20/5/11

LAS URNAS SIN ALMA

No es una campaña electoral cualquiera la que acaba de empezar. Vivimos en tiempo real la cita con las urnas más extravagante de nuestra aún joven democracia. Es otro exponente de la lenta agonía del sistema de libertades tal y como ahora lo conocemos.
Todos los partidos tradicionales, sin excepción, llevan presuntos prevaricadores en sus listas. Muchos candidatos son producto, bien de alcaldadas incomprensibles, bien de la pobreza en valores que nos ha perforado el mismo tuétano. Y mientras, el fundamento económico de toda democracia que se precie (la repartición sensata de los recursos) se ha volatizado como el diablo tras la orgía y el akelarre.
Tenemos un problema serio: ha cundido la desafección, no hay pedagogos que enseñen el auténtico significado del bien común, que es la suma de esfuerzos individuales, nunca al revés. Sólo nos acordamos de la Constitución para arrojársela al otro a la cara olvidando que propugna educación, trabajo y vivienda para todos. Borrachos de bienestar, pero hartos y doloridos tras la resaca, aún no hemos asimilado que ya no nos conmueve el padecimiento ajeno, ya no nos mueven los ideales democráticos, sino la razón pragmática, tecnologizada y ultra-mercantilista. El orden de nuestras prioridades vitales se ha subvertido radicalmente. Marx lo preconizó: el capitalismo, y su cimiento ideológico y político, la democracia liberal, añade más dosis de enajenación a la que el ser humano ya trae por propia naturaleza. Hace de él una pura razón utilitarista, una cosa dispuesta a ser entregada a las más sutiles formas de explotación impuestas, no por la historia abstracta, sino por otros seres humanos concretos. Y donde hay explotación, por ladina que sea, no puede haber libertad verdadera.
Así pues, ¿es falsa nuestra democracia? ¿Sirve de algo votar? ¿Votar a quién? ¿Reflexionaré mi voto? ¿O voy a entregárselo al primer engatusador que me prometa un salario, asfaltar mi calle o pagar menos impuestos? Seamos rigurosos por una vez: la ciudadanía entera se siente huérfana de personas capacitadas no para gritar en los mítines o estrechar manos en los hipermercados durante la campaña electoral, sino para gestionar los intereses generales. Más que nunca se impone la dignificación del manejo de los asuntos públicos. Votemos al candidato más meritorio, al menos patético, al más honesto. Pero antes preguntémonos dónde está. Y si por desventura no lo hallamos, como poco encontraremos un consuelo: el de saber que esto no es democracia.
Tenemos un problema grave: el desaliento es más profundo de lo que muestra la superficie. Todo sistema político es perfectible. Y la democracia (¿cómo dudarlo?) es el menos cruento. Pero ya no se trata de alcanzar la excelencia, ni de llenarnos la boca con nuestro supuesto pedigrí democrático: se trata de preservar las esencias, de comprender (y aprender) que sin sustento material adecuadamente repartido la democracia se resquebraja. Se trata de recuperar su sentido. O de reinventarlo si fuera preciso.
Hemos de poner el alma en las urnas. Todos: los que estaremos delante de ellas enseñando el carnet y también los que aguardan en sus sedes el canto de la victoria. Quizás nuestro modo de vivir no sea democrático, pero podemos empezar por tomarnos en serio este extraño descubrimiento y afrontar el desengaño.

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