30/5/11

HOMBRE ALINEADO, SOCIEDAD ENFERMA (I)

Nadie, excepto quien esté profundamente perturbado o haya perdido toda sensibilidad, quiere sobre su conciencia que los demás pasen hambre o tengan que sufrir la exclusión social, cualquiera que sea su más sutil o visible manifestación.
Sin embargo el capitalismo, una vez implantado y asumido como único sistema de convivencia posible (capitalismo “extremo”), nos impone este duro precio en el sobrevivir; lo pagamos a diario, lo hacemos parte inescindible de nuestras vidas y nos tragamos sus nefastas consecuencias como bola de cañón debido al miedo internalizado, legítimo pero por desgracia egoificante ante la más remota posibilidad de padecer la situación de miseria o necesidad en que otros malviven. ¿Acaso no desaparecía, o al menos se atenuaría, ese miedo vital si pudiéramos eliminar tales nichos, tan extendidos, tan cercanos aunque no queramos verlos, de podredumbre humana? ¿Acaso es tan difícil esta noble tarea?
Sé que la respuesta no es fácil. De hecho todo el pensamiento, desde la antigua Grecia hasta Freud, se ha ocupado de encontrarla. Y está tan oculta porque entronca desde su raíz con la pregunta de todas las preguntas: ¿cómo es la condición humana?
Tal vez Hobbes llevara razón cuando decía que el hombre es depredador para el hombre, pero dentro de mis limitaciones me inclino a pensar, en línea con Erich Fromm o José Antonio Marina, que la constatación del mal producido por el hombre a lo largo de los siglos y en nuestra contemporaneidad ya no puede servirnos de coartada. A nosotros, no. Pues hemos alcanzado la altura suficiente de desarrollo intelectual para ver la historia no como el resultado fatalista de fuerzas ajenas a la inteligencia humana, aunque externamente así lo parezca. Por el contrario, hemos de verla tal cual es: el débil intento del ser humano por humanizarse como especie y como individuo. Intento inconcluso, no obstante, porque aún está encapsulado en el misterio de las utopías.
Esta labor secular por humanizarnos se halla hoy en franco retroceso como consecuencia misma de la cultura de masas que el capitalismo moderno ha generado. Esta cultura se fundamenta en tres pilares: democracia formal, estructura económica basada en el comercio mundial desregulado y extensividad absoluta del consumo mediante la proliferación del crédito.
El primer pilar provee al capitalismo del sistema jurídico adecuado a su fin por excelencia: la obtención de un beneficio lucrativo en toda actividad humana relacionada con el trabajo (producción de bienes y servicios, ya se trate de un utensilio, del dinamismo intelectual o de la salud, por ejemplo.)
El segundo pilar favorece la expansión de dicho fin a escala cuasiplanetaria. Al colonialismo imperialista le sucede el imperialismo economicista.
Finalmente, el tercer pilar trata de asegurar que el beneficio no se pierda jamás. La facilidad de acceso al crédito modifica sustancialmente roles sociales, difunde la promesa de mejor calidad de vida, modula y modela el carácter atemperado de la clase media hasta mutarlo en acomodaticio y la introduce sin remisión en la rueda del hiperconsumo, nuevo dios reificante que va reemplazando al pensamiento crítico.
La consecuencia palpable de esta cultura de masas ha sido una vulgarización creciente. Nunca hasta ahora se había vivido tanto “para tener”, en lugar de “para ser”. Ni siquiera decimos “soy padre, “soy madre”. Decimos “tengo un hijo”, como si cualquier criatura viviente, empezando por la más vulnerable, estuviera ahí, ante nuestros ojos, en disposición de pertenecernos. Decimos “tengo sueño”, en lugar de “estoy cansado.” Decimos “tengo un examen”, en lugar de “soy opositor”. No decimos “soy inteligente”; decimos “tengo inteligencia.”
Sería de necios negar que el capitalismo ha traído consigo un régimen de libertades políticas, una cierta estabilidad democrática y, en efecto, mejor calidad de vida material. Los viejos ideales de libertad, igualdad y fraternidad que estuvieron presentes en su gestación aún perduran. Sin embargo, se han desdibujado hasta hacerse extraños. No podemos afirmar que tales ideales se han implementado en la práctica por el solo hecho de haber obtenido el refrendo de la ley. Es más: la ley en su conjunto (esto es, ordenamiento jurídico con vocación de unicidad en sus principios y propósitos) se pone el servicio del capital; es su piedra angular, como afirmaba Marx con la clarividencia de lo que realmente fue: un hombre con sus defectos, un filósofo humanista.
¿Alguien duda del papel subordinado que juega la ley en las sociedades capitalistas? Esa duda puede rebatirse fácilmente: el Estatuto de los Trabajadores, por ejemplo, no es una norma protectora de los derechos de aquellas personas que sólo pueden vivir de su trabajo. Es tan sólo parte del inmenso, incorpóreo y por lo tanto invisible código de gestión de recursos humanos que el capitalismo inserta en la vida real, “como un ambiente”, en palabras de Vicente Verdú.
Junto al Estatuto de los Trabajadores, las normas sobre función pública (cada vez más impregnadas de la flexibilización que la lógica del capital exige doquier), la norma penal (en término medio, un delito de empresa tarda mucho más en enjuiciarse que un robo de gallinas debido a la complejidad de su sustrato fáctico), el derecho urbanístico (que regula el uso y explotación del suelo en base a la idea del “aprovechamiento lucrativo”), la ley de consumidores y usuarios (que nada arbitra si no es mediante el previo consentimiento de los establecimientos mercantiles), el derecho concursal (que brinda al capital la última oportunidad de volatilizarse cuando le interesa, eludiendo responsabilidades)… Todos estos grandes productos técnico-jurídicos del legislador no son más que engranajes de una ficción: hacernos creer que el capitalismo acepta las reglamentaciones; hacernos sentir que estamos protegidos.
¿Pero realmente estamos protegidos? ¿Acaso no es la desprotección nuestra queja permanente? ¿Qué reprochamos todos cada día, sin identificar el objeto y al responsable de nuestros reproches? Lo que en realidad reprochamos, lo que en verdad nos repugna del capitalismo, aunque nos resistamos a admitirlo, es la quiebra descomunal entre ambos paradigmas, ser o tener, que se relacionan dialécticamente, esto es, uno quiere excluir al otro soslayando toda oportunidad de fijar un punto de encuentro, aunque sea aproximado.
Creímos ingenuamente que ese equilibrio por aproximación se había alcanzado después del Crack de 1929 y de sus ulteriores consecuencias (el ascenso al poder de los totalitarismos, la II GM, la Guerra Fría, la proliferación de armas nucleares y de destrucción masiva, la paulatina imposición del “american way of life” tras el derrumbe del Muro de Berlín). Pero a partir de la década de los ochenta del pasado siglo el liberalismo positivista, núcleo ideológico del capital, resurgió. Maquillado, irreconocible, engatusador. Pero resurgió. Y ha vuelto a demostrar cuál es su esencia.
El capitalismo nos dice que “somos”, pero este lema resulta fatalmente engañoso porque, dentro de las coordenadas que precisa, ingenia y manipula para justificar su existencia, en realidad nos dice que “no somos” si “no tenemos”. La esencia del capitalismo en cuanto modo de vida, puesta al trasluz de la razón, es la más rotunda negatividad. Y toda negatividad lo es a costa de una afirmación genuina. Y toda afirmación genuina es el lazo que nos une con la vida; cuando ese lazo es cercenado, la vida sufre, se atraganta o se extermina.
En la ciencia moderna este fenómeno social de quiebra entre “ser” y “tener”, generador de peligrosas secuelas en el orden de nuestra moral, de nuestra salud mental y del bienestar cultural, se conoce como “alienación.” Todos, en mayor o menor medida, somos sus víctimas propicias y sus verdugos por delegación. Digo “todos”, es decir, también incluyo a los que todavía están por venir a la vida. Pues vendrán a “esta vida”, no a otra. Vienen a la vida dentro del capitalismo.
¿Qué es estar alineado? ¿Cuáles son sus efectos?
No se puede entender la dialéctica entre tener y ser sin advertir antes que detrás de estos dos paradigmas, tan enfrentados entre sí, se encuentran otros tantos verbos. Los verbos son las palabras que definen nuestras conductas. Y antes de toda conducta hay un instinto o deseo que las motiva. El paradigma “tener” está alentado por el verbo querer. En cambio, la savia del paradigma “ser” fluye del verbo “necesitar”. Queremos tener. Necesitamos ser. La diferencia es radical.
Si logramos entender esta confrontación de deseos, verbos y conductas resultantes, podemos captar los trazados del trágico devenir humano a lo largo de toda la historia. Incluso podemos tamizar las obras de nuestra conducta particular y comprobar por cuál de los paradigmas nos hemos decantando, tal vez en contra de nuestra voluntad más o menos consciente. Por supuesto, tales comprobaciones exigen honestidad con uno mismo, condición imprescindible de la objetividad.
El ser humano necesita. Necesita agua, alimento, abrigo, salud y desarrollo espiritual. Y ante todo, necesita amor. Darlo y recibirlo. Amar es el verbo que comprende todos los verbos que nos enlazan con la vida.
El grado de civilización ha de medirse en la medida en que una sociedad ha sido capaz de proporcionar estas necesidades a todos sus miembros, sin distinción. ¿Dónde está esa civilización añorada? Salvo grupúsculos que consideramos marginales, raros a nosotros, no la vemos por ninguna parte. ¿Por qué esto ha de ser así, siendo las necesidades del ser humano las mismas en todos los lugares del planeta? No se me ocurre otra explicación: a lo largo de nuestra historia como especie y como individuos, hemos necesitado “ser”, pero nos ha invadido el “querer tener”. Dicho de otra manera, nuestros deseos nos confunden aun antes de que se pongan en marcha y se transmuten en conducta real que, por fuerza, toma contacto con la conducta de los demás.
¿Cómo ha sido posible este fracaso existencial? Se precisa un paso más en el intento de fijar un diagnóstico: ¿qué hay detrás de “querer”, sino querer lo más elevado? ¿Qué es lo más elevado, sino poseer el poder? En nuestra insignificancia, temerosos del mundo que se abre ante nosotros desde el nacimiento, hemos compensado nuestro déficit de “ser” por el anhelo de poder. ¿Y por dónde hemos empezado a poseer? Primero hemos poseído la naturaleza, de la que venimos, a la que transformamos y explotamos. Y segundo, hemos poseído a otros seres humanos, a los que esclavizamos, humillamos o rechazamos.
El afán de poder no es otra cosa que nuestra falsa defensa ante la debilidad innata y ante el miedo de que otro nos la derribe, privándonos de nuestra seguridad y dejándonos inermes o disminuidos. Sin embargo, el grado de civilización de una sociedad ha de medirse por la capacidad de sus miembros para tomar conciencia de que no se precisa poseer para desprenderse -o al menos controlar- el miedo a la debilidad que nos acompaña. Débiles siempre seremos. Pero también podemos ser un poco más conscientes de que nuestra debilidad no desaparece sometiendo a otro ser humano a ninguna de las formas posibles de sometimiento, que son muchas. El trabajo, tal y como se define, practica y distribuye en el sistema capitalista es una de ellas.
En su configuración más elemental, la alienación empieza por el afán irrestricto de dominio. Nos alineamos cuando estamos sometidos a no poder ser el resultado de nuestras potencialidades más nobles. La más noble de todas es no soportar la idea de que alguien pueda desfallecer, enloquecer o morir porque su necesidad de “ser”, inherente al hecho mismo, involuntario, de nacer, está impedida por otro ser humano.
El engaño histórico del liberalismo positivista es proclamar que nacemos libres (“libre albedrío”, “hombre hecho a sí mismo”), para luego enfrentarnos a las más diversas fórmulas de sometimiento implantadas en el entramado de la cotidianeidad, que serán de menor intensidad, aunque perjudiciales de todas maneras, solo si hemos tenido la suerte de nacer en una sociedad medianamente concienciada de su responsabilidad respecto de todos sus miembros. Decía Erich Fromm, con razón, que el capitalismo abandona a los individuos a su suerte. El capitalismo no sigue, no le interesa, no cumple la vieja máxima de Terencio: “Soy humano y nada humano me es ajeno.”

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