21/7/11

EL CUERNO MORIBUNDO

En mi niñez, el África subsahariana se moría de hambre y esclavitud. Media vida más tarde todo parece igual, pero se trata de una percepción falsa: el tiempo ha transcurrido, irrecuperable, y el Cuerno de África no deja atrás tanto sufrimiento.

Había abrigado la intención de empezar estas líneas como un científico, apoyándome en números fríos: cuántos muertos se precisan, cuántos niños han de padecer la carencia existencial de lo elemental, para poder hablar, sin indignidad, sin sentirnos culpables, de hambrunas y enfermedades, del drama humano sin límite, de desesperación por vivir en un mundo que es desde su raíz tan ominoso pese a mostrarse en todas partes tan henchido de racionalidad y belleza. ¿Para que comparar lo que costaría paliar el hambre con las incontables cantidades que hemos destinado a blanquear el déficit bancario? Sé de antemano que el resultado de la operación matemática es una afrenta.

No.

No podía escribir de modo que la tragedia concreta quedara envuelta en la mortaja de una estadística. Primo Lévy lo sentenció: en el holocausto no fueron masacrados seis millones de judíos; lo fueron uno y seis millones más. ¿Cuánto vale la vida de un solo niño somalí? ¿Cómo se mide su respiración agotada? ¿Qué precio tiene su hambre?

El Cuerno de África se muere.

No soy misionero: carezco de tanta capacidad de sacrificio. No soy voluntario de una oenegé que trabaje allí, en la tierra seca de Somalia. Soy uno más de los que perecen a este lado del Edén. Soy un occidental que aún siente una emulsión de pena y cólera recorriendo las venas cuando se topa con las imágenes de los niños desnutridos, sedientos, consumidos.


La pantalla lechosa del monitor muta de registro tan pronto pulso el teclado. Eso acabo de hacer: llevo la derrota de mi mirada a unos folios en blanco. Desaparecen las páginas webs de los periódicos digitales que divulgan la noticia de la perpetua servidumbre que lacera al Cuerno de África. Eso acabo de hacer: postergar el instante en que habré de enfrentarme a las fotografías que enseñan otra forma posible de crueldad, anónima, acostumbrada, igual de mortificante.

Pero los esfuerzos son baldíos y algunas han logrado entrar por mis retinas. Sé que ya no soy el que se acomodó junto al ordenador para distraerse un rato con las novedades expuestas en la red social a la que agregué mi perfil. Ya no soy el niño que se preguntaba por qué había hambre en África, sin obtener respuesta. Ahora conozco la razón. Y duele: el ser humano, el ser humano.

Pitu, mi gato travieso, remolón, curioso, me salva del desastre. Se acerca, me pide juego o caricias pero, de repente, empieza a morder el bolígrafo con el que estoy escribiendo. Apenas me da tiempo y garabateo la última línea... Qué tristes somos los occidentales. Qué egoístas sin remedio. Qué insolentes.

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