otras
bellezas tristemente vacías, disfrazadas de vanidad.
1 comentario:
Somos efímeros...,la belleza es sólo vanidad cuando es vacía...
por eso la medida de espíritu necesaria para que algo te agrade,es exactamente la medida del grado de espiritu que tenemos!!
beso José!!
Publicar un comentario