9/9/11

JURANDO EN HEBREO

Las aspiraciones de Fernández-Pons acerca de crear tres millones y medio de empleos si el PP gana las elecciones han coincidido en el tiempo con la publicación del patrimonio personal de senadores y diputados. Y uno siente aturdimiento, cuando no directo malestar, ante ambos hechos.

Las declaraciones de Pons son poco realistas, pero además añaden el agravio porque su dueño ha jugado con las esperanzas de mucha gente que lo está pasando mal. La crisis es mucho más profunda de lo que imaginamos y azota con creciente virulencia a España porque nuestros gobernantes (Aznar primero, Zapatero después) basaron el crecimiento económico en la cultura especulativa asociada a la construcción, el sector productivo que más ha quedado expuesto a la hecatombe de las hipotecas subprime y a las locuras de las políticas ultraliberales.

Ese calado sin fondo por el que se precipita la crisis debería empujar a nuestros representantes públicos (especialmente a aquellos que, según las encuestas, asumirán próximamente la tarea de gobernar) a hacer un acopio de prudencia y pensarse dos veces (y tres, y cuatro si hiciera falta) el contenido de sus discursos, proclamas, conjeturas o apetencias. La gente no está para escuchar deseos vanos de iluminados ni falsas promesas. La gente quiere, como nunca, que se le hable claro.

Sin embargo, hay dirigentes políticos a uno y otro lado de las ideologías que todavía no se han enterado de que a la crisis económica se ha agregado, como una costra, otra crisis de significación más inquietante si cabe para el devenir de la democracia: la enorme desafección que ha cundido entre la ciudadanía respecto de la política y de quienes la ejercen en nuestro nombre por mandato electoral.

Soy de los que piensan que el sistema democrático, bien entendido y mejor puesto en práctica, inyecta madurez en los pueblos. El nuestro no lo estaba, metámonos todos. Pero la crisis nos está obligando a crecer como ciudadanos, a marcha forzadas. Hemos pasado por sorpresa del cielo de la abundancia al infierno de la depresión. Más allá de las causas -múltiples y complejas, pero convergentes en una: el capitalismo extremo-, un pálpito aciago recorre ya nuestras vidas. Y es que nada volverá a ser como antes. Por tanto, sobra la demagogia y sobran sus militantes.

Esa desafección a la que aludo (a pesar de su tenaz presencia albergo la esperanza de que se torne masiva participación el 20-N), recibió hace unos días renovada munición al hacerse públicos los patrimonios personales de sus señorías.  Es tal el descrédito que sufren los políticos, que nadie les creería si juraran en hebreo que disponen de tan abultado patrimonio debido a una herencia o a sus hábitos frugales.

Estas alegaciones, aun siendo ciertas, quedan bajo sospecha por causa de la desconfianza que se ha instalado en el cuerpo social respecto de las ejecutorias de sus representantes públicos. El contraste raya lo grotesco: ellos dan la impresión de nadar en la abundancia, o como poco estar a resguardo de los zarpazos de la crisis, mientras las cifras de desempleo no detienen su escalada. Con todo, se agradece la transparencia. Ya tenemos otra razón para exigirles honradez, prudencia y mayores conocimientos de los que alardean.     

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