22/8/11

DE LA INFANCIA Y OTROS DUELOS

Hubo un día que amaneció a poquitos. El sol era una muesca gris colgada de un cielo que palidecía, muy distante. Ese día el mundo se paralizó, como si le aquejara un ataque de anemia. La vida había dejado de tener sentido. Ese día todos los hombres y mujeres, y todos ellos a la vez, se acordaron de su infancia. Y vieron que se les desvanecía de las manos el edén en el que creían haber crecido, como la arena se desvanece bajo las espumas del agua. Como la burbuja de acordes se suprime cuando acaba la música y sobreviene la tensión del silencio.

Hacía tiempo que los expertos lo avisaban: "Cuidado con el camino que llevamos, porque, a este paso, todos neuróticos." Pero tenían telarañas nublándoles los ojos, y la gente no les hizo caso. Ocurrió aquel espanto como suelen ocurrir la mayoría de los infortunios: indetectable, lentamente y en todas partes.

En la gran manzana de Manhattan un arquitecto, mientras diseñaba en su estudio una catedral moderna, se daba cuenta de que construía los edificios muy estilizados, a la manera de los hastiales góticos, porque él era tan menudo como un duende, y en el colegio se mofaron sin piedad de su enanez.

En un lupanar de Amberes, una hetera de tez ardiente y labios mustios descubrió que los artilugios del amor le daban calambres, como el amante enloquecido, brutal, del que se quedó prendada a los catorce años.

Un famoso y apuesto tanguista de Buenos Aires escuchaba los compases de una milonga triste en un arrabal que iba a morir al Río de la Plata, y supo que de adolescente aprendió a bailar enlazado a una mujer que oliera a miel porque su madre, cuyo pasatiempo era el canto, nunca le había dado un abrazo.

Un francotirador serbio que jamás había errado un solo disparo, recordó de golpe la paliza que su padre, coronel déspota de la artillería yugoslava, le propinó la tarde de su séptimo cumpleaños cuando le sorprendió jugueteando con la pistola reglamentaria de la milicia a su mando. Y supo, aquel francotirador, por qué mataba y lo soportaba.

Había un sinfín de historias duras como quistes que gritaban en el aire del mundo. Había un sinfín de traumas sin resolver. Hombres y mujeres, todos ellos a la vez, hubieron de afrontar los sufrimientos silentes que pesaban sobre sus almas, así los velos que los venían acallando se hubieran desgarrado con navajas invisibles, recién afiladas, y los fingimientos que habían respirado durante décadas quedaran al descubierto como estómagos de galápago.

Entonces, la inercia de la vida se detuvo en seco. Las vivencias de antaño resultaban ser una forma punzante de pensamiento. Eran capaces de recordar, pero entre sollozos. Había un patetismo cruel en aquellos rostros de adultos gimiendo sin consuelo, como párvulos a los que siempre hubieran regalado juguetes rotos. ¿Eran niños precoces o mayores desvalidos? Los expertos, siempre cautelosos, ya lo habían anunciado: "Tarde o temprano el desamparo os hará por sorpresa una visita. Y no estáis preparados para acoger a un huésped tan inhumano."

Hombres y mujeres se convirtieron en los Reyes Midas del futuro, pues apenas a un roce táctil de sus dedos se transformaban las cosas en otras distintas, pero no en oro, sino en piedras y lágrimas. Con arrebatos de rabia, angustiados, quejumbrosos, se desprendían de los cariños que tanto esfuerzo y atenciones les había costado conseguir, como si fueran lastre grávido. Dolorosamente lo hacían, pero con los mismos lamentos, al instante, suplicaban cobijo, un regazo y una mano cerca que los tocara. Daban pena y la pena los sustentaba; era su alimento. Consternados se preguntaban: ¿Cómo hemos llegado a tal grado de desquiciamiento?, ¿qué condena nos aguarda?

A esta esquizofrenia colectiva, y a un tiempo íntima de cada urbanita, los expertos, siempre precisos, la llamaron duelo de infancia, duelo de soledad. "Tenéis que llorar a lágrima viva", aconsejaban. "Debéis elaborar ahora, revivir ahora, con toda vuestra conciencia, el quebranto que sepultasteis en lo profundo siendo infantes."

Aparecieron cartelas enormes y luminosas en los bulevares de las ciudades, en los escaparates, en las trastiendas, con estas plegarias: Mamá no te amaba. El primito te manoseó hasta saciarse. La maestra fofa de parvulario, con esa cara horrenda de elefante, te castigaba y ridiculizaba. El vecino del quinto te quitó la muñeca, te rasgó el vestidito y te violó en el ascensor. Los expertos, siempre calmosos, como a vuelta de todo, sugerían a aquel ejército derrotado de dolientes: "Recordad, sufrid, creceréis y descansaréis."

El mundo era una herida. Una virulencia. El mundo era desesperación. Los paraísos estaban desaparecidos. No había calendario, ni festividades, ni coherencia, ni parsimonias. Ni deportes de masas. Pero alguien se alzó de la penumbra, y con voz débil y bella de emasculado constató: "Somos oscuros. Nos hicieron vulnerables. ¿Y qué más da, mientras nos amen?"



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