26/6/11

LA LIBERTAD EN JUEGO

Pagamos un precio irrecuperable cada vez que de la libertad hacemos tan solo una palabra, un estandarte, o algo peor: el arma arrojadiza para ofender o lastimar a los otros. En las dictaduras toda lucha por la libertad se centra en la recuperación de los derechos inalienables, inherentes a la dignidad humana. Es la privación arbitraria de tales derechos lo que convierte en ominosos a los regímenes totalitarios, sin distinción alguna.

Pero la democracia también adolece de graves defectos, más aún de los imaginados si sus partícipes no han terminado de digerir el fundamento esencial: no hay libertad sin límites. Mientras las dictaduras producen el efecto de agudizar el ingenio y afilar las manos para acabar con las tiranías que imponen en todos los órdenes de la existencia, los sistemas democráticos nos exigen hacer buen uso de la libertad individual que se arrebata al poder político, porque –parafraseando a Marina- resulta consustancial al hecho de vivir salir a la calle ufano de derechos y regresar a casa cargado de deberes sociales. Y es que ninguna libertad vive sola, ninguna se desenvuelve sola; siempre entra en contacto o en colisión con otras libertades. Somos interdependientes.

Lo que caracteriza a nuestro tiempo es la instauración de un modo de convivencia que deteriora, desprestigia o depreda los resortes públicos. El Estado democrático estaba llamado a ocupar la función estructurante que habían venido desempeñando las religiones y los totalitarismos. Tras el horror de dos guerras mundiales casi consecutivas, el holocausto judío y el fantasma de la destrucción nuclear, Europa se dotó de un nuevo modelo de organización política animado por un principio que hoy suena a reliquia sagrada: no hay democracia posible si los seres humanos son tratados como mercancía que se puede comprar, vender o desechar; no hay auténtica libertad si empeoran las condiciones de vida de los más desfavorecidos mientras una minoría selecta se apropia de los recursos; no hay democracia que se precie sin democracia social. A pesar de las contradicciones inherentes a la condición humana, este era el modelo en que vivíamos.

En su libro “El espíritu de Filadelfia”, el prestigioso jurista francés Alain Supiot, experto en diseccionar las relaciones entre Derecho Laboral, justicia y mercado, constata el desmantelamiento del Estado Social como consecuencia de la filosofía posmoderna (el Deconstruccionismo de Derrida, en esencia), la reaparición de los postulados economicistas ultraliberales –que nunca murieron-, el derrumbe del socialismo real -léase comunismo- y su reconversión a la economía de mercado, y por fin el viraje hacia la derechización de la Unión Europea. Dice Supuit: “En esta nueva dogmática, la competencia se ha convertido en la meta y los hombres en simple medio para alcanzarla.” Y sentencia: “Los seres humanos desaparecieron de los objetivos asignados a la economía y al comercio, y con ellos toda referencia a su libertad, a su dignidad, a su seguridad económica y a su vida espiritual.”

¿Exagera Supiot? Me temo que no. El liberalismo a ultranza, basado en una concepción egotista del hombre, se ha extendido doquier. Así, lo que está en juego no es tanto la aspiración de vivir mejor materialmente, si no el tiempo que durará. Porque esa manera hipertrófica de pensar no asegura nada para los demás. Es pura deshumanización.

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