8/9/13

CAUTIVO





CAUTIVO




Era el poder irrefrenable de la elocuencia, de las palabras, de las nobles y ardientes palabras.  Joseph Conrad. El corazón de las tinieblas.

Al mirar un cuadro hay que olvidar lo que representa. Henri Matisse.

El artista no es libre en vida, sino solo en el arte. Vasili Vasilievich Kandinsky. De lo espiritual en el arte.












CAUTIVO

La escritura del apasionado……………………………. 4
Ares, el dios de los confusos…………………………… 10
La desventura, el juego………………………………... 17
La conversación………………………………………... 30
Tanjah invisible……………………………………….. 35
Arte y dolor…………………………………………….. 49
Notre Dame dispersa en lo celeste…………………… 56
Venus truncada………………………………………… 67
Se mueven las bóvedas…………………………………73
Letra procelosa…………………………………………84
La impávida mujer de madera y ceras………………. 100
Luz que se filtra por el color…………………………. 119
La novicia también sueña……………………………. 142
La obra suprema: vitrales cromáticos
y cromatismos sedantes……………………………… 150
El arte y la pupila…………………………………….. 166
La muerte suprema. La muerte de la musa…………. 190
Huye el vagabundo…….……………………………... 203
Las claves……………………………………………... 216
La alegría de vivir…………………………………… 223

La escritura del apasionado

Fui temblor cuando la vi por primera vez.
Llevaba rato entregado a la contemplación de su presencia, torturándome con la probabilidad de que ella encarnara mi anhelado otro yo, mi gémina imaginada, cuando alguien de voz impersonal, con la aspereza de los vulgares, pronunció su nombre llamándola a ella entre todos los nombres posibles y carentes de significado que, en aquella reunión, se confundían entre sí y se despersonalizaban, como un ejército de identidades.
Y yo temblé. Como la enramada que la tempestad azota. Como tiembla el asfalto y se derrite al caerle el manto ardiente de la calor, en los mediodías del estío. Temblé de pasión, de felicidad en ciernes, con el cuerpo impactado y los ánimos medrosos, suplicando en silencio a todos los dioses que ya, al instante, se diera cuenta de que yo la amaba a ella -mi desconocida hecha creación, hecha materia, rostro, gemido-, sin saber qué amaba. De miedo temblé por no volverla a ver al instante siguiente, y que la estrella fugaz de su aparición se redujera a la remembranza de una imagen que habría de punzarme de por vida. Cuánta ingenuidad había en mí, Natalia. Cuánta pureza y oleaje. Cuánta voluntad arrastrada por el ansia de tentar, poseer, la prodigiosa belleza que portabas.
Mi temblor era una advertencia: no podía permanecer cerca de ti, en la misma habitación, rodeado de gente (escritores de salones de te, pintores amanerados, millonarios insultantes, marchantes engominados, farsantes todos), y que no me miraras. Mis brazos, como los del niño que se alzan en el vacío buscando a la madre ausente, trabaron el gesto anticipado de una huida provisional, y encaminé la marcha con torpeza hacia otra derrota, pues por derrotas fatales yo contaba mis impulsos amorosos.
Me escaseaba la dignidad; me quemaba por dentro no tener un refugio solitario donde abandonarme, recluido, para que la herida que habías abierto doliera, doliera, pero sabiendo que cuanto estaba sintiendo por ti, cuanto me inspirabas (yo vate, yo filósofo) lo escribiría algún día.
Ellos hablaban y hablaban, fatigosa, ociosamente. Y aquellos sonidos hueros empezaron a atarantarme. Resolví establecer una detención en mis pulsaciones. Crucé la estancia sorteando muñecos con armazón humano que parloteaban de política que no practicaban, de austeridades que no les afectaban, de arte que no entendían, del sida que nunca les contagiarían los infectados, del petróleo que derrochaban, de guerras que jamás librarían, de vaguedades que burlaban la vista a la espinosa faz de lo real.
Crucé la estancia como si fuera a bordo de la barcaza de Aqueronte, pero, en lugar de monedas con las que costear el tránsito de mi ser desde lo terrenal a lo cósmico, mi exiguo equipaje era los restos tibios de hielo que yacían en el vaso de cristal, pesado como piedra congelada, trémulo en mi mano como un pajarillo herido. Atrás dejaba tu silueta, que había horadado mis retinas, y la fragancia húmeda, mezcla de maderas limpias y albahaca, que se me había entretejido al rozarse apenas tus mejillas con mis labios cuando nos presentaron.    
Natalia, mi estilete, de este modo indeliberado desnudaste el diminuto reducto en el que me había escondido, yo de espaldas a todos los villanos que departían fingiéndose héroes, las migajas de los canapés sobre la mantelería con bordados de odaliscas, las botellas de licores caros a medio consumir, los dados de hielo en los recipientes como témpanos oceánicos que disminuían conforme la velada avanzaba. Y yo temblando, porque ya me cercaba la sospecha de que iba a hacerte mía, gozosamente mía, terriblemente mía, y que tú, un día cualquiera, me habrías de matar.
En mi evasión traspasé cortinas sedosas, pliegues y encajes de tejidos tersos que separaban universos como si fueran fronteras entre lo existente y lo imaginario. Salí a la terraza del ático donde, en pleno eje de la urbe, se celebraba uno de esos acontecimientos sociales que tanto, Natalia, gustabas frecuentar.
La noche era fría. De una frialdad lacerante, plomiza. Gotas incoloras acribillaban el mármol de la balaustrada a la que me aproximé indagando un contacto que me restituyera, pronto, la inercia de seguir viviendo. Bajo el relente de la madrugada rebusqué a tientas otro retiro donde protegerme de aquella visión repentina que tus contornos me habían regalado, y que era como un sueño atravesando mi corazón cual puñalada certera que no se clavaba para destrozar venas, arterias, sino emociones. Frente a la perspectiva de una ciudad en miniatura, con tanta luz dispersa en el negro de la noche que la asemejaba a una llamarada mil veces rota, aún notaba el estremecimiento de mis piernas enfermizas, de mi pecho abrumado. Temblaba mi alma, ya huérfana de ti, sin ti envejecida y casi moribunda. La sacudida que me sobrecogía era otra advertencia, esta vez escrita con violencias: tu vida entera, me dijo una voz que me acompaña desde la infancia, es un susurro inhábil. Tu vida entera ha cambiado para siempre, y ya es imposible evitarlo.
Esa voz de muy dentro enmudeció de repente. Ahora no soy más que sentimiento. Yo había oído un crujido a mi reverso, una pisada de calzado grácil, de dedos livianos. Una huella de alcanfor para los exhaustos sentidos de quien ya era tu siervo. No podía creerlo. Tú allí, al lado del infeliz que se había acurrucado tiritando en aquel trozo de intemperie. Tú allí, sola tú, tan tenue, lejos de los parlantes.
Me contarías meses después, la última vez que me hablaste, que el ático de Hugo Hawthorne, el inquietante, siempre te había gustado porque desde aquella elevación podías contemplar de un modo más vaporoso, fantasmal, durmiente, la vida secreta de la ciudad, tan diferente a la que nos reserva el amanecer abusivo cuando impone sus inconsistencias.  
Prendiste fuego a un cigarrillo como si arrimaras hogueras al hueco de un ojal. Inspiraste el humo gris, y lo devolviste malva, hebra sinuosa que se fue deshaciendo, escapándose del propio aire. Mirabas, como yo, el vértigo, el infinito que descendía desde las alturas. Los límites físicos se habían borrado como por encanto. Detecté una inquietud. A poco me di cuenta de que estabas relajada: la única víctima de la agitación era el poeta.
¿Cuándo decidí la osadía de hablarte, a ti, tan altiva? No lo recuerdo. Pero sé que me inventé, como quien se inventa el rumor del mar que nunca ha visto, un poema que sería tuyo o sólo sería palabra muerta. Te brindé mi boca no para el beso, sino para que escucharas al hombre que había necesitado amarte. Empecé a recitar los versos, mi mirada al frente sobrevolando sin rumbo la cúpula de la ciudad adormecida, cámara nupcial que se extendía bajo nuestros pies como fiera saciada de su presa. Era incapaz de ver nada, salvo la sugestión de tu sombra curva. Y entonces el tembloroso se propuso derribar los muros intangibles que de ti le escindían. Llámame egoísta, murmuró, pero es que te amo. Llámame traidor, pero es que te amo. Llámame amante, pero es que te amo. Eres el hogar donde quisiera permanecer y respirar.
Al principio no comprendiste. Creías que tal vez la voz provenía de adentro, donde continuaban las risas grotescas y los ruidos de coloquios anodinos. Te giraste apenas para intuir mi perfil, y entonces se desveló el acertijo, se resolvió el enigma, surgieron los estigmas: allí estaban, vivos en aquel instante, pero muriéndose eternos, mis labios murmurantes convertidos en palabras. Cuánto daría por tu consuelo. Cuántas noches distintas sería tuyo para siempre. Cuánto de mi vida estás llevándote, yo vulnerable, yo entrega. Sálvame.
No dijiste nada. Ya en ese instante mágico en que tu boca se selló eras cómplice de mi tormento. Tu sorpresa fue mudando a curiosidad. La curiosidad, a intriga. La intriga, a parálisis. Te amo ya, desde ahora, con la certeza de que habrá presta una despedida. Toma mis metáforas, toma mis miedos, mi sonrisa, mi desabrigo, y hazlos tuyos. Pero dame tu presencia aunque no me pertenezca, pues ella sola me basta para no morir de inanición.
Porque es grande el misterio que provocas en los hambrientos de belleza. Es grande la turbación. Eres hermosa, vida. Mas me pregunto, ¿serás también sumisión, dolor? ¿Me prometen mis ojos algo de lo que careces? Imposible contestar. Tan sólo sé que te veo y me entregaría; que te veo y querría recibir. Que hay en mi alma un quejido y no se calla, y hay música, y hay lástima, y pasión, y llanto, y raíces como quistes, y alas. Hay poemas que por ti compondría y nunca daría a leer a mis musas.
Ahora que te he visto no miraré igual el mundo: será aún más penosa su crueldad por saber que estás en él, viviendo, y no te tengo. Me consta: es descabellado. Hace nada que he comenzado a quererte y ya he perdido los bríos que me ayudarían a soportar el ostracismo. Me hundo ahora que te he visto, ahora que no me atrevo a hablarte como lo haría el depredador, el bribón, el príncipe, el intrépido. Ahora que te he visto calla el hombre, y grita el poeta, desesperado, su locura de amor.
Pero no grité. Eras tú quien llorabas, el lacrimal de tus ojos deshecho en agua, rímel y canela.



Ares, el dios de los confusos

¿Cómo poner frases a la pérdida de la inocencia? ¿Cómo contar las razones de un apresamiento? Todo empieza a variar de sitio tras la primera caricia, tras la primera colisión dulce de los cuerpos desnudos. Se diría que el amor tiene preestablecidas unas coordenadas, una longitud y una latitud. Un límite.
Se diría que conforme miras al ser amado y te apropias de su belleza, lo desgastas, lo degradas. Hay una esquizofrenia silente, terrible, en el hecho necesario de amar: se va deteriorando cuanto más amas; cada acto de amor conduce hacia su final inevitable. Yo, que hice del narrar el nervio de mi vida, creí un día que se me habían agotado las frases, los personajes, las ideas. Pero lo que ocurría era que se me habían agotado los besos.
Va a sacudirse mi memoria los episodios brutales. Acometo esta tarea compleja desde ahora, ignorando lo que sucederá después. Ni sé de dónde vengo, ni a dónde voy, ni por qué he llegado a este encierro oscuro. Respiro, tengo tacto, puedo oler, pero nada queda en mi corazón, nada en mis arterias, nada en mis manos a las que prenden estas ataduras. Salvo dolor.   
Y puedo ver. Veo constantemente, como nunca mis retinas habían visto antes, aunque poco puedo mirar, tan solo un espejo ovoide clavado frente a mí que duplica mis formas sin ropajes, mis arcos ciliares con adornos de coágulos. Fueron palomas ensangrentadas, malheridas, mis párpados, y volaron. Los rajaron.
Mas a todo aquel que ahora tiene la fortuna de hallarse al otro lado del azogue, le rogaría que no mostrara piedad por mi alma. Mi alma se basta a sí misma para apiadarse y, tras la autocompasión, engrandecerse igual que un monstruo. Que nadie me juzgue como un producto: no tengo utilidad alguna. Apenas sobrepaso la medida desechable de un ardid que en sus mejores tiempos jugaba a ser conflicto en pos de la perfección, la forma más pura de patetismo. Solicito respetuosamente que se me juzgue como una aspiración, es decir, como una duda profunda, porque sé lo que es un hombre, pero no sé quién soy yo.
Algunas personas carecen de destino pues no se han detenido a describir sus trayectorias precedentes, y pasan por la existencia igual que sonámbulos. Yo era una de esas personas sin explorar. Algunas personas carecen de destino, pero no de vida. Soy ahora una de esas personas expectantes. 
He buscado el arte todo el tiempo en que recuerdo haber un principio en el correr de mi vivir. En la infancia no sabía ponerle nombre a las cosas; sólo las intuía sin discernimiento, como intuye el loco que hubo un día que tenía demencia. Pero en este cautiverio todo adquiere mayor crudeza. He descubierto que el arte proviene de la angustia, que el dolor tiene una soberbia cualidad creativa. He descubierto que sólo en la desolación puede haber belleza. Y sin embargo, malviviendo en esta cautividad, mientras narro mis vivencias con una pluma ilusoria, continúa el pensamiento debatiendo si el artista que pintó La alegría de vivir ha pulverizado tales verdades.
La alegría de vivir.
Confieso que estoy confuso. En el desequilibrio me sostengo, como los sistemas ecológicos contaminados. En la oscilación. En el instante en que todo se glorifica y se torna enfermizo. Será ésta mi narración. Mas, en su significado subterráneo, ¿qué es el narrar? ¿Y el amar? Narramos, amamos, volamos. Todo esto hacemos con la imaginación. Y la identidad, ¿qué es? Ver ese rostro que te recuerda a alguien mirándote desde el otro lado del espejo partido; verlo tan cerca como algo impropio y preguntarle a tu conciencia quién eres, sin obtener respuesta.
 Algunas personas, pues, carecen de destino. Les queda entonces la vida. Sólo la vida, es decir, decidir vivirla. Pero yo me he equivocado en todo y por eso, aun teniendo, no tengo nada, excepto la certidumbre de que las raíces de las mezquindades crecen profundas.
El artista que pintó La alegría de vivir: ahí reside la clave. Lo sé absolutamente y todavía, embotado, inerme, escurridizo como el pez en la red de esparto y océano salobre, no me atrevo a despejar la ecuación: si lo hago, me toparé con la muerte.
La desventura empezó a cobrar su forma más mejorada la noche que visité una exposición en honor de Henri Matisse. Yo acompañaba a Natalia, que por entonces ya era mía. Más tarde todo se borró, diluido como en una atmósfera. Excepto la conciencia, eviterna delatora. Todo se clavó, con la escrupulosidad insospechada de los fracasos. Más tarde únicamente pude describir los lienzos que había visto. Allí, perdido dentro de las galerías del Museo Metropolitano de Arte Contemporáneo, contemplé en soledad por primera vez aquel cuadro edénico en el que me vi danzando con los danzantes, uno más entre ellos, pero el más jovial. Contemplar una obra de arte, afirma el filósofo, afirma el artista, nos exige la inspiración esforzada de superar el objeto contemplado, de enterrarnos en la metáfora y tomar distancia de lo real. Yo me limité a tatuármelo en la memoria para hacerlo imperecedero como una consternación.
Sacudida de la memoria, y vacuidad de las imágenes que me traen los recuerdos: recuerdo que yo huía. Mis pasos eran firmes; mi disposición, un recelo. Mi rumbo, una alambrada. Pero ahora, ¿es reclusión o libertad lo que padezco? Confieso que me siento indeterminado. Esparcido, igual que los trazos de los colores impresionistas.
Evoco cada instante como si hubiera ocurrido ayer, o quizás hace demasiado tiempo. Pero no soy yo ese hombre dominado por la brutalidad que eleva un puñal para que luda la carne con la voracidad que se vomita en todo aniquilamiento delirante. Yo no soy ese animal que agarra el atizador y lo golpea, lo golpea enfurecido contra la verga enhiesta de un semejante. Absurdo, ¿verdad? Escasea la coherencia en esa anómala medición de la dimensión temporal, en ese verte y no reconocerte que, sin embargo, facilita la reconstrucción de los pormenores. Soy el eversor travieso de mis propias imágenes.
Siempre hubo un mí un cautiverio. Ahora es físico, pero antaño lo sentí en mi interior. Me cautivaban los contrastes, lo oblicuo, la diagonal imperceptible que escinde lo sonoro de su penumbra. Ahí está la luna como un vidrio opaco apretado contra la inmensidad del hueco color uva en que parece suspendida; ahí el sol fosforescente, ardiendo, reverberando el atardecer. Ahí está la lírica inagotada, el sosiego, la fugacidad. Ahí la palabra que se escribe sin letras, en la quietud, en la inexistencia donde yo hubiera querido vivir, como si la vida fuese una corchea.
Hablé con alguien en mi evasión, un vagabundo, un moribundo; le ofrecí dinero, que paladeó. Le inquirí por un tercero que era yo. El papel moneda, usado, inservible, era parte de un trueque elemental que le propuse a cambio de información. No supo responder: respondió una maravilla. En un recodo –lo recuerdo- había una tahona, el pan caliente moldeándose en la cueva de fuego, la semilla recién horneada, el aroma a hambre placentera. Luego –lo recuerdo-, el cautiverio.
Lo gélido, las heladas del invierno ya no me conmueven. Pero en este instante en que mis ojos carecen de celada quisiera ver otra vez los aludes de nieve, el encubrimiento de los paisajes. Blancas y negras, en mis retinas están impresas las pinceladas de los cuadros que pintara Henri Matisse, el pintor de vivir en alegría.
Dispongo de la libertad para ver. Mas no tengo objetos que mirar, salvo ese espejo ovoide enfrente de mí duplicando el cuerpo maltratado que lleva mi nombre, los perfiles invertidos. En este encierro he aprendido a acostumbrarme a esa diversidad fingida que el azogue me proporciona. Es lo único orgánico que consigue distraer a mis sentidos.
Dispongo también de la libertad para imaginar e imaginarme. Sin párpados, en mi encierro soy un eterno insomne, un despabilado que garabatea sin necesidad de signos escritos. Me basta activar la abstracción, el cálculo ortográfico que no requiere de soportes, cuartillas o teclas. ¿Acaso no es el pensamiento, génesis de lo artístico, sílaba impronunciada?
Matisse. La alegría de vivir.
Me pregunto qué habría dicho otro hombre que no fuera yo de esos lienzos –panorámicas remontadas de París, Notre Dame al fondo en la neblina azul; retratos de santos sin rostro, bazares de odaliscas como ramilletes de piel pintada, minimalismo, perspectivas imposibles de Tanjah-, si, como me sucedió, hubiera tenido que detenerse ante ellos y especular, corregir, concebir.
Me pregunto qué habría dicho Natalia si yo le hubiera podido contar todas estas ocurrencias. Quizás habría dejado su taza de café negro, hirviendo, sobre el tapete de cretona que adornaba la mesa a la que solíamos sentarnos durante el ocaso, cara a la línea anaranjada del firmamento, buscando los dos el punto invisible –inflexible- donde celaje y tierra se entrelazan; y me miraría con gesto de maestra sorprendida que reprende a un parvulario por reincidir en su insolencia, antes de recriminarme: <No has comprendido que incluso dentro de las cosas que parecen inocentes, rumian larvas hacendosas corroyendo toda virtud.> Era su aforismo dilecto. Lo repetía insaciable cada vez que tenía oportunidad.
Quizás Natalia estuviera en lo cierto, me digo ahora que dispongo de un minuto (de muchos minutos) para meditar sobre esas citas que, pragmática ella por excelencia, trataban de ilustrar su filosofía utilitarista de la vida. Mi Natalia. <Atravesamos un destierro, somos los hijos pródigos de una deidad aguerrida que delira, así que carpe diem>, subrayaba insistente.
Mi Natalia, te invoco en el desprendimiento en que me hallo: los                         milagros existen.
Por eso hemos inventado las divinidades.
Pero las divinidades se rebelaron, su furia al descubierto.
Y dictan doquier decretos tiránicos, ineluctables, como los ucases de                               los zares. Imponen sus agonías, sus torturas. Su ira.
A cambio de tanto holocausto déjame que te explique, mi Natalia, la                                              alegría de vivir.                                                                                                                                                      Porque ahí estriba la clave.









La desventura, el juego

-Te descubro, Natalia, las obras maestras que me pertenecen.
Hugo Hawthorne, el inquietante, había abierto el portalón tallado en arce que daba acceso a la galería central del Museo Metropolitano. Y a una orden, toda mesura, de sus dedos pulcros -la mano bruñida de las alhajas, fulgurando; las lúnulas como filigranas opulentas-, nos bañó un haz de luces sesgadas, color marfil, color templanza. Prendidas en los murales, con vida propia, allí estaban las creaciones pictóricas de Matisse.
Cientos de veces, durante mi encierro, he vencido la prueba de que la eufonía me embriague. Es como catar el sabor de un vino añejo, sin el vino. Pero si pudiera tupir los ojos, y contener la respiración, mis labios murmurarían de nuevo: Matiissse, Matiissse.
No más prelusiones que me distraigan. Empieza la desventura. Empieza el juego y lo letal. 
La exposición que había organizado Hugo Hawthorne, el tribuno, conmemoraba el CXXX aniversario del nacimiento de Henri Emile Benoit Matisse. Nada fue casual en aquel empeño. En su condición de patrocinador el señor Hawthorne había previsto cuantos detalles pudieran elucubrarse, aun los más irrelevantes, aun los más excelsos: la inauguración coincidía con la festividad de Nochevieja, pues Henri Matisse nació en Le Cateau-Cambrésis, al norte de Francia, el treinta y uno de diciembre de 1869.
Hay noticias de que Matisse fue un estudiante disciplinado. Acatando la directriz familiar –su padre, próspero mercader agrícola, le había proyectado un futuro prometedor- se licenció en Derecho y comenzó a ejercer de jurisconsulto, ganándose la vida de pasante en diversos bufetes de abogados.
La pasión por la pintura, actividad que no había supuesto más que una vaga interferencia, se desencadena con toda excitación en 1890, a la edad en que muy poco de lo trascendental está definido en el devenir de un hombre. Tenía veinte años.
Aquejado de apendicitis aguda ingresa en una clínica. Un amigo, para amenizarle la recuperación, le presta unos lápices, un cuaderno con las hojas en blanco y varios tratados de arte. Durante las aburridas jornadas de reposo la mente de Matisse, enfrascada en la lectura, entretenida en garabatear remedos de las ilustraciones, sufre una transformación substancial, como la cápsula quiescente de las crisálidas. Cuando deja el hospital, ya restablecido de la dolencia, tiene decidido sustituir la sequedad reglamentaria de las leyes y de los mamotretos de jurisprudencia por la colorida desenvoltura de una paleta. Quiere ser pintor. (Lustros después, en el climaterio, otra enfermedad más virulenta volverá a postrarlo en el camastro de un sanatorio, y, al igual que en su juventud, la convalecencia ejercerá un influjo determinante sobre el epílogo de su obra, que acabará envolviéndose en una suerte de misticismo tardío.)  
Tras una discusión que a poco termina en altercado, Matisse obtiene el beneplácito paterno y se traslada a París, centro neurálgico de la ebullición artística de los bohemios. De inmediato ha de digerir un primer revés: su petición de matriculación en la prestigiosa Ecole des Beaux-Arts es desestimada. Sin embargo se las apaña y asiste en calidad de oyente a las clases que Gustave Moreau, uno de los profesores más solicitados de la época, imparte en su atelier privado.
Matisse transcurre horas y horas en El Louvre. Sentado frente a las obras maestras que la historia había consagrado dibuja bocetos alterando un perfil, un fragmento anatómico. Examinando esos primeros apuntes Moreau habría de vaticinarle: <Usted va a simplificar la pintura.>
Entre sus compañeros de aulario se encuentran Marquet y Manguin. Pese al trecho generacional que les separa, coprotagonizarán con él la exposición que el crítico de arte Louis Vauxcelles habría de rechazar indignado. Al experto le animaba el propósito de denigrarles, de lanzarles las más agrias invectivas. Los denunció por haber subvertido los postulados del arte. Pero su inquina, algo proteica, se trastocó en gloria: los fauves necesitaban un nombre común que los aglutinara, una etiqueta que permitiera su distinción ante coleccionistas y marchantes. Vauxcelles se la proporcionó. 
La anécdota es suculenta. Esclarece que detrás de un artista siempre hay, al menos, uno o dos críticos absolutamente errados. En el Salón de Otoño de 1905 aquel grupo de pintores noveles muestra sus cuadros en una habitación apartada del ajetreo. En el centro estricto, asediado por las telas, un busto modelado al estilo del Quattrocento italiano adorna la estancia e imprime al ambiente, cargado de los colores sediciosos que embadurnan los cuadros, una áurea de extraña, contradictoria y patética solemnidad.
Vauxcelles, crítico de fama y autoridad, el más recalcitrante opositor contra toda tendencia artística que vadeara las reglas de las academias, deambula por allí inspeccionando los muestrarios, el gesto arrogante, escrutador, y se topa de repente con aquellas paredes que revientan de verdes picantes, que empapan de rojos escarlatas las retinas, que de tanto amarillo rabioso atacan los sentidos. No se atreve a traspasar el umbral. Quedose tan estupefacto, tan espantosamente atónito, que alguien le oyó mascullar en un frenesí de cólera, ronco de irritación: <¡Donatello entre las fieras!>.
-¡Donatello au milieu des fauves! –rememoraba Hugo para Natalia la escena, en un francés impecable y cadencioso.
Pero hay otra versión de los acontecimientos de aquel día decisivo para la historia de las artes: Vauxcelles habría rezongado aquella imprecación peyorativa cuando se dio de bruces con Matisse, que acudía a estrecharle la mano embutido en un abrigo de lana profusa con el que se protegía del crudo frío parisiense.
-La prenda estrafalaria, la barba poblada y de matiz azabache, su corpulencia –apostilló Hugo, el cacreco, ahora en tono irónico-, le conferían el aspecto terrible de un oso en celo.
La primera aparición de los fauves fue un escándalo sin precedentes desde los tiempos revolucionarios de los impresionistas. La edición del 4 de noviembre de 1905 de la revista L´Ilustration, con fotografías en sepia y reseñas a doble página, es fidedigno testimonio. El crítico Camille Mauclair, tan contumaz como Moreau, exclamaba con saña desde los tabloides: <¡Se ha arrojado al público una vasija de pintura en la cara!.> Sólo un joven literato que también comenzaba su andadura, André Gide, tuvo la deferencia de divulgar un artículo (su título: Un paseo por el Salón de Otoño) defendiendo la audacia de aquellos aprendices inéditos.   
Resulta significativamente arriesgado seccionar el ingente repertorio de Henri Matisse. A excepción de los años cruentos de las guerras mundiales -en los que merodea por la abstracción y sus cuadros propenden a la negrura-, y de la portentosa producción de sus últimos años de vida –en los que vira por sorpresa hacia una religiosidad esencializada-, no existen compartimentos estancos, no hay etapas diferenciables. Este rasgo contrasta con respecto a su contemporáneo Pablo Picasso, en cuya obra ubérrima los estudiosos han detectado un período azul, un período rosa.
Ambos genios hacían gala de una perversa relación, mezcla por igual de admiraciones, cortesía simulada y mutuas inquinas. El malacitano se mofaba de los fauvistas por andar lampando en pos de la cuadratura del círculo, la piedra filosofal de lo artístico; Matisse respondía ácidamente que el Cubismo había reducido siglos de arte a inútiles ideogramas. Dos montañas se alzan en la misma cordillera y jamás se rozan las cumbres. En palabras que se atribuyen a Picasso, eran como el Polo Norte y el Polo Sur. Y sin embargo es sabido que se intercambiaban cuadros con frecuencia, como si a través del cambalache rondaran la trayectoria del otro, respetando la distancia.
Muy solícito, Hugo, el gentilhombre, acabó de contar la gracia:
-Matisse, en 1907, le regaló a Picasso el óleo Marguerite, un retrato, en pequeñas dimensiones, de su afectuosa hija. Las malas lenguas propagaron que Picasso, tan pronto recibió el presente, lo colgó en un rincón del estudio convenientemente apartado de sus esbozos. Cuando la camarilla de bohemios le visitaba para darse a la fiesta, él, andaluz procaz y desenfadado, los invitaba a practicar el arte de la puntería entre carcajadas y chanzas, a ver quién era el más ducho atinando con los dardos en la nariz de Marguerite.
En cierta ocasión el fauve reveló parte de sus secretos: <Considero una debilidad resistirse a las enseñanzas de los maestros antiguos. Jamás he temido las influencia externas. Soy consciente de que puedo dominarlas. La personalidad de cada artista se hace estudiando a otros artistas y sus técnicas. Me dejo llevar por lo que dijo Leonardo da Vinci: “El que sabe copiar, sabe crear”. Sea pintando o modelando una escultura, yo trabajo sin teorías.>   
-Por eso, en un cuadro de Matisse –peroraba Hawthorne, el buhonero-vislumbramos a Seurat en la exacta simplicidad que adquiere la figura humana una vez trasplantada a las telas.
Y vislumbramos a Gauguin, en la fascinación por lo exótico; a Paul Signac, en las pinceladas de sus inicios, tajantes y apuntilladas. Y a Degas, en la organización de lo pintado como visto desde un belvedere. En Matisse la coherencia del artista, el vínculo intangible que lo mantiene vivo y unido al atributo de crear, radica en que admitiendo todos los dogmas no milita en ninguno.
-La pluralidad le guiaba por el dédalo de las artes plásticas –sentenció Hawthorne, el babélico, preciándose de aquel comentario irrevocable.
En la época efervescente en que Matisse (Matiissse) se dio a conocer,  los estilos se sucedían unos tras otros con rapidez. El siglo XIX, que había sido apasionado y convulso, como todos los siglos, transmitía a la siguiente centuria las pericias alcanzadas por los hombres de arte, pero también todos sus detrimentos. Y sin embargo, los movimientos pictóricos que cortaron los nudos con las academias confluyeron en Matisse, que se erigió en el corolario, en su cénit, como si hasta su irrupción hubieran adolecido de insalvables defectos.
-Como si hasta el advenimiento de este letrado concienzudo y avocacional –redondeó Hawthorne, el atrabiliario-, el ansia de innovar hubiera permanecido incompleta.
Extractó Henri Matisse lo más selecto; rescató de sus predecesores la sustancialidad que ellos no supieron fructificar, y los confundió a todos, los entremezcló, pero al hacerlo logró que cada uno, solapado con los otros, adquiriese su más acabado sentido, la plenitud de lo exacto.
-Sin Henri, sin el Fauvismo -remachó lapidariamente Hawthorne, el inconmovible-, los istmos pictóricos de la Vanguardia se habrían atenazado.
Sobrevino un silencio, que agradecí. El blanco-beige del estuco de las paredes, repentinamente, apareció ante mis ojos como el telón de fondo de los dramas que se representan como una inofensiva comedia. Pero no. Lo que me ocurría es que estaba frente al óleo La Música, el lienzo que abría la exposición; y en ese instante advertí que recorríamos el Museo los tres solos, como intrusos píos en un templo gentil. Recordé que Hawthorne, el deferente, le había prometido a Natalia que visitaríamos en privado la pinacoteca horas antes de que se inaugurara al gran público.
-¿Profesas, Natalia, la exquisitez que hace alarde de sus encantos feroces, como un orgulloso tigre de Bengala, o aquella otra, más medrosa o delicada, que apenas se sugiere en la selva, como una flor?
Los musiquillos de Matisse se hicieron borrosos, porque Hugo Hawthorne, el jerarca, la palabra tomaba de nuevo y había que prestarle atención. Parecía hablar de sí mismo, pero en verdad estaba refiriéndose a aquel óleo que Matisse había pintado en 1910, y que provocó la befa de los academicistas.
Miraba yo el cuadro sin que todavía fuera capaz de captar sus esencias. Por eso no me apropié de la pregunta de Hawthorne y me abstuve de contestarla. Pero Natalia se había quedado absorta en aquella sobrecarga de morados (¿el cielo sin nubarrones, quizás?), verdes casi fluorescentes (¿un bosque talado?) y naranjas carnosos (¿nativos asexuados, andróginos, hermafroditas?, ¿moradores de un atolón de la idílica Polinesia?).
Y Hugo, cual exégeta de lo arcano, quizá dedujo que ella había entendido el punto correcto a dónde él quería llegar, pues prolongó sobre las mejillas, sobre el busto, sobre la cintura de Natalia (mi Natalia) una mirada que era, toda ella, rijosa galantería.
Sin más tardanza avanzaron hacia otro óleo que colgaba varios metros más allá, en tanto que yo, rezagado, me demoré unos momentos tratando de descifrar aquellos interrogantes.
Le sucede a Matisse que en sus estrenos, cuando era un salvaje por antonomasia, abunda en el rasgo definidor del Impresionismo. El deleite por el color como instrumento básico, emotivo, enardecido a sus cotas más cargantes, lo obtuvo de esa escuela a la que tanto adeudan todas las vanguardias experimentales que surgieron con posterioridad, ávidas por indagar nuevos senderos de expresión pictórica y dispuestas a romper drásticamente –a veces de modo belicoso y no siempre duradero- con las convenciones clasicistas que exigían las academias oficiales, únicas intérpretes de esa cláusula conceptual tan mudable que permite evaluar la moralidad del arte y del artista: el buen gusto.
Plasticidad y sobreexcitación extrema de tonalidades cromáticas eran los rasgos del Neoimpresionismo que había relanzado Paul Signac. Matisse pasó en su compañía el verano de 1904, en la costa de Saint-Tropez. Allí, frente al mar Mediterráneo, aleccionado por el maestro, se adiestró en el tratamiento de las coloraciones primarias, secundarias, terciarias y sus múltiples combinaciones.
El cromatismo bárbaro, incluso irracional, nunca claudicaría, siempre se resguardó en su pincel, aun en las fases de angustia existencial en que los tonos sombríos se adueñaron de algunas de sus manufacturas pictóricas. Constituyó, de facto, uno de los caracteres singulares del Fauvismo que él simbolizaba y que, en un principio, la sátira burguesa denostó hasta el escarnio para después, cuando al fin se modificaron las apetencias de lo artístico y él adquirió renombre, ensalzar empalagosamente como fundamento teorético de su seña de identidad.
Enfatizando el color Matisse halló el sintetismo de las formas. El descubrimiento fue como si hubiera dado un salto al vacío seguro de no caer. En sus manos los objetos, los cuerpos, se forman de unas pocas líneas limpias y aparentemente pueriles que se recortan en la eclosión cromática que los rodea; las siluetas se delinean, se ensamblan con tal perfección que, de tanta claridad, se asemejan a meros esbozos apresurados a pluma o a lápiz de grafito sobre la lisura del papel.
-¿Las minucias anatómicas no le importan a Matisse? –me atreví a curiosear.
-Le importa la condensación de la presencia corporal, su reducción a la mínima expresión -le recalcó el señor Hawthorne, el impertérrito, a Natalia, ella muy concentrada en la advertencia aclaratoria del patricio intitulado en arte.
-El efecto resultante es demoledor –insistí, metido en mi papel de figurante, más por comprobar a dónde nos llevaba la plática que por estar convencido de lo acertado de mi acotación.
Y Hugo, el caitudo, a Natalia, ella cada vez más dada al éxtasis:
-Cada dibujo encubre una estructuración eventual, porque la sencillez es totalizadora.
A la mano de Henri, cuando empieza a dibujar, la gobierna un trazo pausado, sin rebuscamientos, pero fuertemente expresivo e impactante aunque carezca de color. 
-La forma –explicaba Hugo, el locuaz- se sustrae de ornatos aparentes, pero los colores se turban, son rebeldes y trasgresores.
También experimentó Matisse un acercamiento provisional al Puntillismo. Lujo, calma y voluptuosidad (óleo cuyo título tomó prestado de un verso de Baudelaire) es un magnífico ejemplo de este ensayo transitorio. Atardece en el cuadro. Ninfas desnudas, tendidas sobre la arena de una playa que es paisaje de placidez, se solazan entre ellas y complacen a la Venus que acaba de surgir de un mar sin mareas.
-Matisse, en esta ocasión, opta por pinceladas de mayor consistencia –disertaba Hawthorne, el escuerzo, y se diría que sus palabras tenían la erudición de las vastas enciclopedias-. De algún modo, ahora la pintura se enfurece, es incisiva, se esfuerza por sobresalir en relieves de la superficie de la tela. Procediendo con estos exagerados desajustes el artista busca la máxima expresividad de lo paradisíaco que trataba de plasmar.
Pero, señor Hawthorne, Hugo, pensaba yo mientras le oía cantar sus sabidurías sobre el pintor de La alegría de vivir, ¿es auténtico el arte que no traduce la realidad, perfeccionándola, sino que se aleja de ella y la trasmuta en algo que, si se da un paso más, no será reconocible? ¿Acaso la belleza se agota y ha de buscar nuevas fórmulas para revelarse, corporeizarse, en el territorio donde mora, el arte? ¿No estaba la lógica de parte del crispado Vauxcelles, aunque sus críticas se hundieran en el más empantanado de los olvidos y sólo se recuerde su intromisión en la historia del arte por haber sido el triste adversario de Matisse?
El señor Hawthorne no me respondía. Quizás mis interpelaciones no le suscitaban el menor interés. Hombre prez de léxico culto y modales aristocráticos, se limitaba a mirarme de soslayo, con displicencia palaciega. Y Natalia, mi Natalia, estaba allí, alejándose, princesa de una fábula no leída, reina de picas en una partida endemoniada de dominó, las fichas mudando de valor según los dictámenes de lo imprevisible en el mismo instante en que se depositaban sobre el tapete.
Habían dado comienzo los envites, las peripecias, los espantos. Tres espectadores, tres jugadores, aún solitarios en las estancias dormidas y preciosas de un museo, presenciaban un evento sin parangón en la historia de la pintura. Nada común podían echarse en cara, ningún incidente les había enfrentado, ninguna cuenta estaba pendiente. ¿Hay algo más pacificador que admirar las obras memorables de un maestro? Lo artístico relaja, debilita los instintos impíos, domeña la rudeza de los endriagos que llevamos dentro. Había tres espectadores, tres jugadores que fueron desprendiéndose de los embozos: uno, que poseía la ficha más afortunada, la más poderosa -el seis doble-, proponía la partida, alentaba el desafío. Otro era la blanca duplicada y se dejaba llevar en la apuesta, su voluntad a merced de los deslumbramientos; y el tercero, ay el tercero, cayó en la divagación, en el delirio creativo, soñando que construía castillos con las piezas, soñando no ser una de ellas. Este último espectador se enajenaba, y decidió romper las reglas, reinventar el juego, adueñarse de lo nocivo.















La conversación
(Óleo sobre lienzo. 1911)

-Te has levantado temprano. ¿No puedes dormir?
-Hace tiempo que no duermo. He de hablarte.
-¿Por qué no te sientas? Estás ahí erguido y
-prefiero hacerlo de pie.
-…
-Mis dudas nunca encuentran solución. No sé hasta dónde he de remontarme para despejarlas. A veces ceden todas mis murallas y me doblego. ¿Cómo puedo salvarme?
-Eres poeta. Tú no tienes murallas con las que defenderte.
-Entonces, ¿estoy muerto?
-Es posible. Los poetas mueren un poco cada vez que escriben.
  -Háblame entonces de la autenticidad. De lo puro. De lo incontaminado.
  -No. Yo te hablo de tus miedos.
 -Me siento solo, desde un tiempo muy antiguo.
-Quien teme a su soledad desconfía de sí mismo. Quien teme a su soledad no quiere ver que siempre estará solo.
-Aún no he perdido mi inocencia. La soledad puede ser creativa. El desabrigo, también.
-¿Tanto como la eroticidad?
-Tanto como su ausencia. Nada hay más imprevisible en la naturaleza humana, nada más alejado de mapas, vectores o escalas, nada más tuyo pugnando por darse, extraerse de su claustro interior y ver el mundo. La excitación, cuando rozamos una piel tersa, es nuestra mejor respuesta. Pero sin amor no nos hacemos la pregunta.
-Estás muy convencido de todo lo que dices. Entonces, ¿qué te distrae?, ¿qué te ocurre?
-Imagino cataratas a las que van a morir ríos tumultuosos. Siempre estoy ahogándome.
-Ya me estás cansando. Te diré la verdad: la felicidad no consiste en los incumplimientos. Por ejemplo, marcharse un autor novel de un auditorio que rebosa de personalidades, sin ninguna explicación, el día en que presenta ante el público su primera novela. La felicidad consiste, al menos, en tener un cierto sentido del decoro cuando alguien muy cercano a ese autor tan displicente ha luchado tanto para que llegue por fin ese esperado momento. La felicidad tiene mucho de vivir acorde a tus circunstancias. Respetando lo que eres, respetando a quienes te respetan. Tiene mucho de vivir en lo cotidiano.
-En lo cotidiano se sobrevive, se combate. Me hablas de la gloria, de lo efímero, del aplauso, oropeles que pronto serán rutinas y ruinas. Ese vivir que defiendes es estar amenazado constantemente por la necedad. Yo te hablo de la luz de luna sobre el mar; de la dalia que quebramos con dedos cándidos para donarla llevados por un acto de coquetería o de pasión.
-Hablas de poesía. Y hablando de ella, poetizas.
-Y tú me hablas del tallo que hemos amputado y se marchita; hablas de la savia que como sangre se vierte. Aspiras a que me someta ante lo rudimentario, ante la aglomeración mediocre, ante lo vulgar. ¿Acaso no me comprendes? Abomino de la realidad. No sé desenvolverme en ella, todo en mí es fragilidad si estoy dentro de esa cárcel maloliente. 
-Lo real se suelda a las lozas, allí donde nuestros pasos pretenden ser firmes para no resbalar. ¿A qué le tienes miedo? Te lo diré: a la herida que provocaría la caída si las baldosas oscilaran, si el eje o el cemento perdieran su funcionalidad. ¿Te crees tan único como para afirmar que ese terror te pertenece en exclusiva? Todo lo que perdura se construye con palabras menos ardientes, con conceptos más asibles, porque nada puede impedir que al hecho de vivir se emparejen riesgos cada día. ¿Lo entiendes? Incluso la inspiración o la genialidad requieren de un orden, de buen juicio, de inteligencia, porque debemos distinguir lo real de aquello que no lo es. Ahora hazte la pregunta y respóndete: ¿eres inteligente?
-Me atas. Son tus labios hiedras duras como lo pétreo. Me destrozas. Pues ¿qué es la inteligencia? ¿Distinguir lo útil de lo hermoso, lo emocionante de la reflexión? ¿Es real no saber lo que es real? ¿Es real ese brazo tuyo, tan negro, que se involucra en la forja de la ventana? ¿Lo es esa silla añil, a punto de desaparecer, que te sostiene sentada mientras me hablas? ¿O es mera silueta que se integra en la pared de esta estancia luminosa que nos oye conversar? ¿Por qué estamos aquí? Sé lo que es un hombre, pero no sé quién soy yo.
-¿Eres inteligente? Bastaría un movimiento mío, un giro ligero de mis caderas, una inclinación de mi cuerpo, y las ambigüedades se desordenarían, no hallarías esos misterios que te inducen a creer que hay otros mundos distintos a éste. Lo que dices ver es un simulacro de tu imaginación.
-Sé que sólo hay un mundo y un vivir. Pero no puedo entenderlos sin la metáfora que de ellos me aleja.
-La vida también cobija su parte inescindible de dolor. Mucho dolor. La vida no es el objeto sublimado que palpita en tus metáforas.
-La esclavina que corona tu blusa es del mismo color que el de ese árbol que ayer no había crecido, cuya copa florece en diciembre como una disparidad, cuando el hielo inunda los arrabales y agrieta los huecos. El albero de la senda que se dibuja afuera se tiñe de idéntica pigmentación a la de ese tronco enhiesto, un ocre claro que no parece ni madera ni tierra. La senda es una delimitación, pero no lleva a ninguna parte. Y hay una lasitud imperceptible, un descaecerse clandestino en esas manos tuyas que posas tan relajadas. ¿Es eso real?, pues pareces solo pintada. ¿Cuándo me mientes?
-¿Eres inteligente?
-Soy libre. Eso es lo que soy. Incluso para sentirme preso o desconcertado. 
-A tu libertad le conmino entonces. Apresúrate. Quítate el pijama, date un baño, sal del agua sin memoria, rasura con delicadeza esa barba semanal que tanto te afea el rostro, asperja alguna fragancia sutil sobre tu piel, para que huelas bien.
-Ser sutil significa que no te comprendan a simple vista. La sutilidad es la invitación del tímido que se sabe grandioso y desesperado, para que los demás indaguen lo profundo que hay en él, aunque esa hondura sea dolor. Pero los demás se mofarán porque se niegan a verse reflejados en un espejo tan cortante. Los demás se reirán para no enfrentarse a su propio sufrimiento.  
-Lo que quieras, vida mía, pero hoy es Nochevieja. ¿Recuerdas? Uvas, champagne, besos entusiastas, altísimos propósitos y felicitaciones a los desconocidos. El señor Hawthorne me aguarda en el museo. Ayer estropeaste tu gran día. No te consentiré que hoy hagas lo mismo con el mío. Se terminaron los caprichos.
-Natalia…
-Mira el reloj.
-… ¿cómo hemos llegado hasta aquí?, ¿cuándo empezó nuestro fracaso?
-No puede haber fracaso donde nunca hubo éxito. Mira el reloj. Tic Tac. Tic Tac. Ya es tarde. Se terminaron las filosofías.   




Tanjah invisible

Hugo Hawthorne, el innegable, hablaba de nuevo:
-Tánger existía. Henri lo averiguó en 1912.
Dos cuerpos que habían empezado a atraerse y un paje con cara de rapsoda, que los seguía retrasado, titubeante, recorrían las salas del Museo deteniéndose ante los lienzos fauvistas. Hawthorne, el elativo, daba la señal de alto y obsequiaba a Natalia con profusas explicaciones. Entretanto el poeta contenía el aliento. De un momento a otro las figuras pintadas podían salirse de los marcos y animarle a bailar una danza jovial.    
-En el noroeste de Marruecos, Matisse se colmó de olores y sabores, de tardanzas y divagaciones. Uno de los cuadros que se gestó fruto de aquella estadía es el que vemos aquí, La Puerta de la Qasbah. Fabuloso, ¿no es cierto?
Las palabras de Hawthorne, el patrono, eran harto discontinuas: tan pronto se dedicaban a dar cuenta de las valoraciones monetarias que las obras de arte experimentan al albur de caprichos y modas, como fluctuaban a la aventura y a lo emotivo después de una breve inflexión de la voz, que no perdía un gramo de su ternura ficticia, de su afán seductor.  
-Tánger, a principios del siglo veinte, era un singular enclave cosmopolita en la vasta cartografía de un territorio casi medieval, atrasado, como un oasis refrescante que creciera en la aridez del desierto.
Percibí que nuestro cicerone, conforme su confianza iba en aumento, narraba con mayor oratoria. Agudicé el oído para comprobar si era capaz de mantener ritmo y elocuencia en niveles aceptables que mi sensibilidad no rechazara.
-La magia del lugar predisponía a los visitantes a la relajación, al divertimento –dijo Hawthorne, el visir, como si hubiera sospechado de mis pensamientos-. Resultaba fácil encontrar disfrute de compañía sensual en los reservados de los hoteles coloniales. Tánger era un gran serrallo, igual que los palacios de los califas.
Hawthorne, el cuco, se callaba los misterios. Por los callejones laberínticos, ocultos entre las penumbras, a resguardo de los empedrados, pares de ojos inmóviles siempre estaban al acecho, vigilantes, hurtadores, peligrosos. Al amparo del anonimato, a hurtadillas, en Tánger pululaban diplomáticos, cónsules, espías, contrabandistas y sátrapas de toda Europa.
Pero Tánger no sólo era aquel cúmulo de presencias, sensaciones y encantamientos que había imaginado el poeta, quien nunca había estado allá. También era la ciudad del mar, de las cuevas erosionadas que se sumergen al subir las mareas, de las colinas que caen despeñadas a un litoral de aguas tan cerúleas como los reflejos del cielo. Era el vergel de la luminosidad incesante.
 De cara al océano Atlántico, pero arrimada por vocación al Mediterráneo, como si no pudiera desprenderse de su encrucijada vital, la ciudad sorprendió a Matisse (Matiisssss) desde el primer momento en que arribó a ella.
Había emprendido la marcha por consejo de Gertrude Stein, la escritora excéntrica, lésbica y megalómana que bautizó a los narradores norteamericanos autoexiliados en París con el sobrenombre La Generación Perdida, y cuyo retrato rehiciera dos veces Pablo Picasso para preconizar el Cubismo. Matisse necesitaba renovar, ampliar, sus campos visuales. <No pongas excusas, Henri -le replicaba la literata con ánimo de persuadirle-. En realidad anhelas que te sea revelado tu reducto, el único lugar al que cada artista pertenece, aquel que le brinda ese sosiego inconsciente que es la felicidad. No es Francia, ni siquiera es Europa. Ve al paraíso donde resurgió la blancura, Henri. Ve adonde, en la antigüedad, los griegos soñaban que brotaba el Jardín de las Hespérides. Ve a Tanjah>. Al cabo de una semana se sintió como en su verdadera patria. 
Se aloja en la segunda planta del Hotel Ville de France, habitación número 35. Porta consigo escaso equipaje: una bolsa remendada en la que guarda los pinceles usados, la paleta manchada de grumos resecos, frascos de óleos sin estrenar, un bote con aceite de linaza, un par de telas intactas y una muda prescindible.
No ha prefijado la fecha de su regreso. Desde que en los muelles del puerto pisa tierra firme se detiene el transcurrir de las calendas. No conoce a nadie, carece de contactos, pero los tangerinos no le causan recelo o resquemor. Su rumbosa hospitalidad le tranquiliza. La urbe, como una bruja amable que le arrullara y que, a la vez, celosa, escondiera su belleza, va embaucando los sentidos.
Lee, escribe alguna carta a sus amigos bohemios, cuyos párrafos Gertrude Stein declamará con torrencial dicción durante las tertulias de artistas y filósofos que celebra en su casa-museo de Rue des Fleurus, en la distante París.
Pasea Matisse, deambula, deja que las callejuelas le señalen el camino que ignora, y permite que su voluntad, divertida en el ajetreo incansable, en los ruidos que flotan, se someta sin rebeldía a los dictados atávicos de su nuevo país.
Como aquel personaje de Edgar Allan Poe que se negaba a estar solo entre la multitud, el artista, inquisitivo y alerta, indaga cuanto a su alrededor acontece y pueda servirle de aliciente para pintar. Pero todavía demora tomar apuntes o esbozar algún dibujo, por nimio que sea. Todavía aplaza desplegar los lienzos, que permanecen enrollados sobre la pared, en la habitación del hotel. En la calma, una inquietud opresiva le perturba, va acorralándole, como las inexpugnables murallas portuguesas cercan la medina de Tánger para protegerla de un enemigo ominoso que hubiera zarpado de ultramar y que, pese a sus hechuras de implacable guerrero, sucumbiera derrotado ante los sortilegios que tras la roca encuentra. Henri intuye que Tánger, insurrecta y fascinante, conquista a sus conquistadores, y espera que algo imprevisto suceda. No sabe lo que podrá ser, no acierta a sospechar siquiera su naturaleza. No lo comprende.
Cada día el muecín, apostado en el mihrab del alminar, convoca a la oración del amanecer y los lamentos de su voz, mística y triste, recubren el espacio, desde las alturas, con recitaciones del Corán que llaman al rezo y a la contrición. Los tangerinos se postran entonces de rodillas, descalzados. Querrían ver las alquiblas de las mezquitas que los omeyas construyeron en Al-Andalus, pero las huestes de otra fe acérrima, hace mucho, se las arrebataron. Han de contentarse con mirar más lejos, al este. A La Meca.
Cada día, a poco de despertar, Matisse recorre las mismas calles. Cada día atraviesa la Puerta de Bab El Assa y hacia él vienen, evaporados por el aire, densos aromas de Oriente. La vida, en Tánger, sale de los rincones, afiebrada, bulliciosa; la vida se disuelve, se dispersa, busca adónde cobijarse de nuevo y, con las primeras luces del alba, se concentra en el Gran Zoco Berra.       
Ve a mercaderes de barbas ralas, vestidos con chilabas, que sobre alfombras tejidas con albardín ofrecen perfumes de azahar, jabones de alhucema y linimentos de almizcle. Olorosas especias desmenuzadas en polvo, grano a grano, descansan en escudillas de azófar y balanzas mohosas. Hay hojas de menta y laurel, de té amargo. Hay filamentos de canela y sahumerios de almáciga. Enormes cachimbas de argentpel guardan el condimento de cáñamo afrodisíaco, hurtado a preguntas indiscretas.
Ve tenderetes destartalados que se engalanan con turbantes de telas tersas, mecidos de pronto por los soplos silíceos que refrescan la temperatura. Las bombachas de muaré se agitan como semicuerpos de nómadas tuarégs zarandeados por ventiscas del Sahara, y las chinelas son de tacto tan delicado que parecen láminas de cristal.
Los orfebres labran a mano fanales y brazaletes de metal cobrizo, y ajorcas y anillos engastados de abalorios a los que elogian afirmando, cuando un incauto se aproxima, que sus adornos son baños de plata y oro, engarces de diamantes y aljófares. Hay quien compra un tahalí de cuero reluciente en el que se ensarta, liviano, fino y temible, un damasquino que corta la piel con solo mirarlo.
Los artesanos cuecen arcilla en tardas hogueras que crepitan, humeantes, y modelan cerámicas que de tan policromadas y rugosas recuerdan la textura porosa de un coral. En las aljecerías el aire huele a polvareda blanca, a calina. Mantos y ropajes se mueven silenciosos entre el gentío: las mujeres del Rif, sumisas, laboriosas, empujadas por una lánguida prontitud, con los rostros velados como Salomés empobrecidas, trasladan sobre sus cabezas recipientes llenos de verduras apetitosas.
-Pero Matisse no se detendrá en ellas por aquel entonces –glosaba Hawthorne, el emir-. Pintará a las nativas rifeñas años después de su regreso, y lo hará recreándolas, sublimándolas al recordar que una vez vio un harén en Tánger con doscientas Sahrazades de plateados velos. Como en un fluir retrospectivo de la memoria, su serie Odaliscas envueltas en tapices, recostadas bajos palios con jarapas colgantes, se encarnará en los lienzos cuando proclame que la revelación le había venido de Oriente.   
Henri se acerca a un carro apolillado donde se amontonan peras, ciruelas y mandarinas. Compra una pieza de fruta y un puñadito de dátiles, que degustará mientras, curioseando, se adentra un trecho en los suburbios, o sentado bajo las ramas de una palmera a cuya sombra húmeda se entrega para aliviar la fatiga de sus largos paseos. Cada día acepta, como un tácito ritual, la porfía, el regateo que el joven berebere que regenta el tendal, desdentado, bravucón y tozudo, le exige como condición innegociable para recibir las monedas y finiquitar la sencilla transacción.
Cada día se despiden intercambiando idéntico saludo a la vez anterior, cortés el francés que no añora París, gesticulante el nativo de atezada piel curtida y dedos encallecidos, la borla del sombrerito fez deshecha en hilachas meciéndose ante su frente sudorosa cuando, entre aspavientos, prolonga otra exagerada adulación a la frescura de su rica mercancía, al reclamo de otros clientes.
Una tarde Matisse se siente con ánimos. Ha oído música, no sabe dónde. Son violines y darboukas. Su caminar, persiguiendo esas cadencias melodiosas, le lleva al vano umbroso de un portalón. Allí, entristecido, un poeta canta la nuba de los amantes. Matisse, entonces, se pierde en el interior de la Qasbah, entre terrazas, chabolas y caserones pintados con cal viva que desafían el desnivel de los terrados.
Sube despacio rampas angostas que nunca acaban. Un séquito de niños risueños, mellados y harapientos, que ríen e inventan para él travesuras y burlas inocentes, de pronto desaparece, sus menudos cuerpecillos como duendes volátiles que pudieran atravesar muros y celosías. Sombras huidizas, certeras, cierran enrejados y abaten cortinas imposibles de traspasar. Ahora, tras los ajimeces, la vida se torna invisible, fugaz, clausurada.
En su aturdimiento Matisse presiente una salida al arabesco de piedras, adobe y viento que lo ha atrapado en aquel intrincado crucigrama arquitectónico. Como atraído por la órbita de un astro poderoso se asoma a un balcón que domina toda la bahía. Hay aires y brisas, que lo acarician. Las horas declinan, pero el disco solar, un gigante de dorado espectro que se está durmiendo, aún brilla hundiéndose en el horizonte, teñido de crisoles cromáticos. Reverberan en comunión el rojo del fuego, el cálido amarillo que palidece resistiéndose al crepúsculo, el naranja del atardecer que va imponiendo su apagado predominio, su calma inmóvil. Y entonces, los latidos del corazón golpeándole acelerados, de repente un color le sacia, le nubla, le extasia, le rompe. Matisse desvía su mirar hacia la holgura del mar, y en las estelas crestadas de las olas -abierto, limpio, puro, irreal- descubre el azul. 
-Sus cuadros se transformaron desde aquel periplo –apostillaba encandilado Hugo Hawthorne, el alfaquí-. Fue como si le hubieran cercenado para siempre un viejo cordón umbilical que, aunque lastrado y tullido, no terminaba de despegarse de su seno; que tiraba y tiraba de su ser impidiendo la emancipación sanadora. Pero al fin se liberó. Maduró.
Nadie intercaló ningún comentario. Yo no tenía ganas, el relato se me antojaba demasiado teatralizado, ucrónico. Y Natalia se limitaba a oírle asombrada, incapaz de pronunciar otro sonido medianamente comprensible que no fuera una exclamación inarticulada y admirativa.
-Para todo pintor que en tal concepto se tenga, cualquiera que sea su época o estilo -sentenciaba Hugo, el cadí, aprovechando la tácita invitación de nuestro mutismo-, recrear la luz o su ausencia constituye el fin supremo, la piedra filosofal.
Gentilmente tomó a Natalia del antebrazo, y se alejaron en búsqueda de otro cuadro que, en su contemplación, pudiera demostrar la veracidad de aquellos asertos.
La algodonosa entonación del mecenas se prodigaba por las oquedades de las galerías, aún vacías de visitantes, como murmullos de trasgos en un bosque encantado. Y el poeta, que iba a lo suyo, pensó en discrepancias que se asocian, en incoherencias irresolubles, en las leyes naturales que rigen la armonía cromática. Pensó en cuerpos sólidos y en objetos táctiles, necesarios para que la luz exista, o al menos para que no se reduzca a una corriente insubstancial de cegadora claridad, irradiada a borbotones, pero sin nada que hacer visible. En presencias pensó el poeta, compactas o entreveradas, a las que todo hontanar de luz, desintegrándose, envuelve sus esencias, sus apariencias, según la intensidad con que las roce o engulla. Según la privación que la luz les imponga. Porque la luz, o es visiva, o no es la nada.
Ella, la luz, la reina, y su antagónica esclavizadora, tirana y agobiante, la oscuridad, son las fuentes primarias (porque en ellas radica todo origen) y primitivas (porque son rudas e indómitas) del arte. <La pintura, como la vida, se forja de acusados contrastes. De pugna entre contrarios, de occisiones y violencias>, oía vagamente el poeta que le recitaba Hugo, el abasí, a Natalia. Y se dijo: sólo se necesitan ojos sensitivos que capten esa lucha y unas manos hábiles que, empuñando el pincel, la viertan sobre una tela o sobre un mural, y al tergiversarla y depurar sus aristas, como un destilador, extraigan hermosura, sólo hermosura.
-Henri, en aquel pasmo inerte en que se sentía extraviado, fuera de sí –explicaba H.H., el alfarnate-, había hallado fuerzas y resolución para abordar la ordalía que sólo a él estaba reservada, desligándose de miedos y vacilaciones. El azul de Tanjah le deslumbró.
¿Podía imaginarme a Matisse (Matiisssss) descendiendo de las colinas donde se escalonaban los ajarafes encalados de aquel Tánger milenario que se atestaba de jeroglíficos, añejo, misterioso, estático, que tanto le había cautivado, y correr y correr por las callejuelas entrecruzadas mientras imperaba el ocaso y el sol se extinguía sobre la distante línea del mar, hasta llegar, casi extenuado, a su modesta habitación del Hotel Ville de France, con las venas excitadas, impetuosas, con la urgencia de pintar arremetiéndole contra las manos como si sufriera una furiosa invasión, una embestida abrasadora, una purificación?
Sí, podía.
¿Y podía imaginármelo deteniéndose, y con él toda magnitud temporal, frente a la Puerta de la Qasbah antes de dejarla atrás, esforzándose por retener en su memoria el entorno espacial que en su derredor gravitaba? ¿Podía imaginarme los tenues colores del anochecer ensombreciendo la arquitectura, y la pulcritud de la luz decadente, redimida a los ojos del artista?  
Sí, podía.
¿Y qué hace, primero, el pintor de mi imaginación?
Desanuda los zapatos, emancipa sus pies, que hierven a causa de la caminata.
Desabrocha los botones de la camisa de lino, y su torso queda al desnudo.
Lava sus manos, se enjabona la cara, la frente, refresca las sienes, que todavía sudan. El agua le sabe a manantial.
Moja un pañuelo, en abundancia, dentro de una aljébana de latón. La ínfima prenda le rodea el cuello atemperando el calor de la noche que va desfigurando los ámbitos de Tanjah.
Examina la habitación, tantea los ángulos, desecha opciones y cosas infecundas, hasta convertirla en estudio improvisado. Descuelga dos bodegones irrisorios que pretenden ser excelentes ornamentos de los tabiques blanquecinos. Arrastra el camastro de hierros, aparta la silla de anea. Necesita holgura, amplitud donde moverse, aberturas por donde respirar. Necesita inspiración.
Prende quinqués y lámparas de Aladino, desenrolla un lienzo, lo acopla vertical sobre la pared. Destapa los botes que guardan los pigmentos en polvo, finas, minúsculas semillas de colores primarios. Los mezcla con aceite de linaza. El material pierde algo de espesura, pero gana ductibilidad.
Un paño embarrado de salpicaduras ha colgado de su antebrazo. Toma la paleta, toma un pincel, se separa un poco del lienzo. Frente a él, todavía imperfecto, todavía sin cisuras, entorna sus ojos, que ya no sienten cansancio. Calibra. Se inspira. Recuerda. Todo su ser se concentra y recuerda. Su espíritu inquieto, despaciosamente, retorna de la pereza contemplativa para entregarse a la tarea de llevar a un cuadro aquello que la realidad oculta a todos, menos al artista.
Una última premonición de lo que irá surgiendo de la nada se apropia de su inteligencia creativa. Las cerdas se abaten sobre la pasta, beben de su brillantez, la tintura las viste. Y comienza a pintar con el óleo.
No requiere bosquejos. No precisa planificar abocetando marcas, ni trazar esquemas dominantes. A mano libre, sin predefinir, imagino a Matisse creando un atardecer cercano al véspero, allá, en Tánger, enmarcándolo en la imponente angostura de la Puerta de la Qasbah.
¿Y qué pinta? 
Un arco de herradura, un pórtico que separa espacios, mundos, arquitectura árabe. Profundidad, pinta profundidad, vida que no muere, sólo se apaga, se retira. Luces azuladas, frías, recogimiento; sombra roja que penetra, y, como un fulgor aplanado, como una alfombra ígnea, se propaga hasta disolverse sobre el suelo. (Pero, ¿hay suelo?, ¿dónde está?, pues todo parece flotar, suspendido en lo oscuro.)
Pinta el perfil de una figura vaporosa. Sentada sobre un resplandor de maderas o piedras, se inclina, cargada de espaldas. ¿Qué está haciendo en ese rincón? Parece que está tejiendo, pero también se diría que medita, o que duerme. O que reza, fuera de la mezquita. ¿Quién es? Un mendicante bajo la techumbre que ha encontrado para pasar la noche, el ladrón de Bagdad vencido por el sueño y por la huída, un enamorado que llora su repudio. Es un capricho ilusorio de la roca, desprovisto de relieves, como una aparición.
Pinta casas superpuestas al fondo, en lontananza, laberinto difuso de hogares bajo un cielo que se recorta sin nubes, sin estrellas, sin aire. Sólo hay azul, azul, azul intenso, confundido con el mar que no vemos, que olemos. Pinta un contraste en blanco, una discrepancia saturada de blancura, una morada que sobresale, un promontorio de claridad. No es la luna. No. La luna no es. ¿Qué es, entonces? La soledad.
-Mi cuadro predilecto –cantaba emocionado el señor Hawthorne extrayéndome, de un tajo, del tremendo adormecimiento creativo en el que me habían hundido mis ensoñaciones.
Su voz melódica, con la incontinencia de los juglares, nos arrullaba. Sus ademanes, tan pronto disertaba sobre Matisse, se tornaban galantes, como si descorchara una botella de champán cuidando no fragmentar las burbujas. Natalia (mi Natalia) escuchaba extasiada sin pronunciar un vocablo inteligible. Prosiguió el patrocinador la balada mimosa citando, para mi cuajo, a uno de mis más idolatrados escritores:
-Cada vez que mi mirar se detiene en este lienzo pienso en el mofletudo Gilbert Keith Chesterton. En su magnífico ensayo Un trozo de tiza trató de rebatir a los impresionistas, que consideraban el blanco un no-cromatismo porque, sedientos de irisaciones, eran incapaces de verlo en la naturaleza.
El príncipe del arte tomó una bocanada breve de aire, y se dispuso a rematar el discurso. Por un momento creí que el orondo autor de La taberna errante había resucitado aprestándose a llenar con toda su humanidad las desocupadas galerías del Museo.
Remachó don Hugo:
-Opinaba mi buen Chesterton: “Una de las grandes verdades que nos revela el arte de dibujar es que el blanco es un color, no su simple ausencia. Es brillante y agresivo, tan fiero como el rojo, tan concreto como el negro.”












Arte y dolor

<Te daré palabras y un poco de poesía. Te daré imaginación y contrastes. Y un personaje al que zaherir también te daré. Lo pondrás en un tiempo y en un espacio, lo ensalzarás, lo arruinarás, lo destruirás, y escribirás una novela sólo para mí, para tu gloria.> Enésimo aforismo –tal vez el más hermoso- acuñado por Natalia. Mi Natalia. 
Yo la amaba. Yo la amaba tanto.
¿La amaba o la necesitaba?
Y ella, ¿me amaba?
-Llegamos tarde. Por tu culpa.
-Hay preguntas que no deberían hacerse. Natalia, ¿me amas?
-Deja eso ya y date prisa.
-Hay respuestas incoherentes que lo dicen todo. Contéstame la verdad, te lo ruego. Me va la vida en ello. Sin ti podría sobrevivir, como el huérfano sin la madre. Desde mis primeros juegos llevo en mi interior una soledad que es como un tumor. Una conmoción. Así que no me dañarás en exceso si me dices que te marchas. Estoy acostumbrado a los alejamientos, a las extrañaciones. Pero lo que no soporto es tu presencia reacia.
-Déjalo ya, por favor.
-Necesito saber si me engañas.
-El señor Hawthorne me espera.
-¿Me engañas? Dímelo. Te lo ruego.
 -No. No te engaño. Ya no te amo.
Pero el poeta te creó, Natalia. Y tú, la deicida, le mataste. Por eso escribe sus poemas desgarrado, en el cautiverio donde sufre abandono. Por eso ya descree de todo lo que pudieran enseñarle los doctos. En cambio él podría enseñarles a llorar desnudos, y mostrarles el sollozo de un hombre que cuando llora, lo hace con todas sus edades a la vez. El poeta sigue siendo un niño.
Llorar es descender.    
Desciende, pues, el poeta hacia el llanto profundo, que es el llanto que siendo párvulo no pudo llorar cuando era necesario y se callaba. Sus rasgos fueron, hace ya tanto, los míos. Tiene rostro y lágrima de adulto, pero el sentimiento es el de antaño.
Llorar es descender.
Descender es encerrarte.
En este encierro, el espejo que el señor ha colocado enfrente de mí duplica los párpados heridos de los que ya carezco, están huidos; y satura los espacios con clonaciones de un cuerpo maltratado. Pero yo, que en las pesadillas angustiantes de mi infancia hice de mi carne esponja sonrosada, insensible, me veo ahora danzando entre los danzantes, uno igual que ellos. El más jovial, sin embargo, el que todo lo mira con sentir de poeta para deletrear sin lápices el símbolo y la metáfora, y construir una ficción, una falsedad, un cendal que nunca, jamás, cubrirá el trauma por entero, pues ésta es mi verdad, la verdad que me atormenta, la de muchos hombres que sufren cautiverio: hubo un tiempo que perdí y no recuerdo cuándo.
En mi descendimiento, el asunto primordial sigue golpeando y golpeando inagotable, como los martillos en la fragua de Vulcano: yo creía que el arte provenía del dolor; que sólo en la tristeza puede haber belleza. Que sólo de la belleza se nutren los lamentos. 
Hagesandros, Polidoros y Athanodoros, cien años antes de la crucifixión del mártir, tallan Muerte de Laucoonte y sus hijos. Nada delicuescente hay en esa efigie. La agonía varonil de los cuerpos anatómicamente perfectos, que se retuercen aplastados bajo el peso de las gruesas, elásticas y deletéreas serpientes, suscita la noción de una belleza armoniosa, compacta.
En La Pietá, de Miguel Ángel, se magnifican todos los monumentos a la tribulación materna. Y qué sensaciones amargas se nos remueven por dentro al ver a la madre, transida de dolor, sin consuelo, con el hijo moribundo en su regazo, sino congoja, luto y sufrimiento.
¿Acaso, en su sfumato, sonríe o se ilumina La Giaconda, el retrato en el que Da Vinci imaginó su propio rostro como si fuera el de una mujer?
Pietro Tacca esculpe sus Esclavos en la Piazza della Darsena, Livorno. Son cuatro moles de bronce sobre un pedestal. Modelados en posturas tensionadas, los nubios, bajo un sol castigador y rutilante, esperan el momento de la puja en que serán vendidos a un nuevo amo. Uno del cuarteto se sienta justo en el borde de picudos escalones, los brazos a la espalda, grilletes y cadenas por todo ornamento. Su piel tostada, casi fuliginosa, cuando se repara en la musculosidad, adquiere la opacidad confusa del ónice. Y mirarlo a los ojos, enfrentar ese rostro apesadumbrado, corta la respiración, recalienta el aire. Pero nadie hurtaría su admiración ante la penalidad que transmite. El numida, encadenado y triste, es mineral que el cincel ha convertido en ansiedad muerta. Miramos, miramos la escultura, y nadie advierte que aquel esclavo podría ser un hombre cualquiera. Lo es en realidad.
Jamás podremos ver la música, porque es invisible, inabarcable. Y sin embargo no hay arte que mayor caudal de imágenes genere. En una celda de Zakopane –Polonia- Helena Wanda Blazusiakowna, que tiene apenas diecinueve años y cuyo iris conjeturo azul transparente, el lacrimal de nieve, trata de calmar a los ancianos y a los niños que, como a ella, los soldados incorruptibles de la Gestapo han detenido en los guetos y traído a culatazos a las mazmorras.
Esperan allí, en el cuartel de la siniestra policía. Esperan hacinados sin agua ni comida, ni higiene, la orden que los deportará a un campo de concentración construido a las afueras de todas las urbes, sobre ciénagas y llanuras de légamo, en el frío de los inviernos, como al pie de la hórrida gehena bíblica.
Y Helena Wanda se desespera. Será obligada a viajar en un ferrocarril que en cada trayecto –y ya van cientos- se arrastra como estridente gusano de hierro, cerrado el vagón de ganado con palancas enmohecidas. A su paso fantasmal dejará una nube de hollín, una polvareda de antracita que anticipa la atmósfera opresiva, gaseosa, de los crematorios, de las humosas chimeneas, de los barracones entillados.
Y Helena Wanda se desespera. Hace frío. Siente hambre, abandono. En su desesperación el humano-ser narra las mortificaciones que lo amordazan, describe o compendia con palabras el padecimiento insoportable. Helena Wanda, igual que yo ahora, no tiene lápices ni papel. Pero necesitamos contarnos nuestras vidas, no tenemos otra cosa de la que hablar. En los muros del calabozo Helena Wanda araña con sus uñas una plegaria legible, ingenua, desoladora, que ni el tiempo ni los gendarmes justicieros han podido tachar. Décadas más tarde el compositor Henryk Górecki tomaría aquel legado hecho de raspaduras temblorosas, de dignidad decapitada, de miedo y espanto, para transformarlo en música de adagios enternecedores como una nana y, a la vez, dilacerantes como dentellada de látigo.
Górecki se propuso que vocablos silenciosos mudaran en sonidos de violas, violines y salpicaduras de arpa. ¿Cómo lo consiguió, cómo fue posible esa transmutación de los lenguajes? Nadie lo sabe: el arte roza el éxtasis, afirma el filósofo. El artista no sabe hablar; su lenguaje no se forma de signos convencionales. Górecki compuso tres piezas imponentes, arquitectónicas, igual que los arbotantes de las iglesias góticas. Las llamó Sinfonía de los Cantos Dolientes. En el segundo movimiento los arpegios dejan de ser como áspides para decaer en la quietud. Allí emerge del vacío la voz impostada de la soprano, lastimosa, melódica y elegíaca. Por su boca de diva Helena Wanda sigue suplicando, en su celda: Madre, no llores. Reina del cielo, la más casta. Ayúdame siempre. Sálvame María          
<Con sus manos el hombre todo lo hace. Puede matar>, me decía Natalia. Con las manos, yo le contestaba, también vincula los versos unos a otros. Tienen razón los expertos: la música empieza cuando escuchamos los débiles latidos del corazón, tan parecidos al sordo resonar de los tambores de guerra.
La plasticidad es, a veces, muchas veces, un zarpazo. La hermosura nos desarma, nos desnuda hasta dejar huérfana el alma, restituyéndola a su estado natural: el desamparo. El arte es el lamento de esa belleza lastimada, y el artista un ser afligido, enfermo de sufrimiento, irrepetible, intuitivo, víctima de sus atributos, digno de compasión que él rechazará.    
<Pero el arte evoluciona> me oponía Natalia, haciendo uso de la jerga concisa, pontificia, que solía emplear en Caballete de Plata, la revista especializada para la que trabajaba como crítica de arte. Y sentenció: <Todo lo artístico es espiritualmente deleble.>
Puede que, como los musicólogos, ella tuviera razón, me digo ahora en mi encierro. La sustitución de un estilo por otro no es perniciosa. Más bien resulta elemental para la supervivencia del arte. El estilo que consideramos definitivo porta en su seno el germen de su decadencia. Que crezca ese embrión asesino y lo demuela es solo cuestión de tiempo, pues la iteración cansa, se hace fastidiosa, imperativo sin autoridad que nadie cumple cuando se alcanza la necesidad despótica de la regeneración.
Pero, pese a siglos de modificaciones incesantes, de reformas en ocasiones traumáticas, de prospecciones en pos de un arte más perfecto, más expresivo, allí, bajo los lienzos, fuera del marco que los angosta, en aquello que no fue pintado y se oculta; o en los sigilos que se quedan atrapados entre los acordes, en cada momento que vibra un pincel humedecido con acuarelas, en cada instante que cimbrea la cuerda tensionada de un violoncello, o la pluma de un rapsoda traba un verso, allí se contrae, se expande, se transmite, y así será siempre, el esfuerzo del humano-ser, su atrevimiento infructífero, su convulsión, por dominar el miedo al dolor que adnato le acompaña. El arte es belleza y la belleza hace llorar, rompe el rostro. Porque el arte es impacto, desgarro, como el primer llanto del nasciente.
Todo esto era lo que yo creía. Y Matisse (Matiissse) soliviantó mis convicciones, me encandiló: aunque me resistiera a aceptarlo vi que el arte, además de destrucción, era también ánimo sereno, despreocupación, sensualidad. Temperancia.







Notre-Dame dispersa en lo celeste

Hugo Hawthorne, el rítmico, era un continuo ir y venir de parafraseos literarios: de Chesterton saltaba a Ovidio; de Ovidio a Oscar Wilde. De Wilde a Virginia Wolf. Y la melopeya insufrible, fantasmal, socavaba el ánimo, en ocasiones propenso a la lisonja y a lo vacuo, de Natalia. Mi Natalia.
Todo en ella era embeleso ante sus maneras galantes. El amo del palacio asperjaba, aquí y allá, emponzoñados aromas de elixir amoroso, para engatusarla, y Natalia, doncella ocasional de su corte, los inhalaba sin advertir la fullería, que empezó a irritarme tanto como la mansedumbre de la víctima.
 -Matisse, querida amiga –se disponía H.H. a dar la puntilla, el bellaco-, logró pintar la penumbra sin apenas hacer uso del negro ni de grises. ¿Aprecias el mérito?
Mi Natalia asentía, arrebatada. El homúnculo de hacienda rebosante la instruía orgulloso en los arcanos de aquel lienzo tangerino, La puerta de la Qasbah, como si fuera una creatura suya. Era la joya de la exposición, su tesoro más preciado.
-El azul es un color que no amenaza –elucidó Hugo, el escolarca, retomando el discurso sublime-. Es el color de la inmaterialidad, de lo absoluto que es a un tiempo suavidad.
Deambulábamos por los corredores, ellos al frente, el paje detrás. Natalia se arrimaba cada vez más al hierofante, alelada por la aureola suntuaria, pomposa, que aquel timador, empeñado en agradar a su única interlocutora, difundía en derredor como estrella joven en un universo precario.
Y de repente, otra vez el hartazgo de la elocuencia:
-Comparemos el azul que se apoderó de Matisse en Tánger con el que utilizó al pintar éste otro cuadro, unos años antes.
Hawthorne, solícito, despacioso, nos enseñaba un nuevo lienzo. Su verticalidad impresionaba. ¿Cómo describirlo? Lo haré dejándome llevar por las tracciones que entrecortan mi memoria y la limpian de escoria: el tiempo transcurrido desde aquella velada (puede que semanas o meses, incluso años; o puede que sólo unos pocos días) despliega un inabordable velo de dismnesia, y restaurar ahora todos los matices vividos en aquel entonces me somete a embarazosos trabajos imposibles de arrostrar.
Pero recuerdo que esta vez el azul aparecía más difuminado, menos gravoso, como un color desgastándose; sin embargo dominaba aún toda la composición, cada una de sus trazas. El paisaje era el Sena. El asunto, un paseo matinal por las orillas. Soberbia, portentosa, Notre-Dame imponía en lontananza la majestuosidad de sus contornos; las torres del frontispicio eran dos fantasmas que interpolaban una imaginaria “hache” titánica en la oquedad de la atmósfera, elevándose enhiestas y macizas hacia el cielo sin posibilidad alguna de demolición. Cielo que se formaba de una conjunción de pinceladas celestes que hubieran querido merecer la gracia de ser color turquesa y que, en el intento, adquirieron tonalidades todavía más dotadas de templanza.
Sabemos que visualizamos Notre-Dame gracias a ese frontal difuso, tajado, que se sugiere entre una especie de niebla cerosa que ha imprimado toda la extensión del panel, y no porque diferenciemos los famosos rosetones con urdimbres de telaraña, o las esculturas talladas en el tímpano, menos crudas e inclementes que durante el predecesor y hosco arte Románico, pero igual de siniestras; o las gárgolas de rostros amorfos que, voladizas en el aire, rematan los extremos salientes de las canalejas, elementos todos ellos que Matisse omitió deliberadamente.  Sabemos con toda certeza que es Notre-Dame tan pronto nos enfrentamos a la representación del hastial inconfundible, aunque en el cuadro sólo sea una mole bicéfala que se traspasa, se permea, se carga de azul rebajado de excitaciones.
No vemos la profusión de arbotantes que arrancan desde las impostas y que, como tirantes pétreos, se hunden en los estribos que ahogan la nave de crucero impidiendo que su plano sobresalga del perímetro. No vemos el cimborrio estirándose, estirándose, afilándose, hasta que de cúpula se troca en pináculo, aguja cosida de cresterías que se realza hacia el empíreo reduciendo a los hombres a una radical insignificancia. A todos ellos los reduce: a quienes murieron construyéndolo, que fueron muchos, y a quienes siglos más tarde se recrean en el vértigo de sus alturas, que también morirán. Atalaya lineal, vanidosa cúspide que sólo tiene vocación de infinitud, alardeando de sus pretensiones babilónicas sin importarle que, de tan estilizada, parece en realidad una espada vigorosa desconstreñida de la vaina que ha de apretarla.
No vemos los tres portalones abocinados, ni las ojivas de los arcos, ni las hornacinas en cuyos alvéolos se amontonan imaginerías con molduras de vírgenes adustas y de horripilantes alegorías bíblicas. No vemos la doble girola, ni las bóvedas nervadas, ni la multitud de absidiolos que, como menguadas capillas, sirven para que los acólitos hallen un rincón, un recoleto colmado de fruición religiosa donde la paz de sus almas se perpetúa. Allí, en esos retiros que no vemos, el mundo queda fuera, muy lejos. Allí, sólo las plegarias del místico, del asceta, del opulento, del piadoso y del pordiosero (murmullo litúrgico, fervor, monólogo sin respuesta con la divinidad) invocan, con atrición y pesares, a la deidad dictatorial que acalla las inconciencias arrepentidas, las conciencias penitentes.
Notre-Dame, la Notre-Dame real cuya sombra monumental se sumerge en el Sena,  es luminiscencia. Vidrieras orbiculares se encajan en los gabletes decorativos. Como imanes de luz, han sido concebidas para crear en el interior del templo la subyugante sensación, recóndita y seráfica, de que el Padre, el Hijo y el Santo Espectro derraman sobre el recinto sagrado sus rayos empolvados de virtud, sin mácula. Porque el escrutador ojo de Dios todo lo atisba, todo lo columbra, todo lo decide, todo lo posterga, en todo penetra y todo lo aniquila, todo lo abandona, aunque la comunión trinitaria sea algo tan incorpóreo, tan etéreo, como irisación vertida desde mosaicos y cristaleras. Pero nada de eso vemos en el cuadro. Hemos de imaginarlo.
-Matisse fue muy hábil -peroraba Hawthorne, el melífero-. Contrajo la imponencia de la catedral gótica a su quintaesencia. La despojó de empaques y revestimientos. Lo singular de este cuadro radica en lo que no está pintado. La reciedumbre de la construcción debe conjeturarse por el espectador que se sitúa frente a él, pues todo cuanto podemos ver es neblina. Neblina azur, pero neblina.      
Natalia era puro deliquio. Pero a mí la bruma del cuadro, tan hechicera, me hipnotizó. No lograba reconocer en aquella representación al bárbaro, al fauvista que se había enfrentado al rigor de las academias oficiales cuyos rectores y portavoces tantos sarcasmos le dedicaron en sus inicios. Empezaba a sospechar que Matisse se dejaba embargar por el reposo cuando pintaba paisajes, y en cambio, cuando pintaba figuras humanas, no repetía fisonomías materiales, sino que las deshacía.
Creo que en el cuadro había llegado el invierno, tal vez el otoño. Así es cómo lo recuerdo. Así es cómo me gustaría recordarlo. No hay colores lustrosos (los naranjas, el bermellón, los amarillos apenas se aprecian), y sin embargo debió ser un día soleado aquel en el que Matisse se encaramó a una suerte de belvedere flotante, como plataforma levadiza, a la manera de Degas, tal vez el ventanal sin postigos de su casa de Quai Saint-Michel, cerca de la catedral, para desde allí tomar los apuntes o, quizás, ejecutar enteramente los trabajos.
Debió serlo, un día soleado de otoño, pues por la ribera del Sena transita, como peregrinos en miniatura, un grupito de figuras humanas: veo hombres charlando dirigiéndose a misa y niños obedientes caminando de la mano protectora de sus madres; y todas estas figurillas van desprendiéndose de sus sombras oblicuamente. Un carruaje surca el puente, sobre el cauce del río, probablemente una calesa cuya cabalgadura, capota y pescante, más oscurecidos, se reflejan sobre el piso empedrado. No existe lo sombrío, ni hay paisaje otoñal, sin un poco de luz.                          
Pero no es del sol, casi suprimido, sin sobresaltes visibles, la fuente de la cual recibimos una impresión de limpidez cuando contemplamos el cuadro. No es del sol, ni tampoco de las débiles manchas de gamas cromáticas, distintas a la del azul ególatra, que se diseminan aquí y allá sobre el lienzo como si el artífice de lo pictórico –vana presunción la mía- hubiera errado al elegir el grumo de la paleta del que extraer la panorámica que va a plasmar, y luego, advertido su error, se hubiera afanado en ocultar las imperfecciones bajo el manto de celaje, aliterado y armónico, que termina acaparando todo el conjunto.
-Henri repitió el motivo de Notre-Dame en 1914 –decía Hugo, el sochantre, y las modulaciones de su voz musical, ruidos placenteros, se disipaban por las galerías del museo.
La Gran Guerra, que había estallado por entonces y que Gertrude Stein significaría como la auténtica conclusión del siglo XIX, ha trizado la torre de marfil, el paraíso edénico de odaliscas como flores en su frescor en que Matisse halló refugio desde que se hizo pintor.
-Siente el genio que le acicatea la abstracción tentadora, el Expresionismo –apuntilló H.H, el campanillero-. Incluso se advierte en esta etapa gris una ligera deriva, muy tímida, hacia el vilipendiado arte de los cubistas. En esa otra Notre-Dame de 1914, también pintada en la elevación de su casa en Quai Saint-Michel, frente al Sena, todo es disimilitud si se la compara con la que pintó en 1911.
Era norma de Matisse hacer recapitulación de lo más valioso de aquellos estilos que no profesaba. Ahora, en la Notre Dame de 1914, no hay rastro de presencia humana. El negro empieza a adquirir relevancia estructural. Unas pocas diagonales cruzan el lienzo: son la invención de una perspectiva geométrica. El pincel no pinta, sino que raspa la tela; las veladuras de azul pálido, sin llegar a la transgresión, desgarran toda la superficie incolora. Un árbol al pie de la basílica, o quizás una maceta en el alféizar, es un borrón verde sombreado de lobreguez que acentúa los tonos azulinos dominantes.
-Y se diría que, en realidad, la Notre-Dame de 1914 no existe –intervino H.H, el locutor, siempre oportuno-. Existe la ilusión de un paralepípedo que se recorta y yergue, flotante, en el vano de la ventana, confundido con ella.      
Hugo hablaba sin parar. Su lengua no se agotaba; le gustaba escucharse y que le escucharan. Pero yo me detenía en una de esas figurillas que había en aquel cuadro de Notre-Dame de 1911. Y me detengo ahora, cuando es pura reminiscencia; permito que Matisse, como la vez primera, enerve mis sentidos arrumbándome en un desespero extraño del que todavía me quedan secuelas, rarezas, magulladuras que no logro cauterizar.
Esa silueta que capta mi atención es, inevitablemente, una mujer. Se ha apartado de los andariegos parsimoniosos; se detiene y vuelca su mirar diminuto hacia las aguas del río de París. El cauce en remanso se asemeja a una transparencia líquida, como si fuera remedo del anublamiento que más arriba lo corona. Y hay un caserón inconcluso que se salpica de naranjas amarronados, como zumo sobre herrumbre.
Frente a la escalinata que se hunde en la otra orilla del canal, los peldaños derruidos y con vetas rojizas, la dama permanece en quietud. Escondida en el ángulo inferior, casi al margen del marco que encuadra la visión que tuvo el artista, su cuerpo pequeño y sin terminar, aquella mujer porta, ceñido a su exigua cabeza, el único origen de luz verdadera que hay en toda la composición: un sombrerito, un chapel de época, color ambarino, un punto extraviado entre tanta pátina cerúlea que abriga sus rasgos, sin duda hermosos, como de conchas marinas (así los imaginé y así los reitero), sustrayendo al espectador la delicada donosura de sus perfiles. 
Meditando al respecto de esa presencia indefinida, sin ninguna motilidad, pensé en el contraste que de ella emanaba si no se perdía de vista la formidable imposición que la catedral, al fondo, transmitía a cuanto había de vida silente en el lienzo, y ello aunque Matisse, al santuario, lo hubiera privado de todos sus galanos estéticos, de todo aditamento ornamental. Una y otra (la pequeña mujer y la mirífica catedral) se oponían, se retaban. El magno frontal de Notre-Dame presumía de sus colosales proporciones entintadas de calina. El cuerpo femenino, disminuido e inanimado, apenas atraía fugaz, distraídamente, la atención de quien se entretuviera en observar el cuadro, tan intrascendente parecía en su nimiedad imperceptible, tan eclipsado por la solemnidad fabulosa de la basílica. 
Pero a mí me imantaba esa figurilla impasible. A mí me esclavizó el que estuviera allí, como arrecadada en la intemperie, nostálgica, sin más labor, en apariencia, que interrumpir sus andares, paralizarse y girarse hacia la calmosa corriente del río.
 <¿Qué haces ahí?, ¿qué esperas?>, recuerdo que le pregunté, contrariado. Y no obtuve ninguna contestación. <Quienes te acompañan -insistí- ya se marchan, camino de la catedral, a cumplir otras obligaciones y servicios menos ociosos. ¿No los ves?> Y el mutismo, el hipnótico silencio de la señora, no se resquebrajó.
 Esa mudez, esa taciturnidad y retraimiento de aquella mujer, que yo entonces no juzgué propios de todo humano cuya existencia se limite, pobre de él, a una pintura, sino de su esquivo carácter de personaje real, me animaron a continuar aquel cuestionario irreflexivo. No podía cejar en mi empeño desquiciado de hacerla hablar: ella debía explicarme la insondable razón de sus reservas. De su belleza.
Quería oírle decir una palabra, una sola, y registrar para siempre el timbre de su voz, que aventuré perlado, rumoroso, como si de ello dependiera mi supervivencia. <Gírate hacia mí>, le rogué, musitando con humillación mi súplica; y me hubiera puesto de hinojos ante ella -ante el cuadro- de no ser porque Natalia, seguramente, me habría reprendido.  <Necesito que me brindes la galanura de tu rostro>, le demandé desesperado; y esta vez la imploración, en mi pensamiento, resonó a orden pretendidamente rigurosa, tan tenaz como insuficiente. Ella, engreída y sumisa a un tiempo, la rechazó, manteniendo al milímetro la pasividad inerte de su compostura. Su voluntad de ser sin alma vetaba todo movimiento. Su indiferencia me mortificaba. Así le impetrara mil años o más, con todas sus noches, sus días, aplazamientos y paciencias; así le donara toda la sangre apasionada que fluía por mis venas, jamás se movería.
Pero no era capaz de escamotearle al poeta sus aflicciones, pues él sabía que debajo de aquella rigidez ficticia, simulada, la mujer le dedicaba, cual ofrenda o sacrificio, un fingimiento sobrenatural, delusivo, una mentira prodigiosa. Porque estaba viva y le escuchaba.   
Y busqué entonces a Natalia, quería reencontrarme con sus pupilas, esos eclipses de luna que un día imprevisto me cautivaron. Pero Natalia ya no estaba a mi vera. Estaba desaparecida. Hugo Hawthorne la alejaba. Miré en derredor. Mis ojos eran tristeza. Mis ojos eran cólera. Y pensé: ambas formas de mi mirar son manifestaciones del mismo desconsuelo. 
-Observa, querida, esta Venus contrahecha –oí que le decía el farfante hiperacaudalado frente a otra obra de Matisse-. Atiende, te explicaré lo que significa.

Venus truncada
(Guache. 1952)

A quien duerme contigo le das tu desamparo. Y le das tus vehemencias, y le das tus desidias. Y hasta tus hastíos y locuras le das. La fisonomía, a veces tibia, otras lienta, que se arropa junto a ti puede desprotegerte en cualquier momento, abandonarte desasistido, vaciar tus querencias, porque nadie está a salvo de las modificaciones, de las contradicciones, de la deserción. En cada labio que se dice apto se sacude la mentira un adiós fulminante que te partirá en mil mitades. En la oquedad prensil, inmaterial, de la mano que te alza del foso se oculta, hurtado a la vista, un puñal forjado de impurezas, y todo puñal ambiciona matar aunque no derrame una partícula de sangre.
¿Te has preguntado alguna vez si de verdad existo? ¿Te has preguntado si te vigilo? Son confidencias tremendas, me hago cargo. En tanto que la ineptitud te sacia, voy a contestar por ti: existo y te vigilo porque tú me suplicas y convocas, como las sacerdotisas de Eleusis convocaban, en sus ritos, al sacrificio. Malvivo en tu interior más recóndito, en la superficie cotidiana, como una lacra, y cual termita de encías gigantes trituro tu alma. Soy la falsificación que viene a aliviarte, y en el alivio te enloquece, te embrutece, hace de ti un rufián o un juglar. Un guiñapo o un verso.
Estoy en la derrota y en el éxtasis, en la capitulación y en tus soplos superiores. Como si de un nutriente se tratara, a todos los mortales, yo, que defenestro el abatimiento, que compongo injurias y las expelo, les infundo la pulsión de anhelar aquello que es grato a los sentidos: la dermis desnuda, la humedad, la atracción táctil, el gemido, el desborde, la imagen perfecta aunque sea irreal. Y anhelando, los mortales se atarantan, se angustian, y  atraviesan piélagos de tiempo en pos de lo que creen amar, ellos, tú, los que fueron, los que son, los que serán, tan insulsos todos, tan desatendidos; y arruinan cosechas, sufren y se lamentan, y traban poemas desesperados que llevan escrita mi dedicatoria aunque no hayan sido entregados a la imprenta. Yo me sonrío cuando los constato, en las alturas inalcanzables, mis lágrimas son de risa, y me digo muy ufana: he ahí a mis esclavos. Deseadme.
¿No me reconoces?
Pues te recuerdo que me adeudas la vida misma desde tu nascencia embrionaria. ¿Te cercioras, acongojado, de que huyes de la realidad como de un cautiverio? ¿Y qué esperabas, impúber? Esa vida que te he otorgado equivale a hacerse fugitivo, un prófugo de la conciencia. Por eso no sabes todavía, zote, dónde estás ni quién eres. 
Ves a tu ternura vomitando, cárcel de náuseas, y no le ayudas a que la arcada le sea un poco más benigna y soportable. Eres capaz de escribir poesía inspirada en la muerte, en el accidente, en la transición, y no darte cuenta, estúpido arrogante, hijo huérfano de mi carne, de que la metáfora me pertenece. Soy yo, desengáñate, la única culpable de esos desencuentros que te sajan. Soy yo la que provoca el arrebato para luego adormilarte como a un bebé lactante. Cuentan los mitos que nací de las espumas, en el mar brumoso. Pero no es cierto: fui concebida en el oleaje, bajo el sol sofocante. De mí no esperes más que exacerbaciones, ociosidad, conspiración, fanatismos y violencia.
Procura por fin, en esta hora clarividente en que te escupo mi homilía, no confundir los términos del debate. Procura no reiterar el error que has arrastrado tras de ti, como cadena irrompible, en todas las eras que te he permitido vivir: no me hago presencia disfrazada de los afectos. Caprichosa, voluble, ligera en mi imponencia, me materializo adueñándome de un cuerpo, estructura ociosa de piel codiciada que te voltea y tumba los instintos. El alma la dejo para que de ella haga un despojo el amor, esa otra diosa fastidiosa, abstrusa, nada sofisticada, cuyo mérito consiste en aclarar la perspectiva y mostrarte la fealdad y lo deforme, induciéndote a que te conformes. Una vez más te lo advierto, bobo: si haces caso a la miel de sus cantos te apabullarás. Ella, mi rival, que proclama poderlo todo, no es ninguna sirena, sino suicidio. Así que finta con destreza sus rarezas. No hay otro ardid para la victoria. No hay otro atajo para no aturdirte. Evita la trampa y la demencia: yo soy quien te enternece, porque eres poeta y te alimentas de lo que no sabes ver. Eres poeta, y yo tu musa seduciéndote. Recuerda que sólo a los poetas les está dado conocer la pasión suprema, corroerla, desmenuzarla y hartarse de ella, en una sola noche. ¿Me comprendes? Claro que no. Llámame cínica. Es lo que soy y no te das cuenta.
Pugnas para que me haga corpórea en cada instante que suspiras. Quisieras tentarme, ostentarme, gastarme, porque además soy fruitiva. Querrías que poseyera el don de multiplicar mi apariencia en muchos cuerpos, en tantos como puedas demandar, en uno distinto cada vez, y cada vez acumulando más y más belleza. Obsecuente a tus designios, fiel a tus penurias, convierto la ubicuidad en un instrumento horrendo de martirio. ¿Y crees que es castigo? No, maldito: son tus afanes, tus sudores, la fuerza irreductible por lo bello y lo grandioso que llevas muy dentro, fermentándose, pudriéndote.  
¿Aún no me reconoces, imberbe? ¿Tan claustrofóbico eres?
Todos los artistas me han acosado, han querido cazarme, recluirme en un lienzo. A lo sumo, han imaginado débilmente mi retrato, presentido el poder despiadado que manejo y hecho de mí un ideal de excelencia, de prestancia. Una utopía.
Pero el pintor que en su fantasía me inventó esta vez celó mi faz con unas tijeras afiladas, y ocultó el morbo de mi estética tentadora, y de mi cuerpo hizo una nube geométrica. Por eso suponen que estoy truncada. Qué desliz de críos, porque yo nunca me deterioro, yo siempre me reproduzco, yo me transformo, y nadie puede identificar los límites de la continua metamorfosis, porque no existen.
Mírame bien: en mí se origina la supremacía, la comunión. Quiso ese artista venturoso que mi forma fuera fálica, pero simultáneamente soy Monte de Héspero. Tengo curvas en la cintura, soy contorno, una pose para encenderte, y hemisferios asimétricos tengo, como senos moviéndose en plena arremetida. Y aunque carezco de cara, no la necesito. No tengo sexualidad definida, pero de todos los sexos que imaginarte puedas yo disfruto. La diversión que me regocija y esparce es el erotismo, ese amago de un amar tan efímero.  
Desvelaré mis facciones. Transgrediré excepcionalmente la norma prohibitiva que me obliga a inmostrarme. Lo haré sin reparar en mi ingénita crudeza. Arrodíllate, llora. Extenúate, clama, patalea. Soy la Venus acechante. Soy tu madre, la madre de los ansiosos. Me llaman hermosura. Hermosura prometo, y como en toda promesa se va difiriendo su cumplimiento para obligarte a que me sigas buscando, acuciado por la aspiración de poseer. Te reservo las expectativas a ti, que me descubres estremecido en cada poro, mientras me piensas, en cada amante, en cada ensoñación, paralizándote. Yo decido y ejecuto la incautación de la armonía que a tu alma daría descanso, me la apropio y la devoro. La preciosidad, para tu infortunio, es mi atributo, es tu inclaustración.
Pero me hallo tranquila, reconfortada. Deseo, hambruna voraz de la Venus que encadena: a ti me dirijo. No te aniquilo. Aprieto, te ahogo, llevo la asfixia hasta la iniquidad, pero no te aniquilo. Consternado, insaciable y doliente vagas persiguiendo los rasgos que a tus venas fascinan, y entretanto el universo adquiere un sentido, aunque sea difícil y disímil. El universo se conmueve, y persistes, desgraciado, en el hechizo tirano de convocarme.
Rastreas en vano la figura insuperable, superada cada vez que me encarno en alguien. En ese trance que con la razón te enemista yo resucito a mi lindo Adonis, lo traigo de nuevo a mis dominios, lo aliento y engaño al jabalí asesino que le causó una muerte tan atroz llevándome a esta solitud de siglos. Y así yo perduro, subsisto inmarcesible, alimentándome cual parásita de tus indigencias, porque eres inhábil para sobrevivir sin belleza. No adviertes, en tu estulticia, que la belleza muda de escenario, es infinitud, pues cada humano-ser es su precursor y la crea.  

















Se mueven las bóvedas

-Hablaré ahora del doctor Barnes –anunció Hawthorne, el relator.
-Eso, háblanos del doctor Barnes -le siguió la cuerda Natalia, mi Natalia.
Hablemos, accedió el poeta.
Imaginemos, añadió en silencio.
Robert C. Barnes era, al igual que Rockefeller, Ford o Morgan, el prototipo de hombre hecho a sí mismo: emprendedor, audaz, sin escrúpulos y con olfato de hurón para el mundo de los negocios. En la década de los treinta personificó como pocos la prevalencia del individualismo cerril, imaginativo y despótico que el sistema capitalista, llevado a su radicalidad, había erigido en el sueño de los norteamericanos.
-Su incursión en la biografía de Matisse –apostilló Hugo, el gemelo, con mucho gusto- se debe a que era insultantemente rico.
Barnes ya había sintetizado los compuestos químicos de un antiséptico y patentado la fórmula cuando el crack de mil novecientos veintinueve condujo a la ruina a cientos de financieros y, casi, a una nación joven y pujante. Todos los días que siguieron a aquel lunes negro de octubre se suicidaban inversores, se cerraban fábricas y se despoblaban condados enteros en un éxodo provocado por el hambre. Pero Barnes, se ignora cómo, no sólo salió indemne de la hecatombe económica, sino que consolidó su emporio farmacéutico.
-En alguna bagatela tenía que dispendiar su incalculable fortuna –se jactaba Hawthorne, el comprensivo.
La debacle bursátil le facilitó dar rienda suelta a sus aires de grandeza. Enfermizamente apasionado del arte de los bohemios, de la fastuosidad y de la magnificencia, y sabedor de que todo tiene un precio, envió mandatarios a Europa para que entablaran contacto con marchantes, corredores de comercio, directores de museos y coleccionistas. El descomunal poderío dinerario que había amasado era como un salvoconducto: con él Barnes acalló los prejuicios, las habladurías y los recelos que suscitaba a su paso.           
-El propósito –glosó Hawthorne, el imitador- no era otro que hacerse, a golpe de talonario, con una pinacoteca privada que rivalizara con El Louvre.
Gertrude Stein y su hermano Leo se cuentan entre los vendedores forzosos que contribuyeron a forjar la leyenda de hombre rudo, apuesto e implacable que aquel apoticario inventor y sobrado de divisas iba dejando tras de sí donde quiera que pisara. La prensa sensacionalista, a una y otra orilla del Atlántico, era un clamor unánime. En apenas unos meses Barnes compró, por medio de sus testaferros, noventa y cinco picassos, cien matisses, ciento veinte cezzánes y nada menos que doscientos rénoirs. Desembolsó un caudal sin un pestañeo o traquetear de dientes. La alegría de vivir fue uno de los cuadros que cayó en sus manos.
-Tanto lienzo había que guardarlo en alguna parte –anotó Hawthorne, el susodicho.
En Merion, a las afueras de Filadelfia, Barnes se hizo construir un palacio con una biblioteca renacentista destinada a las obras de arte que había arramblado por Europa. Detractor de los impuestos en virtud de principios morales, impulsó después la constitución de una fundación que llevara su nombre, a la que cedió la titularidad de sus tesoros artísticos. Una retahíla de estipulaciones redactadas en el lenguaje críptico y tramposo de los mejores juristas neoyorquinos, contratados expresamente, tutelaba esta empresa filantrópica con la debida eficacia: las visitas públicas se restringieron hasta la práctica inexistencia y quedó prohibida, sin excepciones, la reproducción de los cuadros en cinematógrafo, fotografías o en cualquier otro medio que pudiera inventarse en el futuro. No contento, sintiéndose faraón de alguna remota dinastía egipcia, Barnes se empeñó, a la hora de morir, en perpetuar su celo por las valiosísimas posesiones que custodiaba en Merion, y en su testamento estableció un puñado de cláusulas aún más oscurantistas que habrían de derivar en un litigio interminable entablado por asociaciones independientes y universidades contra sus herederos, pues había dejado dicho que las puertas de Merion, como las de las pirámides y los mausoleos, jamás se abrieran al público.
   -Iré concretando –abrevió Hawthorne, el carismático-. Por la época en que el doctor Barnes arrasaba en Europa comprando cuadros, cuadros y más cuadros, Matisse andaba de viaje por el mundo.
Ya célebre y reconocido (en 1927 le fue otorgado el premio Carniege International, que poco después obtendría Picasso siendo Matisse miembro del jurado), el fauve decide rememorar aquel periplo de años atrás que le descubrió los misterios de Tánger. Émulo de Gauguin, esta vez su destino será Oceanía. 
Matisse arriba a Tahití a comienzos del estío de 1930. Allí no hay nada misterioso. Allí hay exuberancia, delectación, derroches cromáticos. Pero, aun embriagado por los Mares del Sur, no se apodera de él la inspiración que, suponía, abundaba en aquellas antípodas. Y de golpe le inundan  añoranzas: <Soy un viejo chocho>, le escribe a su hijo Pierre, que se había instalado en Nueva York. <Voy errabundo, persigo la improvisación, desembarco en este paraíso precioso, y a mi regreso buscaré la petaca de tabaco que extravié antes de partir.>
-Matisse no estaba libre de pecado –explicó Hawthorne, el badulaque- ni de las tribulaciones, a veces desquiciantes, que tarde o temprano atormentan a todos los genios. La relación directa con la fuente que los espolea puede también cegarlos, acosarlos, imposibilitarles la inventiva. Se halla en Tahití, pero una y otra vez se le atraviesan los recuerdos de su amada Provenza.    
A Pierre le llega otra carta a las pocas semanas. Ahora el tono no es de queja, ni trasluce triste ironía. Ahora, el artista expone una reflexión que es fruto de sus manos ociosas y del alma implorante que le ruega a gritos pintar, pintar, sin poder hacerlo. Matisse se ha atrevido a adentrarse en los fundamentos; Matisse ha necesitado cavilar sobre el significado genuino del arte, y le confiesa a su hijo: <Cuánta extrañeza. Ignoro qué me pide el pincel, aunque sé, como nunca hasta hoy lo había sabido, que el artista posee una luz interior que transforma cuanto contempla para hacer de ello un modelo nuevo, sensible, organizado; un mundo vivo en un espacio que se cosifica sin remedio. Un lienzo no es más que un reflejo. Como en la caverna platónica, cuánta belleza inaccesible puede haber en él. Pero si el arte se nos resiste es mejor dejar de crear que seguir sufriendo.>  
El hijo comprueba lo que ya sospechaba: el padre se siente a disgusto. Así que decide responder a esta última carta. Le dice que su estancia en Tahití puede no estar resultando tan fructífera como había previsto, y lo invita a tomarse un pequeño descanso. <Deberías conocer países nuevos sin preocuparte por lo que pintar de ellos>, le comenta Pierre en la misiva. En el párrafo siguiente hay una sugerencia: en vez de regresar a Francia podría prolongar algún tiempo el peregrinaje y visitar Estados Unidos. <Es la tierra de las oportunidades, de los rascacielos y de la tecnología>, se ensalza Pierre en elogios para animarlo. <En Norteamérica todo es grande y moderno, nada que ver con la vetusta Europa de los castillos, los ducados, las guerras de religión y las epidemias.>
-A Henri le agradó la propuesta y cruzó el Pacífico –continuó Hawthorne, el polizonte-. Y he aquí que a su llegada al puerto de San Francisco le estaba esperando el doctor Barnes.
Quería enseñarle los cuadros que había traído tras su razia por el continente europeo, y, también, su excelso palacio de Merion, que acababa de inaugurar y que tenía un problema. El frontispicio que coronaba los ventanales de la gran sala renacentista, debido a su emplazamiento y dimensiones, carecía de funcionalidad: era demasiado alto para colgar allí los cuadros y demasiado extenso para no adornarlo.
-Y Barnes, por supuesto –recalcó Hawthorne, el barbián–, quería adornarlo a toda costa.
Matisse no pudo negarse a la suculenta oferta que le hizo el millonario: lo que le pidiera, que él añadiría el doble, con tal de que aquel <frontón inútil>, como lo llamó Barnes rabioso, fuera la envidia de coleccionistas, cazadores de lienzos y fanáticos del arte. <Cuando usted termine con esta pared horrible>, le dijo al artista aquel pintoresco magnate, <será casi tan rico como el hombre más rico que jamás haya de nacer en este país de mentecatos, y yo tendré una catedral para mí solo.> 
-Era la primera vez que el fauve se enfrentaba a una decoración mural, y no sería la última –vaticinaba Hawthorne, el agorero.
 Cuando Matisse visitó el palacio de Merion se aturdió de entusiasmo. Incluso Pierre lanzó un silbido de admiración. Lo que obsesionaba al doctor Barnes consistía en rellenar un espacio arquitectónico dividido en tres cuerpos de bóvedas encamonadas, sin apenas luz, que quedaba desocupado justo encima de los ventanales. Todo un desafío para una mente curiosa que deseaba, como nunca, pintar inquietudes, movimientos.
  Matisse no ceja en sus reflexiones a la par que acepta la proposición de Barnes. ¿Cómo lograr que dos de las bellas artes se integren? Con la poesía puede hacerse música. La música pule y esculpe las disonancias. La curvatura de un talle puede inspirar un verso. ¿Pero cómo convertir arquitectura vacante en pintura? <De ninguna manera, salvo petrificando la vida y vivificando los pilares>, le contestó a Pierre cuando su hijo le preguntó qué estaba pensando para satisfacer las exigencias del caprichoso doctor Barnes. <Tengo que conseguir que mi pincel hable, igual que la pluma de Baudelaire, de pilares vivientes.>.
-Mi buen Henri detestaba el estilo del Renacimiento –enfatizó Hawthorne, el payador-. A su juicio, la excesiva anatomía mermaba el cuerpo humano y echaba a perder el plano bidimensional sobre el que pintar. Y no obstante, tras visitar Merion, su pensamiento no era otra cosa que evocación de las representaciones de la Capilla Sixtina.
Cemento.
Arena solidificada.
Plementería.
Piedra inerte.
Matisse recapacitaba sobre la dureza del excepcional soporte en el que Barnes le proponía que plasmara una obra maestra. Y, pese a su aversión por Miguel Ángel, concibe pintar una especie de fresco que se implique con la arquitectura perfeccionando su naturaleza y que haga de las bóvedas tres hipogeos elevados donde, en vez de momias, se muevan ninfas pletóricas de vida.
La idea, pues, estaba ya fijada, pero aún faltaba el motivo, el objeto a  crear. Como la arquitectura debía conquistar un nuevo sentido, antes inimaginado, Matisse opta por hacerla saltar, juguetear. El fauve rescata así de su memoria el tema del baile, que ya había aparecido en La alegría de vivir –cuyo dueño era ahora, precisamente, el doctor Barnes-, y en Danza, óleo fechado en 1910, propiedad del marchante moscovita Sergei Chetchukine y cedido por un tiempo al Ermitage de San Petesburgo.
-Hacia finales de abril de 1931 el esbozo está muy avanzado –anotó Hawthorne, el ortodoxo-. Pero esta primera tentativa fracasa.
 Matisse redunda en aquello que, justamente, pretendía evitar y comete dos errores: ha atiborrado el plano raso de una gradación de grises y tonos fríos incompatibles con su propensión innata al color, pero sobre todo ha caído en la trampa anatomista: las siluetas, danzantes, desnudas, sombreadas, presentan elementos corporales –amagos de músculos, tendones y nervios- que restan uniformidad a la composición. Estas dos desviaciones provocan el efecto de achatar los arcos que conforman las bóvedas.
Desalentado, Matisse está a punto de abandonar el proyecto. Sin explicarse la razón, ha caído atrapado en las fauces de una crisis de creatividad. De plasticidad. De convencimiento. Su hijo Pierre le exhorta a que no desespere: <No te compadezcas, padre. La inspiración, como la desgana, el amor o la muerte llegará en cualquier instante.> Pero Matisse le opone: <Hijo, la frustración es el mayor y peor poder que puede ejercerse sobre un hombre.>
Decide regresar a Francia. Solicita al doctor Barnes que le sean remitidas por correo las medidas del <frontón inútil> y de las bóvedas. Le ruega un poco más de tiempo y que le permita llevarse consigo aquella Danza inacabada, como la sinfonía de Schubert, para tenerla en su atelier. Matisse la mirará y la mirará durante meses antes de acometer un nuevo intento. Más tarde, esta obra inconclusa sería donada al Museo de Arte Moderno de la Villa de París.
Pero no todo había sido decepción en este acercamiento preliminar. Matisse entrevé que la idea que bulle en su cabeza es la correcta. Lo que ha fallado es su ejecución. La musa está ahí, palpitando, veloz, en alguna parte. Es él quien le ha impedido mostrarse, irrumpir en la intemperie con toda su impaciencia.    
-El segundo intento, que recibió el nombre de Danza de París –informó Hawthorne, el belitre-, corrió sin embargo la misma suerte esquiva.
Durante casi un año de esfuerzos y rechazos Matisse altera íntegramente la manufactura, el concepto y la exégesis de lo que requería aquel mural. Por primera vez se le vio abocetar utilizando un cayado al que adhería, en la punta, óleos y pinceles. Cuando concluyó estaba razonablemente satisfecho, porque, en comparación con Danza inacabada, las tonalidades grises habían sido desterradas y en su lugar unas líneas transversales, como de trípticos oblicuos, fragmentaban el fondo de las bóvedas. En los espacios interiores, recubiertos con negros que se abalanzaban, azulinos quietos y encarnados como de piel excitándose, las figuras apenas conservan rasgos anatómicos. Del primer bosquejo únicamente salva la idea de que las criaturas saltarinas no se vean completas, para dar sensación de profundidad: un torso se quiebra y la herida se disimula tras un pilar que se detiene antes de caer sobre el dintel; un muslo surge, levitante, sin el cuerpo, de las impostas. Pero las posturas son asombrosas, vitales. Seis contorsionistas bailan, como alocados, una danza imposible.
-Esta vez el genio no había errado –alegó Hawthorne, el braco-. Todo se debió a un malentendido. El subalterno de la fundación que tomó las medidas se equivocó. Las bóvedas eran más altas. Barnes montó en cólera y acogió el error como una falta de lealtad. Y aquel empleado pagó caro su desliz. Fue despedido tras una bronca humillante.
Pero el salvaje ya no se dio por vencido. Comprendió que cada yerro había sido una llamada suplicante de la pintura para que el artista se esforzara aún más, y más aún, hasta alcanzar el culmen de inspiración que hiciera corpóreo el escenario irreal donde la musa se disponía a bailar con el artífice que pugnaba por infundirle presencia, y a esclavizarlo con sus caricias.  
Entonces, modificó la técnica. Desechó el óleo a favor del papel encolado. Con este método la composición adquirió una textura lisa, parecida a la del fresco. Dispuesto a sacar partido de la fatalidad se sirve de la ampliación de las bóvedas para que las figuras, aligeradas, tiendan a elevarse e incrementen su número. Son ahora menos voluminosas, pero más sensuales. Las disecciones negras, encarnadas y azulinas se avivan. En las ojivas de aquellas tres bóvedas algo recuerda al juego preferido de los dioses.
-Ahora sí, al fin –suspiró Hawthorne, el lúbrico.
En la versión definitiva de Danza de Merion las ninfas bailan y se divierten, pero son tentadoras, sugestivas, y juegan al erotismo con el bello Dionisos, que no está, que no se ve. Se halla reposando porque ha de recuperar fuerzas después de tanto desenfreno. En aquellas tres bóvedas algo recuerda a las licencias que el amor, cuando se relajan los afectos, concede a la lujuria. Pintura, arquitectura y movimiento se empujan, se estimulan. Se buscan. La musa había seducido a Matisse para que, sólo insinuados, pintara los ritmos, las pasiones y los ardores de una orgía apoteótica.    











Letra procelosa

Amar es la palabra que contiene todos los verbos. Pero los espejos quintuplican lo real, y con ello los detrimentos, las imperfecciones y los daños. Aunque carecen de vida propia: tienen la vida que los habitantes de las casas les proporcionamos.
¿Y qué es la realidad? Real es el hombre que no he sido, el que nunca seré. Real es querer vivir otra vida, aquella que no te pertenece, y darte cuenta de la frustración. Real es adaptarte y, en la adaptación, sufrir una alteración crítica, un proceso vital de oruga. Real es saber quién eres, averiguar la identidad que hay detrás de tu nombre y vivir como tal, sin miedo a lo que devuelve el espejo.
Porque sé lo que es un hombre, pero no sé quién soy yo, sino aedo y lírica, tela de araña siempre, hilos deshechos de cuerda resistente, venganza, la maleza apelmazada tras las lluvias del anochecer, el verdor de la muralla, lo espumoso del agua, el ángel caído y el exterminador, mi sombra, mi huida, mi conciencia, mi andar de pie, mi vivir agachado, mi duda, mis ansias. Soy, en suma, el puñal que me aprieta, el que no sabe matar, sino morir, morir con la sangre de los demás. Soy el que se asciende con los acordes para vaciarse. 
El señor Hawthorne comprendió muy rápidamente estas máximas. Tal vez Natalia pecó de imprudente y le contó mis temores. H.H. era muy perspicaz: se ensañó conmigo empleando a fondo la maña de los cirujanos, la alevosía del protervo. Roma estilizó la tortura. Hawthorne, el pavoroso, la hizo sublime. La convirtió en arte. Me condenó a mirar permanentemente al espejo ovoide. Me condenó a toparme con la realidad, mis ojos privados de párpados. Mas yo huyo, huyo. Y veo aquello que el espejo esconde a mi reverso. Yo el danzante, yo en el paraíso. Yo en la inconciencia.
Natalia, mucho antes de su imprudencia y del suplicio en que ahora me hallo, había sido mi ductriz. Me enseñó a amar las palabras, la pujanza del lenguaje. <Así como el ebanista ha de venerar los macizos tablones de madera, que tallará, y tratar a su garlopa y a sus tachuelas como reliquias -me decía con insistencia de educadora-, debes sentir pasión por las palabras, pues serán tus herramientas, fieles acompañantes que nunca te traicionarán.>
Algo vio en mí, algo que nadie más había intuido, susceptible de crecer tras recibir aliento. Ella me obsequió con ese hálito de corriente airosa y vivificadora, y se dedicó a la tarea poniendo en su consecución un desmedido interés, un control meticuloso, pues le gustaba supervisar con sus propios medios que mis progresos, aunque lentos, eran manifiestos e imparables.    
Un alumno dócil, un aprendiz ayuno de conocimientos literarios: eso era el poeta en sus manos. Pero los autores que Natalia me recomendaba propiciaron que percibiera con toda su grandeza las fabulaciones de las que un hombre es capaz si posee una técnica depurada, le dedica tiempo a su imaginación y ha vivido lo suficiente. Palabras, palabras, palabras. Eso me donó Natalia. Significantes y significados, sinónimos y antónimos, evocaciones, claros y oscuros de las grafías, sombras y tornasoles. Sonoridad escrita.
A consecuencia de sus enseñanzas me acostumbré a leer, únicamente, aquellos escritores que me ataran a un diccionario. Me soldé a esta herramienta como el siervo de la gleba, en el Medievo, quedaba emparejado de por vida a su amo feudal.
Los creadores de discursos suelen emplear palabras raras. Recuerdo que, cuando ignoraba el significado semántico, las anotaba en las tapas del libro que me había regalado la virtud de toparme con un nuevo término del que debía conocer, con premura, todas las acepciones posibles. A lápiz lo hacía, no en tinta: sacrifiqué la permanencia para no ensuciar la encuadernación con mis tachaduras. Pero nunca las borraba.
Me adentré en los libros como un crío en un bosque embrujado que despierta en mitad de la noche impenetrable y vaga perdido sin saber adónde ir. Yo venía de una escasez; yo era un extraño en tierra de nadie, pero en aquel país literario resolví asentarme, deslizar mi ancla. Yo no era nada. Desde entonces lo fui todo. Porque siempre había un secreto, un acertijo que desanudar, una historia que desbrozar. Siempre había otra narración que reemplazaba a la finiquitada.
Las palabras son prestidigitaciones verbales. Todo cobra sentido con ellas. Todo existe, desde el torpe Rocinante a la asesina Moby Dick, desde la perturbadora nynphette Lolita a la desgraciada Madame Bovary. Cómo no sentirse pequeño, sobrepasado, aturdido, ante palabras por sí solas tan expresivas y asombrosas como acíbar, cuarzo, nomon, alhavara, ágata. ¿Acaso existe el modo de impedir su pronunciación paladeando ebrio sus tonemas? ¿Cómo no intentar combinarlas sobre un papel en inspirada ilación, para atribuirles una existencia singular en unión de otras igualmente enaltecidas, el susurro penetrando?... Amargo acíbar, cuarzo brillante, harinosa alhavara que se deshace, nomon astral que las horas calientas. Ágata violenta.  
Averigüé que cuanto nos asedia o congratula procede, en su más estricta esencia raigal, de las palabras. Averigüé que sin palabras la nada nos merodea.
El amor es una palabra. El odio, para qué negarlo, también lo es. Mi nombre es una palabra; el de Natalia –el de cualquiera, todas las nomenclaturas en verdad- le prestaba una identidad a su cuerpo de abeja reina, porque un nombre matiza a su dueño, lo especifica, y del azar hace un carácter.
¿Y morir? Morir es exhalar palabras. Vivir es encontrarlas. Las metáforas son sed que se sacia con palabras. No hay voz comprensible sin palabras que la modulen. Gritar es trucidar palabras. No hay materia sensorial que a ellas no les deba sus cualidades. La música es sucesión de palabras que desaparecen para transformarse en melodía. Una idea es una palabra en potencia. No hay objetos, ni sentimientos, sin palabras que los designen y distingan. El humano que retrocede siglos de evolución, y vuelve a enredarse en la malla de su basto estado primitivo, es aquel que no sabe utilizarlas aun para interpelar silencio –que es enmudecimiento de palabras-, y por eso, en su regresión, se embrutece. Incluso gruñir o un gemido presuponen una palabra que pudo ser perfecta. El lactante que balbucea vagidos, y llora desconsolado de sueño o hambriento alertando a la madre, proyecta en su sufrimiento callado de palabras una futura palabra de dolor. Una queja, una alegría, una sonrisa son, antes que gestos, palabras. Al reo ajusticiado le reconocen el derecho, sólo en su beneficio promulgado, a decir la última palabra: ni siquiera entonces, aun cuando el homicida patíbulo le aguarde, será inútil el mascullar de sus labios pidiendo clemencia a los justicieros oídos que no le oyen. Porque clemencia es una palabra, como lo es la sentencia saturada de incomprensibles palabras que dictamina la condena. Dios –proclaman las sagradas escrituras- fue verbo antes que Dios. Si así ocurrió realmente, ¿pudo haber mejor génesis?
Yo era poeta de nacimiento, pero nunca escribía mis versos. Natalia me obligó. Mi Natalia. Fue mucho más que mi piéride. Fue el eslabón perdido que agrupó los bríos desordenados que, sin barruntarlo siquiera, me quemaban por dentro, como un volcán que erupciona silenciosamente, la lava petrificándose en jameo, y, por una fisura diminuta, derrama su explosión.
Cuando tomé conciencia de la catarsis purificadora que, gracias a ella, había transmutado mi desaforada trayectoria –antes pueril, adocenada-, supe que nuestros sinos eran ya uno solo: una sola singladura de dos, una pacífica simbiosis en la que ella diseñaba el tortuoso trazado del mapa que yo, como a bordo de una frágil embarcación sin velamen, debía explorar aun cuando me desorientara.
Fue por entonces cuando a Natalia, de modo espontáneo, la comencé a llamar, exclusivamente para mi fuero interno, Calíope. Nadie, salvo ella, diocesilla feérica, merecía este tácito homenaje que la parangonaba con la musa superior, aquella que en los grabados está serenamente sentada sosteniendo entre las manos una tablilla y un estilo, vestida con amplios ropajes que caen plisados sobre la esbeltez de sus pies descalzos, como diciendo: <Tomad, lerdos escribientes: aquí os ofrezco el atributo subyugante de la inspiración. Haced con ella poemas épicos y heroicos, manejad la lírica si podéis y rendidme eterno vasallaje pues sin mí nada sois, salvo hojarasca.> Sí, Calíope era Natalia reencarnada, y Natalia la musa superior transfigurada.
Pero ella nunca preavisó lo que sucedería. Conforme avanzaba en las lecturas una molesta desazón me fue carcomiendo, insignificante al principio, imperiosa después, pájaro hacendoso que se posa en los quicios de las dovelas y poco a poco anida amontonando trocitos de ramas enrevesadas, difíciles de desmontar, inherentes ya a la arquitectura.
Ya no me contentaba con almacenar las palabras obtenidas de los libros que otros escribían. Había surgido una inquietud, una suerte de fastidio que se fue prolongando hasta sumirme en un naufragio que iba más allá de todo efecto sensible. Varias veces le pregunté a Natalia por la causa que podía explicar aquella tristeza. Nunca me respondió sino con inquebrantables evasivas. Procuré alivio conjeturando que con su actitud había establecido una ordalía definitiva que consumaba, si lograba superarla, mi ritual de iniciación. Pero la certidumbre de esta prueba conclusiva acrecentó mi desasosiego, pues estaba convencido de que sin su ayuda fracasaría estrepitosamente. De la alarma pasé al pánico. Del pánico, a la neurosis. Mientras, en Natalia –en Calíope-, todo era reincidir en su hosco hieratismo.
Una tarde, luego de haber permanecido juntos largo rato contemplando la raya cónica del firmamento, se retiró a nuestros aposentos inmersa en sepulcral mutismo. Sin atreverme a seguirla –había hecho mío un estado de vulgar inferioridad que a su lado menguaba toda resolución de ánimo- continué con el mirar entelado en la visión del ocaso. La luz fue extinguiéndose en el horizonte cenagoso. El disco de la luna estaba calcado sobre el cielo ófrico. Mis reflexiones eran vacuas especulaciones; mis sentimientos, espantosos fantasmas. Era como si, a pesar de mi costoso aprendizaje, me sintiera yermo por dentro. Era agonía.
Consternado, me incorporé. Entré en la casa. Ni un solo ruido me dio la bienvenida. Mil veces hubiera preferido que, cuanto menos, ella demostrara resentimiento, rabia, furia, aunque yo no supiera qué ofensa le había proferido. Aquella sensación de indiferencia premeditada que atrapaba a mi corazón, aquel desprecio huraño que el suyo enarbolaba, se hicieron insoportables. Casi oprimiendo el llanto, acobardado, oculté mi presencia en la habitación que utilizábamos como biblioteca, ruinas adonde acudí a expiar una culpa de la que ignoraba su causa y el medio de expiarla.
 En los anaqueles se ordenaba nuestra colección de libros.  No osé tocarlos. Mi alma claudicaba. Tuve el fatal convencimiento de que un veto se interponía ante ellos. Yo no los merecía, tanto me habían dado y yo no los merecía. Y cuando estaba presto a sucumbir, a aceptar mi derrota y a dejar que las lágrimas me rompieran el rostro, vi las resmas de papel que había sobre el secreter, pliegos de hojas albinas, cuadradas todas, de una blancura cegadora, con un bolígrafo encima descapuchado por la punta.
Tras una boba vacilación comprendí el significado de aquel presente sin mácula que Natalia había dispuesto: todas las lecciones anteriores habían sido meros preparatorios propedéuticos a fin de que me arrebatara un nuevo albor. Allí, bajo la apariencia de celulosa foliada, había futuros manuscritos a los que conceder vida o muerte ficticias. Escribiendo.
A partir de aquel acontecimiento, que estimuló mis ansias, me entregué en cuerpo y alma al noble ejercicio de la escritura. Recuperé antiguos frenesíes. Me impulsaban otros absolutamente insólitos. Escribía y escribía poemas sin achantarlos con trabazones métricas; escribía y escribía relatos de variada factura; escribía y escribía ensayos rigurosos.        
Nada me detenía. Mi imaginación se tensaba, fluía, se desbordó como torrentes en descomunales crecidas. Tanto, que tenía que embridarla para que no me ahogara y destrozara la obra apenas iniciado el primer guión. Sólo un género, ante el cual retrocedí con mal disimulada aprensión, se rebeló ingobernable: el novelístico.
Porque escribir no es fácil actividad del intelecto. A menos que nuestra voluntad sea enmarañar, deben escogerse con industria cuidadosa aquellas palabras que mejor se adecuen al mensaje que pretendemos transmitir. Podemos ser concisos, formales, desenfadados, lacónicos, o bien profusos, pedantes, directos o sugestivos; podemos insinuar al lector que curiosee entre líneas, que ponga de su parte y medite acerca de lo que ha leído. Podemos atolondrarle con una incontinencia léxica derrochadora de barroquismo, recargada, incluso petulante. O invitarle, en cambio, a una suave sucesión de vocablos menos altaneros, más humildes, menos pretenciosos. La elocuencia, como muchos individuos, es proteica, presenta mil caras; he ahí su riqueza inagotable y también (ay) la esclavitud que provoca. Pero en cualquier supuesto, incluso en el de una simple misiva, estamos impelidos a realizar una minuciosa criba de palabras que, la mayoría de las ocasiones, resulta extenuante.
Escribir, entonces, equivale a soportar un calvario. No sólo es cuestión (lo advertí tan pronto superé mi etapa inicial de adoctrinamiento) de poseer un rico vocabulario. Quien así lo crea comete un craso error. No. Lo que ocurre es que las palabras se resisten a ser escritas por la misma razón que desean ser llevadas al papel. En cierto modo les sucede como al goloso: la gula que le enloquece hace que se atore deglutiendo.
Cuando el escribiente se enfrenta a su solitaria disciplina, las palabras, todas ellas, aun las ignoradas, acuden en tropel sedicioso tendiéndole una traidora celada de la que, a menos que ande ducho, no saldrá vivo. El lenguaje se torna mar embravecido, inclemente borrasca. No es que se haga inextricable hasta parecer el extraño idioma de un extraterrestre, ni que pierda sus propiedades comunicativas. Sencillamente, los borbotones de las acuciosas palabras abonan campos de dudas, muchas irresolubles, hasta parecer que son territorios baldíos. Y el escribiente debe darle respuesta a esas dubitaciones empedernidas. Si no lo hace, las consecuencias pueden ser desastrosas.
Pero la confusión radica en el propio escritor, no en el lenguaje. Éste siempre está ahí. Es un escaparate multicolor del que podemos tomar gratuitamente cuanto nos interese. Los hados no asumen protagonismo alguno, sólo de quien escribe dependerá la eficacia y el desenlace. Por ejemplo, si un demiurgo juguetón nos agraciara con la oportunidad de reelaborar El Quijote inculcándonos los mismos giros lingüísticos que caracterizaban al castellano en el preludio del siglo XVII, jamás repetiríamos ni un solo capítulo, ni una sola frase, de esa obra magna, y ello aun cuando lográramos aventurar algún remedo remotamente parecido a las peripecias del caballero andante, loco de atar.
La razón de esta deficiencia no es el insalvable trecho histórico y cultural que nos separa de Cervantes. La razón estriba en la idiosincrasia plurifuncional de las palabras, en su endiablaba versatilidad. De la misma manera que una roca, para transformase en una escultura concreta (El Beso de Rodin, verbigracia) y no en otra distinta, requiere de dedos artísticos que manejen primorosamente el cincel -y no por ello la roca deja de ser un mineral manipulado-, los centenares de miles de palabras precisan de un tamiz que las depure, escogiendo unas y desechando otras del colosal elenco en que están predispuestas. Ellas sospechan que sufrirán esa purga y compiten entre sí de modo subversivo por ser las favoritas: anhelan todas a la vez ser las elegidas, importándoles un bledo si en la batalla encarnizada que han entablado a expensas del atribulado escritor acaban por socavar la idea a que iban dirigidas. De ahí que el amanuense, si quiere apaciguarlas, debe imponerse una premisa elemental: tener la paciencia suficiente de hallar aquella combinación que mejor exprese el sentir de la obra planeada, tarea que a veces dura años, incluso la vida entera. Entonces, buscar la palabra adecuada es igual que buscar un destino posible.
Por todo ello me cansé. Debo confesarlo. Me cansé de unos trabajos que eran tan hercúleos, proverbialmente agotadores, interminables. He ahí  por qué dejé escribir postergando el proyecto ideal que Natalia, mi mentora egocéntrica y exigente, ansiaba ver cumplido cuanto antes: la escritura de una novela que me reportara fama y pecunio. O mejor, he ahí la razón por la que intenté otro modo de escribir. Pues, ¿qué es el novelar? El recurrente diccionario me brindaba la acepción, pero entre la novela y yo no había química. Éramos como dos imanes que se repelían a la más leve aproximación de sus cuerpos. Éramos como agua y aceite, como brisa y ciclón, es decir, copartícipes de un mismo origen, vínculo o naturaleza, y sin embargo diferentes, antagónicos. Incompatibles.
Cuando traté de justificarle estas consideraciones, Natalia desdeñó mi sola presencia como si fuera un apestado. No me permitió seguir hablando. Dogmática e inexorable, emitió un juicio crítico que rayaba en lo sumarísimo: me endosó que me negaba al esfuerzo de escribir una novela mediante la que, de una vez y para siempre, diera el salto al éxito total que ella esperaba con tanta ambición. <Tarúpido>, fue el rebuscado insulto que retumbó en  mis tímpanos cuando se dignó a mirarme a los ojos.
Entonces no lo percibí, tan deleitado me encontraba en el ascetismo que de repente prorrumpió desde mi alma de literato en ciernes; pero ocurrió que entre nosotros se había abierto un abismo inaccesible. Poco tiempo después, nuestra plácida vida en común quedó asolada. Abruptamente Natalia –como el transformista Proteo- mudó su apariencia, alteró su substancia hasta abandonar el alma de Calíope y convertirse en Melpómene, la musa de la tragedia, aquella que en los dibujos antiguos tiene cabellos enmadejados, el rostro adusto y una túnica escarlata ceñida al pecho, que, cual manto de sangre, atavía un cuerpo rígido, el pie sobre un montículo rocoso. En lugar de tablilla porta una máscara entristecida, símbolo de la dramaturgia, y, en sustitución del estilo, sostiene una daga afilada, símbolo de la pesadumbre que acongoja a los espectadores cuando, en el proscenio, asisten a una malaventura.     
Ninguno de sus reproches yo los merecía. Ninguno. Natalia (Calíope/Melpómene) fue tremendamente injusta. Era incapaz de comprender que había arraigado en mí un axioma moral –una filosofía, incluso- cuyos fundamentos no cancelaban un venidero acercamiento triunfal al arduo género novelesco, sino que lo trascendían.
El axioma era éste: novelar no significa necesariamente llevar a cabo el acto físico de escribir, de redactar. Bien mirado, me decía yo, el autor debe prescindir de él si su propósito es la ejecución de una obra novelada que aspire a contar lo único que puede contarse: la vida.
El punto de partida era de una sencillez infantil, casi pasmosa: la actividad consistente en seleccionar palabras siempre resulta un trabajo parcial y, por eso mismo, inservible. No me refiero al inconformismo de cada literato o a sus pretensiones personales, algunas irrisorias cuando no irritantes. Aludo, más bien, a que la creación literaria que aspira a una insuperable sublimidad es la que nunca fue escrita. Lo que no quiere decir que no exista, pues existe, solo que en el pensamiento del autor (¿o debo decir  narrador?).
Me explicaré.
Toda novela surge tras una denodada lucha mediante la que se corrigen y acotan palabras, y con ellas frases, enunciados, y a través de ellos estilos, formas, estructuras, un manejo del tiempo y del espacio. Pero nada que esté acotado, delimitado, puede atreverse a contar la vida. Tal era la paradoja que me preocupaba: sin palabras no hay libro, y con ellas éste es finito; y nada finito es idóneo para contar la vida.
Por ende, me dije, omitamos el libro como instrumento de la narración novelada, huyamos de sus estrechos márgenes. Expandamos la novela, esto es, privémosla de su cauce tradicional de desenvolvimiento. Borremos los límites que la angostan.
Natalia me objetó que con este anómalo planteo únicamente podría realizar una novela abstracta, solipsista, enclaustrada en la mera psicología paterna y privativa de su hacedor, o, peor aún, abortada, nonata, que para colmo traicionaría su finalidad básica: la difusión a terceros. Traté de argumentarle que estaba equivocada.  Una novela que permanece inédita en la inteligencia de su autor (¿o narrador?) no es abstracta o virtual. Eso depende de la temática, de los personajes, del tiempo en que se desenvuelven, de las situaciones que van a vivir, pero no del procedimiento por el que ha sido concebida. El aire es invisible, es intocable, no lo vemos, pero nos golpea o arrulla según su vigor. Entonces, ¿alguien se atrevería a afirmar que no existe?
Por otra parte, la novela que teoricé podía sin duda alguna ser difundida; leída, lo que se dice leída en la noción común del término, seguramente no. Mas sí difundida: bastaría con que dejáramos hablar a su autor (¿narrador?). Bastaría que éste conservara intacta su memoria. Su musa ya no sería ni Calíope, ni Melpómene ni ninguna de sus hermanas. Su musa sería la madre de todas las musas, la suprema, Mnemosina, la deidad de la remembranza, aquella que en los grabados clásicos aparece en actitud mayestática, impasible, paralizada, imbuida de éxtasis, los brazos bajo las plegaduras de su capa sin dejarlos ver, pose alegórica que ejemplifica el misterio insondable, vitalicio, de la potencia del alma que favorece que nada se disuelva y todo se retenga en la inconciencia.
 Y, vualá, tras la visita al Museo Metropolitano de Arte Contemporáneo se produjo el milagro de la persuasión: en verdad, ahora nadie puede afirmar que me lee; todo lo más podría decirse que se escuchan los pensamientos novelados que perviven dentro del claustro profundísimo de mis recuerdos. No era de esperar otra cosa. En las estancias anejas a este lugar extraño donde acontece mi encierro, todo él orbedad, hay guardianes con ultramodernos morriones que reprimen mis movimientos. Han venido ardorosos acatando órdenes categóricas de su señor, me han insultado, escupido y expoliado. No tengo plumas estilográficas, tizas, bolígrafos ni trastos semejantes. No puedo escribir; es imposible amarrado de pies y manos como me hallo, mi cuerpo adquiriendo cada instante que transcurre una apariencia semejante a la de un Hombre de Vitrubio danzante.
Pero todo lo veo en el reflejo sesgado que me devuelve el espejo ovoide que el señor ha ubicado frente a mí, mis ojos enteramente abiertos, heridas sin cicatrizar donde tendría que haber párpados, yo un eterno insomne que en el desvelo doliente es capaz de ovillar palabras, y seguir viviendo aunque ya no quede vida que vivir. Todo lo veo, incluso aquello luminoso –coloraciones analgésicas y aires salubres, aljibes, mujeres desnudas, hombrecillos danzando, yo entre ellos, yo el danzante más jovial y desenfadado- que la penumbra, la penumbra maldita, esconde a mi reverso. 






















La impávida mujer de madera y ceras

Y dijo Hawthorne, el verdugo:
-Natalia, nuestro viaje por las artes aún no ha concluido. 
Había dado órdenes tajantes a sus lacayos para que, al fin, se abrieran las puertas clausuradas del Museo. Instantes después una recua de fisonomías, equilibrada y perfecta, sin ningún desborde, se fue poniendo en movimiento por las inmediaciones del recinto, bajo el aguacero invernal. Esgrimiendo el ticket de entrada como si se tratase de un erario, la muchedumbre se disponía a asaltar la exposición, que acabó aglomerándose de testuces suavemente parlanchinas. 
Asustaban los rostros demudados por la larga espera. Refulgían los ojazos ahítos de ansiosa curiosidad. Se encrespaban las mentes ante el bello espectáculo que el patrocinador había prometido depararles en cuanto atravesaran el umbral. Las respiraciones acezaban como resuellos, y las murmuraciones, en voz baja, frente a los lienzos, eran de afectación, asombro y entendimiento. Y yo, convidado de piedra, permanecía allí en medio de esta marabunta avariciosa de arte en technicolor. Fantaseando. Temblando.
Había especímenes de razas dispares. Nativos de casi todas las naciones del orbe reproducían a escala de pinacoteca un mapamundi multirracial, cual arco iris de las etnias diversas. Pero había acudido, en esencia, esa casta tan señorial y pagada de sí misma, tan linajuda y a veces esperpéntica, que pulula en los teatros regios, en los palacios gubernamentales, en los graderíos de las pasarelas por donde desfilan carruseles de maniquíes andantes y anoréxicos; en el parqué de los mercados bursátiles, en las recepciones del Papa, en las peregrinaciones rocambolescas a las ermitas. Me refiero a los entusiastas del buen gusto. Pensé: uno encuentra cualquier cosa en los simposios artísticos.
Y el poeta, que andaba por allí, sólo entonces advirtió que las molduras de los cuadros pendían dentro de unos huecos hendidos en las paredes de estuco con la profundidad de una gruta finita. Un complejo sistema de focos las iluminaba. De improviso los reflectores se atenuaron, diseminando reflejos de una calculada luz irreal, indirecta, cortada en bisel, cual antorchas disminuidas. Una opacidad ligera, prodigiosa, nos envolvió los cuerpos. El poeta temblaba enmudecido por los pánicos que le entraron a causa de aquel presagio de oscuridad.
-Perdóname la insolencia de esta algarada -se disculpó Hawthorne, el culpable, azorándose levemente. Había tanta humildad en su tono de voz que hubiera dado lástima y aun coraje reprenderlo.
Por supuesto se dirigía, exclusivamente, a Natalia, a quien dedicaba la excusa. Yo era para él una parodia de amante que sólo merecía atención en calidad de comparsa. Añadió después H.H., la mirada ficticiamente cohibida:
-No podía postergar por más tiempo la apertura. Sígueme Natalia, mi diosa. Por favor. Ya queda poco.
¿Mi diosa? Yo temblaba.
Se alejaron los dos hacia una antecámara que vigilaba un guardián ataviado con pertrechos de soldado. Puedo jurar que evitaban mezclarse con el gentío. Alcancé a escuchar que el señor Hawthorne, en un aparte, le ordenaba al comisario de la exposición que nadie entrara en la sala del Ala Noreste, la última que nos faltaba por visualizar y que se disponía a enseñarle a Natalia. En privado. A consecuencia de un lamentable percance –la marabunta me provocó mareos, hipotensión, agorafobia- les perdí la pista entre las testuces.
Hubiera querido gruñir: <¡Ayudadme, filibusteros!>, pero sólo tuve la feliz ocurrencia de consultar el reloj deportivo, acuático y anatómico que Natalia me había regalado la víspera, con ocasión de la presentación de mi primera novela. Ejecuté la maniobra con la esperanza de que el cronómetro me proporcionara toda la exactitud posible en la medición de los lapsos. La apetencia de puntualidad se debía a esa inútil obsesión de saber el tiempo en el que vivimos como si lo pudiéramos controlar, el tiempo que va transcurriendo, el que nos que queda por gastar y lo que va a acontecer mientras se gasta. Eran las veintidós horas, trece minutos, quince segundos, dieciséis segundos, diecisiete segundos...
Con la saludable aspiración de no aburrirme brujuleé en derredor la posibilidad de una diversión, de un esparcimiento, aunque fuera pasajero, que me ayudara a sobrellevar el rato que Natalia (< ¿Mi diosa?>) tardaría en regresar tras finalizar el recorrido de la mano de Hawthorne, el ínclito.
Entonces, fruto del azar, hallé mi distracción: quería averiguar qué miraba uno de los visitantes, un pimpollo cuyas trazas estrafalarias –pantalones holgados en fase de descomposición, un fular andrajoso anudado al cuello, un arito de plata pinchado (a juzgar por la cicatriz supurante, con mucho sacrificio) en el lóbulo rollizo de su oreja- no casaban en absoluto con las refinadas vestiduras de los demás circunstantes. Parecía superado, atónito, por el esplendor que el óleo La Música desperdigaba, como un aura hermosa, en su entorno no menos esplendente. Tomaba frenéticos apuntes en unas cartulinas, ya emborronadas. Por encima de su hombro atisbé los garabatos ceremoniosos: estaba copiando los músicos desnudos. De vez en cuando enjugaba la aguadija que se le escurría por los orificios de su naricita en los dobleces de un pañuelo, admirablemente planchado.
Interrumpí aquel silencio contemplativo, aquella querencia de resumir el excelso cuadro en la armonía de concienzudos borrones, y sin más exordio le inquirí por lo que estaba haciendo.
Me examinó el copista con sus ojillos aguados computando cada gramo de mi humanidad. Se dignó a contestarme, aunque retardando la respuesta. Amagó un gesto despectivo que le sirvió para apartarme nuevamente de su campo visual y retomar la concentración en la eclosión cromática del lienzo.
-Hago lo que nuestro anfitrión nos ha pedido: admirar la preciosidad de los cuadros. –Dibujó la flauta sobre la cartulina; comprobó, satisfecho, el resultado-. Hago lo que usted haría en mi lugar si del arte se alimentase su alma: cazar el alimento. Estoy llevándome a la boca un bocado de belleza.
Aquel inesperado testimonio zumbó agrio, tal vez porque yo le había extraído de sus meditaciones. La voz era nasal, se le apretaba debido a una congestión, síntoma de que al desdichado, además de su locura por la pintura de Matisse, le aquejaba un resfrío morrocotudo.
-¿Pero qué hay dentro de los lienzos? –le inquirí, temblando-. ¿De verdad está ahí nuestro sustento?
Me espoleaba cierta impudicia ante las mímicas desdeñosas de las que mi interlocutor hacía alarde sin el menor reparo. Luego de otra pausa, que juzgué arbitraria, el copista preguntó a su vez, aún más agrio:
-¿No conoce usted el manjar que se cocina con el arte? ¿No tiene usted apetito? ¿No sabe comer?
-Dentro de todo cuadro –manifesté enseguida, adoptando a sabiendas mi más lograda catadura de lelo- sólo hay imágenes quietas que aspiran a moverse, sin conseguirlo. Y comer, lo que se dice comer, yo como de todo.
-No señor. Se equivoca. Ahí dentro hay vida. Y comer de todo, lo que se dice comer de todo, muy poca gente puede hacerlo.
Y siguió a lo suyo, indiferente en su supino menosprecio. ¿Con que ésas tenemos?, me dije. Tú lo has querido. De mi bolsillo saqué la pitillera (regalo de Natalia). Saqué el mechero (regalo de Natalia). Saqué un juego limpio de boquillas (regalo de Natalia). Encendí un cigarro de estanco (financiado por Natalia), y me dediqué una honda calada.
-Aquí no se puede fumar -me riñó entre tosecillas añusgadas, aventando las traicioneras volutas que habían empezado a sitiarlo. El lacrimal se le enrojeció, enfermizo, como si estuviera a punto de romper a llorar.
-¿Dónde está escrita esa prohibición? –le desafié con toda la cachaza que fui capaz de reunir-. Veo indígenas emasculados que son como inocencias. Veo vírgenes que excitan mi deseo como una revelación; a las orillas del mar las veo, tras el baño de espumas que ha humidificado sus cuerpos. Veo un retrato desconcertante que no parece pintura, sino escultura de bronce carbonizado. Veo una Venus tirana que parece tirarme a la cara el poder de su hermosura mortífera. Veo la bruma difuminando la catedral de las catedrales, veo una diminuta mujer que me habla sin palabras. Veo Tánger en la noche mora. Pero no veo prohibición escrita por ninguna parte.
-El alquitrán estropea las tinturas de los cuadros –decretó el copista sin disimular la tristeza.
Objeté, reivindicando mi territorio: 
-Pues antes he visto un grupito de turistas japoneses en pantalones cortos haciendo fotos. Tenían cámaras digitales muy modernas colgadas del cuello. Hay aquí tanta penumbra que las máquinas baboseaban flashes. Automáticamente. ¿Eso no estropea las tinturas?
Mi propósito era que el copista pudiera imaginarse la sórdida masacre de los musiquillos manchados con sedimentos nicotínicos y con impactos de luz artificial. Una resonancia bronquítica le atacó sin ninguna clemencia. La exasperación de aquel esnob crecía en progresión exponencial a los efectos nocivos que sobre su catarro provocaban las estelas de humo malsano que yo me encargaba, metódicamente, de ir avivando.
A la quinta calada dejó de tomar apuntes. Viró hacia mí cual navío de combate en maniobra de abordaje. Volteó en el aire la mano que agarraba el lápiz de carboncillo describiendo un puntero, luego un círculo, a continuación un cuadrado perfecto, al fin un triángulo equilátero, y cuando se le acabaron las geometrías hechiceras con las que había inventado aquella especie de críptico maleficio, y como dando a entender la estupidez de mi actitud, hurañamente me encaró:
-¡No, no y no!... En los cuadros hay vida. En la vida hay belleza. En la belleza hay ensoñación. Utopía. Irrealidad. ¿Es usted tan mezquino que no puede ver esta evidencia?
Medité una fracción de segundo. La punta del lapicero, que enfilaba directamente mi entrecejo sin ocultar aviesas intenciones, comenzaba a inquietarme. Declaré, tras otra absorbida al cilindro de tabaco:
-Estoy de acuerdo. Pero a mí la belleza se me clava, como un puñal. La belleza me aturde. Me mantiene vivo mientras me mata. Lo mismo me concede un instante la sal de la vida, que me la saquea.
El copista debió entender que mi improvisado poema era una injuria contra su sensibilidad, pues se puso morado de ira, como una lombarda. Por un momento creí que las sienes iban a estallarle, de tanta furia contenida. Las palpitaciones me indujeron a pensar en el espectáculo de su sangre púrpura, infecta de virus, expulsada a propulsión y añadida violentamente a los colores chillones de La Música. Tuve la prudencia, ante tal eventualidad, de distanciarme un poco. Lo suficiente.
-¡Ser innoble y misérrimo! –abucheó al fin, la voz toda agarrotada con impregnaciones de mucosidad.- ¡Si no ves la belleza, querrás imponer tu vulgaridad! ¡Si no comes belleza, te morirás de hambre aunque te sacies!
Y se perdió, aquel aspirante a artista, sincronizando su andar combado con el desorden de los enérgicos aspavientos que cimbreaban sus brazos, las cartulinas con los garabatos apretujadas al pecho como si una manaza latrocinadora fuera a arrebatárselas, el lápiz en la oreja como el de un carpintero. Aquel aprendiz de pintor cuadriculado pujaba por sortear la grey respetuosamente retozona de ojeadores, coleccionistas, críticos, marchantes y comentaristas que poblaba cada mínimo rincón del museo. Y acabó desvaneciéndose en los espacios como si nunca hubiera existido, así se lo hubiera tragado el aire y yo le hubiera hablado a un duende revoltoso.
-Apague ese cigarrillo inmediatamente.
Un estruendo gutural, estentóreo, me increpaba a mis espaldas. Me giré, empotrándome de bruces con un toro que vestía de uniforme, tan duro como el acero, tan infranqueable como un luchador de sumo. Era un vigilante jurado cuya estatura alcanzaba, por lo menos, diez metros. Sus brazos eran catapultas. Hacía ostentación de un vergajo que oscilaba en los ceñidos correajes que le comprimían la cintura, tan prominente el flagelo de palo que casi le rozaba los tobillos. Semejantes atributos me disuadieron de plantarle cara a aquel Goliat con rostro simiesco y cortesías de rufián.
-Sí, perdón –farfullé, apagando la brasa en el lugar que primero se me ocurrió (la palma de mi mano). Y enseguida, alma que lleva el diablo, yo también me perdí camaleónico entre la turbamulta.
Veloz y decidido, encaminé mi rumbo a la toilette (de caballero). Permanecí unos quince minutos aplacando la quemazón bajo un chorro abundante de agua tan fría que, de haberla bebido, sin duda habría helado mis pulmones. Durante la operación me acordé -infausta concomitancia de ideas- de los encorozados amarrados a estacas y de las piras ardiendo a sus pies como infiernos en miniatura.
Salí otra vez, la diestra aterida, pero con los arrestos renovados, cornúpeta bravío que hace astillas la puerta de toriles en una soleada tarde de feria. Pero, cosa curiosa, se fue calmando mi indignación a medida que el ambiente tan erudito que embotaba las estancias, cual efluvios de triaca, me fue abrasando.
Transportado por aquella ebriedad me dediqué a holgazanear por aquí, por allá, sonriendo a todo el mundo, derrochando civismo y urbanidad, concesiones que, por cierto, nadie tuvo la deferencia de corresponder. De vez en vez se me escapaba una risita, una carcajada, algún pensamiento inconexo. Cuando estuve seguro de que ningún mal nacido con ojos avizores reparaba en mis intenciones, restregué el resto de la colilla, que había conservado adrede, por los cortinajes de satén que servían de paramento al cuadro La Música. Y expelí un atropellado borborigmo, sin mucho tino. Hubiera querido acertarle al indígena cejijunto que toca la flauta, pero fallé. 
Me alejé de allí ipso facto, ufano y orgulloso de aquel guiño a la mahomía. ¿Qué hice, entonces? Nada especial. Me sentía disperso, a la deriva. Resignado, entregué mis determinaciones a una nueva ambulación errante por las galerías, tratando de situarme en un lugar fijo para no perderme dentro del laberinto de contempladores en el que, con la lentitud de una virosis progresiva e indetectable, se iba transformando cada palmo del Museo.
Mi plan era localizar la sala del Ala Noreste, donde Natalia se hallaría visualizando las últimas obras. Allí estaba yo, oteando por encima del boscaje de testas, tratando de dar alcance a la otra orilla de aquel charco de cuerpos movedizos que, de repente, se quedaba en suspenso ante las creaciones fauvistas de Matisse. En esta labor me hallaba cuando me detuvo en seco una viejecita caricaturesca.
-Joven –me llamó-, haga el favor.
La asistí diligente mientras ensayaba una descripción de su apariencia: un dedo apergaminado se elevaba tremante, la uñita esmaltada de fucsia. Afeites de una espesura táctil, como ceniza mojada, embadurnaban los innumerables pliegues de su tez con crisoles de exagerada policromía. Una vestidura anacrónica y rozagante, drapeada con primor, le caía sobre unos zapatones de suelas muy grandes, como coturnos grecolatinos, que le prensaban las pantorrillas enclenques. Cierto detalle sumaba un toque retro: lucía el cabello cortado a la manera de los césares.
-¿Qué se le ofrece, bella dama?
Advertí al instante que padecía estrabismo. Sus labios leporinos (si labios podían llamarse a aquellas dos estrías desparejas), y sus pabellones auditivos (que eran realmente pabellones, de tan enormes), le conferían a sus facciones el aspecto de una liebre despistada en un valle de amapolas.  
Chasqueó su lengua de trapo antes de volver a hablar.
-¿Qué opina usted de este cuadro?
El dedito del tembleque señalaba a la pared. A su ruego, un poco molesto por los focos que rielaban en los soportes de metal, leí la cartela en la que los obreros de H.H. habían troquelado con caligrafía gótica el título de la obra:
              Retrato de Madame Ivonne Landsberg (1914).
Una nota explicaba que los rectores del Museo de Arte de Filadelfia, de donde procedía el lienzo, lo habían cedido graciosamente al señor Hawthorne, el chamán, para que engrosara el catálogo de la muestra conmemorativa que había organizado. 
-¿Observa, señora, algo insólito en él? -le pregunté, sondeándola. Se quedó pensativa, alebrestada, como poseída por los enigmas que la tela proponía al espectador anónimo.
-No lo entiendo –proclamó abatida, con tanta turbación que su sinceridad me pareció entrañable y aun plausible.
Se llevó luego el nudillo al hoyuelo de la barbilla, un hundimiento huesudo en su cara roída por las arrugas. Guiñó las pestañas postizas, varias veces, cual colegiala pizpireta. 
-¿Quién era esa mujer, madame Landsberg? –quiso saber. Y después añadió, entre sorprendida y enojada, dando golpecitos a un libreto que sostenía entre las manos-: La guía impresa no lo explica.
Elegí, de mi amplio elenco de disfraces, el de jugador derrotado que abandona la partida de póquer.
-Lo siento. No tengo la menor idea. Pero ¿acaso eso importa para que nos fascine la preciosidad del retrato?
Ahora el visaje de sorpresa se hizo superlativo. La abuela encogió todos los frunces de sus mejillas y de su frente despoblada. Examinaba la obra a conciencia, indagando los detalles que se le hubieran escapado antes de oír mi comentario.
-¿Cree usted, joven, que este cuadro es hermoso? –me espetó al fin.
Pugné para que en las inflexiones de mi voz, normalmente débiles, la declaración que iba a proferir sonara solemne, cual credo dogmático. Incluso me llevé una mano a la altura del corazón, como si prestara juramento:
-Así lo creo. A pie juntillas. Este cuadro es de una belleza insuperable.
Mentía. Yo mentía cínicamente. Pero de repente me empujaban unas irresistibles ganas de cháchara.
-¿Y dónde está la hermosura? Por más que me aplico, no la distingo.
En esos ojos rasgados, de una negrura hermética, que carecen de pupilas, le hubiera contestado emulando a Hugo, el intocable. Pero elegí otra respuesta que llevaba idéntica carga de profundidad:
-En lo imperturbable que hay en la figura femenina -le dije.
Esta vez mi afectuosa interlocutora se dejó de remilgos y me lanzó, al sesgo, una cruda mirada que portaba por igual reprobación y reticencia. Un momento después regresó al cuadro, como queriendo corroborar en sus trazados la autenticidad de mi afirmación. A poco entra en trance de tanto escudriñarlo.
-Sigo sin hallarla –suspiró decepcionada tras el minucioso examen. Se encaró conmigo. Me recriminó-: La hermosura, sigo sin hallarla.
Porque no puede ver que no es el retrato de una mujer, sino el de su máscara escarnada, le hubiera dicho resolviendo sus dudas. Porque ni siquiera es un retrato, que presupone el uso de pinturas, sino una escultura de madera que el artista ha modelado en el lienzo, como percudida, ensuciada con una retícula calumbrienta que parece despedazarse.
-¿Pero a qué cosa llama usted hermosura, joven?
Intensifique los sentidos, la hubiera alentado: en uno de los antebrazos se ven los nudos del tronco que fue esculpido, la corteza rizándose, excoriada, denegrida. No entiende usted, señora, la ambigüedad de su postura: ni erguida, ni sentada, casi recta flotando en ese incómodo sitial que apenas se columbra tras los rígidos plisados de su parca fisonomía. Porque la madame es casi plana, no tiene vientre, la turgencia de sus pechos se amilana dentro de esa angosta túnica talar que, más que vestirla, la define.
-Y qué tonalidades tan desvaídas -oí lamentarse a mi dilecta anciana-. Están tan hambrientas de luz que no merecen llamarse colores.
Ocres apagados, rosáceos que se atenúan en el indumento, vetas éneas en la butaca, una hendidura de granate, apenas, enrojeciendo la mejilla. Labios obstruidos, boca enerta. El conjunto entero se ennegrece con un verde parduzco, como el de los bosques antiguos cuando se desploma la anochecida, o cuando los asuran los incendios. Sí, le hubiera dicho: son colores que se descaecen, confiriendo al lienzo el aspecto envejecido de las maderas raspadas, de una calcinación. Es un retrato hecho de erosiones, y nadie que mire con los ojos ofuscados por su estulticia puede ver el malestar, la adustión, el miedo que hay en él.
Pero le dije, muy convencido de la certeza de mi alegato:
-Los temas a los que recurrían los fauves solían ser intrascendentes, casi bucólicos: bodegones, paisajes, ventanas abiertas, perspectivas interiores... En todos los cuadros que pintaron los representantes de esta escuela, lo pintado es menos orden y composición que una forma de expresionismo llevada a su límite por la sobrecarga de estallidos cromáticos.
– ¿Pero qué me está diciendo, joven?
-Lo que oye. A veces los fauves eliminaban el instrumento básico, el pincel, y desparramaban los pigmentos de óleo directamente sobre el lienzo, que adquiría así una pastosidad grumosa y excesiva, como de cuajos cromáticos. Derain, salvaje genuino, solía afirmar que los colores debían explotar cual cartuchos de dinamita.  
Ella me posó una mirada sardónica que destellaba, a intermitencias arrítmicas, en el fondo prieto de sus pupilas viejas:
-¿Y qué pretende usted, caballero, enseñarme con todo eso?
-Nada importante –me excusé-. ¿Ha leído a Borges? Yo sí, para mi contento. Una vez escribió que Barroco es aquel estilo que deliberadamente agota sus posibilidades hasta lindar con su propia caricatura. ¿Diría yo que este cuadro es barroco, el barroquismo del fauvista? Tal vez. Pero ante todo diría que contemplamos uno de los pocos cuadros en los que Matisse, según dicen, renunció a la calma que siempre buscaba plasmar en sus obras. Aquí pinta una esfinge despojada de fuerzas, de nervio. Un retrato al que hubieran disecado, abrasado por dentro, y sólo quedara de él la esencialidad de su circuito anatómico. Un retrato cadavérico que no llega a ser lúgubre, el alma aún viviente pero herida de muerte, como lo está el alma de los poetas.
Asintió, igual que si se hubiera dejado llevar por una inercia, sin conceder mucho interés a mis explicaciones, o confusa a causa de ellas. 
-¿Y qué me dice de esas aureolas arqueadas que circundan a madame Ivonne Landsberg?
No son aureolas, le hubiera rectificado. Fíjese bien. Son como estolas que se erradican desde la cepa de sus cabellos, de sus cejas. Arrancan de sus hombros caídos, de sus caderas oprimidas. Dejan libres el óvalo de su rostro inerte. Dejan libres el torso sin relieves. Y envuelven la efigie con su trasluz de líneas curvas, elípticas, como si la traspasaran. No me preguntó, pero si lo hubiera hecho le habría contestado que parecían siluetas, pálidos reflejos de alas de libélula, de alas de polilla, sin carne alguna, sin polvo del que desprenderse. Secas. Deshidratadas.
-El sufrimiento –musitó la anciana sin transición, súbitamente.
-Sí, el sufrimiento –corroboré.
-Me transmite dolor –expuso compungida, preocupada. De repente la abuela había retrocedido decenas de lustros. Era una niña de cuna que hubiera nacido arrugada.
-Sí, dolor –ratifiqué.
-Pero no sé de dónde surge. Esa cara oriental, insensible, inexpresiva, no me dice nada. ¿De dónde, pues?
De sus manos, abatidas sobre ese regazo de arnequín, le hubiera señalado. De sus dedos informes. Fíjese bien, le hubiera dicho. Mire esas manos, prolongación de unos brazos asténicos que la extenuación paraliza, contrarrestando por su orientación el eje ladeado de la efigie.
-Sus manos... -se aterró de pronto la octogenaria.
Sus manos, le hubiera confirmado, cruzadas sobre sí, yertas, ahítas de calambres, amarradas a cordajes severos que se aprietan a los carpos escuálidos y les impiden moverse.  
-Oh, dios mío –imprecó, incapaz de dominar su pavor-. Las manos...
Sí, sus manos. Ya lo ha detectado usted, longeva dama, le hubiera dicho. No se arredre. Es natural que se sienta culpable; es natural que le recuerden escenas de padecimiento. Mire bien, le hubiera aconsejado. ¿No parecen las manos de un reo presto a la electrocución? Y quizás, sin darme cuenta, la hice partícipe de mi comparativa.
-Capta usted las interioridades de los cuadros con mucha soltura –apuntó. Luego permaneció muda. Parecía que constataba una verdad irrefutable. Finalmente dijo-: Se nota que es usted un ser sensible. Sus ojos, para estas cosas, son como navajas que rajan el marco y ven lo que el pintor, deliberadamente, dejó fuera de él.
La sensibilidad, le hubiera revelado entonces, es un atributo humano que permite cerciorarnos de que estamos vivos. Pero no debería salir de nuestras conciencias, porque sus excursiones a los mundos que le son hostiles equivalen demasiadas veces a debilidad. Y la debilidad atrae a los depredadores, que huelen a la legua el olor a indefensión, el olor a timidez, el olor a desabrigo. Pensé en Gertrude Stein cuando elidiendo, como en ella era norma, los signos de puntuación, escribió: “Es cierto que hay muchos tipos de enemigos algunos que asustan otros que roban y otros que como villanos te obligan a arrodillarte.”
-Eso es verdad. Hay muchos enemigos –corroboró la anciana, adivinándome el pensamiento. Sin pretenderlo, yo había pronunciado la cita literaria en voz alta. De otro modo no se explica que ella siguiera el hilo de la conversación, anudándolo allí donde se habían terminado las palabras que creí no haber voceado.
Ella preguntó, melancólica:
-¿Qué hay dentro de cada uno de nosotros para que todo lo sepamos del dolor?
Me pareció que su interrogante tenía una continuación, pero la lengua se le trabó. Había acopiado todo su valor para hablarme lentamente, como deletreando cada sílaba. La frase que había pronunciado me recordó otra muy similar de la misma escritora. ¿Qué hay dentro de cada uno de nosotros? preguntas, dama senescente. Tú deberías saberlo, le hubiera dicho, pues sólo tú, musa decrépita, y no el pintor, proveyó de vida mermada, toda ella deterioro, a este cuadro.
-Lo ignoro –dije sin embargo, por decir algo-. Quizás dentro de cada uno no hay más que nuestra capacidad de infligir sufrimiento y de soportarlo. Para que hablemos de nuestro dolor como nos merecemos es preciso ganar previamente una cierta distancia de él, no sentirlo con fiereza. Haber empezado a superarlo. Aprender a esperar el próximo dolor.
No se daba por vencida:
-¿Y de nuestros enemigos? ¿Qué sabemos de ellos? ¿Realmente existen?
Cavilé, no mucho rato.
-Existen –resolví, rotundo-. Pero nuestro conocimiento de sus argucias apenas rebasa el pedacito que divide los dos extremos de un centímetro.
-Oh. ¿Cómo es eso?
-Fácil. Siempre se hallan embozados tras las puertas, atosigando nuestros sueños, y cuando vamos a abrirlas para aniquilarlos, despertamos.                             -Es horrible esa pesadilla.
-Lo es. Horrible. No sé qué mano negra anda por ahí impidiendo que hagamos lo que debemos hacer en conciencia, impidiendo que sepamos que podemos vivir mejor de lo que ahora vivimos, sin necesidad de depredar. Yo no sé qué mano es esa, tan devastadora, como no sea la de otro ser humano, la propia pezuña que miramos preguntándonos por qué se aferra a un puñal, por qué lo agita, por qué desangra cuanto toca.
Y me fui de allí, un poco embotado, abandonando a mi viejecita presa de sus reflexiones frente al retrato de madame Ivonne Landsberg. Yo tenía otras preocupaciones. Ya era hora de reunirme con Natalia, mi Natalia, y el señor Hawthorne, el impresentable. 


Luz que se filtra por el color

Había que completar un tortuoso recorrido, sembrado de atajos, a través de galerías, corredores y cámaras que se bifurcaban, como el jardín de Borges, hasta dar con la sala de Ala Noreste. Y el poeta se dispuso a ello con buena disposición de ánimo. Pero cuando la encontró, un ahogo se apoderó de él. El lugar le producía una rara mezcla de paz y escalofríos. Algo estaba por suceder.
Se accedía por una puerta de doble hoja en colores flavos, en igual proporción de oro y miel, indemne todavía al devenir de los valerosos visitantes y a sus cultas alharacas. Nadie hubiera podido prever que Hugo Hawthorne, el megalómano, había ordenado que se construyera una réplica exacta de la Capilla de Santa María del Rosario, templete en el que Matisse habría de agotar sus postremos impulsos creativos.
En la biografía artística del fauvista dos enfermedades jugaron un papel decisivo. A la edad de veinte años, a causa del ataque de apendicitis, descubrió de golpe que las leyes y las colecciones de pronunciamientos judiciales eran inservibles para acrisolar su verdadera vocación, hasta entonces empantanada en la burocracia propia del oficio de legista. La otra dolencia aconteció cuando ya era mucho más viejo.    
A su regreso del África alauita, y tras el fracasado periplo por Haití, Matisse establece su residencia en Niza, quizás porque la luz clara del Mediterráneo y el vívido cromatismo de la Costa Azul evocaban las impresiones novedosas que le arrebataron cuando se extravió por los misteriosos terrados de Tánger. Niza constituyó otro remanso de felicidad inconsciente, indeliberada, del que con tanta insistencia le había hablado Gertrude Stein cuando él era uno de los asiduos de las tertulias que se celebraban en la casa-museo de la escritora, en la parisina calle de Rue des Fleurus. Por fin, cansado, en plena vejez, pudo disfrutar de las maravillas que ofrecía el nirvana terrenal.
Pero Hitler se alzó en guerra contra media Europa y el mariscal francés Omer Pétain, desoyendo la acusación de traidor, firmó con el dictador germano un armisticio que enrabió a Amélie Noémie Parayre, la esposa de Matisse, con quien había contraído nupcias en 1898 tras varios años de concubinato. Aguerrida antifascista, la compañera del genio habría de sufrir las represalias de la Gestapo debido a sus actividades clandestinas a favor de la Resistencia. La hija de ambos, Marguerite, corrió la misma suerte.  
En aplicación de aquel armisticio vergonzoso para los franceses, las huestes nazis irruyeron en la patria de la Marsellesa propagando su fragor de tanques, metralletas, artilleros, tropas de infantería e inteligencia castrense, conquistando las calles de Niza y a sus aterrorizados habitantes con la mera exhibición de su gigantesco poderío marcial.
Matisse toma dos decisiones importantes: se separa de Amélie, de quien se había distanciado en los últimos tiempos, y se niega a tomar el camino del exilio, que considera una deportación, una claudicación vejatoria. Pero admite que seguir viviendo en Niza implica serios peligros, dadas sus simpatías por la revolución bolchevique. Después de mucho sopesarlo –sabemos que se planteó expatriarse en Brasil- cree alcanzar una solución que juzga satisfactoria: ya que es reacio a renunciar sin más a la concordia de espíritu que ha encontrado en la Provenza, decide instalarse en Vence, un encantador pueblito medieval a poco kilómetros de su amada Niza que ya en otros tiempos había sido refugio de artistas errabundos (Dufy, Soutine, D.H Lawrence). Allí, apartado de la desastrosa situación bélica, el salvaje habría de vivir sus últimos años de vida.  
Pese a que las autoridades militares alemanas decretaron duras restricciones y debelaban sin piedad los sabotajes de la Resistencia, los días transcurrían en relativa calma. <Vivo en un paraíso que no tenemos derecho a analizar>, se le oyó poetizar al maestro en una charla informal con Pére, el vicario de Vence.
Los racionamientos de productos de primera necesidad (medicinas, alimentos, mantas, bombillas eléctricas), las insuficiencias y trapacerías del estraperlo, el miedo a las detenciones subrepticias y a las torturas practicadas en los odiados cuarteles de la Gestapo; la leva a punta de pistola de todos los hombres que pudieran disparar un arma de fuego, las crónicas de destrucción que van llegando desde los campos de batalla donde los bandos enemigos combaten (que Gertrude Stein, confinada en Culoz, relató en las páginas de sus memorias Guerras que he visto): nada de eso hace mella en la salud de Matisse, contra cualquier pronóstico.
Dedica la mayor parte del tiempo a encontrar una nueva técnica expresiva que le proporcione mayores intensidades cromáticas, y así distrae las largas horas de su vejez sepultado entre fragmentos de papel, mezclando cola, ceras y barnices. Una sola cosa le concierne, es su aspiración: perfeccionar los sencillos secretos -en sus manos, obras artísticas de una parvedad fenomenal- del découpage, literalmente, traducido del francés, recorte, según esclareció nuestro dadivoso cicerone H.H.
Se ha consagrado a este trabajo manual, que ya había utilizado en Danza de Merion, desde que unas sacudidas le atacan el pulso cuando menos lo espera, impidiéndole utilizar los pinceles con la habilidad y la templanza necesarias para plasmar las imágenes que a su mente observadora, entregada a las artes, ponen en vilo.
-Un inciso-, nos propuso Hugo, el hidalgo-. Su colección de papiers découpés más aplaudida es la serie Jazz, de 1943. Hay en ella un Ícaro negro sobre el vacío de un cielo azul que rompen estrellas amarillas. Hay trapecistas, fakires y un carro de titiritero, en homenaje a la fantasía circense. Sin embargo, personalmente, prefiero aquella otra que data de 1952, La piscina. Esta vez logró involucrar el color en objetos que son incoloros. ¿Cómo lo hizo? De un modo imposible: distorsionando las figuras. Así creó un efecto mágico, como si estuvieran hundidas bajo el agua cloratada.
Pero una mañana primaveral de 1941 Matisse se levanta del lecho quejándose de fuertes dolores que lo doblegan. Como no remiten, Lidia, fiel secretaria y antigua modelo, dispone su traslado al hospital de Lyon con el propósito de que le administren un fármaco sedativo. Sin embargo, Matisse se ha de enfrentar por sorpresa al fulminante diagnóstico del doctor Leriche. No ha sufrido un desvanecimiento sin mayor trascendencia. Un tumor canceroso le carcome los intestinos y la metástasis progresa lenta aunque inexorablemente. Por todo comentario, cruzando esa ambigua mirada de hombre instruido y educado con alma de bohemio que ya apesadumbra sus ojos, le espeta al galeno: <Ayer, dando un paseo con mi casero, contemplé a todas esas muchachas, a todas esas mujeres, a todos esos hombres jóvenes, y pensé que yo debería estar en Haití.>
 Los médicos han de realizarle ipso facto ciertas pruebas. Matisse debe pasar la noche en una de las mortecinas habitaciones hospitalarias. Para él, estar retenido allí es como un secuestro. El panorama lo desmoraliza. Comparte el aposento, desde cuya estrecha ventana no puede distinguir el mar salobre, con una parturienta agonizante y un sargento bávaro malherido en una escaramuza con agentes de la Resistencia. Nadie le informa para no abrumarlo, pero se aventura que su estancia en la clínica puede durar varias semanas.
La producción artística de Matisse, antes de esta época periclitante, ya había sido alabada mundialmente con rumbosos epítetos. En una subasta que tuvo lugar en la prestigiosa Dudensign Gallery, de Nueva York, no quedó ni un solo cuadro sin comprador, y un grupo de intelectuales había propuesto su candidatura a Comandante de la Legión de Honor, dignidad que le sería concedida en 1947. Sin embargo, aunque sabio y prolífico, ya es un anciano que ha rebasado los setenta años, y ahora, por desgracia, requiere la ayuda de una tercera persona no tanto para superar el mazazo psicológico que le ha supuesto la fatal noticia de su enfermedad, sino para hallar un poco de acomodo durante los tediosos lapsos nocturnos en los que permanece sedado y sometido a la atención de los oncólogos. Varias enfermeras de la plantilla, y otras voluntarias, se van rotando en interminables turnos de guardia para no dejarlo desasistido un solo un momento. Mas a sus allegados de confianza, cerciorándose de que ellas no pueden oírle, el pintor de la alegría de vivir les declara que ninguna de ellas, ataviadas todas con cofias y mandiles repelentes, resulta de su total agrado.
El doctor Leriche asume los riesgos y opta por la intervención quirúrgica. Matisse se recupera prodigiosamente, y harto de la convalecencia le exige que su alta facultativa sea cursada de inmediato. Leriche, resignado, conviene en que deje la clínica y se traslade al caserío de Vence donde mora, aunque le arranca in extremis una promesa: debe contratar a un enfermero. El abnegado doctor sólo está dispuesto a asumir la responsabilidad de permitirle marchar si Matisse se aviene a que alguien con conocimientos en medicina se encargue de cuidarlo y le recuerde que ha de cumplir puntualmente el inventario de prescripciones recomendadas: reposo, respirar aire sano e ingesta periódica de unos emolientes muy agresivos que lo debilitan hasta la postración.
Matisse hizo honor a su palabra sólo en parte. Cuando regresa a la aldea de Vence le pide a Lidia que redacte una nota pública y corra la voz entre la vecindad anunciando que precisa los servicios de una asistente que reúna dos premisas básicas: ha de ser joven y bonita. Ha de ser, en suma, mujer. Nada de mayordomos de cuello almidonado. Nada de edecanes vestidos de librea. Nada de matasanos a tiempo parcial. Reverente a la pasión que sentía por el sexo femenino (palmaria, estructural en sus voluptuosos dibujos y en sus ovalados esculpidos que toman a las descendientes de Eva por modelo, en los que las curvas y las contracurvas son las líneas predominantes), reclama una nurse a la que perdonará carecer de la maña suficiente para manejar jeringuillas, algodones y pócimas sanadoras con tal de que su cuerpo, su rostro y sus piernas sean agradables a la vista. Todos ignoran que Matisse, en su fuero interno, suplica que a su crepúsculo existencial acuda un ángel. Y todas las potencias del universo incognoscible van a conspirar para enviárselo. Cinco días después de divulgarse el aviso, cuando ya habían sido rechazadas varias pretendientes al cargo de enfermera, apareció Monique Bourgeois.
-¿Qué sabemos de ella? –silabeó Hugo, el escoliasta-. Apenas nada. Eso es cuanto sabemos de Monique.
Debemos suponer que era joven. Debemos suponer que era hermosa, porque Henri rehusó prolongar por más tiempo las entrevistas que Lidia había preparado con las demás aspirantes.   
-La belleza natural de la muchacha -voceaba Hawthorne, el florido-, su lozanía, sus veinte años, encandilaron a Henri. Lo amarteló la ternura que ella lucía sin ser enteramente consciente del delicio que en él, volcán apagándose, despertaba su sola presencia. 
Ahí tenemos a Matisse, la barba ya raleándole, el sombrero calado hasta las cejas para no exponerse a una insolación. Sentado a la puerta del caserío podemos observarlo. Un chal lanudo que se deshace en vedijas abriga su regazo. El aire emerge recentado de las colinas de Vence, mitad aura de las cumbres de los Alpes y mitad brisa del mar que cabrillea en lontananza, y él lo inhala a poquitos, trabajosamente, para no atragantarse. 
Ahí tenemos a Matisse, un anciano decaído, apoyando sus manos antaño robustas en un bastón, apenas móvil, apoltronado en una butaca de mimbre que no cruje cuando se arrellana, de tanto peso que su cuerpo va perdiendo. Descansando está, sobre unos cojines que su nueva asistenta ha bordado durante las noches, a la luz de candiles, con tanta delicadeza, cuando nadie la ve, enhebrando hilos azules, hilos verdes, hilos amarillos.
Ahí tenemos a Matisse, escrutando los movimientos graciosos, estelas fucilantes, que Monique esparce a su alrededor cuando deambula por las habitaciones de la hacienda, trayendo los tubos de las medicinas que los médicos habían pormenorizado en receptas escritas con caligrafía ininteligible, el termómetro de mercurio, un vaso de agua fresca recién sacada del pozo, un abanico para aventar la calor de mediodía, un lapicero de carboncillo y una hoja en blanco que el maestro, con la voz exinanida, le ha pedido hace un momento para abocetar, trepidándole las pulsaciones, vibrátiles los brazos, otro desnudo undoso de mujer, otra anatomía simplificada, reducida, pura, que se le acaba de ocurrir a su imaginación efervescente, enamorada de pintar. Respira con dificultad, resollando como lo hacen los viejos que están a una breve exhalación de caer dormidos, o prontos a expirar. Y, mientras, un ruiseñor trina en el frondoso ramaje del bosque. Sus gorjeos atiplados atraviesan los espacios como puntas de flecha y salpican el silencio apacible de la mañana. El mundo, muy cerca, no parece que libre una guerra excidiosa sembrando las campiñas con estampidos de muerte.       
-¿Amor paternal carente de interés espurio? ¿Frenesí desbocado? ¿Oleaje de inspiración? ¿Pícara sicalipsis? –se interrogaba Hugo, el trovador.
Vi que privilegiaba a Natalia con la mejor, la más incisiva de sus miradas de can en celo. A mí, que aún no me había recobrado del éxtasis que causaban las hendijas de luz penetrando en la réplica de la capilla, los aterciopelados vocablos del señor Hawthorne me sonaban a esperanto.
Y rubricó:
-Los hagiógrafos lo afirman sin paliativos: nunca hubo una amistad tan acendrada, tan intachable, como la de Matisse con Monique Bourgeois.
-Ven, muchacha. Y cuéntame qué haces.
¿Qué rebuscabas, Matisse?, me cuestioné. ¿Qué hurgabas a tus setenta y tres años? ¿Rescatar la hombría que ya te haroneaba? ¿Palpar de nuevo una piel tersa, impoluta, sin vestiduras, que reanimara el tacto derrengado de tus dedos? ¿Codiciabas que te acariciara?
Disimula, azorada, Monique:
-Hora del jarabe, señor Henri.
-Olvida ese brebaje y explícame, muchacha, para qué son esas bobinas de hilo, esos dedales y esos cuadernos que apartas de mi lado en cuanto me notas entrar. Ven aquí y dímelo todo. Un ovillo que desmadejar es un cuentecito que hay que vivir.
¿Te sublimaba su talle, esa falla sin escarpes por donde hubieras resbalado tus labios hasta horadar la lámina tupida de su pubis, derramándote? ¿Te enternecían esos dientecillos ebúrneos, la mordedura inexperta en el cráter de tu sexo, que metaforizabas ardiendo de pasión, que convertías en imágenes que pintar, encendido, inflamado? ¿Te exaltaba su epidermis tan blanquita? ¿Te hubieras comido, lamiéndolas, ese par de aréolas enveradas, como pastelitos de malvasía, que el trajecito ínfimo transparentaba sin que ella se diera cuenta?
-Horas de las grageas, señor –repite, ruborizada, Monique.
Ella, honorable Matisse, removía los rescoldos, avivaba las ascuas. No aceptaste el impostergable climaterio que te hacía dudar de tu vigor. ¿O erramos estrepitosamente quienes te achacamos tanta malicia? ¿Era un castigo insoportable el que te acompañara ese querube femíneo? ¿O era una bendición?
-Ven, muchacha. Pon tu mano aquí. En mi frente. Siente cómo se calienta. ¿Me habrá subido la temperatura? ¿Tendré fiebre?
-Hora de la siesta, señor –se evade, aprensiva, Monique.
Tal vez, Matisse, todo fuera tan simple como nacer, crecer y morir. Tal vez ansiabas tentar la pureza que tus muchos cuadros, tus innúmeros esbozos, tus célebres esculturas aún te hurtaban después de tantos lustros dedicados a concretar formas, colores, siluetas, sombras, en los lienzos, en las cartulinas, en el barro.
-Insisto –me distrajo de mis disquisiciones Hugo, el emperador-.  Ningún acontecimiento de la vida de Matisse se presta a categorías racionales. Tal era su temperamento. El de un genio irrepetible.
Monique Bourgeois colaboraba en la cocina, despellejando conejos, escarnando pollos y codornices. Socorría a las demás fámulas en las faenas de limpieza sin que hubieran de pedírselo, como una más, ventilando las estancias, cepillando visillos, desempolvando adornos y zócalos.
Ayudaba de buen talante a abonar los sembríos, colgando sobre sus hombros poco fornidos sacas de esparto con las bostas hediondas de los animales que ella misma apilaba cuando defecaban, sin la cautela de ponerse unos guantes ni asquearle aquella sarcia. Si el anciano se lo solicitaba le leía la gacetilla local, novelas y poemarios de Baudelaire que lo adormecían.
Al alba, tras una dura jornada de trabajo, era la primera en levantarse del lecho. Arrodillada ante un tosco crucifijo clavado encima del camastro murmuraba una plegaria por la bienaventuranza del nuevo día. Apenas desayunaba una taza de leche recién ordeñada, sin hervir, y unas migas de pan.
Despachaba el correo. Preparaba meticulosamente las dosis curativas. Elegía la dieta, los aportes vitamínicos que compensaran la virulencia del tratamiento médico. Incluso modificó la distribución de los enseres, según las preferencias del maestro. Que nada trivial le estorbara: el aparador a un rincón; la mecedora junto al ventanal que ofrecía la estampa más calmosa del Mediterráneo, en el horizonte límpido de la Costa Azul; la gran mesa con los guaches, las tijeras, los barnices, las colas, cerca de la butacona donde su amo solía sentarse a trabajar durante aquellos lapsos, cada vez más diuturnos, en que los espasmos del carcinoma le concedían un respiro y no lo postraban como a un moribundo.
En ocasiones, luego de un baño tan frugal como sus comidas, que le quitaba el hedor a estiércol, el tufo a chamizo, a fritanga, a leña húmeda, Monique emprendía una caminata paciente por los senderos que descendían del caserío, entre el rumor de los arroyos al fluir por los azudes, rodeada de olivares ubérrimos de aceitunas y de naranjos plenos de flor de azahar, para ir a llenar cántaros y vasijas a La Foux de Vence, que surtía de agua a los aldeanos de la comarca durante aquellos años de carestía y tan buen efecto reportaba a la salud del enfermo.
-Porque La Foux de Vence era entonces, y sigue siéndolo -intervino Hugo, el científico, dándose muchas ínfulas-, un hontanar riquísimo en minerales y reconstituyentes naturales.
Nadie le preguntó porqué sabía tal cosa, pero él, palabrero empedernido, lo explicó:
-Viajé a aquellos lares el pasado año. Debía estudiar in situ la planimetría de la Capilla de Santa María del Rosario y asegurarme de que los arquitectos a quienes encargué mi proyecto lo ejecutarían con la máxima exactitud, reproduciendo las dimensiones del santuario milímetro a milímetro. Tan pronto llegué a la ermita un guía turístico muy simpático (¿o era un sacerdote?) me invitó a beber en un cuenco de ese agua antiquísima que emana de las fuentes repartidas por todo el casco antiguo de Vence. Ni la cata de la añada más aplaudida de los viñedos franceses es comparable a la sensación de bienestar que te inunda. Tragas un solo sorbo y es como si rejuvenecieras por dentro.
Natalia le miraba suspensa en el relato, como si cada palabra de Hawthorne, el diletante, fuera masaje de ungüento que la enervara. El poeta persistía en su estoicismo: no me creía una sola frase de aquel avispado charlatán. 
Cuando Monique regresaba de estas breves ausencias, al atardecer, Henri, estremeciéndose, perseguía codiciosamente cada brizna incorpórea del perfume dulzón que la muchacha traía impregnado a sus ropitas, e improvisaba cualquier excusa para tenerla a su vera durante un rato -extasiándose, delirando- antes de acostar.
Monique Bourgeois tejía y destejía las almohadas, los paños, las frazadas, las mantelerías. Por la noche, en la vigilia, alumbrándose con trémulos pabilos. Azul, verde y amarillo. Cuando nadie podía verla, en el solitario conticinio, ensartaba la aguja, deshebraba las costuras rotas, hilvanaba surcos de hilos tricolores. Y cosía y cosía, hasta que se agotara el ovillo. Y dibujaba, a hurtadillas, temerosa de que el maestro pudiera sorprenderla bosquejando un paisaje bucólico, la luna anaranjada en un cielo estelífero, un labriego madrugando, somnoliento, camino de la sementera. 
-Algo captó en ella. De eso no hay duda -corroboraba Hugo, el valedor.
Lenguaraz incorregible, estaba dispuesto a suministrarme más información de la que yo necesitaba para ir adicionando retales con los que inventar mi propia historia y hacerla más deliciosa que la verdadera.
-Pero la felicidad es efímera –exclamó de pronto Hawthorne, el derrotista, con la voz afectada por la emoción, dando al traste con el cariz eglógico del relato-. Eso es lo fatídico.
Tirar de la polea, aquella mañana, le estaba resultando a Monique una empresa titánica. El cubo, rebosante, se le resistía. El cordaje hundido en la garganta del pozo le pesaba como rígido cable de acero. Hizo un último esfuerzo, sudorosa, fatigada. En la cocina la esperaban las otras sirvientas para seguir aviando el caldo de gallina que se cocía en unas perolas, a las llamas del fogón. Y fue entonces cuando tosió, bruscamente. Un sobresalto doloroso que le crepitó dentro del pecho, un vómito que le rajó los bronquios.
-¿Qué te ocurre, niña? ¿Por qué lloras?
Matisse la vio pasar corriendo en dirección a su buhardilla, el semblante lívido como si se hubiera topado con una entantiqua en tétrica procesión. La manos le tapaban la boca, vergonzosa, asustada. No advirtió Matisse, en ese momento de confusión, que entre los dedos delgadísimos de la muchacha brotaban unos regueros de sangre.
-Tuberculosis –anunció Hugo, el heraldo, cariacontecido-. Monique, la inmaculada, la candorosa, se había contagiado de tuberculosis.
En la actualidad, esta enfermedad inoculable se emparenta con el subdesarrollo que azota a los países del Tercer Mundo, y sólo en tales confines es mortal. Pero durante aquellos años de belicismo, penurias y privaciones la centenaria Europa tampoco se libró de su flagelo. Cebándose con toda su malignidad contra los más desfavorecidos, arrastraba a una lenta agonía a cientos de personas. La variante que contrajo Monique suponía que muy pronto se debatiría entre la vida y la muerte.
-No es que el maestro tuviera su despensa desabastecida –matizó Hugo, el peneque, dando por sobrentendido que una deficiente nutrición influía en las posibilidades de ser infectado por el bacilo de Koch-. Aun en aquellos tiempos de beligerancia sus recursos económicos le permitían proveerse de alimentos en el mercado negro. De igual forma que en Niza, Marsella o París el contrabando estraperlista funcionaba en Vence y su periferia como lo que era: el gran negocio de la guerra. Los que podían estipendiar sus ahorros no tenían otra solución que tratar con oportunistas que carecían de escrúpulos. Y, claro, se generaba una consecuencia odiosa. Muchos traficantes de productos de primera necesidad se aprovecharon de las miserias que empobrecían a la población civil, y amasaron colosales fortunas. Los de mayor astucia las reinvirtieron al acabar la contienda, poniendo los caudales a buen recaudo para entregárselos mortis causa a su descendencia, siempre agradecidos a la confidencialidad que garantizan los bancos de Ginebra.
H.H., el contable, intercaló aquí una pausa. Me pareció que, flemático, repensaba una criba de palabras antes de finiquitar su aserto. Al fin lo resumió de este modo:
-Sí. Sé de lo que hablo.  
Henri, desesperado, removió la tierra y el infierno. Sobornó a burócratas corruptos, prometió dádivas a forenses concusionarios a quienes el juramento hipocrático les sonaba a música celestial; trapicheó con hampones desaprensivos; encareció una entrevista, nunca concedida, con los coroneles que gestionaban la intendencia del ejército invasor, estaba decidido a arruinarse, a dilapidar su reputación de intelectual comprometido exclusivamente con el arte que había mantenido una discreta neutralidad desde que estalló el conflicto armado. Se rebajó, suplicó, todo para conseguir un poco de penicilina, un poco solo, que salvara a Monique de un deceso seguro. Pero cualquier intento estaba condenado al fracaso.
-Podemos afirmar, en honor a la verdad –concluyó Hugo, el gazmoño-, que Monique enfermó debido a su endeble naturaleza. Y lo peor es que estaba desahuciada.
Natalia no soportó tanta pena. Mi ductriz se afligía. Ni en los más adversos aprietos la había visto llorar tan sincera, tan profusamente. El triste relato de Hawthorne la había sensibilizado.
¿Cómo no ponerse en el lugar de aquella niña virtuosa, toda ella ternura, castidad y sacrificio, agredida por una epidemia que la estaba destrozando? ¿Cómo no compadecer al viejo Henri, que nada podía hacer para procurarle una mínima esperanza, siquiera un consuelo, a la florecilla que había reverdecido sus ganas de vivir?
-La guerra recrudeció –prosiguió Hawthorne, el cacoquimio-. Los hospitales se atestaron de soldados alemanes que venían del frente, tullidos, mutilados, estertóreos. Conseguir atención médica especializada era poco menos que una quimera. Todo cirujano, traumatólogo o neumólogo había sido movilizado para ocuparse únicamente de los combatientes al servicio del Tercer Reich. La población autóctona debía conformarse con los médicos rurales, muchos de ellos ya jubilados, cuya pericia no era válida cuando tenían que hacerse cargo de casos extremos, como el de Monique.
¿Estaba todo perdido? ¿Realmente nadie, incluido Matisse, apostaba por que la salud de la muchacha se restableciese? ¿Era su funesta suerte languidecer, extenuarse hasta morir? ¿O había alguna remota solución a su desdicha?
Hugo Hawthorne –no recuerdo en qué punto del soliloquio- se enredó en una digresión inoportuna acerca de los costes millonarios que había sufragado para consumar su ilusión de erigir, en el Museo Metropolitano de Arte Moderno, una réplica simétrica de la Capilla de Santa María del Rosario. La faramalla autoaduladora, sospeché, iba para largo. Así que resolví, sobre la marcha, hacerme cargo de los siguientes capítulos del relato y reconstruirlos dando rienda suelta a mi hiperactivo magín, tan errabundo como esta propensión mía a convertir en fantasía aquello que no lo es.
A escasa distancia de Vence, a las afueras de la pedanía que lleva por nombre Saint Paul de Vence, entre la hojarasca, la espesura y el verdor de los alcores alpinos que se precipitan hacia la ribera del Mediterráneo, hay un convento de madres dominicas cuyo vallado de piedra ancestral, moteado de matas de musgo, se confunde con la fronda y los roquedales de su rededor. El paraje es idílico. Abundan huertos, encinas, lagares, nidos de mirlos, cervatillos, viñedos, y en un laguito de aguas mansas flota, mecida por la liviana corriente, una constelación de nenúfares.
Los terrenos pertenecen a la pía congregación que fundara Domingo de Guzmán, pero son administrados por el obispado de Niza, diócesis que ejerce la tutela eclesial sobre las reverendas monjas y la edificación que las alberga. Durante la Edad Media el enclave formó parte de una encomienda constituida a favor de la Orden del Temple, hasta que los monjes-guerreros cayeron en desgracia, fueron exterminados y sus cuantiosas propiedades distribuidas entre otras cofradías –y banqueros- leales a Felipe IV, el monarca que instigó la implacable persecución contra los templarios con anuencia papal.
Las religiosas dominicas acogieron a Monique gracias a sor Constanza, maestra de escuela que trocó pupitre por hábito cuando falleció su joven esposo, víctima de una apoplejía. Mujer de voluntad de hierro que no hacía concesión alguna a lo irrevocable, por más señas allegada de la familia Bourgeois, se había enterado por casualidad, conversando una tarde con el vicario de Vence, de la enfermedad letal que estaba matando a su antigua pupila. Enseguida intercedió por ella ante la superiora.
 Conmovida, la priora accedió al ruego de que la muchacha se hospedara entre aquellos muros de virtud y veneración, donde, recibiendo día y noche los caritativos cuidados de las hermanas, tal vez podría operarse el milagro.
-¿Milagro? -me interrumpió Hugo, el empautado-. Sí, nadie lo niega. La iglesia católica se nutre de muchos milagros. Pero ninguno tan extraordinario como el que aconteció en aquella humilde abadía olvidada de Dios. ¿Milagro? Por supuesto. Escucha, Natalia. Escucha.
Monique, amortecida en una carreta tirada por dos mulas rucias y perezosas que, a cada rodadura, se paraban a pacer, arribó al pequeño convento demacrada y exangüe. Había adelgazado alarmantemente. El microbio estaba causándole grandes estragos y aboliéndole a pasos de gigante su mocedad de ninfa núbil. Inmuno-deprimida, deteriorada, tísica, apenas podía caminar. Los brazos enclenques no se le separaban del cuerpo esquelético, de tan desfondados. Había que darle de comer, beber, asearla y casi hacerle respirar, pues sus reservas de fuerzas, fagocitadas por la bacteria, estaban anuladas.
Aquel rostro angelical, que semanas atrás mostraba la frescura de un vergel y era tan fulgurante como una candela, tan delicado como un bemol, se amustiaba con el desteñido macilento que empalidece a los anémicos. Era increíble que aquella chiquilla solícita, laboriosa, otrora una rosa viviente, se estuviera marchitando segundo tras segundo a causa de la infección.
-Lo más lastimoso -nos ilustró Hugo, el apóstol- era oírla toser y ver cómo se encogía ese cuerpecillo debilitado, sin una queja, sin un lamento, soportando estoicamente el dolor cada vez que a sus bronquios, agujerados por el germen ingrato, los sacudía un espasmo irresistible. Las novicias que la cuidaban, entonces, arrimaban a su boca exánime unas toallas y unas vendas, para que expectorara el emplasto sanguinolento que en sus pulmones cavernosos se había coagulado.
Noté, por el rabillo del ojo, que Natalia estaba a punto de permutar llanto por vómito. A duras penas pujaba por contener la arcada que le acometía desde el estómago a la glotis tras escuchar la descripción de las secuelas tuberculosas con que nos obsequiaba Hawthorne, el escatológico.                          El poeta, entretanto, iba a lo suyo. ¿Milagro? La palabra portentosa aún implosionaba en mis oídos. Me traía evocaciones litúrgicas, evangélicas, engañosas. ¿Milagro? Complicaba mis parámetros lógicos, los trastornaba y, a la vez, me fascinaba. Pero, sin duda, era el término más propicio incluso para el parco glosario de un laico irredento como yo, porque fue un milagro, y no otra cosa, el que Monique, que estaba completamente difiuciada cuando la asilaron en la abadía de las madres dominicas, retornara a la vida.
-En los anales está escrito que la noche del seis de junio de 1944 cambió el curso de la guerra –recordó Hawthorne, el historiador-. Esa noche era inminente el desembarco aliado en las arenas de Normandía.
Esa noche el vicario de Vence, en presencia de la priora, sor Constanza y las novicias, todas contritas, aplicó a Monique la extremaunción. Lloraban, quedamente. Oraban, en misericordioso silencio. Pero a la mañana siguiente la musa de Matisse despertó de su angustiosa pesadilla, más lozana que nunca. 
-He visto la luz, al niño y a nuestra señora, la Virgen María –cuentan que la oyeron musitar sumisamente, arrobada en un ilapso.
-Es una santa -departió sor Constanza emocionada, en un aparte, con el vicario.
-Si no lo es –repuso el cura, pasmado-, poco le falta.
Al maestro le dieron la buena nueva días más tarde, junto con la noticia, recibida en alborozo por los lugareños, de que la ofensiva de los ejércitos aliados en las playas normandas había sido un éxito. Henri también lloró, de júbilo, de agitación: en aquellas horas de esperanza para Francia y la humanidad lo que menos le importaba era el tablero estratégico en que la descalabrada Europa se había convertido.
Lidia, tras mucho discutir, le quitó de la cabeza la idea de visitar sin más aplazamiento a quien había sido su asistenta. Matisse aún no estaba mejorado del todo, y el clima de inseguridad provocado por el retroceso en desbandada de las tropas germanas aconsejaba una mínima prudencia antes de emprender cualquier viaje, por breve que fuera el trecho.
-El deleite del artista, sin embargo, duró poquísimo -nos desanimó Hugo, el lúgubre.
Una sorpresa deprimente, que Matisse aderezó con un cierto patetismo, le deparaban los hados traviesos. Un hecho inesperado que acertó a calificar como extravagante.
-¿Sor Jacques-Marie? ¿Pero qué me estás diciendo, niña? ¿Estás loca?
Monique, en cuanto se sintió con ánimos, acudió a entrevistarse con el genio en el viejo caserío de Vence, del que tantas añoranzas guardaba en su corazón. Al principio todo fueron risas, agasajos y satisfacciones. Lidia preparó una bandeja de porcelana llena de confituras, de la que no probaban bocado. Henri, intuitivo y sagaz, recelaba. La muchacha estaba allí para decirle algo importante que atañía a ambos. Pero no se atrevía a abordar la cuestión. Parecía estar reuniendo todo el valor del que era capaz y poder explicárselo sin soliviantar su bilis ni causarle enojo. Él se quedó boquiabierto, atontado, cuando de golpe, apocada pero resuelta, le comunicó que, en agradecimiento a la compasión que las hermanas dominicas le habían demostrado durante su convalecencia, tenía decidido tomar los hábitos de la orden.
-Había sentido con toda su omnipotencia la llamada de Dios –expuso Hugo, el prosélito, justificando aquella decisión inesperada que tanto habría de exasperar a Matisse.
Se mortificaba, Monique, porque creía arrastrar una deuda que no podría saldar ni siquiera inmolándose, donando la propia vida. En el hecho de conservarla tras haber estado al borde del abismo ella vislumbró un mensaje, un significado trascendental, la necesidad imperiosa de un compromiso. Debía corresponder al altísimo ofreciéndole un gesto de gratitud que fuera mucho más que una ofrenda floral, que fuera un sacrificio que abarcara todo lo que le restaba de existencia en el mundo de lo terreno, por haberla salvado de una muerte inequívoca.
-De ahora en adelante, señor –dijo la enfermera, degustando al fin un dulcecito-, me llamaré sor Jacques-Marie.
Y Matisse, admirado, rabioso, no daba crédito a lo que estaba oyendo.      
 La novicia también sueña

La decisión de Monique Bourgeois sumió al genio fauvista en un estado de ofuscación que compartía por igual el desaliento y la irritación. Era como si le hubieran dado a beber, contra su voluntad, néctares acedos. Ni siquiera los divertimentos artísticos, los décuopages, tenían ya efecto terapéutico.
Él hubiera querido acaparar las esencias, empaparse de ellas y propiciar el surgimiento de una nueva estética. Pero las esencias, desde que Monique Bourgeois no estaba a su lado, se habían evaporado como al partirse el cristal que aprisiona los halos fragantes de un selecto perfume.
Lidia, atenta, cautelosa, fue la primera persona en darse cuenta de que Henri estaba hundiéndose en una depresión moral. Y temía que su maltrecha salud no pudiera resistir otro agravamiento. Salió de dudas el 19 de agosto de 1944, día apoteósico en que París vivió su liberación. En esa fecha histórica observó Lidia que el maestro apenas probaba, apático, unos sorbos del licor de la añeja botella que habían descorchado los vecinos para brindar jubilosos por la magnífica noticia. Tañían sones de acordeón que acompañaban con tarareos de tonadillas folclóricas en una kermés desinhibida que duró toda la madrugada. Pero Matisse estaba triste. Matisse estaba apesadumbrado. Languidecía.
Entre el pintor y la doncella se había alzado, pedrusco sobre pedrusco, un talud de impenetrable frialdad desde aquella visita en que, venciendo su timidez, ella le notificó que dejaba el mundo alborotado de los seres ordinarios y se inscribía, sin ningún disgusto o compunción, feliz, en el del casto recogimiento monacal.
Para Henri, el que una niña tan garrida hubiera decidido encerrarse a perpetuidad tras las rejas de un convento suponía mucho más que un ultraje, mucho más que un desafuero que él no podía corregir, aunque se lo propusiera con todos sus ahíncos: suponía también (y esto era lo que más le dolía en el alma) perder la esperanza de desplegar la fuerza, el vendaval de inspiración que la eferente Monique, tal vez sin ella saberlo, había traído consigo a sus postreros años de existencia, los seniles, cuando toda habilidad muscular, intelectual, especulativa parece esfumarse conforme se van sucediendo las calendas.
Monique, pensaba Henri, incomprensiblemente se disponía a desperdiciar sus mejores años apartándose de todas las cosas lindas (el amor, la libertad, la sexualidad, las modas, la opípara comida), que, a pesar de sus injusticias, perfidias e iniquidades el universo terrenal podía ofrecer a una sílfide como ella. Pero, además, su arte, que tanto requería de un impulso decisivo, que tanto se le desvanecía, había sufrido un intempestivo contratiempo, precisamente ahora en que todo era tan perentorio, precisamente ahora en que tiempo era lo que no le sobraba al maestro para cumplir el sueño impostergable que se vincula a cualquier artista: realizar la obra culmen, la suprema, la totalizadora, que ha de inmortalizarlo ante sus semejantes generación tras generación, y encumbrarlo al Olimpo, adonde sólo acceden los elegidos. El retiro voluntario de Monique, su entrega a un fin tan noble como el de servir modestamente a Dios olvidándose de sus propias apetencias, su imprevista transfiguración en sor Jacques-Marie, dieron al traste con todos los proyectos que Matisse ideaba desde que la muchacha apareció con su juventud, sencillez y frescura, hasta convertirlos en puro excidio. ¿Cómo no repudiarla sintiendo, a la vez, un asomo de admiración por ella?   
-Yo tengo otra pregunta –intervino Hugo, el cuestor-. ¿En qué cosa buscaba refugio Matisse para curar las pulsiones que zaherían su atormentado espíritu?
Su voz de pelusa se ensordecía por los espacios místicos de la capilla duplicada.
-¿En qué cosa –repitió Hugo, el eco-, sino en los cojines que Monique le había bordado antes de marcharse? Ahí lo encontraba. ¿Puedes creerlo, Natalia?
A estas alturas de la tragicomedia ya no se sabía lo que pensaba Natalia. Pero el poeta, entre líneas, percibía otro modo distinto, más elevado o ficticio aunque también más hermoso, de reinterpretar lo que sucedió. Pues el poeta, tan proclive a la fantasía, era capaz de ver sin mayores requerimientos al pintor avejentado y a su última musa, cuyos destinos parecían fatalmente divergentes y sin embargo, con solo abrirlos a otros caminos posibles, condenados a reencontrarse, a fundirse de nuevo.
-Era increíble –oía el poeta decir a Hawthorne, el mélico-. Henri, a sus setenta años, no se despegaba de los cojines que la muchacha había remendado, como un niño de sus juguetes rotos.
Matisse tenía las manos artrósicas, pero todavía podía palpar las telas de los cojines que, durante noches y noches de desvelo, Monique –las yemas de sus dedos protegidas por dedales, la aguja finísima perforando los paños- había tejido. El poeta vio esas manos, en su imaginación. Emocionadas, acuciosas, se dejaban rozar por la tersura de aquella urdimbre que la niña había hilvanado con verdes, azules y amarillos, tríada de colores que  encandiló a Matisse y que muy pronto, cual talismán, sería rescatada de la desazón para brindarle la oportunidad de congraciarse con la pintura y con sor Jacques-Marie. El fauve supo, en su soledad, que ella no cosía aunque cosiera: en verdad dibujaba utilizando un material que nadie antes había osado emplear. Los ovillos, las madejas. 
-Sucedió que la capilla del convento estaba en ruinas –interrumpió Hugo, el nuncio.
-Sí, es cierto –ratificó Pére, el vicario de Vence, propinando un puntapié a una alimaña que merodeaba entre los reclinatorios apolillados-. Tiene usted razón. No podemos obligar a las hermanas a rezar en este lugar desolado, más porqueriza que digna casa de Dios. ¿Qué podemos hacer, sor Constanza?
La monja lanzó un lamento, gravemente, como si le hubieran comunicado la preñez de una de las preladas a su cargo. Caminaba junto al clérigo por el interior de la ermita, en tareas de inspección. A sus pasos se resquebrajan las esquirlas de las vidrieras que, sucias de polvo, rayadas, se habían desprendido de los muros. Había rastrojos amontonados en todos los rincones, y hasta la maleza penetraba por las junturas de los ventanales enmohecidos, profanando el antaño coqueto santuario.
-La priora ha escrito al obispo encareciéndole su ayuda –suspiró la dominica, sin ninguna esperanza-. Nadie nos hace caso. De haber una solución, tendremos que encontrarla por nuestra cuenta.
-¿Cómo? –preguntó el vicario, asustado.
-He ahí la cuestión, mi buen pastor.
Propuso entonces el mozo eclesiástico, los ojillos bizqueantes:
-¿Y si organizamos una rifa?
-¿Y qué rifaríamos? –replicó sor Constanza-. Somos pobres como ratas. No estamos para tómbolas. Ni siquiera confiamos en la eficacia de las rogativas. Santo Domingo, nuestro beato patrón, ya no nos escucha. Quizás le estamos rezando a destiempo.
-¿Qué me dice de una colecta entre los feligreses?
-Quite, quite -objetó la religiosa-. Los feligreses son aún más pobres que nosotras. 
-Alguien, madre de Cristo, debe ayudarlas –se encrespaba el vicario-. La situación es intolerable.
La monja desvió la mirada hacia la hornacina, sobre el dosel del altar. Pájaros silvestres habían trenzado un nido color de marga. Los polluelos, hambrientos, piaban en su guarida.
-Éste es el país de la filosofía ilustrada y de la división de poderes -afirmó solemne sor Constanza, como levitando-, de las revoluciones y los monarcas decapitados. Que las esclavas del Señor vayan descalzas y desnutridas, y su hogar sea tan humilde como un belén, se considera un elemento consustancial del paisaje. Quebrantar esta costumbre es señal de mal gusto. Lo nuestro, nos apene o nos glorifique, es la mansedumbre.   
-Qué desgracia  -exclamó el vicario, todo él desmoralización.
-No se achante –le regañó animosa sor Constanza-. Dios proveerá.
-Y Dios proveyó -dirimió Hawthorne, el mediador-, pues nunca abandona a sus ovejas.
 Sor Jacques-Marie no pudo soportar por más tiempo la destemplanza absurda que había interferido entre ella y su antiguo amo. Solicitó una dispensa a la madre superiora y, aunque dudaba de ser bien recibida, marchó a verlo a la alquería donde moraba dispuesta a corregir el desatino y a poner un poco de cordura en sus relaciones.
Pero otro propósito la urgía a contactar con Matisse, y lo simbolizaba el cuadernito de pastas ajadas que portaba bajo el brazo. Sólo él, pensaba la novicia, podía salvar a sus compañeras de hábito del desastre que las estaba asolando. Bastaría con que el pintor prestara su afamado apellido para que, antes de que la capilla se convirtiera en una antigualla, las familias más pudientes de Vence y de otras pedanías cercanas aceptaran donar algunas aportaciones económicas con las que remozar el templete. No iba a pedirle dinero. No iba a pedirle un cheque en blanco. Iba a pedirle su perdón y a convencerle de que él también había contraído una deuda de gratitud con ella. Si estaba en su ánimo saldarla, este era el momento adecuado.
Lidia, que le dio una bienvenida afectuosa, se retiró diplomáticamente para que pudieran purgar sus querellas sin estorbo de intrusos. Sor Jacques-Marie, otrora Monique, encontró al genio más destazado que nunca. Estaba arrumbado sobre los cojines tricolores que ella le había tejido, y balanceaba su somnolencia en la mecedora de mimbre, que tanto crujía en el vaivén. La novicia estuvo a punto de romper a llorar al verlo tan abatido y afiebrado, porque sólo echándole mucha imaginación aquel hombre, exhausto de tanto ingerir eméticos y amodorrado en la conduerma de la mañana temprana, mal podía traerle el recuerdo del insigne artista que, como muy pocos de su generación, había alcanzado la gloria en vida.
Se abrazaron, en silencio, sin atreverse a cruzar palabra. Ella, erróneamente, lo notó tembloroso, cohibido, y él, aunque tanteó por entre los frunces del hábito, no fue capaz de descubrir la piel, todavía hermosa, que se celaba bajo aquel ropaje austero. Pero vencieron sus mutuas reticencias y se expresaron abiertamente los verdaderos sentimientos que habían compartido.      
-Y de este modo tan epopéyico –concluyó Hugo, el bardo- surgió, mi querida Natalia, la feliz idea de que Matisse se inmiscuyera en los trabajos de restauración de la Capilla de Santa María del Rosario, y pergeñara por los siglos de los siglos su obra maestra.




















La obra suprema: vitrales cromáticos y cromatismos sedantes

Se hizo la noche durante nuestra visita al Museo Metropolitano, pero no se nublaron las vidrieras de la falsa capilla. El azul cielo, el ámbar de miel y el verde calmo, apenas posados sobre el aire -sortilegio, belleza-, se difuminaban en una gama de matices cárdenos. Los halos nos acariciaban, así las hojas de helecho (el árbol de la vida) que Matisse recortara en los cristales fuesen las manos párvulas de un niño de voz blanca; o, imaginaba el poeta, las alitas de un querubín que anduviera revoloteando por los espacios quietos del santuario, juguetón, dejándose querer y susurrándole melindroso, con la lira tañendo unos acordes: <Llévame contigo, diocesillo de la metáfora, y prometo devolverte a Natalia.>   
-Tengo por aquí un facsímil –disertó de golpe Hawthorne, el facundo, enseñándonos muy jactancioso la prueba irrefutable- de la misiva lacrada que Matisse le dictó a Lidia y que luego la novicia, a súplica de la antigua modelo, le remitió al obispo de Niza cuando la Capilla del Rosario estuvo por fin terminada.  Voy a leértela, Natalia.
La carta, aun siendo apógrafo reciente del original, se cuarteaba al cogerla entre los dedos, de tan lograda. Hawthorne no había ahorrado afanes para que el más ocioso detalle de la exposición fuera un duplicado gemelo de aquellos recintos, adminículos y objetos que convocaran la memoria archilaureada de su idolatrado pintor. Eran los fetiches de un coleccionista fanático.


Henri Matisse
Creador

                                          Obispado de Niza
                                                 (Para su entrega personal
                                                  a Su Excelencia, el Obispo)


Vence, junio de 1951:
Excelencia:
La presento con toda humildad la Capilla del Rosario de las dominicas de Vence. Le pido que me disculpe por no haber podido presentarle yo mismo este trabajo a causa de mi edad y de mi salud. La obra ha requerido cuatro años de un trabajo exclusivo y asiduo, y es el resultado de toda mi vida activa. La considero, a pesar de sus imperfecciones, mi obra maestra.
Ojalá el porvenir pueda dar la razón a este juicio mediante un creciente interés, incluso más allá del significado más alto de este monumento. Cuento, Excelencia, con vuestra vasta experiencia de los hombres y con vuestra profunda sabiduría para que juzguéis un esfuerzo que es el resultado de una vida consagrada a la búsqueda de la verdad. Pues ¿creo en Dios? Sí, ésta es mi explícita respuesta. Creo, Excelencia, cuando estoy trabajando. Cuando soy sumiso y modesto. Entonces, me siento rodeado por alguien que me hace crear cosas de las que no soy capaz.
Comencé con lo secular, Excelencia, y aquí estoy, en el ocaso de mi vida, terminando con lo divino. Todo arte digno de ese nombre es religioso. Ya sea que esté hecho de líneas o de colores, si la creación no es religiosa, no es arte. No es más que un documento, una anécdota.
H. M.

Unos días después de recibir el jerarca esta carta la Capilla de Vence fue bendecida en olor de multitud y jaculatorias. Era el 25 de junio de 1951.
-No acudió Pablo Picasso –nos informó Hugo, el cronista-. Su ausencia era asaz previsible. Pero envió un telegrama. En él transmitía a su veterano contrincante una enhorabuena cordial, aunque no exenta de flemáticos adjetivos y de arteros circunloquios que, en la aleve cicatería del texto, solapaban su incontenible envidia: <Jamás nadie como usted –le confesó Picasso- ha cosquilleado la pintura hasta hacerla reír.> 
El tono y el mensaje de la epístola que Matisse le dirigió al Obispo de Niza me causaron perplejidad, porque no parecían casar con los planteamientos ideológicos –y estéticos- del más egregio representante del Fauvismo. En apariencia era una declaración testamentaria de quien intuye la cercanía de su pronto morir; pero ante todo Matisse, en aquella correspondencia episcopal, aseveraba que durante la última etapa de su vida una purificación religiosa, casi mística, le había preparado para cuando llegara la hora crucial de acometer su obra más emblemática. Y el poeta, siempre ácrata con las explicaciones fáciles, se preguntaba cómo había sido posible esta transformación en el espíritu de un hombre a quien, nunca antes, se le había oído una sola palabra sobre nada remotamente relacionado con la militancia pastoral.
De estas elucubraciones me extrajo Hawthorne, el infractor, que fiel a su cometido de simpático cicerone seguía hablando y hablando para pavonearse ante mi crédula Natalia, y hacer lucimiento de lo mucho que sabía de arte:
-Sor Jacques-Marie jamás hubiera podido jurar, ni por lo más sagrado, que obtendría con creces los propósitos que la llevaron a reencontrarse con Matisse luego de acontecer tanta tribulación entre ambos. Ella sólo pretendía que el pintor patrocinara las obras de restauración del santuario, nunca que se involucrara personalmente en el proyecto hasta el punto de intervenir en su decoración y en su concepción arquitectónica. Matisse, empero, acabó decidiendo la redistribución interior de los espacios, la orientación de los ventanales o, incluso, el mobiliario que mejor se acomodaría al templete una vez que los albañiles acabaran sus cometidos.
Pese a las explicaciones de H.H., el poeta persistía en su método mayéutico para averiguar la verdad, esa otra verdad fantaseada que sólo existe en las ficciones, concebida de lascas, de fracciones de los otros veros: los improductivos, los reales. Se cuestionaba, el poeta, tanta candidez; se cuestionaba si la novicia, bajo su apariencia de muchacha inhibida, había proyectado, subrepticiamente, que Matisse se implicara hasta tales extremos. Porque al poeta le asaltaba una duda: ¿con qué fin sor Jacques-Marie llevó consigo aquel cuadernito en el que aún conservaba los dibujos que había abocetado a la luz de candiles, cuando nadie podía verla y era una modesta sirvienta que desempeñaba las funciones de enfermera?
-Ven, acércate, niña. ¿Qué me traes ahí? –clamoreaba Matisse, la voz claudicante, yendo en volandas al reclamo del enigma que Monique ocultaba entre los embastes del hábito humilde de las dominicas. Aquella vestidura sobria, en su cuerpo inexplorado de damisela, a él le excandecía hasta el desasosiego. Monique parecía una Magdalena penitente. 
-Nada, señor. Unas minucias –respondió ella conservando aún el tratamiento formal. Se enjuagó el paladar con un sorbo pudoroso de aguardiente de rosoli que Lidia había condimentado.
Se había sentado la novicia frente al pintor senescente, para que pudiera verle más de cerca esos ojos de hojaldre y esa piel con lunarcitos nuevos que tantas horas en vela orando en la celda lienta del convento iban desluciendo, pero que a las retinas ya sin riqueza del maestro, avariciosas de la belleza natural de la muchacha, todavía embelesaban.
-¿Son dibujos? -indagó el fauve en su nesciencia, sin advertir el ardid-. ¿Los has hecho tú?
-Meros recreos –se excusó sor Jaques-Marie abriendo un poco, cautelosamente, la encuadernación, con la precaución de no estropear sus quebradizas nervuras-. Son del tiempo en que yo lo cuidaba a usted, y lo veía recortar, encolar y colorear los papeles.
-Muéstramelos.
-Si son nimiedades.
-Muéstramelos, te digo.
Monique se sonroja:
-Me da vergüenza.
-Obedece, niña. O me enfadaré.
-En las cartulinas –enlazó Hugo, el inefable- Monique había dibujado una estampita de comunión. La virgen era la viva imagen de una campesina, pero con tal gesto de madre virtuosa en sus pómulos que la beatificaba; el niño, en su regazo, tenía las manitas juntitas. Los trazos eran superficiales, de una ligereza y transparencia sublimes.
En 1909, cuando sus usanzas pictóricas aún no le habían deparado la perfección total, Matisse escribió: <La pintura es para representar visiones interiores. Todo lo que vemos se deforma por nuestras costumbres. Hay dos maneras de expresar las cosas: señalarlas brutalmente o evocarlas con arte. Se evoca lo que la mirada produjo en nosotros como acto que requiere trabajo, esfuerzo. El artista debe tener simplicidad de espíritu.> 
Cuarenta años separaban estos veredictos teóricos de aquella reunión bajo una techumbre taraceada por la que se deslizaban enredaderas y  arbustos trepadores, en un caserío de Vence. Caía la brisa tibia del Mediterráneo, como tremolina limpia, y la otrora sirvienta del salvaje le comentaba con amabilidad la penosa situación de la capilla de sus hermanas, mientras le mostraba, por vez primera, los bocetos que había dibujado durante la adolescencia. Y Matisse no quitaba ojo de los labios marchitos (y sin embargo, a su mirar, lustrales y encantatorios) de Monique.
Alguna vez se le oyó decir: <Busco una forma de arte que emancipe al hombre que contempla un cuadro de toda sensación hórrida o fastidiosa. Busco un lenitivo, un calmante cerebral, algo análogo a la buena poltrona donde reposar de las fatigas físicas.>
¿Había hallado, en su declive, ese trono de bienestar, plácido, donde sentarse y desde el cual mirar? Lo había hallado. Ante aquellos dibujos tan genuinos recordó de pronto aquello que una vez, en los comienzos de su profusa andadura, le contestó a un censor testarudo que se oponía drásticamente y con muy mala educación a que los cuerpos, pasados por el tamiz del Fauvismo, se resumieran y resumieran hasta parecer meros contornos de una trivial viñeta infantil. Henri no le dio chance para la menor réplica: <Sólo la figura humana, dentro de sus líneas esenciales, me permite expresar mejor mi sentimiento casi religioso de la vida.> 
-Fue como una revelación –idealizó Hugo, el sinarca-. Matisse lo vio todo tal y como tenía que hacerse. Vio las vidrieras y los tres colores que debían encajarlas, y las irradiaciones de luz que penetrarían a través del tapiz de los cristales tintados. Vio los paneles que cubrirían las paredes de la nave del templete: a un lado aquella virgen y el niño, al otro las estaciones de penitencia que condujeron al Mesías a su castigo y sufrimiento. Vio el altar, vio al beato patrón y vio la enhiesta cruz. Era un universo íntegro, y él, su visionario, sería su hacedor.
-Me has regalado nuevas apetencias de vivir, niña, y has dulcificado todas mis agruras-, le confesó Henri a la novicia, casi postrándose a sus pies; con un gesto expedito indicó que se apropiaba del cuaderno.
Y entonces declaró solemnemente lo que nadie, jamás, hubiera podido preconizar que el fauve diría:
-Toda mi pintura ha sido un intento de cantar la gloria de Dios, incluso pintando la serenidad elegante de un desnudo de mujer, o una naturaleza muerta bajo la luz azul de Tanjah.
 Era preciso que se demorase en largas pausas antes de seguir hablando. El aire le escaseaba. <Y ahora –concluyó fatigosamente- estoy feliz de poder dedicarme a representar modernamente un tema sacro.>
Pére, el vicario, era un hombre atinadísimo en cuestiones de palacios eclesiales y jerarquías apostólicas. Por eso acertó, a la primera, con el nombre del arquitecto que debía dirigir las obras de remodelación. Se llamaba Milan de Peillon.
No planteó Pére su designación a la diócesis de Niza por motivo de sus cualidades a la hora de diseñar planos y estructuras edificables. El vicario, personaje que en su sananería disimulaba una perspicacia muy aguda, filtró el currículum de Milan de Peillon a la sede del obispo una vez enterado de que Matisse había aceptado el encargo de decorar la chapelle, pues barruntaba que al lado del pintor no podría trabajar un arquitecto que se propusiera hacer dictado de sus propios pensamientos. Las monjas requerían un mero ejecutor de carácter sumiso que tuviese la deferencia de no discutirle a Henri Matisse ninguna de sus originales ideas y las aceptara de verbo ad vérbum, sin rechistar. De lo contrario, el urgente proyecto de restauración se diferiría sin remedio.
Matisse fue otro durante los cuatro años en que se entregó a la causa.  Lo secuestró esa ambivalente excitación, ese colapso confuso y sin embargo tan fértil que Truman Capote, en unas famosas páginas seudo-autobiográficas, denominaba coma creativo, estado de trasmigración que excita los alambiques sensitivos de un artista e ilumina, entre todo lo tangible, entre todo lo palpable, sólo aquello que merece la pena ser rescatado para transmutarse en arte. De la mano de Monique se había tomado tan en serio los trabajos que hasta Lidia creyó que algún día habría de verlo, cargando con sus ochenta años a cuestas y entre el jolgorio de la cuadrilla de fornidos albañiles que fue contratada, más rejuvenecido que en sus lejanas mocedades.
-No se apure, Lidia –la tranquilizaba Pére, el vicario-. Si se le ve tan risueño será porque el maestro bebe sin parar litros y litros del agua que mana del fontanar de Vence.
 Y aquí infringió Hugo, el oportunista, la silenciosa recreación del poeta:
-La amanuense sufría delirios en la visión erótica que le provocaban los músculos sudorosos de los ceñudos obreros metidos en faena, que transportaban las carretillas, hundían las palas y amorteraban el cemento con la pujanza de unos atlantes, pues por aquel entonces Matisse, pábulo de tantos achaques, apenas conservaba la vitalidad bestial de sus comienzos.
Se conserva una fotografía de aquella época senil. El salvaje, vestido de negro con sandalias de pescador, orondo, la calvicie ya avanzada, la barba encandecida de tan blanca, blanquísima, las perneras de los pantalones por encima de los tobillos, cual colegial, está pintando en su atelier los bordes de una especie de enorme campana que se asemeja a un lazo insuflado de aire, tentacular, cuyo vientre contiene otra campanita de menores dimensiones, como si fuera el abadejo de la otra mayor. A ras del piso hay una luna menguante.
La singularidad de la fotografía estriba en el levísimo movimiento que ha captado el objetivo. Matisse, que amaga un ligero saltito sin despegarse del suelo, se ayuda de un cayado que mide varios metros de longitud, al igual que hiciera con los esbozos de Danza de Merion, si bien esta vez no se trata de una simple experimentación: fue la ingeniosa técnica de la que se valió para decorar la Capilla de Santa María del Rosario con unos iconos religiosos que recorrerían el mundo como dechados de minimalismo. 
-Cuando se cansaba –descifró Hugo, el alquimista, los pensamientos novelados del poeta-, desprendía de sus alturas ese tercer apéndice estilizado; pedía que le trajeran la butacona de mimbre y sentado en ella, cual peana visualizadora, dirigía a los alborotados obreros y al discreto monsieur De Peillon, quien, sin un mal visaje, acataba sus estrictas indicaciones.
No se podía prever cuándo, pero de repente, al rato, el aliento le venía de nuevo, impetuoso como beso de Eolo, y entonces Pére, o quien quedara a su vera, se adelantaba a sostenerlo por los antebrazos mientras tomaba impulso y se incorporaba vehemente, recuperados todos los bríos perdidos. Él bromeaba diciendo que aquellos auxilios acabarían por elevarlo a los cielos, y al momento, de un modo que nadie supo jamás definir, mudaba la mueca hilarante que había suavizado su rostro abstraído y reanudaba los trazos allí donde los había dejado inconclusos, estirando el luengo pincel de proporciones inauditas.
Lo insólito era que el pulso de Matisse, cada vez más dislocado, y que las articulaciones de sus manos, ya por completo cariadas por la artrosis, pudieran soportar, siquiera durante unos minutos, la gravidez de aquel báculo tan largo, que en la punta, manchada de óleos y matices, celaba los arcanos de su arte imperecedero.
Y más extraño aún era que la composición de sus obras no se resintiera por haber adoptado su autor tan violentada postura y manejado tan extravagante instrumento. Al contrario, ganaron en originalidad y consistencia, como si Matisse, en sus postrimerías, hubiera recurrido a este novísimo utensilio no para relajar sus miembros mermados, sino porque de otra manera nunca habría sido capaz de abreviar las representaciones simbólicas destinadas a la chapelle hasta depurarlas, eximirlas de todo esplendor. Era como si pintara con la sola fuerza de su voluntad. Como si únicamente pintara unas pocas esencias de la esencia.        
-Pére, por cierto, también reclutó al maestro vidriero y al alfarero –salmodiaba Hawthorne, el rapavelas.
 Sus nombres eran Bony y Bourdillon, hombres de alta consideración en sus oficios de artesanos. A ellos el vicario, diligente, les instruyó en las explícitas providencias que Matisse había prescrito respecto de la fabricación de los vidrios y de las losetas, rudimentos primarios sobre los que volcaría sus habilidades. Escogiendo adrede de su suculento vocabulario palabras mesuradas y poco ofensivas, Pére les fue inculcando, también, la inapetencia a cualquier ilusión de que sus laboriosos encargos les fueran reconocidos como propios. La restauración del templete sería obra de Matisse, y sólo de Matisse, de nadie más; en la posteridad el monumento llevaría ínsito este único y superlativo nombre o no llevaría ninguno, pues así como el vate es dueño de su plectro aunque la poesía se la revele un hiriente frustración amorosa, los suspiros de las hamadríades o el resonar de cohetes asesinos, el fauve lo sería de todo cuanto, en la remozada capilla dominica, hubiera de invocar la intrusión de las musas, que todo lo pueden y todo lo trastocan.
Hugo, el ubicuo, se aclaró la garganta antes de proseguir, señal inequívoca de que arribábamos a un punto trascendental del relato. Con estos términos desgajó lastimosamente al poeta de sus ensoñaciones:
-A Bony, el vidriero, Henri lo tuvo enfrascado muchas horas explicándole las características de la emplomada y de la armadura que exigía para los vitrales. Fue minucioso hasta la exasperación. Incluso le obligó a tener como libros de cabecera y consulta el Arte delle vetrate, que el ilustre Antonio da Pisa escribió a finales del siglo XIV, y el llamado Manuscrito de Bolonia, un códice anónimo del siglo XV que fue considerado durante mucho tiempo la Biblia de todo buen maestro del vidrio. Bony jamás osó inquirirle por el modo en que había adquirido aquellas dos rarezas bibliotecarias del periodo flamígero.
Desde el mismo instante en que lo sacudió aquel frenesí extático al ver los dibujitos de Monique; desde ese instante prodigioso en que el ámbar, el azul y el verde de los bordados emergieron ante sus ojos y los resucitaron, supo Matisse que las vidrieras habrían de ser un elemento cimental de la nueva capilla, no un simple abalorio decorativo.  
-A Henri le fascinaba la luz –solfeó Hugo, el traidor, a mis espaldas-. Era propenso a las tonalidades intensas. Por eso buscó referencias en el estilo artístico, casualmente originario de Francia, que fusionó lo lumínico y lo cromático haciendo de ellos una sola entidad, una sola substancia armónica. 
El Gótico de la Baja Edad Media, que los humanistas del Cinqueccento habrían de despreciar hasta la befa en sus tratados filosóficos, revolucionó la relación del hombre con la arquitectura y, por extensión, con todas las manifestaciones plásticas que a ella se supeditaban. El crudo, inflexible y rudimentario Románico fue cediendo ante el empuje de las nuevas soluciones arquitectónicas. Las construcciones aspiraban a una ascensión que las allegara a los dominios siderales del Creador. Anhelaban ser protuberancia, antípoda de las catacumbas.
Pero ninguna sustitución de una etapa artística por otra que la releve acontece abruptamente. El Gótico, incomprendido en el ulterior Renacimiento, empezó a gestarse poco a poco tras la llegada del primer milenio y la superación del temido día del Armagedón. Enardecidos, los monjes cistercienses quisieron rendirle un monumental tributo al Dios fustigador que había perdonado a la humanidad de padecer la ineluctable aniquilación profética. Los santuarios ya no debían amedrentar a los acólitos, sino educarlos en la gracia eterna. Ya no debían reprender ni sermonear. Mediante figuraciones e imágenes asombrosas por su sobriedad y grandeza, ahora mostrarían la majestad, el celo, la magnificencia de la divinidad que al orbe entero había salvado del holocausto apocalíptico.        
-Cualquier modificación de estilo presupone un cambio de mentalidad. Y cualquier cambio de mentalidad demanda ampliar los recursos expresivos, los fundamentos del arte. Arcos ojivales, bóvedas de crucería, arbotantes y estribos –enumeraba Hugo, el prosopopéyico- fueron invenciones geniales que facilitaron la elevación de los muros a la par que reducían su grosor. La gran aportación del Gótico estriba en conseguir que el peso del imponente edificio, toneladas de piedra, mármoles y argamasa, descanse sobre diferentes soportes tectónicos.
He ahí la razón, se decía el poeta, de que el muro perimetral aliviara su carga y adquiriera una finalidad que hasta ese momento había sido impensable. Ya no era imprescindible el que, para no disminuir su eficacia sustentadora, apenas tuviera vanos, como en el ciego Románico. En las moles de piedra podían abrirse huecos, ventanales de variados tamaños y formas, y encajarse vitrales a cuyo través se reflejara la luz exterior. Un conglomerado de fragmentos de cristal, entintados de color, refractaría los haces de la luminiscencia que descendía directamente del empíreo, traspasando los espacios interiores de templos, abadías y catedrales. Había nacido la vidriera policroma. 
-Matisse utilizó cristaleras para rematar su obra maestra –declamaba Hawthorne, el puritano-. Fue como retrotraerse en el tiempo y revivir una época clave en la evolución del arte.
Debido al apogeo de la vidriera gótica la pintura no cayó en el olvido y pudo desarrollar más tarde su labor instrumental: difundir la religiosidad, didácticamente, entre la multitud de menesterosos y analfabetos que malvivía en la Edad Media. La necesidad de color les llevó a ingeniar un artificio de vidrio teselado que concentrara la luz, la infiltrara y la modelara. Cuando la luz se hizo espectro cromático ya no se conformaron. Ahora querían tocar las cisuras que resplandecían. E intentaron pintarlas. La luz se hizo corpórea.
 Y entonces pensó el poeta: la historia del arte es la de una continua e inacabada experimentación. El arte no se queda quieto, viaja desde sus raigambres primitivas hacia su completo progreso, complicación y agotamiento. Y cuando suponemos que ya no hay nada innovador que proponer, otro ciclo resurge con más poderíos de la inercia pantanosa en que había sucumbido, volviendo a empezar esa rueda sempiterna que va desde la prolijidad menos confusa hasta la sencillez más equívoca. El arte tiene alma pendular, oscilante. Su naturaleza es embaucar, protuir. Se devora a sí mismo y a cuanto le rodea, como Saturno a sus vástagos. Se retroalimenta. Nunca fenecerá mientras haya un hombre vivo sobre la tierra.
-Lo que descubrimos al analizar la obra culmen de Henri –se entrometía Hawthorne, el erumnoso, en las invenciones del poeta-, es que de una sola vez compendió ese círculo inagotable por cuyas sinuosidades el arte se mueve. La soberbia ejecución de la chapelle, por su perfecta concisión, es un magnífico ejemplo. Todo en ella es cromoterapia. Y no olvides, Natalia, que por paradójico que suene estamos hablando de un salvaje.









El arte y la pupila

Año del Señor de 1170.
Nace en Burgos Domingo de Guzmán.
El papa Gregorio IX le concedería la santidad en 1234, trece años después de muerte. Sus restos reposan en un convento de Bolonia, cual reliquias. Pero cuenta la leyenda que Domingo de Guzmán ya era santo antes de que su beatitud le fuera reconocida por los dicasterios de Roma.
Estratega de la católica creencia, baluarte de la cristiandad, monje fanático que aplastó las herejías populares (la cátara, la albigense), santo Domingo ha pasado a la historia como el fundador de la Ordo Fratrum Praedicatorum, la orden de las frailes predicadores y mendicantes. Por vestir hábito de lana blanca e inmaculada, bajo manto talar de bruno color, se les llamó “fratres negros”. Por el juego de palabras a que se presta el vocablo “dominicanus” (que se descompone en dominus, amo, y canis, perro), se les llamó también perros del señor. 
Los dominicos gobernaron los tribunales de la Inquisición y todas las artes, que en sus manos se convirtieron en instrumentos eficaces de propaganda católica. Fueron los primeros mecenas. De sus abadías surgieron teólogos y pintores. Contraían votos perpetuos de pobreza, obediencia y castidad. Profesionalizaron la fratría. Y, como ejemplo de virtud, obligaron a los indígenas de las Américas a adoptar las posturas amatorias que habían canonizado los sumos pontífices para observancia de los feligreses bajo pena de pecado mortal.
  ¿Tuvo en cuenta Matisse toda esta suculenta información -que Hugo, el derviche, hacía largo rato que nos salmodiaba- a la hora de idear cómo debía pintar el mural de la chapelle con la figura beatífica de santo Domingo?
Hawthorne, en otras ocasiones tan lenguaraz, no respondió a mi sencilla pregunta, que quedó flotando en el ambiente del santuario replicado como un maullido en noche de novilunio. Por la altanera mirada de desprecio que me dedicó, deduje que nuestro cicerone había supuesto algo rigurosamente cierto: me movía la dicacidad. Así que, sagaz y taimado, prefirió prorrogar su logomaquia sin darme chance alguno de interrumpirla. ¿Y qué, si cometí tal trapacería? Yo quería ir a la raíz del asunto. Alguien tenía que interrogarle –Natalia no iba a hacerlo, tan mansa, tan rendida la vi ante la pompa que derrochaba el rétor esteta- si Henri Matisse se documentó lo suficiente antes de plasmar sobre el mural el dintorno del bendito Domingo de Guzmán.
-Porque, en efecto –subrayó de improviso Hawthorne, el arañuelo-, el fauve se abstuvo de pintar un retrato al uso. Pintó eso, un mero dintorno, una delineación, un esquema, pero pleno de simbología esencializada.
El poeta contempló curioso el panel del santo, tras el altar de la capilla. Imaginar, pensó, equivale a crear. Imaginó entonces que el óleo se encaramaba a la punta de aquel báculo que inventara Matisse, cayado que se empinaba en toda su longura y, tras estendijarse como un rayo, posaba sus fulminaciones sobre las losas que cociera Bourdillon, el alfarero de Vence amante de la exquisitez. El barro era blancura arrugosa, lienzo de piedra asaz lodienta, pero ahora también era caricia, cadera esculpida de una Venus que no pueden tocar dedos viciados, pues se resquebrajaría.
-En arcilla, en bóvedas, en un lienzo –saltó como un resorte Hawthorne, el vellido-; con tijeras, con papel, con pegamiento. ¿Queda algún material que no hubiera utilizado Henri Matisse?
El pintor longevo se esfuerza y batalla, agotándose, para mantener un precario equilibrio sobre los pies renunciantes. Se embaraza, se fatiga, los brazos se le tuercen, se rehacen y retrepan buscando alzar a la cima del dintel el extremo del bastón impregnado de manchas, coloraciones en bruto que dejan sobre la superficie diáfana de la cerámica el trazo siguiente, la siguiente línea curva de los hombros que casi se transforma en recta cayendo, y que será una alforza del manto dominico, o una mejilla del beato como desaparecida. Porque santo Domingo, en el retrato de cuerpo entero que concibió Matisse, carece de rasgos, no tiene ojos, no tiene mentón, ni cráneo rasurado, ni cerquillo crespo, ni dolor de cilicio. Está deshumanizado. Esos detalles son mera ilusión y sólo adquieren presencia en el imaginario del espectador, en la hondura de su subconsciente. Todo carácter que pudiera prestarle singularidad ha sido omitido. Por no haber, no hay nimbos, ni aureolas, halos que encarnen la santidad. Nada de eso ha traído la paleta. Tras el altar, la sombra albina del beato cubre por completo el mural, cual espectro agigantado. Esa silueta enderezada, mixtilínea, ciega y sin apenas fisonomías parece una criatura despojada de humanidad.
-Un filósofo y ensayista que escribía sobre todos los temas posibles –dijo con contundencia Hawthorne, el comentador, poniendo fin al escapismo del poeta; Natalia le prestó atención absorta en un alelamiento creciente-, afirmaba que una norma de fácil comprensión ha regido todas las variaciones artísticas. El hombre antediluviano, rudo e ingenuo, pintaba en las cavernas el arte llamado rupestre, que simplifica los trazos a la par que los descarna y estiliza. Era su forma de ver con realismo la naturaleza agreste en que sobrevivía. El hombre clásico, en Grecia, en Roma, en el Renacimiento, dada su sofisticación, empieza a preocuparse por la belleza, pero la confina a la proporción, a la mesura, creación única cada vez que es creada y que exclusivamente acepta como molde recurrente lo tangible, aunque la temática sea algo fantasioso (una trama mitológica) o religioso (un versículo bíblico).
¿Adónde desembocaba la cháchara monocorde del potentado? Me resistía a comprobarlo, pero no pude: él, ufano bajo la sacralidad que imponía la pintada efigie del beato Domingo (el redondel ovalado de la cabeza sin cejas, labios, nariz; la única mano visible sosteniendo el rosario como una zarpa que flaquea), siguió hablándole solo a Natalia, yendo de la cortesía más galante o refinada al menos disimulado, y vomitivo, cortejo varonil.  
-Jamás el hombre clásico –machacó H.H., el untuoso- se atreve a violar los límites que la razón, sinónimo de sabiduría y equilibrio, le requiere. La belleza ha de ser, antes que nada, armonía, concordia entre el extenso mundo real y el más moderado, extracto de aquél, que queda preso en un lienzo o en una escultura. Sin embargo, tales soportes son de grandes dimensiones. Resulta inherente al arte que los sustentáculos de la obra se magnifiquen, como si el compendio de realidad que contienen precisara expandirse. Como si a pesar de su restricción, fueran calcos a escala de la vastedad con que el mundo se manifiesta a los ojos del artista. Cada cuadro, cada escultura, es un microuniverso, aposento en que descansa esa holgura inabarcable, el mundo, que demanda ser racionalizada.
Hugo, abultándose de pompa y aparato, se iba poniendo cada vez más serio. Parecía un catedrático honoris causa pronunciando una conferencia inaugural a un público expectante y entregado. Renuncié una vez más a oírle, tratando de continuar por mi cuenta el hilo argumental de su monserga.
La estrecha correspondencia, originaria del Clasicismo, entre la naturaleza externa que sirve de inspiración, de objeto artístico, y el impulso creativo que brota de quien la observa, y que conlleva el esfuerzo de pintar o esculpir plegándose a la imagen que de sí transmite todo lo natural, implantó su hegemonía durante siglos gracias al notable influjo de los maestros renacentistas. Ellos querían humanizar el arte. Por eso rescataron del olvido el helenismo y las formas artísticas del Lacio.
Este proselitismo de la humanización perduró durante siglos embozado en estilos disímiles, pero no sustancialmente opuestos, como el Barroco, el Clasicismo, el Romanticismo o el Realismo. Courbet, el pintor realista por excelencia de siglo XIX, lo resumió sin ambages en una declaración que firmó de su puño y letra en 1861: “El arte sólo puede consistir en la representación de objetos visibles para el artista. La imaginación en el arte consiste en saber cómo encontrar la expresión más completa de algo que existe, pero nunca en crear el objeto mismo.”
Así estaban las cosas desde tiempos inmemoriales hasta que, como un sordo estruendo, llega Claude Monet y en 1872 concibe Impresión.
-La importancia de esa tela –explicó Hawthorne, el conspirador-, de ese amanecer acuoso que parece hecho de roturas cromáticas, radica en que estableció las premisas para que el objeto artístico, cual cadena que había que quebrar, se disociara del propio artista.
Hugo no erraba. Auguste Renoir, Paul Cézanne, Camille Pisarro, el propio Claude Monet o incluso aquellos pintores que habían comenzado sus carreras abrazando el Naturalismo, como Edouard Manet y Edgar Degas, eran artistas dominados por el entusiasmo y la alacridad. Todos compartían nuevas inquietudes estéticas. Rebeldes y exultantes, se reunieron en el parisino Café Guerbois para fraguar una sedición mortal contra la obcecación de las directrices academicistas, que se enrocaban en ser depositarias a ultranza del acervo cultural helénico denigrando cualquier alternativa que pretendiera dejarlo atrás. 
-Tal vez Monet -especulaba Hugo, el virolo- tomó el nombre para su cuadro de las instrucciones que recibiera de Eugéne Boudin, su mentor, quien le aconsejaba pintar mientras la impresión estuviera fresca.
Estas novísimas propuestas fueron un escándalo. El artista, vaticinaban aquellos fogosos parroquianos del Café Guerbois, tenía que desligarse del vector tradicionalista, recalcitrante, reaccionario, que le obligaba a pintar o esculpir aquietándose no a aquello que los sentidos perciben, sino a la realidad tal cual es, sin añadirle ni restarle nada que la naturaleza, por sí misma, no le hubiera proporcionado previamente. La crítica versada de la época, como era de esperar, se burló de ellos.
Pero el planteamiento, de repente, se había invertido. El mirar, el ver, antes se supeditaba a la forma en que las cosas exteriores se materializan, era simétrico a ellas, o aspiraba a serlo. El ideal del arte consistía en que la paleta llevara al lienzo lo real y lo perfeccionara. ¿Es esto, Hugo, lo que quieres decir?
Y Hugo dijo, enfático:
-Ahora, en cambio, la forma se doblega ante el filtro estrictamente subjetivo, sólo inmediatez desprejuiciada, a cuyo a través el artista registra de modo instintivo todo cuanto en su derredor puede ser susceptible de representación ilusoria.
De ahí que, pensé, la realidad, una vez convertida en arte tras pasar por las manos sublevadas de estos pintores impresionistas decididos a rehacerla, comience poco a poco a deformarse, a disolverse. De ahí que los soportes se empequeñezcan y el tamaño de los marcos decrezca. Los sentidos se refugian en una dimensión más asible, más soportable. El centro gravitatorio del arte se ha desplazado, revolucionado; buscaba una nueva ubicación hasta entonces inexplorada, y en la búsqueda sufrió una falla enorme: del objeto (grande, distanciado, anchurosa periferia), el arte brinca hacia al sujeto (concreto, singular, intrínseco), y desde entonces no es sino el instinto emocional del artista.
-La emotividad –remató Hugo, el ventroso- fue para ellos el auténtico valor en que todo artista debía centrar su tarea, aunque se resintiera la composición y la pintura perdiera su vertiente de monumentalidad. 
Mas la evolución no se frenó ahí, me hubiera gustado indicarle al señor Hawthorne. Los impresionistas volaron por los aires las esclusas que al nervio vital del artista habían sojuzgado, pero las sensaciones que pintaban no suponían alcanzar la culminación definitiva.
El movimiento se dio por zanjado en 1886, año de la última exposición impresionista, que sintomáticamente no incluyó a todos los miembros originarios del grupo. La implacable rueda del tiempo no les perdonó. Habían alcanzado ya la madurez. Renoir tenía cuarenta y seis años; Cézanne, cuarenta y siete; Degas, cincuenta y dos. Muchos artistas, al cumplir estas edades, se desploman en una fase de declive, de dudas e incertidumbres que los incitan a cuestionarse la trayectoria precedente, en la que, aunque no lo recuerden, fueron felices. A ellos también les sucedió: Cézanne, en 1889, decidió retirarse de los circuitos expositivos. (<He resuelto trabajar en silencio hasta que me sienta capaz de defender con la teoría los resultados de mis intentos, que no han dado más que consecuencias negativas>, declaró con cierto patetismo.) Degas, más nostálgico, sin presagiar la enfermedad que habría de cegarle en los últimos años de su vida, sentía añoranza de su fructífera mocedad (<Ah, dónde quedaron los tiempos en que estaba pletórico. Estoy rodando rápidamente por la pendiente y no sé dónde iré a parar, envuelto en muchas malas pinturas como si fueran papel de embalar.>) Renoir refrendó la crisis que atenazaba el grupo confesando su tragedia personal: <He llegado al límite del impresionismo. No sé ni pintar ni dibujar. Me encuentro en un atolladero.>  
-Y sin embargo –nos reconfortó Hugo, el filistrín-, la década de 1880 es quizás una de las más prolíficas en toda la historia de las bellas artes, en especial de la pintura. Data de este decenio el cliché de artista bohemio que todavía conservamos al evocar el siglo XIX, un ser enfrentado al orden establecido, mezcla explosiva de decadencia romántica y de juventud inadaptada. Era una manera de pensar, de vivir y de hacer arte que se transmitió a los albores del siglo XX. 
El arte hervía, se respiraba la modernidad. Fueron editadas revistas de corta tirada (Le Vogue, Le Symboliste, Le Moderniste) donde escribían los críticos simbolistas, como Albert Aurier, que abogaban con atrevimiento por la renovación sin pausa de los estilos. Se celebraban modestas exposiciones al margen de los canales oficiales en cafés (como El Volpini, donde expuso Gauguin en 1889, en contraste irónico a la Exposición Universal de París de aquel año); restaurantes (La Fourche, donde expuso Van Gogh con la ayuda de su hermano Theo); en teatros cuyos nombres anunciaban el advenimiento de un tiempo nuevo (como Le Théâtre Libre), o incluso en los despachos de los marchantes más emprendedores.
-En 1884 -certificó Hugo, el fedatario- se fundó en París el Salón de los Artistas Independientes, una sociedad de amantes de la pintura que, a diferencia de los patrocinios tradicionales, funcionaba sin jurado. Eso permitió que se dieran a conocer las obras de los llamados neoimpresionistas. Pero sigamos, Natalia, con el recorrido por mi pinacoteca que he preparado para ti.
Hugo, no seas tunante, me dije. Aclárale las cosas a Natalia antes de continuar. Explícale que el Neoimpresionismo no es una corriente homogénea. En esa etiqueta se aglutinan genios tan dispares como Seurat (que aportó el original Puntillismo y un estilo hierático, sumarísimo, al dibujar sus rectas figuras), su discípulo Signac (maestro del color, futuro defensor de Matisse y, luego, uno de sus detractores más mordaces), el inquietante loco holandés Van Cogh (con esas pinceladas desgarradoras, rabiosas, que anticipaban el Expresionismo, y esos paisajes y bodegones hechos de ondulaciones febriles que culebrean como retorciéndose y que excitan las neuronas al instante de mirarlos); o el artista bohemio por antonomasia, Gauguin, que renunció a la placidez de la vida burguesa y tras subastar su pertenencias comenzó un periplo que de Arlés le llevó a los mares del Sur, y allí, en Oceanía, unió los avances impresionistas con el gusto por lo exótico, propio de los simbolistas, dando lugar a lo que él denominaba Sintetismo.   
Mas Hugo Hawthorne, el estilista, no explicó nada de esto, para mortificación del poeta.
-Estábamos en que el Impresionismo había expirado –enlazó con una filigrana de su voz empalagosa-. Pero el arte nunca sucumbe. A principios del siglo XX arriban los cubistas a la pléyade de pintores, y fuerzan que el cuadro se someta a representaciones geométricas absolutamente inarmónicas.
Mis oídos no me engañaban: Hawthorne, como un papagayo borracho de vanidad, no se hastiaba de monologar. Y en mitad de su discurso, pontificó:
-Un impresionista desenfoca el objeto artístico, como si al contemplarlo entrecerrara los ojos y llevara al pincel lo borroso, lo difuso que sus pupilas así restringidas han intuido que tienen ante sí. 
Las pinceladas se sueltan, proseguía el poeta con su pensamiento volador; se hacen fortuitas, como taquigráficas. Cada una conserva su individualidad. La obra queda entonces como deslavazada, sin vértebras; pero su estructuración y coherencia (y, por ende, su identificación por el espectador imparcial) se logran mediante la animación del color, verdadero instrumento con el que se experimentan todas las posibilidades expresivas, contrastándolo, yuxtaponiéndolo, mezclándolo, y al que se delega no sólo el resorte expresivo, también la clasificación de los objetos, su concreción inteligible. La recarga cromática compensa los desenfoques, las perspectivas turbias, ese amago de estructura dispersa que es cualquier cuadro impresionista. Monet no pinta nenúfares ni lirios sobre la superficie de un lago. Pinta el verde-amarillo del vegetal flotante y su profundo reflejo sobre el plano lacustre. Tampoco pinta el agua. Pinta la fisura sensorial que el líquido acunado por las brisas provoca en quien lo contempla. Pinta matices, irisaciones. De cerca, el cuadro es colorido, pero borroso. Para ver toda su riqueza hay que situarse un poco lejos de él.  
Por estas razones fue harto difícil que el Impresionismo triunfara en la escultura. A salvo Rodin y Rosso, y aun éstos con reservas, pocos escultores hicieron el intento de adaptar al espacio tridimensional, propio de la escultura, las disoluciones focales que propugnaban los impresionistas y su paralela reconducción mediante el agravamiento del color, medios incompatibles con el arte de esculpir.
-Pero un cubista es asunto diferente –nos dejó estupefactos Hawthorne, el sorpresivo.
Pablo Picasso, el más conspicuo adalid del estilo cubista, fue, como Matisse, un ubérrimo escultor. ¿Por qué, Hugo? ¿Qué dices al respecto?, pensé, como si le lanzara un dardo intoxicado, una pregunta capciosa que lo enredaría y no podría responder.
-“Una cabeza es un conjunto de ojos, nariz, y boca que se puede distribuir como se quiera. La cabeza seguirá siendo cabeza.” ¿Sabes quién voceó semejante incongruencia, Natalia?
Natalia permaneció muda, abobada.                      
-Picasso –remachó H.H.-. Lo dijo el superlativo Picasso. Fue su formulación de principios teóricos. Al proferirla, dejó claro que su insurrecta intención era desagregar, inarticular. Había declarado la guerra a toda la historia del arte tal y como había sido entendida por la tradición, incluyendo en ella a los impresionistas.
Un lienzo cubista hereda del Impresionismo la disminución de la moldura en que se encaja. En un principio huye, como aquél huía, de la monumentalidad. La tela sigue comprimida, asequible. La temática es, por lo general, amable.
Un cubista también vapulea las gamas cromáticas, indaga insaciable, ensaya sin acotamientos desnaturalizando las formas que el mundo exterior, lo periférico, pone a disposición de su contemplador. Los grumos de óleo, las delicadas acuarelas, se misturan con serrín, con yeso, incluso con virutas de metales. Hasta tal punto experimentaron que, paradójicamente, la multiplicidad del color y la versatilidad de los contrastes que tanto utilizaron los impresionistas fueron perdiendo vigencia. Las pinceladas, desposeídas de luminosidad, se hacen monocromas. El gris, la gradación de los tonos menos lumínicos –marrones, negros- imperan. Como escribiera para la posteridad Georges Braque, otro gran cubista precursor, “el color molesta al espacio en nuestros cuadros.”
Nada detiene el ansia de probanza; toda tentativa, aunque fracase, está permitida. Así se explica que osaran ir más allá. Su preocupación radical era el volumen: moverlo, trastornarlo, manipularlo, volverlo a componer en el lienzo como si de un puzzle se tratara y quien debe ajustar las piezas desconexas anduviera enajenado, con la voluntad ida. El arte encuentra aquí su geometría improbable.
-Picasso y Braque truncan los espacios –dijo Hugo, el líder-. Sobre la defectiva bidimensión del lienzo prorrumpen una tercera, una cuarta y aun una quinta dimensiones en las que se concitan planos angulares, salientes, verticales y horizontales de trazo tan contundente que son bloques macizos ocupando la tela y compactándola, aristas que parecen invadirla, rajarla, sajarla a la canal.
Así es, Hugo, pensé. La composición se ha descompuesto, en la acepción que del vocablo composición manejaban los clásicos: distribución armónica. Persiguen los cubistas averiguar dónde está el relieve en una materia que carece de él, para desarreglarlo y luego reubicar su acoplamiento sin ningún orden aparente que cumplir, totalizándolo. Por eso también esculpían, porque esculpiendo lo hallaban.
-Aunque nos cueste adivinarla, el lienzo cubista aún conserva una estructura.
Correcto, Hugo, pensé. Pero no seas truhán y termina la frase: lo que vemos es la estructura de la destrucción. Las formas naturales ha sido derribadas de su pedestal y no hay misericordia que las proteja. Mas el cubista no las elimina. Agarra los pedazos que han subsistido tras el tornado y los reparte como si fueran segmentos de una realidad que había sido, antes de acaecer la devastación, otra distinta, imposible de reconocer tras los volúmenes fragmentarios que ahora cubican el cuadro.
Esa realidad desmembrada, lo poco que queda de ella, se desfigura en progresión exponencial hasta hacerse síncope, desmayo, incluso ferocidad. La pintura secciona toda cordura volumétrica, enloquece toda distancia o proximidad, y revela a cañonazos la compleja pertinacia de querer acabar para siempre con la captación de los objetos en un solo plano artificioso. Frente a la naturaleza armónica, estática, sin sobresaltos, del clasicismo más añejo se opone ahora la confusión, el laberinto: el objeto artístico debe ser reproducido desde todo ángulo o perspectiva y, además, simultáneamente, como en un salón de espejos. Por eso se disgrega en módulos autónomos que sólo milagrosamente permiten identificar su unicidad.
-Un impresionista entreveraba la pupila. Un cubista la hermetiza, obliga a que nada la impenetre. -Elevó Hugo un dedo sobre su vertical, en la falange rutilando una esmeralda. Y declamó, pomposo:-. Un cubista no pinta objetos: pinta las ideas geométricas que tenemos del objeto. Puras ideas. Y si puede las pinta todas a la vez. Tal es el trecho cualitativo que al Cubismo aparta del resto de estilos que le precedieron.
Sí, Hugo. No mientes. Pero te callas lo que causa pavor. Cuando una idea va alcanzando tal extremo de ensimismamiento, cuando una idea tiende a interiorizarse tanto, cuando una idea se ha enquistado en su propia raigambre, es decir, en la psicología del artista que la hace surgir en función de su temperamento, de sus fobias, de sus proclividades, sólo resta que se pinte la deformidad incondicional, la oposición a toda forma natural, la pesadilla y la alucinación. El Cubismo, con la premura y aun insolencia con que las distintas corrientes de la Vanguardia nacían, convergían y se bifurcaban, desaparecían o se mestizaban y, al mismo tiempo, pregonaban su independencia, traería consigo irremediablemente, y aunque no lo procurara a propósito, el Surrealismo, el desequilibrio, lo vaporoso, el arte totalmente abstracto, la inestabilidad, lo flotante, el triunfo del paroxismo creativo, de la psicodelia más arbitraria.
-En 1914 –retomó Hawthorne, el casto, su parlamento indecible-, el crítico Paul Fechter publicó una monografía sobre el arquetipo de arte que por entonces exaltaban los polifacéticos Vasili Kandinsky y Max Pechestein. La tituló Expressionismus. Dos años después, en el ecuador de la cruenta Primera Guerra Mundial, el dramaturgo Hermann Bahr escribe un ensayo que repite idéntico titulo.
Recordaba yo haber leído un epítome de ambas publicaciones que Natalia bajó de una página web especializada que solía consultar cuando andaba enfrascada en algún artículo para Caballete de Plata. Fechter y Bahr recalcaban que el movimiento Expresionista -adorador de ese cuadro tan angustioso, todo tormento, que es El Grito, de Evdard Munch-, fue el único que verdaderamente rompió con las ataduras del naturalismo, pues ni siquiera los impresionistas, con su rutinaria predilección a pintar paisajes al aire libre, pudieron desembarazarse enteramente de la tiranía ejercida por el mundo exterior y su epílogo de apariencias. Tan solo el Expresionismo da importancia excluyente al universo de las emociones internas del artista que bulle por emerger. Tan solo la que fue su declinación más perfecta, el arte abstracto total, consigue traducir a pintura la intrasubjetividad.
Decretó Hugo, el berengo, un poco contrariado:   
-Pero ensalzar al artista soberano por encima del arte mismo, axioma de los expresionistas, deriva en menospreciar las habilidades técnicas, esas maneras sublimes, meritorias, que los espectadores esperamos apreciar en la obra y a las que asignamos un nombre: talento.
Como nadie dijera ninguna acotación tras la parrafada, Hugo, el inmutable, prosiguió:
-Sin embargo, las corrientes o istmos que se originan a partir de entonces defienden que el pintor no tiene por qué ser un dechado de mañas y pericias. Basta con que sepa arrancar de su furtiva inconsciencia los prejuicios que venían acallándola. Extraer sus secretos, explosionar el flujo intimista es el procedimiento, y sentir con plenitud que debe plasmarse el resultado de este estado catártico, por informe que sea, es el objetivo. El músico expresionista por antonomasia, el vienés Arnold Schoenberg, acuñó un slogan muy célebre que el movimiento pictórico paralelo hizo suyo de inmediato: el arte surge por necesidad, no por habilidad.
Si bien esta explicación de nuestro agasajador no estaba exenta de certeza, a mí me incomodaba. ¿Cómo comprender la evolución tan ardua que el arte experimentó a principios del siglo XX? ¿De veras un Vasili Kandinsky o un Franz Kupka hicieron dejación de todo virtuosismo técnico?
-Kandinsky, óyeme bien Natalia, teorizó sus concepciones en el tratado De lo espiritual en el arte diciendo que la plasticidad clásica se había basado en leyes físicas, mientras que la abstracta debía promulgar y utilizar en adelante leyes anímicas, que operaban exclusivamente por medio de la intuición congénita del artista.
Tal fue la pasión por lo abstracto de Kandinsky, que afrentó a todo pintor que no empleara su visión intuitiva llamándole esclavo perezoso, porque sólo la intuición le lleva a aprovechar al máximo su <talento evangélico>. Esa suerte de clarividencia que repudia todo peso o medida, todo lo práctico o utilitarista, y que por el contrario sirve de vehículo a la <necesidad interior> de expresarse, como Kandinsky la denominaba, se erige ahora en el único motor de lo artístico.
Por ello, sin ningún ánimo de polemizar, me hubiera gustado replicarle a nuestro hospitalario asesor: ¿no sería más atinado afirmar que los abstractistas, lejos de desdeñar la técnica, ingeniaron una íntegramente nueva y, con ella, una nueva temática, pues las tradicionales no les servían para incorporar al arte algo tan inmaterial o etéreo como la inteligencia emocional?
Hawthorne, el distraído, no se dio por aludido:
-A pesar de descuartizar el motivo de sus cuadros (las faces geometrizadas en los retratos de Kanhweiler y Vollard, de Picasso, por ejemplo; el violín, el arpa y la jarra en la serie Naturaleza Muerta, de Braque), y de naufragarlo dentro de una especie de andamiaje compactado, los cubistas no abandonaron del todo la vinculación a un mínimo asidero figurativo, aunque en muchas ocasiones fuera tan exiguo como un átomo. Para los cubistas, la abstracción radical estaba reñida con el arte mayúsculo, pues al final, profetizaban, decaería en mero diseño carente de alma que fluctuaría según las modas. 
Acertaste, Hugo. El Cubismo es un arte abstraído, pero no abstracto. ¿Ibas a decir a continuación que los precursores de la máxima abstracción superaron a Braque y Picasso, a quienes consideraban como peldaños meramente transitorios de la complicada evolución que a ella conducía?
-Iba a decirte, Natalia, que con Kandinsky, con Piet Mondrian, con Kupka el arte se hace inespecífico, en el sentido de sustraerse a toda realidad formal. Al anhelar que la representación pictórica proyecte lo que el espíritu siente o intuye, el artista abstracto crea una nueva entidad ambiental que, en verdad, nada representa y en nada recuerda a los objetos que hay en la vida cotidiana. Eso –se reía Hugo, con sorna- despista al espectador y en la mayoría de las ocasiones anula su curiosidad, lo despide de la visión contemplativa, lo descarría, porque nada comprensible aprehende con ella. La abstracción aniquila toda referencia física.     
Kandinsky expuso su credo: el arte no requiere una construcción anatómica clara que salte a la vista nada más verla. Necesita más bien una construcción latente que, aun desvirtuando la naturaleza, virtúe el alma que vibra en todo objeto. El ruso lo expresaba con un retruécano: <No existe ninguna forma, ni nada en este mundo, que no diga nada.> Para el abstractista incluso en el movimiento, en la línea más simple cuya finalidad práctica sea desconocida, yace un caudal enorme de expresiones que el artista debe detonar, hacerlo presencia.
-Esta antilógica -rezongó Hugo, el contradictor, resuelto a ridiculizar a Kandinsky- sólo produce incoherencias externas.
Pero en cambio, me dije, al descartar todo lo accesorio estimula la irrupción de lo inmaterialmente puro, de lo que es cohesión interna. Hablaba Vasili Kandinsky, con gran lirismo, de que la armonía pictórica se tenía que basar en <lucha de sonidos, en equilibrio perdido, principios que caen, redobles de tambor inesperados, grandes preguntas, impulsos aparentemente insensatos, empuje desgarrado y nostalgia, cadenas y lazos rotos que se entrelazan, contradicciones y contrastes.> 
A sabiendas, el ruso estaba definiendo los caracteres propios del espíritu humano: puede que se nutra de valores altruistas como la generosidad, la justicia, la solidaridad, pero también la turbulencia, el agravio y la rebelión lo alimentan día tras día. El arte debía ser lenguaje irrestricto, profusión de formas y colores nunca conocidos que despertaran la sensibilidad del contemplador. Por eso Kandinsky quería espectadores que fueran inteligentes, que se esforzaran: “El período naturalista ha producido en la vida (y por ello, también en el arte) un público incapaz de enfrentarse simplemente al cuadro, porque busca en él todo menos su vibración interior y el efecto sobre su sensibilidad. A ese espectador no le gustan las grandes honduras y prefiere quedarse en la superficie porque le cuesta menos esfuerzo. Desconoce que cuanto menos motivación externa tenga el cuadro, más puro, profundo e interior será su efecto.”   
La abstracción otorgó al artista la libertad de poder utilizar sus dotes innatas con una finalidad explícita: captar todas las llamadas resonantes del espíritu, todas sus vibraciones. Sin libertad ilimitada, con formas constreñidas dentro de su encorsetamiento natural, el espíritu jamás se expresaría. Pero tal libertad otorgada es autonomía responsable, una carga grávida que el pintor debe soportar en el momento de rastrear esos tesoros escondidos: “El artista está obligado a un trabajo pesado, que a veces se convierte en su cruz. Cualquiera de sus actos, pensamientos, sentimientos constituye el frágil material de sus obras, su atmósfera espiritual. Todo ello puede aclarar o envenenar su talento. El artista no es libre en vida, sino sólo en el arte. Ha de cultivar sus ojos, pero también su alma. Cuando su alma vive, no necesita el apoyo de teorías.”
-No ha habido arte más incomprensible, más enigmático -refunfuñó Hugo, el orate, alejándose con Natalia tomada del brazo hacia el siguiente panel de la chapelle.
No ha habido arte más incomprendido, se decía el poeta, ni más sutil, ni más intrépido. La abstracción estuvo muy cerca de culminar el proceso evolutivo del arte. De zanjarlo. Los clásicos, en su perfección, siempre imitaban la realidad: ésta no se entendía como perímetro adyacente a la conciencia del pintor, sino que era el núcleo básico que suministraba toda forma susceptible de artificar. Esta remedación, esta réplica repetitiva, acarreó el hartazgo, se hizo insoportable, pero los artistas academicistas no lo previeron. Aplaudidos por el gran público, vanagloriados por una crítica institucionalizada, aduladora y alerta para que nada se moviera, e instruidos en escuelas cuyo ideario era el conservadurismo más exasperante, se limitaban a redundar en representaciones primorosas en su ejecución, pero ociosas de expresividad, extinguidas tan pronto eran pintadas, esculpidas, de tanto reiterar modelos caducos. Eran sabios en producir formas gráciles, gentiles, que causaban agrado extremo a una masa de visitadores de museos petulante y lisonjera, pero apática, conformista y de una ineptitud tan supina a la hora de arrostrar nuevas experiencias que ponía al descubierto su inútil diletantismo. Eran, esos artistas acomodados, grandes expertos y se complacían de manejar, con toda corrección, mecánicamente, las normas elementales del oficio.
Sin embargo, para aquellos otros artistas que por entonces eran considerados marginales por no aquietarse a estas flojedades y querer salirse del canon, el arte no era oficio, sino necesidad. Comprendieron que para sobrevivir al marasmo decadente en que había sucumbido, el arte debía innovarse, modernizarse, lo pedía a gritos que nadie oía. Lo artístico estaba feneciendo en un albañal de abúlica falsedad que olía a perfume.
Ahí, en mitad de esta parálisis invalidante, hicieron acto de presencia las vanguardias como un cuchillo en una reyerta. Trajeron consigo una sucesión de propuestas insurgentes. Trajeron la avidez de llegar adonde nadie había llegado. La insoportabilidad fue in crescendo, hasta casi cerrarse el círculo que habían iniciado los impresionistas cuando la abstracción prorrumpió en el escenario y arrolló con toda figuración. (<No podemos vivir y sentir como los antiguos griegos>, anunció Kandinsky lapidariamente.) Para los valedores de esta renovada iconoclasia, ningún objeto inteligible debía gozar del privilegio de ser representado. Ellos, los abstractistas, descubrieron que lo pictórico siempre exige indefectiblemente dos medios fundamentales de canalización, el dibujo y el color, pero el tercero, al que tanta importancia jerárquica se había dado durante siglos y siglos, el objeto perceptible, el objeto orgánico, era radicalmente prescindible por ser insípida contingencia, accidente que estorba la verdadera eclosión expresiva a que el artista ha de entregarse: pintar no las cosas, sino la pintura misma. Como les ocurre a los ídolos y a los dioses caídos en desgracia y en quienes ya nadie cree, el arte figurativo, cual criminal, había sido desterrado.
-Un impresionista entrevera la pupila –refrendó Hugo, el somnílocuo, bajo el panel de la Virgen y el Niño que había pintado Matisse-. Un cubista la hermetiza. Para el artista abstracto simplemente la pupila no existe.
Más aún, se dijo el poeta. El hombre siempre ha llorado, y el artista siempre ha captado el instante del lloro del hombre. El arte consiste en sublimar ese instante, según el estilo.
Un clásico hará de la lágrima otra presencia física más perfecta. Una perla. Un impresionista hará de ella agua, matiz difuso entre muchos matices difusos. El fauve, color excitado. El cubista, si pudiera, cogería la lágrima del lacrimal, la convertiría en cristal sólido, en mole, en aristas triangulares, en dimensión volumétrica, en todo aquello que se pueda rodear, trocear, y sobre el plano del lienzo pintaría un poliedro o algo parecido a una geometría increíble. Un abstractista no pintará la lágrima, sino el concepto: el llanto. La pesadumbre o angustia que la hizo emerger. 



















La muerte suprema. La muerte de la musa

Hugo Hawthorne hablaba de arte. Pero el poeta pensaba en el dolor. ¿Cómo poner frases certeras a la pérdida de la inocencia? ¿Y al desajuste o la dislocación? ¿Cómo enumerar las razones de un apresamiento, del cautiverio, sin que eso nos duela?  
Pensamos con el tiempo, con la edad: nos da miedo el desamparo. Nos da miedo la soledad. Miedo nos da tocar la estatua de Venus, porque se esfuma, se desvanece, es una serpiente. Pensamos con el tiempo, con la edad: nos da miedo la nostalgia, la incertidumbre, la servidumbre, la muerte. El hambre nos da miedo. Y la complacencia, y la indigencia, y la caridad. Pensamos con el tiempo, con la edad: nos da miedo hacer arte de nuestro sufrimiento, pero lo necesitamos, lo hacemos. Nos da miedo la conquista, la ortodoxia, la certeza. El daño que no se agota. Y no pensamos, nunca, que el miedo proviene del hecho irreversible, sofocante, de ir convirtiéndonos en seres conscientes que buscan con todo afán ponerle palabras, por igual, al contento y a la devastación.
No lo recuerdo por entero, sólo conservo de él la imagen dudosa, difuminada, que los artistas han anhelado plasmar en sus cuadros, pero cuánto echo de menos el paraíso donde nada era necesidad, donde no tenía que pensar, concebir, decidir, corregir, y sólo sentir. Donde todo, hasta las briznas de hierba, era belleza. Hubo un edén donde éramos danzantes desnudos y nos reíamos. Donde la desnudez no nos ruborizaba y el llanto era agua. Era el edén de la música, de la manzana, de los cuerpos sin cicatrices, del placer y la calma. ¿Dónde estarás, mi edén? ¿Cómo fue que te perdí?
La alegría de vivir. Matisse. Ahí estriba la clave.
Porque voy a contarte, Natalia, como se siente uno mientras se sabe que se están muriendo las ganas. Voy a contarte con mis mejores rimas el espanto que se ve en el túnel. Voy a decirte las desviaciones que devuelve el espejo infame. Voy a decirte que sin el caminar, sin el narrar, no hay historia ni escapatoria. Voy a desvelar, Natalia, por qué me mataste.
Vinieron gritos de júbilo y agrado. En las demás salas del Museo no se respiraba más que un repentino alborozo. Hugo Hawthorne, el silfo, no sólo había previsto que la inauguración del evento coincidiera con la fecha exacta, treinta y uno de diciembre, en que el genio había nacido ciento treinta años atrás. Ya que era Nochevieja, también dio instrucciones para que se preparara un ágape con que agasajar a los visitantes. Y la hora estaba ya presta. Llevado por un acto reflejo volví a consultar mi reloj: en efecto, todo estaba a punto para lo letal. Había acabado el juego.
Mamparas automáticas, como nubes de metal cargadas de píxeles, descendieron silbantes desde las alturas y cubrieron los lienzos. Se enturbiaron los dinteles, los espacios, con penumbras crecientes. Nuestras siluetas parecían embozadas en el límite de una intemperie irreal. Dioramas de una transparencia de hielo reproducían la imagen del guache Ícaro, de Matisse, que ni andaba, ni flotaba, ni se caía: era un muñeco al que hubieran detonado un solo disparo de mentira, justo en el corazón; una marioneta sin hilos (afligida polichinela) a la que en la nada azul sostenían estrellas picudas como copos de nieves reventados por la calor del sol.
Donde antes hubo pinturas y paredes de estuco, ahora había fotografías en blanco y negro a tamaño de pantalla de cine: Matisse en su estudio de Collioure, año 1907, la pose de militar sin atavíos de campaña, junto a Amélie Parayre -madame Matisse- y Marguerite, las dos mujeres más importantes de su vida hasta que de ellas le separó la segunda guerra. Año 1928: Matisse en una habitación de la casa de Niza, transfigurada en harén de terciopelos y promesas, pintando a Lidia cual hembra hambrienta de sensualidad. Año 1931: Matisse, frente a un lienzo ciclópeo, perfila las impostas y las ojivas de las bóvedas de Merion. Eros y Dionisos, en la oscuridad, trenzarán con las ninfas un ballet tan pronto el doctor Barnes apague las lámparas de su palacio y se retire a recontar por enésima vez la fortuna acumulada. Matisse tumbado en un camastro, año 1950, viejo, aún lúcido, esbozando sobre la pared con el luengo bastón (pincel desmedido) el rostro ovoide -como el espejo que me aprisiona- del santo santificado. Año 1951, Matisse el día de la bendición de la Capilla de Vence. Era una espléndida mañana. Radiante. Aparece sentado bajo las vidrieras, que proyectan sobre su corpulencia falaz la tricromía lumínica que imaginara Monique Bourgeois mientras tejía y tejía durante sus noches de penitencia, en el caserío de Vence. Al fondo, en el panel de las catorce estaciones del Vía Crucis, se esencializan la crucifixión y la congoja de la Virgen como si fueran fotogramas de unos dibujos animados, sin alma. Está solemne Matisse, también solitario, sus manos inútiles se recogen sobre el regazo. Gafas oscuras velan su mirar. Un sombrero de fieltro acentúa las ceremonias, la celebridad, y una larga capa marrón es una envoltura que impone solidez a su cuerpo de anciano, cada vez más azotado por el deterioro. Pero Matisse era fuerte, y tenía esa inmodestia retraída, esa violencia escrupulosa que cultivan algunos genios: una pierna se adelanta, señorial, rotunda, como tomando posesión del Parnaso.
Año 1954: Matisse empequeñecido, poco antes de morir. Se apoltrona en la butacona de mimbre, una mano apenas logra alzarse y se aprieta de vendas que le alivian la parálisis de la artrosis. Parece hablarle a una paloma que la otra mano impide volar, pero en verdad está trazando con esfuerzo líneas y curvas en una libreta. Improvisa con surcos de carboncillo su último dibujo: un falo enorme que brota como un monumento y se yergue majestuoso contra la fuerza de la gravedad, a un lado la leyenda Tous est grand chez les Rois. Se ven más palomas blancas posadas sobre los alambres, y jaulas sin ellas.        
Yo no estoy loco. Estoy solo. Cautivo. Y el humano, en su soledad, en su cautiverio, crea. Aspira a ser, en la insignificancia, un leve remedo de los dioses que se inventa. Yo no estoy loco. Estoy temblando. Tiemblo ahora y temblaba entonces, en mitad de aquellas imágenes agigantadas que resumían una vida difícil de entender si faltara el tamiz del arte.

La gente, aglomerada en derredor de aquellas postales, era recortes de papel. Sin volumen. Sin viveza. Sin alas. Un puzzle con piezas de otro puzzle. Y las galerías del Museo Metropolitano, estanques glaucos invadidos por matas de liquen. Sentía las fascinaciones silenciosas, el estupor de los estetas, y sentía a Hugo Hawthorne, el lascivo, subido a un púlpito desde el que increpaba a los visitantes. He aquí mis dones, los arengaba, se extasiaba. He aquí mi feudo, mis propiedades.
¿Y Natalia? Natalia ya no era mía, tal vez porque nunca me había pertenecido. Hugo, el cuatrero, se la llevó en volandas tras el discurso fogoso que había pronunciado.
Pero los perseguí.
Se dirigían de nuevo al interior de la capilla duplicada entre una multitud de criaturas que se admiraba y sucumbía, obnubilada por los hechizos, sin darse cuenta del drama singular que se representaba ante ella. Cuando llegué al santuario, ya desfallecido, no los encontré. Era imposible que no les hubiera visto salir. Habían entrado allí dentro, estaban allí dentro, ¿pero dónde?
No oré, no humillé mis rodillas. No pedí perdón misericorde, pero a través de las teselas de vidrio tricolor aún penetraban en la capilla restos de luz ficticia, para ir a reposar sobre la santidad del santo. El amarillo ardoroso, el verde vital y el azul cadente se conjuraban para que de ellos surgieran tonalidades violáceas, un color sin nombre que se apagaba. Y aquella fusión de materias inverosímiles me proporcionó la respuesta: entre la cabeza inane y los pliegues del manto había una torcedura. Me acerqué, intrigado. Expectante. ¿Otro milagro, mi musa?, musité. No más por esta noche, te lo ruego. Me acerqué y no debí hacerlo, porque en aquel acercamiento había sufrimiento, sorpresa, amor, arte. Dolor.   
Me acerqué y había una puerta. Portezuela. Parecía tallada en perlas que hubieran pulimentado hasta reducirlas a pura superficie. Una puerta que se entorna despacio y no se cierra es una invitación. Provocación. Levitación. Me adentré. Una escalera de mármol ascendía, fría, trepadora, tramposa. Ascendía a los aposentos. Lentos eran mis pasos. Lentos como aluviones. Lentos como llantos.
De repente una música, una letanía. Mandolinas, rabeles, cítaras. Voces enerves de emasculados entonando canciones de cuna. Y una luz oblicua en los quicios, más clara. Los cuadros de las odaliscas de Tanjah que pintara Matisse a su regreso del paraíso y que Hugo, el raptor, había hurtado a la lujuria de los visitantes, gravitaban ante mí como uvas mordidas, como almendras en flor.  
Yo no estoy loco. Sólo escribo poemas. Sólo agonizo de amor. Siempre he tratado de escapar de lo real, y nunca lo consigo. Y en aquellos momentos de zozobra era real que las huríes de Matisse se balancearan flotando en una danza de agua. Y el balanceo de sus cuerpos semidesnudos, baño luminoso de adamante, trazó por el aire, en su contorno, las líneas ondulantes, curvas, del arco moro. Las herraduras eran pórticos, y había templos que me trasladaban a la seducción, a la sensualidad, al saber carnal que se hace placer con la carne. La música era sinuosa. Imaginé las miradas atraídas contemplando el baile de las bailarinas descalzas y deseables, plenas en su plenitud danzante de mujeres misteriosas. Imaginé velos de hilos líquidos celando los labios, cayendo sobre las bocas tapadas como las gotas caen sobre la fruta que está por partirse: resbalándose. Sedas, joyas y preseas las adornaban. Sus cabellos lacios eran madejas desmayadas de pasión. Los ojos negros de las huríes fueron punciones de ternura, y se deleitaban. Piel color envero, danza tribal, aréolas en el culmen del estímulo como la saliva que las lame, muslos como columnas en movimiento.     
Y yo temblando. Me adentré y no debí adentrarme. ¿Qué queremos decir cuando decimos <nos vamos>? ¿Es nuestro adiós una despedida momentánea, un mero aplazamiento, o una huída que todo lo posterga? Recuerdo que mi ser entero imploraba: corre, huye, aún estás a tiempo. Pero seguí adentrándome. Mi voluntad era entrega; y las notas de música, huellas que se hendían en la oquedad de los corredores para formar un camino. El camino de lo letal. El camino de la verdad.
Porque el arte empieza por la verdad. Pero la verdad es insoportable. Por eso, con el arte, sufre una convulsión y se altera hasta hacerse belleza. Esculpir, pintar, narrar, son formas de hallar una certeza aniquiladora, de inventar una belleza y propiciar el simulacro de su existencia, por vacía que sea. Vacía, pues no es asible. Vacía, pues aún no está contaminada. Entonces, cómo no adentrarse, si la verdad nos embauca. Queremos besar labios donde sólo hay boca. Queremos bañarnos en ríos y cataratas donde sólo hay piedras. Piedras que, por supuesto, hablan. Queremos ganar todas las batallas, pero sólo peleamos por la derrota total que provoca la guerra. Yo quería transitar por aquel camino porque necesitaba narrarlo, que fuera metáfora, poema para Natalia. Aun en aquel trance yo buscaba la belleza. Buscaba una verdad. Aunque me matara.
Y la encontré, a la belleza. Temblando. Y un humano que tiembla todavía tiene fuerzas para atraparse, para aferrarse. Mi mano aferró un cuchillo que se corporeizó en el embrujo de la noche. La hoja era una luna rota. Cortante. Blanca. La empuñadora, una pluma; y aunque frágil como espigas al viento, se prendía a mis dedos tremantes y no los soltaba. El cuchillo era un damasquino de plata que con el solo tacto ya podía matar. Pero todavía no era yo ninguna bestia. Yo, únicamente, temblaba.
Y la encontré, a mi verdad. La música fue calmando la inminencia que se cernía, neutralizaba la certidumbre de que ya había llegado a los aposentos. No te sientas extraño, me decía, no has enloquecido. Sólo estás asustado. Sólo temes disiparte, ser humareda. Pero la música era espejismo y se tornó risa, disonancia. Aliento caliente. Y las risas fueron burlas histéricas o imaginarias.
Hugo Hawthorne, el erógeno, estaba pergeñando su mejor obra a resguardo de indiscreciones. Su obra más perfecta. La suprema. Él se había vestido de sultán. Ella, mi Natalia, de odalisca. Mas los atuendos no eran completos. Faltaban parte de los ropajes: los que abrigan las vergüenzas no estaban en sus cuerpos. Me dije: llamamos vergüenzas a la desnudez de los otros, a la desnudez que no es la nuestra. Pero yo llevo tu camisa, Natalia, quise murmurar y no lo hice. Llevo tu mechero como fuego encarcelado. Llevo tu alma sobre mí, y es una espina. Soy tu vehemencia.
¿Qué cosa es la que huelo?, me dije. Sahumerios de vainilla y sándalo ardían con pereza, esparciendo los aromas. Las volutas elevándose sobre su quebradiza vertical, a mis ojos todavía sin rajar de poeta intuitivo, eran como los lazos que desenhebran los amantes con sus cuerpos ebrios en el mismo instante en que ya se han amado. Me aturdió la voluptuosidad extenuada de esas sombras inestables que de pronto eran surcos, y de pronto estelas. Me aturdió ese desvanecerse mientras se asciende, para desaparecer. El olor del azafrán acudió a mi memoria. El olor a cartón mojado, a leche agria.
No podría precisar en qué momento se dieron cuenta de mi presencia, yo el intruso, yo el visionario. El damasquino bombeaba latidos criminales, culpables. Era un injerto entre mis dedos, un elemento extraño que se apropiaba de mis atrevimientos y locuras. Hugo Hawthorne, el impúdico, permanecía en pie mirándome con ojos de capataz o coronel ante quien el obrero, el esclavo, se hubiera sublevado o proferido un insulto. Vi incrustada en su rostro la estupefacción que acompaña no al pecado, sino al fastidio. Ella, mi Natalia, la diosa, la venadriz, la pornográfica, aún no mostraba reacción. Pero yo era todo dejadez, furia reprimida.
¿Qué es esa rigidez de ídolo venerado que se destaca? Era la verga, encendida, pulsionada, rusiente como hierro caldeado al rojo vivo. Era brava, majestuosa, y se erguía henchida de venas con resaltes de músculo que querían ser lamidos. Era compacta y poderosa como un tótem.
¿Qué es ese delta húmedo? Vellos sabrosos al paladar que culminan en el Monte de Héspero por donde los peregrinos del amor se aventuran y mueren. Estambre en el mar, piernas abiertas, de par en par ofrecidas para el sacrificio lujoso, para la sacudida primitiva. Para el estallar, la nueva acometida y la somnolencia. 
Natalia, me mataste. ¿Por dónde empezar?, me urgía insistente la voz que de improviso me hablaba. Por el más fornido, sin duda. El damasquino se deshizo de mí, fue tropiezo de argenta contra las lozas del terrazo. Y allí se quedó, sobre el suelo. Esperando ¿Y esa lumbre? No tiembles, me decía. Esto es un poema, inspiración. Esto no es una hoguera que arde en la chimenea. Esto es un atizador.
Hugo, el temeroso, huía (como yo) de lo real. Pero los aposentos privados eran el cautiverio del charlatán. Su calabozo. Yo había cerrado todas las puertas, y arrojado las llaves al pozo de mi inconciencia. Improbable la evasión. Me acerqué a él. No recuerdo quién de los dos sonreía maliciosamente. Qué grito de daño (me dio asco) maulló el pendenciero, como un gatito empalado. Hermano, me dije. Eres un ser fuerte, atrayente, pero desvalido. Y allí se quedó, postrado sobre las alfombras. Retorciéndose. Desangrándose. Reventado. Hugo era entonces un odre partido.
Natalia, mi Natalia: ¿por qué no reaccionabas? Eras marmórea. Con el cieno que ahora me abraza yo hubiera moldeado una estatua perenne, para seguir admirándote mientras me destruía tu belleza. ¿Acaso ya intuiste que me estabas matando? No sabes pensar, insistía la voz. No sabes, no sabes, machacaba la voz, a lo lejos, aquí dentro. Por eso no eres libre. Los narradores cuentan la vida como les gustaría que fuera, aunque escriban tragedias. Si me dijeran: empieza una conversación, poeta, todos estamos esperando que declames, yo respondería: no puedo, imposibilidad. Sensibilidad. Me dedico a sondear los agujeros que hay en mis madrugadas. Para mí la vida es de otra manera y no sé ponerle nombre. Late mi corazón con la luna llena, con la luna menguante, con la amarga, con la que se eclipsa. Tenéis que aguardar a que el poeta resurja de los ahogos de su lírica, igual que tener paciencia con quien, por crecer junto a él una deficiencia, le cuesta trabajo hablar, porque el poeta –esgrimía mi voz larvada con coraje, como un alegato frente a un jurado- está escribiendo, y no se detiene a reflexionar sobre lo que hace. Simplemente, sabe que ha de hacerlo. Dejadlo, pues, en paz.
Natalia, consiente la ofrenda de mi desabrigo. Me fui acercando. Natalia, pomada y espada, aunque trepo a la cima ya no te encuentro. Como en todo alarde, tú y yo no hemos encumbrado más que miseria. Quiero dormir contigo, pero me domaste. Quiero saciarme de ti, pero eras desierto. El amanecer, terció la voz ubicua, anda cercano, nos va faltando tiempo. Pero tal vez, en mi demencia, yo convocaba la aparición anticipada de la luz, que se hizo vitral de paño, cortinaje de cristales. Las yemas de mis dedos estrangulaban los sahumerios de sándalo. La vainilla como un residuo. He de extinguirme, resucitar. Ser otro, me dije. Y la voz exhortándome: pues no te queda más remedio, mi niño, que serlo. Aprende de una vez que para morir de amor en la realidad, o para matar en la fantasía, nunca hay una transición. No hay una madre que te sirva de guía. 
Allí estaba el espejo ovoide del señor, absorbiendo mis facciones, adelgazándome. ¿Soy ese esbozo torpe, ese circuito diseñado con borrones, que se inclina en pos de la aleación de muerte y metal, y se abandona? No. Era la bestia, acechando su alimento. Hay muchas formas estéticas de matar un cuerpo, un sentimiento. Tantas como palabras necesitamos. Tantas como puñales podamos acopiar. Déjate llevar por lo que eres, me dije. ¿No eres poeta? Y la voz, terminante: pues mata con destreza y con metáforas.                 
Natalia, por dios. Me has podrido la vida. Tú, la del nombre de crema. Llego ante ti como ante el altar con perfume de cidra, y te despojo de tus atavíos turbadores de hetera oriental. Te despojo de tu sensualidad. Te reduzco a desfloración. A decapitación. Un tajo. Ya eres víctima en el tálamo. ¿Qué es el amor? Otro amor, y en el intervalo sólo hay destierro, confusión. Estremecimiento. Nunca, jamás, aunque me hubieran sublevado las ansias de volar, habría renunciado a mi esencia. Y mi esencia era amarte. Ahora una incisión profunda, para que se incremente la punzada. Capaz hubiera sido de clamar, en mi hora fatal, después de siglos de distancia entre nosotros, que aún te amaba. Porque yo te hubiera amado siempre. Siempre que me amaras. Ahora, clemátide mía, voy a clavar con todas las fuerzas las uñas roídas en tu dehiscencia, para devolverte mi sufrir y restablecer los equilibrios. Sí, porque te he querido tanto que también te pido que en tu entraña aceptes mi dolor. Pero no te alarmes, vida mía, que este crimen no es más que una poesía. Y la suciedad que, como lavaza, se impregna alrededor de tus venas es sólo mi penar. Esto no está ocurriendo. Esto es el narrar. Hablamos de literatura, y entre símil y símil quién comprende lo que está pasando. Otra cuchillada que te agrieta, mi Natalia, a sabiendas de razón enajenada. Me has enseñado con lecciones tortuosas otra realidad. Me has enseñado otra belleza para que sólo yo la sufra. No voy a juzgarte ante ti ni ante nadie. Sólo te juzga mi conciencia a punto del colapso. El trauma nos lacera con heridas malditas. En adelante dormiré llorando. Temblando. ¿Tanta injusticia te di por amarte? ¿Tanta condena me merezco? La última penetración del puñal en tu vientre, en tu cuello, en las vértebras. Ya eres cicatriz sin sutura posible. Perforación. Ya eres racimo de sangre. El aire, las motas de polvo, entraron en combustión y se mancillaban. Y yo, a degüello con mi Natalia. Era la bestia, el escorpión inyectando su veneno, la puñalada. Era el poeta siendo un canalla. Este desastre que habito es ahora mi jungla, mi planeta, porque estoy en Babia y soy el animal. ¿Te gustan mis versos, Natalia, la destructora? Está muriéndose la musa, estoy matando a mi amante. He matado a la madre de todas las madres.


 Huye el vagabundo

Ya no me está permitido soñar, pues no sé hacerlo despierto. Se desentonan los neumas. Es todo tan arcaico, tan extraño. Tan precario. Las notas del pentagrama, como trabadas, enhebran una discordancia, una monotonía asfixiante.
¿Me creéis? Creedme, os lo ruego. Porque hoy he muerto otro poco. Nunca he tenido una cometa. Nunca un microscopio. Una vez me regalaron una libretita, y fue como si me regalaran un juguete. Yo tenía un lápiz de carpintero con la punta roma. ¿Me creéis? He nacido para que me vapulee la desgracia de la metáfora. He nacido para rastrearla, traerla y hacerla palabra. Y dejarla quieta en el papel, frente a la adversidad. Siempre lo he sabido.
Para sufrir, por haber sufrido siempre, he nacido. Perpetuamente lo he sabido. Es mi excelente certidumbre. Para estar desgarrado, como mis párpados, como el arco del violín que fricciona las cuerdas tensionadas y les desclava cadencias, he nacido. Por eso nadie entiende que me anime la vocación de malvivir en la escisión. Pido palabras y me encuentro con significados. Quiero aprender a hablar y me encuentro, otra vez, con las palabras. Y mi voz, que me conmina: poeta, háblanos pues de la mujer. Di lo que piensas. Sois a mis ojos sin párpados, con los párpados cortados, piezas de música, codas de un aria sin terminar. Las carceleras. Os tengo cerca, os quiero rozar no con el tacto, sino con las palabras. Pero cuando las pronuncio os suprimís, igual que el libro que nunca ha podido escribirse.
Se hace grandiosa la noche lineal, en el conticinio, como un derrumbamiento, sin repercutir, sin ecos o estrépitos. Pero todas las noches la misma voz evanescente me habla, suspendida en lo aéreo, empedernida,  dentro de mí. Y os observo, en mi encierro, donde sólo me subyuga la libertad de imaginar. Os hablo de arte, de dolor. De la belleza y su deserción. Os hablo de vosotros. Os hablo hasta donde me alcanzan las ideas que se me revuelven, el lápiz que ya no tengo, las sensaciones vividas que se debilitaron y ya son insustancial evocación. Os hablo incluso de desesperarse y de enloquecer cuando más juicio crees tener. Os hablo de la identidad, esa especie de extrañación, pasmo y portento hecha de rasgos que se refleja en el espejo ovoide que el señor ha instalado frente a mí, para que yo pueda verme danzando. Pero yo, mientras danzo jovial entre los danzantes, compongo frases que definen vuestro propio escarmiento al tiempo que cargo con el mío. Yo también soy ellos. Soy uno más entre los iguales poco convencionales.
¿Qué ruego, qué imploro? Dadme aquello que es como la espuma, lo que aspira a hacerse eterno y es efímero. Dadme quietud, desvanecimiento. Pues yo me basto y me sobro para amasar mis vértigos, y para que mis dedos, como garfios, hurguen por los descosidos hasta hacerlos definitivamente roturas. Dadme lo que no se puede reivindicar ni siquiera orando o con la mirada suplicante, pues soy irresponsable, traidor, fiel a la caricia. No merezco vuestro desprecio, no os lo he demandado. Os pido que me améis, pues yo sé amar. Sé amar como se ama cuando no se destruye. Sé amar cuando se ama siendo humano, esclavo y fugitivo a la vez. Cuando no hay exigencia ni vigencia. Sé amar en la espera, en la podredumbre, en la opulencia. Sé amar yéndome y quedándome, en el símbolo y en el desgaste; cuando hay demasía y cuando se miden los cariños como si fueran bienes fungibles con los que está prohibido comerciar, y no obstante se comercia y sientes asco. Sé amar porque tengo la firme convicción de que dudo. Porque sólo amando me engrandezco.
Pero también tiemblo. Soy mi voz en grito y su mutilación. Soy el que aún resiste aquí, en el cautiverio, insomne y lúcido, temeroso de que me invada la locura de seguir amándote, mi Natalia. Soy el que se elevaría si a los costados le adhirieran alas de gelatina. Un pájaro posándose tras el vuelo contra el viento; el Ícaro que en su huida de acróbata cae derretido, como el granizo, y con el corazón estallando en una sola pavesa, yo sería. El danzante. Pero soy también el frío, una resta, un dios acribillado.
No hay más. Uno coge retazos del mundo, desperdicios que fueron vivencias, episodios que hayan extrañado, asustado, conmovido. Y con paciencia y rubor, con vacilación y sin armas los hace palabras. No hay más. Serán escritas sobre el papel arrugado como exclamaciones y hambres, o amontonadas en el mutismo, en el tumulto, como vírgenes temerosas que presienten la intimidación amenazante del violador. Pero no hay más utensilios que la inanición y las palabras.
Yo podría ser el artesano con las manos llenas de barro. El ingeniero calibrando ángulos, cimientos, ante el puente que se derrumba tras el bombardeo. El cartógrafo frente al mapa de un país en llamas. El juez crédulo sin normas morales que aplicar, ansioso de redactar sentencias. Pero no soy más que poeta, porque no tengo más que palabras. Y hay que seguir sorprendiéndose con ellas, viviéndolas. Hay que seguir narrando. No hay más. La vida es el cuento que nos contamos, la brevedad acuciante que se acerca, menguándonos, troceándonos. Nunca habrá una biografía satisfecha. Siempre habrá un filón que se nos escape, que no sea verdad, que no nos pertenezca. Nunca sabremos las claves que rigen nuestras emociones. No hay más, pero hay que resolver una constante ley de la probabilidad: estamos vivos, pero podríamos no estarlo.
¿Claves? Matisse. La alegría de vivir. 
Allí estaba yo, en pie entre los moribundos. Confundido. Iluminado. Me dio miedo el despertar. Abrir mis ojos y ver lo real. Aguanta con entereza, me dije. Soporta la cobardía y la crueldad expresadas en verso. Poeta, artesano, ingeniero, cartógrafo, juez. Y carnicero. Pero enseguida disminuyeron mis buenos propósitos. Me alertó un quejido, igual que una instigación. Había un airecillo de malestar que su dueño pugnaba por contener, sin conseguirlo. Hugo Hawthorne, el minino, gemía y gemía. Todavía respiraba. Su figura, tras la ejecución, me infundió un poco de lástima.
No se ha muerto, me dije. Sólo está malherido. Muy malherido. Mi voz de dentro, de improviso, me incitó a ponerme en guardia. Sal corriendo, me apremiaba. Vete a temblar a otra parte. Aquí no hay más que sangre, letra demasiado corpulenta. ¿Vas a conservar el artefacto? Mira que eres ingenuo, mi niño. Anda, tira el atizador, pasa de largo, no entres en el harén de las huríes calientes, ya está bien de pasiones y violencias, no mires a Natalia. Mi Natalia. Ya no es tuya, la voz me decía. Ella sí está muerta. La ha matado el amor de tus metáforas, el puñal de tu dolor. Sal corriendo, es tu prioridad. Vete a escribir. Vete allí donde seas perdición. Vete allí donde te sitúes en el centro gravitatorio de las cosas y no sepas qué lugar ocupas. Vete a tu soledad.
Ni vi al santo, de tan congestionados que llevaba los latidos. Mis piernas echaron a correr despavoridas. Me resultó más fácil de lo que esperaba vencer la incierta resistencia que ofrecía la puerta principal. Los paneles rotatorios de esmeril engulleron mi rostro depauperado, ojeroso, como el lago ingrato se comió el brillo que irradiaba Narciso. Nadie me interpeló por las felonías cometidas aquella jornada pictórica. Nadie salió a mi encuentro.
La lluvia se despedazaba en añicos cuando el cornígero en que me había convertido, evitando como por milagro toda interrupción, egresó del Museo. Se congelaban los sudores; eran carámbanos con puntas de alfiler. Ignoro la razón por la que no escogí un trayecto más furtivo que aún me preservara en el anonimato. Tal vez mi voluntad se había rendido; tal vez no podía maniobrar con mis destinos. Lo inteligente hubiera sido conducirme prudentemente. Pero te has quedado sin rumbo, me sermoneé. Y la voz, siempre precavida: no te castigues por eso. No te sienta bien.
O quizás, me digo ahora, era tan plenamente cabal de mis actos que los elaboraba de modo mecánico, espontáneo, sin tamizarlos a través de los filtros que las normas aprendidas y la acusadora consciencia sedimentan, poco a poco, al percatarnos de nuestras virtudes y de nuestras faltas. Obraba sin importarme lo que me convenía o lo que debía rechazar. El mundo se modifica cuando matamos. Aunque el cuchillo sea una palabra. Nada sigue siendo igual cuando somos víctimas o victimarios. Y yo dejé, sumisamente, que esas alteraciones sin tregua me afectaran.
Entonces vi al vagabundo. Un pedigüeño que cojeaba.
Tenía una boina parda en la mano. A la mano, como jirones de estraza, la consumían arrugas. Merodeaba de un lado a otro por las aceras adyacentes, asomándose apenas entre las hileras que, en perfecto desorden, formaban aquí y allá los visitantes que todavía esperaban acceder al Museo. Cabizbajo, con orgullo de indigente, imploraba que le arrojaran limosnas en la oquedad del paño, por compasión. Nadie prestaba atención a su impertinente presencia. Solidario con la paupérrima condición que exhibía me aproximé a él, lo aparté de allí cogiéndolo del brazo –su raída chaqueta, al tacto, tenía la blanda textura de la ropa usada-, y de un tirón extraje un billete de mi bolsillo.
-¿Quién es Henri Matisse? –le pregunté sin mayores circunloquios, rivalizando en ampulosidad y pedantería con la oratoria que Hawthorne, el memo, solía emplear para susurrarle a Natalia vocablos melosos.
Confieso que asumí el guión de un actor experimentado. En aquella improvisada comedia blandía el dinero, con aires aristocráticos, ante la cara ladina de aquel mendigo. En un principio aparentó perplejidad, desconfianza, pero repuso sus ánimos tan pronto se cercioró de que no le había abordado un pirómano brutal en pos de su distracción, sino tan sólo un noctámbulo petulante e inofensivo. Quizás me reconoció como a uno más de los de su especie, los nictálopes, los que no dejan herencias. No reparé –pero él probablemente sí lo hizo- en que una costra rojiza, reseca, se desprendía de mis uñas impregnando el papel timbrado.
-¿Un bodeguero? –balbució roncamente un rato después, devolviéndome el interrogante antes con la mirada que con la gramática. Su aliento destilaba el aroma ácido que expelen los taninos cuando se avinagran. Sus ojos no se apartaban del billete salpicado de rasguños taheños.
-No. Error –lo atajé sin ningún escrúpulo-. Otra. ¿Conoces a Elías, el narrador?
Los rasgos de su rostro, mitad tristes, mitad arteros, se contrajeron en una inconclusa, arqueada, mueca de saltimbanqui. Lo noté confuso. Pero quizás no lo estaba y sólo me engañaba.
-¿A quién?
-A un tipo llamado Elías Yaiza. Aunque ese no es su verdadero nombre. Acostumbra a utilizar seudónimo. Afirma que es escritor.       
Frunció el ceño, sucio de cenizas. Dobló, estiró, masajeó su pierna trastabillada, desentumeciéndola. Me pareció que reflexionaba, interesado en la cuestión.
-He pateado este barrio cientos de veces –respondió; se sacudía, con gesto desenvuelto, la roña pegada a sus ropas pulguientas-. Y nunca he oído hablar de ese caballero. ¿Ha muerto?
-Lo dudo –repliqué, sin mucha convicción-. La envergadura de su tragedia es mucho más inabarcable. Como la tuya.
-Entonces –mintió el vagabundo- rezaré por él.
La mugre se entremetía por los pliegues de su piel. Su mirada, desigual, absorta en el papel moneda, traslucía una codicia tan limpia y necesaria que me apiadé de la suerte esquiva que lo había enquistado a las calles. Todo él era exclusión. Otra forma de cautiverio menos manufacturada.
-Última oportunidad, mendigo –casi troné con gorjeos de tiple, pero autoritario-. ¿Cuál es tu color preferido? Si coincide con el que estoy pensando, habrás ganado mi dinero.
Sus pupilas se licuaron, se inflamaron, aviesas, burlonas, seguro de que a la tercera acertaría. Intercaló una pausa tan pertinente que me encandiló.
-Amigo –contestó tomándose su tiempo-, adoro el color que mejor sabe a mi paladar.
Ya se había retrepado a la sabiduría que sólo enseñan la miseria y una vida sin demasiadas esperanzas transcurrida a la intemperie. Supuso que yo no había comprendido su respuesta, pues aclaró tras un guiño de sus cejas quemadas:
-Me gusta el color del vino tinto. El rubí, ya me entiende. La uva triturada. La sangre de Cristo. ¿Se encuentra usted bien?
No dije nada, pues nada merecía desbaratar el sublime encanto de aquella respuesta de filósofo que no predica, sino que actúa. Permití que tomara la recompensa prometida, y me retiré de la concurrencia enfilando los bulevares. Aún pude comprobar que el pedigüeño, ávido de pulcritud, raspaba los trozos coagulados que afeaban el dinero. Unas líneas meritorias de Flaubert, de repente, asaltaron mi memoria de lector reabriendo cicatrices. La imagen aún fogosa de los cuerpos de los amantes, apaleados con el verso, apuñalados en mi poema, me cruzó la mente como un relámpago que no tronara. Mis labios, maquinalmente, pronunciaron aquella cita inolvidable: <Es preciso no tocar a los ídolos, porque el dorado se queda entre las manos.> 
Sé que en mi caminar me mojaba bajo el aguacero. Sé que no premeditaba el rumbo a seguir. Mis pasos, sólo mis pasos –cortos, huidizos, autónomos- eran los hitos que guiaban la huida.
En un punto incierto de la ciudad alguna de esas extrañas soledades que pueblan la noche, y que de día no se ven, tañía las teclas de un piano. Lo recuerdo. Me dejo llevar, que mi alma se remonte como la de Matisse en Tanjah, y aún recuerdo. Acordes sucesivos, delicados, me visitaban, ingrávidos, armónicos, como gotas que salpicaran el estruendo ensordecedor de los cohetes y de las bengalas cintilantes que los urbanitas hacían explosionar en las cercanías, celebrando la Nochevieja. No me abandonó aquella música para desubicados hasta que el edificio del Museo, borrosos sus contornos tras las pilastras de lluvia, desapareció de mi vista.
Todavía, intrigado, me pregunto la razón, pero algo (una vaga certeza, un instinto elemental que se me escapaba) sugería que aquella música inmóvil, aislante, divina, provenía de los dedos de una mujer. Ella estaría ludiendo las teclas del piano como si fueran fragmentos de nácar, dejándose ceñir, sujetar, invadir por los compases. Y mi voz perpetua, que me alentaba: has sido, mi niño, capaz de imaginar a un pintor y a sus huríes. Has sido capaz de ver más allá de los cuadros. Déjate ahora de represiones y confiesa: ¿qué dirías de ella y de su piano? Dedos de diva como cintas de tul pulsando un dulcemiel, abriéndose, diría. Cuerpo que se conmueve. Vida palpitante de la metáfora, también en la música.   
Un episodio largo y feraz que parecía no ser mío concluía, se clausuraba. Estaba sereno, pero angustiado. Un estigma me marcaba, me identificaba, me horrorizaba. No aprendiste a jugar. No te enseñaron a viajar. No sabes amar, aunque te empeñes en parlotear lo contrario.
El universo era fisión agresiva, compulsión, territorio agreste. En aquel trayecto hacia la nada quedaba establecido el castigo inapelable que me estaba aguardando: soportar una soledad eviterna, doliente. Frustrante. Pero creadora. Todas las ficciones literarias fantaseadas por otros se concentraron en mis pensamientos, paralizadas, vivaces, bellas. Únicas. Todas las metáforas adquirieron plenitud y significado.
Todos los libros que yo deseaba escribir y leer fueron escritos y leídos en aquel instante de paz rota. Recluso de una inspiración que arrebataba mis sentidos, ideé, proyecté y finalicé la obra saturada de riqueza que durante tantos años infructuosos Natalia había anhelado que surgiera de mis lápices. Letra a letra, palabra tras palabra, se grabó a fuego en mi conciencia, y allí permanece ilegible, transparente, custodiada por la musa Mnemosina, su cuidadora.
En un recodo olí a hogazas de pan. A pan tierno, recién horneado. Había llegado a la vieja tahona. No puedo afirmar si me detuve, si me distraje mirando dentro por entre los visillos de la ventana. Sé que la imagen preclara, regresiva, de un niño se apoderó de mí, se involucró conmigo. ¿Por qué hay tantas sangres derramadas, madre? Porque hay, dijo la voz omnipresente, tantas sangres como heridas, y tantas heridas y desgarros como hombres que fueron infantes. 
Alguien, colérico, había activado las alarmas. Cundieron cual reguero de pólvora prendida. Alguien, es decir, H.H, que logra zafarse de las hemorragias y, monigote astroso y desarticulado, girasol otrora esbelto y ahora un sapo, se alza como puede de las alfombras, donde reposa descolgado el cadáver, todavía tibio, de su varonía. En su comicidad andaría encorvado, tullido, empapaditas las piernas, el turbante de sultán un ovillo imperfecto (la pelambrera de un payaso), el alquicel hecho trizas (un tapiz mordisqueado). Está temblando H.H., el conejito, me decía la voz reaparecida, pues le has transferido tu dolor.
Antes de la captura yo lloraba, en la quietud; flotaba en ese momento vacilante en que el sueño comienza a ser ataraxia, nos sustrae de todo fundamento y nos hace vulnerables. Trataba de averiguar a quién ofrecer ahora mi desamparo. ¿Quién dormirá contigo, poeta? Y en esto los guardianes, braceros instruidos en el uso proporcional de la fuerza, irrumpieron en el hogar del trovador, desaforados. Violaron sin atenciones ni componendas la frágil intimidad en la que había buscado refugio, y propinando empellones al aire, al mobiliario y a su cuerpo, le arrestaron.
Qué fuertes eran, qué ágiles, qué astutos manejando sus grilletes de tosco metal crujiente. La sola presencia de aquellos uniformes impolutos arredró al poeta. No opuso impedimento, se entregó a ellos dócil como una cobaya. Qué enérgicos alaridos de mando, cuánta prestancia.
Me devolvieron al Museo por la puerta de atrás. Amanecía. Durante el interrogatorio preguntaban con insistencia y bofetadas por qué un loco, un narrador, con seudónimo, había castrado al mecenas y destrozado sus intestinos. Ha sido mi ira desatada, ella es la causante, martilleaba la voz para darles gusto, pero no querían oírla.
 Vas a ver la realidad, me urgía la voz. No te apures, me consolaba; para que erradiquen tu imaginación han de matarte, exterminar tu necesidad de ensueños, y el señor, tan parco en miramientos, tan poco proclive a la indulgencia, se niega a hacer semejante amputación. Su voluntad es que sigas sufriendo. No te asustes, mi niño, me tranquilizaba la voz. ¿Ves esa navaja? Podrás continuar jugando después de que rajen tus párpados.
  Reconozco el lugar en que me encuentro. Hay un altar sin ornamentos. Hay un santo santificado. Hay vidrieras como escaparates del cielo intocable. Hay sucesos religiosos. Hay un espejo ovoide. Y hay un cuadro a mi reverso.
Quédate inmóvil, me aconsejaba la voz, igual que la palabra que ha sido escrita. Transige, doblégate, no te opongas a la venganza justiciera del señor. Él, a la postre, es el amo. Ten calma, enseguida doy la orden; acudirán a ti todas las musas, para que te arrullen y curen. ¿Duele? Ves, mi niño. Ya no tienes párpados y ahora estás amarrado, es tu cuerpo un aspa. Hombre de Vitrubio danzante entre los danzantes. ¿Te ves? Estás al fondo, en medio del corro, mirando hacia fuera, hacia nosotros. Ahora llegará la oscuridad. ¿Oyes ese canto de mamá? ¿Te ves en la cuna, sobre las almohaditas? Ahora te dormirás con los ojos abiertos. Siempre rajados.







           Las claves

              Barajamos muchas opciones para emular a Narciso. La mía consiste en hacerme querer con las letras que componen la palabra abandono. La compondría ahora, pero he de escribir mi final, como en todo poema. Proclamo: los andares y ademanes de mi princesa desconocida, yo necesito. Proclamo: las nubes de ladrillo, el cemento de burbujas, las mansiones de caramelo, yo necesito. Por ser ficciones necesito esos proyectos de ilusión. Porque vivir es, muchas veces, estar amenazado por los necios y el antídoto nos exige imaginarnos en otro sistema planetario, o ya muertos.
              Reconozco el lugar oscuro en que me encuentro. Ya he estado aquí. Puede que haga décadas, o meses, o tan solo un día. Lo siento, mi medición del tiempo se desintegra. Es posible que lleve en este encierro una madrugada, pero yo reconozco el lugar oscuro en que me encuentro. Lo sé porque me basta enunciar tu nombre, Natalia, la cremosa, la rígida, para seccionar los cristales y que me alumbre la luz cromática, y poder ver a los que danzan, a los que ríen, a los que se entregan a la música, al agua, a la inconciencia. Tan poderoso es tu nombre, Natalia, la erótica, la difunta, que puede derribar los portones de los desvanes polvorientos.
              Está oscuro el lugar en que me encuentro. Oscuro, pero no ciego. Pues puedo ver. Constantemente veo. Esta vida silente, todas las vidas posibles, me entran por estos ojos míos a los que arrancaron las pestañas y los párpados y los dejaron sin protección; y cuando las heridas no desaguan sangre ven el espejo ovoide, el gran espejo con forma de vaina de pantocrátor severo que el señor ha hincado frente a mí, para que mi mirar con llagas no se aparte ni un instante del reflejo de la realidad, de sus aristas y trampas.
              Mi señor, malhumorado, con toda su saña fabricó este ingenio, la pose, la estética con la que torturarme. Mi señor, toda su compostura y lingüística ridiculizadas, fue también tan despistado como para dejar, a mi reverso, un resquicio que yo, en mi encierro, hago cada vez más amplitud, más ventana abierta a mi imaginación por donde evadirme y volar, yo atado de pies y manos.
              A mi cuerpo fatigoso lo desnudaron. Hombre de Vitrubio soy; no hay anatomía, no hay complejidad, no hay recreación. Hay sólo esta tentación de morirme por no tenerte, mi Natalia. Soy sólo este mirar indisoluble de las cosas que no deseamos ver, condenado a que me fustiguen. Mi señor castigador, me abandonas aquí, en el suplicio, mostrándome sin conmiseración el acero de la celda. Mi señor, el lisiado, dejaste detrás de tu víctima esa rendija por la que se evade y rehúsa a su condición de siervo ancilar.
              Pues yo sé encontrar las palabras que me mantienen vivo y casi como bañado en líquido latescente. Sólo temo una cosa: la afonía excesiva. Que me den acordes. Que me llenen los rumores. Que mis sentidos empiecen a ser lo que son apenas se les muestre un pentagrama. Que dejen en mis manos una partitura: no sabré interpretarla, pero escucharé temblando la orquestación monódica, las fugas y los preludios, la romanza, la voz humana.     
              Yo sólo temo a lo que no diga nada. Que me hablen, pues hablar necesito, hilvanar palabras, tener algo que contar. Porque sé narrar. Narraba cada día, tan pronto despertaba. Y aun en sueños me daba a la narración. Era mi salvación. Era el narrar librarme del sopor diurno. Era el narrar mezclarme con la gente atropellada, y me preguntaba: ¿a dónde irán?, ¿qué estarán tramando, narrando? ¿Acaso no me ven?
              Mi señor, descuidaste la cisura por donde escabullirme para fabricar mis vuelos. Me quitaste el lápiz, pero no la palabra. Nadie me oye, pero narro. La reputación queda lejos, pero narro. Es mi nervio la palabra, Natalia.
              ¿Pero qué soy yo?, me pregunto. ¿Soy en verdad poeta? Qué atrevimiento. ¿Músico frustrado? Qué feliz me hubiera hecho rasgar una viola. ¿Soy un estilita? Imposible, porque no soy valeroso y me dan miedos las alturas. ¿Soy excéntrico? Cuánta pérdida de tiempo. ¿Soy hijo? Tal vez, pero me cuestan tanto los cariños. ¿Hombre político? Esta probabilidad decrece, pues en el fondo no desprecio tanto a la gente. ¿Soy amante? Sin duda: la conquista del placer que se desgasta cada noche, me enloquece. ¿Soy escribiente? Lo intento. ¿Soy diamante? Habrá belleza en mí, escondida en alguna parte, mas no tan meritoria, ni tan párvula. ¿Soy un trapo? Y escudilla, y camastro. ¿Soy la queja? Y la desidia ¿O el gozo? También eso.
              Sé lo que es un hombre, pero no sé quién soy yo. Me hallo desdibujado, hecho sólo de rayas y espacios sin acabar, como muchos lienzos de Henri Matisse, el creador de imágenes que no existen, el constructor de espejismos, el hacedor del edén.
              Siempre el aguijón de los mismos interrogantes, y por más que sudemos nunca encontraremos su sentido: ¿por qué he venido?, ¿por qué voy?, ¿qué límite me frena? Siempre he sabido, mi voz, pues tú me lo has dicho, que estoy solo. Este estado de vida es un cortante latigazo. Me hace recordar al hombre que recuerda al niño que fue un día, y lo ve tiritando, sin más compañía y vigilancia que la del aire. Por ver tan solito el hombre al niño que lleva dentro, sin saber cómo sacrifica su tiempo, hace del niño una obligación de amor, y se va a cuidarlo, pero no puede tocarlo, acariciarlo, ni hablarle bajito, sólo contemplarlo, como a los cuadros. Puede darle, no más, el proverbio de su propia orfandad.
              Yo nunca disfruté de un edén, Matisse, y por eso ahora he querido construirlo y estar en él. Pero no hay edén, Matisse. No hay más que palabras. Permíteme, permíteme silencio, te lo ruego con el alma muy zarandeada, elevar un poco mi voz sobre estas penumbras, aunque sea tan solo un susurro, para que pueda oírla. Porque necesito pensar, y para pensar y ponerle palabras a mi pensamiento necesito hablar en voz alta. Por eso sé que siempre he estado solo y un poco loco, pues nadie revelaría la estima en que se tiene de modo que pudieran oírse por los otros tantos lamentos, y yo me lo digo constantemente, porque constantemente pienso, en mi encierro.
              Sé que siempre he estado solo porque siempre he hablado conmigo, dando tono y eficiencia vocal a aquello que mi raciocinio secretea. Nunca tuve una cometa, un microscopio, un acordeón, una maleta. En mis mocedades no aprendí las travesuras. No me enseñaron a mimarme. 
              Mi voz se abstiene de mandar, pero dicta. Sugiere indicaciones que se hacen órdenes indirectas. Ella aconseja: ríete, respira, dialoga, miente, trabaja, compadece, prevarica, ama, muérete. Mi voz no escarmienta ni inhabilita, pero ella sola es ya demoledora. Mi voz no traiciona, pero estimula la traición si no la escucho.
              Si mi voz dice corre, yo sé que he de saltar. Si mi voz dice mira, yo sé que de contemplar. Si mi voz dice arremete, yo sé que de aplastar. Es mi voz una añosa dama, muy sabia, que no habla mientras yo no le atribuya palabras. Es mi voz la que marca las veredas del camino, es mi voz la que mi rumbo desvaría.
              ¿Desde cuándo percibo que tengo voz? Desde que descubrí que no estoy en el jardín, y que la sed, el hambre, la ceguera, los pozos, el arma y el alma existen; desde que fui arrojado fuera de todo paraíso, como los vencidos y los poetas. Mi voz se hizo presencia intacta cuando los cirros se desmejoraron, y con ellos el agua, no el agua en remanso que fluye en el edén, sino la lluvia torrencial, demencial. El huracán. Mi voz me obligó a escucharla, y desde entonces me aterroriza la pobreza, el fanatismo, perder mi voz y la razón, y que me lleven las olas. Pues sin mi voz me envuelve lo umbrío que precede al precipicio, al despeñadero.
              Es versátil, mi voz. Se multiplica, muta de inflexión, se modula según los escenarios, y hasta se consuela cuando añora sus antojos frustrados: mi voz quiso ser la de un tenor, la de un eunuco, la voz del magistrado, la voz del aventurero, la del corsario, la del galán, la del rufián, la voz de un fiel amigo, la del maestro. Pero, ante todo, mi voz quiere ser escrita. Y cuando la atrae un papel, se conecta, como los imanes; se reduce, se expande, se tambalea, se enriquece, se rehace, se aligera, y allí se queda.
              También es pesadilla, esa voz que me disgusta. Porque mi voz se lastima fácilmente. Mi voz es excesiva, presa propicia. A mi voz pueden infligirle el martirio más intrascendente, pero la venialidad no le importa: ella siempre se apena. Mi voz oye rumores y cree que son ruidos. Oye ruidos y se convence de que son disturbios. Oye disturbios y se dice: al fin, el fin del mundo.
              ¿De dónde proviene mi voz, sino de permanecer callada? Es mi voz la que se afana por hacinar palabras, y no yo. Es mi voz la que me usurpa el sueño y grita: despabila, es hora de crear. Es mi voz la que se acuesta en las sombras a descansar, y no mi cuerpo famélico de masticar tanta voz. Porque es muy inquieta, y siempre anda por ahí, por los rincones, como agazapada, acechando, presta a cazar una palabra para reclamar atención. Es mi voz una tirana que cabalga con clámide de seda. También en la celda de mi voz yo estoy cautivo. Otro apresamiento que añadir al que proyecta el espejo ovoide del señor, porque los muertos que hemos matado no mueren nunca: se aferran a la vida vegetando en la conciencia de quien fue su verdugo, allí donde se incuban los huevecillos del remordimiento.
              Matisse. La alegría de vivir. ¿Las claves? Sí, ahora mismo. Desvelemos en el epílogo las claves de la felicidad. Callen. Callen. Pues al fin habla el poeta. Habla el narrador. Habla el agónico. Pasen y vean.



             

















La  alegría de vivir

(Óleo sobre lienzo. 1905-1906)
             
              Estambres de heveas, con la brisa cálida de la alborada, acarician mis mejillas cuando salgo del sueño, pero al despertar ya no recuerdo cuándo caí en la dormidera. Se aproximan mis dedos, en el letargo, a los ojos legañosos aún renuentes a la pausada eclosión del amanecer. Poco a poco obedecen. Los murmullos del arroyo surcando las piedras pulidas de la cascada alientan mi sed, pero ya no recuerdo cuándo aprendí a beber. Y sin embargo, bebo.
              Los otros también despertarán pronto y no se darán, como yo, a ninguna rutina, costumbre o meditación. Ninguno recuerda la debilidad que los durmió al caer la noche. Mirarán en derredor, aún somnolientos, descubriendo la creación, buscando por instinto, felices y hemenciosos, el manantial. Arrimarán sus labios sequitos entre bostezos. Humedecerán los paladares, se saciarán del agua clara, desgajarán de las ramas de los árboles la fecundidad, frutas maduras y hojas frescas, y se las comerán sentados sobre la hierba, desnudos, sin albergar la terrible sospecha de que un día ellos, los que vendrán, inventarán los telares, la urdimbre, las máscaras, las cartas marcadas, los suicidios. Inocentes y cándidos son mis compañeros, como yo, pues no tienen que demandar que un día ellos, los que vendrán, serán los únicos convictos.
              Aquí, en el vergel, no hay pensamiento; luego no hay convicciones. Por eso tampoco hay disputas ni agresividad. Aquí, en el vergel, no hay todopoderosos. Por eso rara vez se precisa de la caridad y de la vejación. Todavía (pero no lo sabemos) a nadie se le ha ocurrido acuñar doctrinas, instaurar rangos, otorgar distinciones honoríficas. No tenemos más apología que la de la satisfacción. Hemos renunciado sin mayores discusiones a la crítica, a los reproches y a las exhortaciones mezquinas de los doctos consejeros que entre nosotros, los apátridas, son extranjeros. Eso sí: dadnos muchos ensueños y exuberancia. 
              Cuando el ayuno ya no nos agobie, cuando estemos otra vez bien amamantados, mis compañeros y yo empezaremos a sonreír. Y estimulados por la intuición, como cruzando un acueducto sin la avidez de ganar la otra orilla, todos adoptaremos las mismas posturas que teníamos ayer. Pero el ayer no existe, ni el hoy, ni el porvenir. Ignoramos el beneficio, la contrariedad, el beneplácito del tiempo. No sabemos sacarle provecho, para qué, si nunca crecemos, no envejecemos.
              Esos que se ven tan gozosos no conocen el hastío, la desventaja, el gemido. Se han despertado con la aurora y tienen voracidad de recreos y regocijos, como si aún fueran niños hambrientos de risas, y no de caricias. Así se comportan cada día por más que ya no se acuerden. El mundo, en su integridad, cabe en este prado, en este lienzo donde se eterniza lo delicioso. Vivimos en él. En él disfrutamos. ¿A qué disgregarlo?
              Porque aquí los colores adquieren una tonalidad mágica, de una pureza narcótica, como si estuvieran siendo improvisados. Aunque lo asombroso, los prodigios, se han de ver desde afuera, pues es afuera donde anida la desesperación, lo delusorio. En cambio, nosotros somos artificio vivo. Nuestro privilegio es que carecemos de memoria dolorosa, ya que nada hay aquí que sea flébil. No estamos en ese otro lado. Inmunes a la defección, nos entregamos a la complacencia. A partir de esta premisa cada acto elemental es más fácil, porque cada acto es inercia, lección sin pedagogo o instructor. Simple vivencia.
              ¿La muerte? ¿Qué es eso? Dicen por ahí, tras los confines del marco, que es azada muy incisiva, insidiosa. Una negrura incomprensible. Pero de este axioma descreemos como de los credos, pues todavía no se han concebido las matemáticas; así que nadie de los aquí pintados puede enumerar, ni aunque se lo propusiera, cuántos no pudieron despertar esta mañana, o ayer, o anteayer. Tampoco la arquitectura o la enfermedad han sido ingeniadas. Por eso aquí no se han erigido panteones. Además, nada caduca, no hay pretérito. Sin números y sin tiempo para ordenarlos es difícil, incluso inútil, preocuparse por la hermana pobre y quejumbrosa de la vida. Aquí podemos edificar, si nos viene en gana, un destino infalible, mortal; pero será para alejarnos de él, como de una cosa torcida.
              ¿Y qué decir de los apasionados, mis congéneres? Ella endereza el torso, resucita su piel y su deseo. Vibra, vibra ella entera, como una perfección. Rodean sus brazos el cuello del amante abnegado, todo él avaricia de escaparse, de concederse, y sus cabezas abocadas a ser encuentro se confunden con el beso mordido con tibieza que mutuamente los inmoviliza, vinculándolos como cuerpos sin resistencias. Aquí el amor no tiene principio, ni causa, ni finalidad, porque no sabemos para qué sirven las metas. Ellos dos nos convencen, pronta la fusión, del hecho incuestionable de que quizás se conocieron ayer, o anteayer, o en este mismo instante, y de que esa es la razón por la que el amarse es, para ellos, mera ostentación de  concupiscencia. Los dos ignoran (¿pero quién los desmiente?) que esos enlaces tan febriles, que esos raptos tan carnales, les vienen durando toda la vida, aunque la vida sea un solo trazo. Los dos ignoran que están viviendo los arrumacos por primera vez desde que el pincel los creó en el cuadro.
              Otro de los pintados recoge las florecillas que crecen, esparcidas por el prado como lágrimas no lloradas. Se inclina, elige la más linda, la de tinciones más iridiscentes. La palpa, la huele, casi le rinde una reverencia mientras la hace suya. Esa flor desprendida acicala, como las demás, la cadena de pétalos que la muchacha que espera a su lado, todavía desperezándose, desliza por entre sus senos para hacer más hermosa su turgencia de doncella. Mañana, cuando despierten de nuevo, las flores arrancadas habrán rebrotado de los tallos como si la savia fuese un encantamiento, y ellos no se acordarán de que cada día trenzan entre ambos la misma y recíproca ofrenda sin precio.  
              Un poco más acá las nereidas, recostadas sobre sábanas de heno, conversan con un vocabulario que sólo ellas manejan. Tienen posturas sensuales, sensoriales. De una vemos su desnudo de espaldas, los pies descalzos que se arropan entre los arbustos. De la otra vemos los pechos, los muslos atrayentes que se enlazan. Pero de ninguna vemos el delta fruitivo de su sexo. Ellas no lo saben, las incautas, las candorosas, pero habrá un tiempo en que locamente les gustará tocarse, darse coqueteos, provocarse. Libar a su igual.
              Y a lo lejos, a lo lejos, cerca de las marismas, donde los médanos se ondulan como cabellos de arena, bailan los danzantes, yo entre ellos, el más jovial de todos, las manos tendidas hacia los que me rodean como lianas que no aprietan, formando una arandela, un corro. Soy el que apenas se mueve, el que mira todas las escenas, la más diminuta de las creaturas de mentira que viven en el lienzo. Cantamos, hacemos cabriolas, brincamos. Nadie nos gruñirá <basta de jugar>, y no descansarán nuestras piruetas hasta que nos concierna la noche y se evaporen los contempladores. Entonces nos detendrá el sueño, la fase profunda, el edén del edén. Y nos adormeceremos sobre la duna, como unos lactantes. Desde afuera ya no nos distinguirán los envidiosos, los resentidos, los piadosos.
              Y mi voz, tan déspota, que no se calla y siempre está maldiciendo, coge potencia y se me encara: padécete, no te estás muriendo. Pero estoy sufriendo, le respondo consternado, y al menos intento ponerle remedio. Aunque mi ojos revienten de dolor. Mírate al espejo sin el cuadro, mi niño, ella me golpea. Verás la vanidad, la escasez en tu perfil crecidito, como una incrustación. Mírate al espejo, mi niño. Verás el entusiasmo hecho pedazos, y las codicias atragantándose. Porque a veces pienso que me empujé al lienzo, que salí de mí, que dentro de él me hallo y no aquí, en lo externo. ¿Cómo comprender que este nirvana al que huí acompañado de mi voz oculta, sin recordación, sin oscilaciones, es un lugar precioso, melódico, pero falso?
              A veces despierto y me digo: no estoy soñando. Sigo ahí, en el edén, en la cápsula, bajo las palmeras, saboreando la fruta madura que cae de los árboles, y mi desnudez no me da vergüenza. Sigo ahí, preguntándome quién soy yo, averiguando todas las respuestas. Menos esa.
              Si los dioses tuvieran ojos no sabrían mirarme. En mi encierro, yo, el poeta, atado de pies y manos, delibero, perpetro, incurro en inexactitudes que traslucen verdades espantosas. En mi encierro el moderno Hombre de Vitrubio, danzante entre los danzantes, no puede callarse. Se atora de pensamiento, también de ligerezas. También de abatimiento. Pues en este encierro hay cansancio, hartazgo, grita y grita el poeta malherido.
              Pero en el fondo me causa aprensión tanta irresponsabilidad, tanta ausencia de amarguras en el paraíso. ¿Arte sin su envés? ¿Amor puro y sin fricciones? ¿Arte sin lo mediocre? ¿Vida sin sufrimiento? La sospecha me agita. Me estoy gastando. Soy vulnerable. Ya no hay inocencia, ya no hay templanza, ni dolor amortiguado. A un palmo de mí cada brizna de polvo aéreo se colma y se destripa de realidad. A un palmo de mí se abre como una mujer la inconsistencia, la prescindencia, lo pasajero engañoso, la tiniebla dulcificada. 

              La música que oímos de nuestra garganta, la música que coleccionamos y olvidamos en los estantes, para volver a ella en cuanto el aire nos apabulla, es la de nuestra pequeñez, la primera nana. Intuyo que en el exacto momento en que la palabra hecha pensamiento, hecha escritura, se paralice, algo en mí se infringirá por siempre, se estancará, cual arpegio sin escala. Y entonces, en la cara oscura de las lunas, nunca más habrá un tal Elías Yaiza, alias el poeta desmoronado, que pueda seguir hilando símbolos y parábolas, narrando su historia inadmisible, quejándose de haber perdido su dolor, cuando no tiene más que vivirlo para salir de la reclusión que se ha inventado como si de un hogar se tratara. Y entonces no os daré sino agotamiento. Os matará mi silencio. ¿Queréis, los parlantes, que ocurra eso? Sí, seguramente. Incluso yo lo prefiero. En mi encierro.

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