30/5/11

HOMBRE ALINEADO, SOCIEDAD ENFERMA (Y III)

Tolstoi, el autor de Guerra y paz, escribió una vez: “Con extraordinaria facilidad, los individuos, lo mismo que las naciones, toman su propia civilización como la verdadera civilización. Son bastantes los individuos y las naciones que pueden interesarse por la civilización, pero no por la verdadera ilustración. La primera es fácil y tiene la aprobación general; la segunda exige esfuerzos rigurosos y, por consiguiente, encuentra siempre el desprecio y el odio de la inmensa mayoría, porque revela la mentira de la civilización.”

En el último siglo, el mundo occidental ha progresado a pasos de gigante. Nuestros avances en el campo de la medicina, del derecho, de la ciencia y de la biotecnología son espectaculares. Pero adolecen de una falla enorme: los resultados no están puestos a disposición, por entero, de las necesidades verdaderamente humanas.

Cuesta mucho asumir que las naciones llamadas “modernas” se gastan al año billones de dólares en armamentos, y que, por el contrario, una persona que sufre escasez de recursos económicos (incluso un niño) puede verse condenada a una enfermedad crónica o a la muerte porque el sistema sanitario público de su país no existe, se haya en bancarrota o no contempla el tratamiento de la dolencia que padece debido a su elevado coste.

Esa misma persona, sin embargo, podría mejorar su salud pagando a las clínicas privadas. Ignoro cómo puede decirse más claro: este ejemplo, no por tolerado más insufrible, demuestra que nuestra ejemplar modernidad sufre, si no un retroceso, cuanto menos un grave estancamiento en lo que se refiere al desarrollo de los valores de paz, igualdad y justicia.

La vida del hombre occidental, al igual que cualquier otra manifestación de la especie humana, es fruto directo de la historia que nosotros mismos hemos escrito a lo largo de los siglos. Somos, de facto, historia viva. Y como tal, somos una gran incógnita. Nuestra inteligencia rebosa actividad, inventiva, esfuerzo, pero su fin es tecnologizar, manipular, menospreciar o avasallar. Nuestra capacidad de raciocinio, en cambio, aún parece clavada en la Edad del Paleolítico. Con estos mimbres resulta un ejercicio grotesco autoproclamarnos adalides de la modernidad. Pues, estrictamente, no se trata de ser más o menos modernos, sino de humanizarnos.

El débil intento del ser humano por humanizarse responde a un deber insoslayable para con nosotros mismos y con los demás. Ese deber lo hemos extraviado en Occidente. Y precisamos, con urgencia, recuperarlo. Alguien, hace apenas dos generaciones, nos dijo que nuestro sistema político democrático constituía el mejor sistema de los posibles. O casi. La multiplicación de los bienes de consumo, el goce del bienestar material y las libertades públicas reconocidas por ley redundaban en esta afirmación.

Pero nuestra peligrosa deriva hacia una sociedad decepcionada, carente de ilusiones reales y desprovista de fe, va dejando una huella profunda para quien sepa verla: el hombre moderno lo es en cuanto “tiene”. Nada más. El propio sistema te dice que tu único deseo en esta vida ha de ser tener. No te brindará casi ninguno de los resortes imprescindibles para que dicho deseo se haga realidad por siempre. Bien pensado, ello implicaría la satisfacción plena de todos nuestros deseos, pero semejante borrachera es emocionalmente imposible.

A lo mucho que debemos y podemos aspirar es a la razón, a la coexistencia pacífica, a la supremacía de lo humano por encima de cualquier otra consideración de tipo moral, material o jurídico. Si estamos de acuerdo en que sólo a este modo singular de vida podemos denominarlo “civilización”, hemos de convenir resignadamente que no vivimos civilizados. Modernos, tal vez sí. Pero no civilizados.

Nuestro modo de vida, aunque comparado con otros nos parezca benigno, y francamente lo sea en muchos aspectos, se revela injusto y destructor desde su raíz. La enajenación del hombre medio en las democracias capitalistas consiste en que toda su vida se halla a expensas del mercado y de sus leyes draconianas. Es una enajenación etérea, ladina, sensual y eficaz como el mordisco voraz del vampiro, porque se introduce en nuestra existencia cotidiana sin apenas hacer ruido, elevándose a la categoría de dogma inconmovible. El mercado, el gran zoco globalizado, es nuestro nuevo dios.

Pero los anhelos mercantilicios no pueden ocultar la carga de esfuerzo y responsabilidad que implica el hecho mismo de vivir. El mundo moderno trata de esquivarla mediante desfiles de belleza, acontecimientos deportivos de masas y el ideal sagrado de bienestar. Lo primordial es la estética, no la ética. Este estilo de vida, cuando se lleva mal, genera una hinchazón maligna del ego de las personas, de todos nosotros.

A ello contribuye un fenómeno que los sociológicos tratan de explicar: el hecho luctuoso o dramático, en el mundo occidental, adquiere una dudosa cualidad de espectáculo como consecuencia de la enorme capacidad de influencia de los mass media, potenciados gracias a la tecnología puesta al servicio de la noticia retransmitida al instante y susceptible de ser conocida hasta en sus detalles más fútiles, aunque no queramos.

La narración televisiva, constante y sin pausa hasta su desfallecimiento, de los sucesos dramáticos crea la ambivalencia de una proximidad distante que, por su propia contradicción esencial, desemboca en el fenómeno de la vulgarización, de la banalización del hecho, reducido entonces a sus aspectos secuenciales, externos.

La noticia, así, se transfigura en su caricatura. Lo importante se descuida; por el contrario, lo espectacular se encumbra. No hace muhco pudimos comprobar este fenómeno característico del periodismo actual a propósito del feliz rescate de los mineros chilenos. La empresa responsable se declaró en quiebra. Ha salvado la vida de treinta y tres empleados, pero va a dejar sin trabajo a toda la plantilla. La tensa espera del rescate fue valiosa mientras duró. Con el último minero que vio de nuevo la luz del sol se desvaneció todo interés por su suerte laboral.

El hombre moderno es un hombre hacinado de acontecimientos, de comentarios, de charlas, de redes sociales implantadas en el mundo de lo virtual, de golpes en el pecho. Pero en su vida real se siente inquieto por dentro. Ansioso. Es un hombre deprimido que, en su desesperación existencial, trata de compensar los vacíos espirituales mediante su entrega a requerimientos sin esfuerzos. El hombre moderno no alimenta vínculos sólidos con los demás. Sobrevive a duras penas en un mero nexo con sus semejantes, no vaya a suceder que el compromiso efectivo borre la identidad acomodada. Es un hombre solitario rodeado de presencias solitarias. Vive en un desierto luminoso. La oscuridad está en su interior.

¿Hemos de volver a la época de la artesanía para remediar este estado de cosas? ¿A que hemos de renunciar? ¿Con qué debemos renovar nuestro compromiso? ¿Qué debemos potenciar? ¿Se acaba el Estado del Bienestar, que tuvo su implantación más acabada tras la II GM y que ahora languidece atacado en sus esencias por el omnipotente mercado?

Atrás parecen quedar los estímulos para poner freno al cambio climático. Atrás quedan también los llamados “derechos de tercera generación”, pese a que fueron incorporados a las legislaciones recientemente. Nadie se acuerda de ellos. La economía es, y ha sido siempre, la base sobre la que todos descansamos. Si esta base se quiebra, como ahora sucede, la sociedad se resiente, se tambalea, incluso desaparece. La historia está repleta de múltiples ejemplos. ¿Hacia dónde caminamos, entonces?

En su obra “El invierno de la democracia”, el politólogo Guy Hermet afirma que el sistema que se avecina es “la Gobernanza”. Consiste en un modo de vida que, en palabras de Hermet, tiene como objetivo primordial romper la clásica jerarquía de la gestión de los asuntos públicos. En el sistema tradicional, cuyo declive contemplamos, el Estado y sus derivaciones internas o internacionales ocupan la posición preeminente: sociedad y mercado quedan por debajo de las instituciones políticas.

La Gobernanza propicia un giro radical. En consecuencia, como apunta Hermet, no sólo reduce la funcionalidad del poder político, también redefine nuestra relación con un concepto clave en cualquier sistema de convivencia, aunque sea tribal: el de “autoridad”. La Gobernanza procura este propósito, inquietantemente cabría decir, pues se trata de instaurar una vieja aspiración del capitalismo extremo: aquel modo de dirección de los asuntos públicos que, a lomos de un discurso populista, se gestionarán de la misma forma que los asuntos privados.

En su sustrato ideológico, la Gobernanza no supone otra cosa que la expansión a escala planetaria del más añejo de los axiomas burgueses, inexacto por lo demás: la sociedad crea y maneja sus propios mecanismos que tienden hacia el equilibrio, sin necesidad de ningún poder externo sobrevalorado. Hermet lo explica claramente: “De una forma más amplia, la ambición de los defensores más radicales de la Gobernanza es sustraer a la política y a los políticos -vistos como ignorantes, demagogos e irresponsables- la decisiones serias, supuestamente las que dependen en primer lugar de la economía.”

La incompetencia demostrada por la mayoría de los gobiernos occidentales a la hora de explicar y atajar la crisis actual, constituye una prueba de ese progresivo adelgazamiento del margen de maniobra de la esfera pública cuando se trata de cuestiones de mercado; margen de maniobra que, por el contrario, se ensancha a discreción si el mercado reclama atención del ámbito político, así las millonarias ayudas proveídas al sector bancario responsable de la crisis o las reformas a la baja de las legislaciones laborales.

Precisamente en el terreno de la ley, la Gobernanza exhibe su finalidad sin menudencias: hacer que prevalezca la norma negociada sobre las leyes aprobadas en los Parlamentos. Y ello, según puede deducirse de la tesis de Hermet, encuentra su razón en que la Gobernanza “es ajena al cumplimiento de un proyecto a largo plazo destinado a satisfacer un bien común. Su objetivo consiste sólo en minimiza riesgos, amenazas o peligros. Su función es conservar lo que hay, no asegurar la instauración de novedades que puedan complacer el deseo de los masas.”

Hermet resume su planteamiento con una idea brillante: “Esta Gobernanza mantiene una particular afinidad con procesos de decisión revocables y provisionales, más aún cuando no se localiza con claridad en el lugar preciso de un poder último y excluyente de los otros poderes, como ocurre con las nociones de gobierno o Estado. El Estado vive en palacios y en edificios administrativos. La Gobernanza no tiene sede en ninguna parte.”

¿Alguien desea vivir bajo los dictados de este sistema volátil que, a la postre, implica la ley del más fuerte? ¿Qué ha fallado para que el liberalismo extremo regrese con tanta virulencia? ¿Alguna vez fue superado en cuanto ideología política y económica dominante?

Tengo mi visión particular, obtenida desde dentro del sistema. A mi modo de ver las cosas, cualquier explicación pasa, indefectiblemente, por traer a colación el debilitamiento de la izquierda como consecuencia del fracaso estrepitoso del socialismo real -que no deja de ser capitalismo de Estado- y de la suavización del discurso socialdemócrata –que ha se ha impregnado de demagogia e ineficacia.

¿Pero acaso la debilidad manifiesta de la izquierda se debe, exclusivamente, a la creciente influencia de las instancias de poder económico? ¿O, además, la izquierda ha puesto mucho de su parte en generar la sustracción, incluso la anemia, de sus señas de identidad?

Marx vio que el mayor de los peligros a que estaba expuesta la clase obrera consistía en la enajenación. Mientras el hombre permanece enajenado, se recrudece su dependencia. Mientras depende, no piensa por sí mismo sino en clave de supervivencia económica. Mientras esto sucede, todo el potencial restante de su pensamiento se achata.

¿Alguien puede afirmar en serio que la clase obrera ha desaparecido? Más bien se encumbró, se ensanchó y se ha empobrecido. Todo a la vez. Y así seguirá durante los próximos decenios, instalada en esta irreflexiva carrera hacia su descaecimiento, pues la enajenación no tiene visos de ser curada: Marx-filósofo les queda demasiado lejos a los actuales funcionarios, empleados de correos, albañiles, médicos... Podría decirse que muchos representantes de la izquierda política o sindical ni siquiera han leído un resumen de El Capital o de sus Manuscritos de Economía y Filosofía. Esta lectura les resulta muy fatigosa. Pero todo lo humano lo es. La democracia no es un don preestablecido, no sabe cuidarse sola. La enajenación del hombre moderno equivale a ignorar esta regla elemental de la historia.

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