CAUTIVO
Era el poder irrefrenable de
la elocuencia, de las palabras, de las nobles y ardientes palabras. Joseph Conrad. El corazón de las tinieblas.
Al
mirar un cuadro hay que olvidar lo que representa. Henri Matisse.
El
artista no es libre en vida, sino solo en el arte. Vasili Vasilievich Kandinsky. De lo espiritual en el arte.
CAUTIVO
La escritura del apasionado……………………………. 4
Ares, el dios de los confusos…………………………… 10
La desventura, el juego………………………………... 17
La conversación………………………………………... 30
Tanjah invisible……………………………………….. 35
Arte y dolor…………………………………………….. 49
Notre Dame dispersa en lo celeste…………………… 56
Venus truncada………………………………………… 67
Se mueven las bóvedas…………………………………73
Letra procelosa…………………………………………84
La impávida mujer de madera y ceras………………. 100
Luz que se filtra por el color…………………………. 119
La novicia también sueña……………………………. 142
La obra suprema: vitrales cromáticos
y cromatismos sedantes……………………………… 150
El arte y la pupila…………………………………….. 166
La muerte suprema. La muerte de la musa…………. 190
Huye el vagabundo…….……………………………... 203
Las claves……………………………………………... 216
La alegría de vivir…………………………………… 223
La escritura del apasionado
Fui temblor cuando la vi por primera vez.
Llevaba rato entregado a la contemplación de su presencia, torturándome
con la probabilidad de que ella encarnara mi anhelado otro yo, mi gémina
imaginada, cuando alguien de voz impersonal, con la aspereza de los vulgares,
pronunció su nombre llamándola a ella entre todos los nombres posibles y
carentes de significado que, en aquella reunión, se confundían entre sí y se
despersonalizaban, como un ejército de identidades.
Y yo temblé. Como la enramada que la tempestad azota. Como tiembla el
asfalto y se derrite al caerle el manto ardiente de la calor, en los mediodías
del estío. Temblé de pasión, de felicidad en ciernes, con el cuerpo impactado y
los ánimos medrosos, suplicando en silencio a todos los dioses que ya, al
instante, se diera cuenta de que yo la amaba a ella -mi desconocida hecha
creación, hecha materia, rostro, gemido-, sin saber qué amaba. De miedo temblé
por no volverla a ver al instante siguiente, y que la estrella fugaz de su
aparición se redujera a la remembranza de una imagen que habría de punzarme de
por vida. Cuánta ingenuidad había en mí, Natalia. Cuánta pureza y oleaje.
Cuánta voluntad arrastrada por el ansia de tentar, poseer, la prodigiosa
belleza que portabas.
Mi temblor era una advertencia: no podía permanecer cerca de ti, en la
misma habitación, rodeado de gente (escritores de salones de te, pintores
amanerados, millonarios insultantes, marchantes engominados, farsantes todos),
y que no me miraras. Mis brazos, como los del niño que se alzan en el vacío
buscando a la madre ausente, trabaron el gesto anticipado de una huida
provisional, y encaminé la marcha con torpeza hacia otra derrota, pues por
derrotas fatales yo contaba mis impulsos amorosos.
Me escaseaba la dignidad; me quemaba por dentro no tener un refugio
solitario donde abandonarme, recluido, para que la herida que habías abierto
doliera, doliera, pero sabiendo que cuanto estaba sintiendo por ti, cuanto me
inspirabas (yo vate, yo filósofo) lo escribiría algún día.
Ellos hablaban y hablaban, fatigosa, ociosamente. Y aquellos sonidos
hueros empezaron a atarantarme. Resolví establecer una detención en mis
pulsaciones. Crucé la estancia sorteando muñecos con armazón humano que
parloteaban de política que no practicaban, de austeridades que no les
afectaban, de arte que no entendían, del sida que nunca les contagiarían los
infectados, del petróleo que derrochaban, de guerras que jamás librarían, de
vaguedades que burlaban la vista a la espinosa faz de lo real.
Crucé la estancia como si fuera a bordo de la barcaza de Aqueronte, pero,
en lugar de monedas con las que costear el tránsito de mi ser desde lo terrenal
a lo cósmico, mi exiguo equipaje era los restos tibios de hielo que yacían en el
vaso de cristal, pesado como piedra congelada, trémulo en mi mano como un
pajarillo herido. Atrás dejaba tu silueta, que había horadado mis retinas, y la
fragancia húmeda, mezcla de maderas limpias y albahaca, que se me había
entretejido al rozarse apenas tus mejillas con mis labios cuando nos
presentaron.
Natalia, mi estilete, de este modo indeliberado desnudaste el diminuto
reducto en el que me había escondido, yo de espaldas a todos los villanos que
departían fingiéndose héroes, las migajas de los canapés sobre la mantelería
con bordados de odaliscas, las botellas de licores caros a medio consumir, los
dados de hielo en los recipientes como témpanos oceánicos que disminuían
conforme la velada avanzaba. Y yo temblando, porque ya me cercaba la sospecha
de que iba a hacerte mía, gozosamente mía, terriblemente mía, y que tú, un día
cualquiera, me habrías de matar.
En mi evasión traspasé cortinas sedosas, pliegues y encajes de tejidos
tersos que separaban universos como si fueran fronteras entre lo existente y lo
imaginario. Salí a la terraza del ático donde, en pleno eje de la urbe, se
celebraba uno de esos acontecimientos sociales que tanto, Natalia, gustabas
frecuentar.
La noche era fría. De una frialdad lacerante, plomiza. Gotas incoloras
acribillaban el mármol de la balaustrada a la que me aproximé indagando un
contacto que me restituyera, pronto, la inercia de seguir viviendo. Bajo el
relente de la madrugada rebusqué a tientas otro retiro donde protegerme de aquella
visión repentina que tus contornos me habían regalado, y que era como un sueño
atravesando mi corazón cual puñalada certera que no se clavaba para destrozar
venas, arterias, sino emociones. Frente a la perspectiva de una ciudad en
miniatura, con tanta luz dispersa en el negro de la noche que la asemejaba a
una llamarada mil veces rota, aún notaba el estremecimiento de mis piernas
enfermizas, de mi pecho abrumado. Temblaba mi alma, ya huérfana de ti, sin ti
envejecida y casi moribunda. La sacudida que me sobrecogía era otra
advertencia, esta vez escrita con violencias: tu vida entera, me dijo una voz
que me acompaña desde la infancia, es un susurro inhábil. Tu vida entera ha
cambiado para siempre, y ya es imposible evitarlo.
Esa voz de muy dentro enmudeció de repente. Ahora no soy más que
sentimiento. Yo había oído un crujido a mi reverso, una pisada de calzado
grácil, de dedos livianos. Una huella de alcanfor para los exhaustos sentidos
de quien ya era tu siervo. No podía creerlo. Tú allí, al lado del infeliz que
se había acurrucado tiritando en aquel trozo de intemperie. Tú allí, sola tú,
tan tenue, lejos de los parlantes.
Me contarías meses después, la última vez que me hablaste, que el ático
de Hugo Hawthorne, el inquietante, siempre te había gustado porque desde
aquella elevación podías contemplar de un modo más vaporoso, fantasmal,
durmiente, la vida secreta de la ciudad, tan diferente a la que nos reserva el
amanecer abusivo cuando impone sus inconsistencias.
Prendiste fuego a un cigarrillo como si arrimaras hogueras al hueco de un
ojal. Inspiraste el humo gris, y lo devolviste malva, hebra sinuosa que se fue
deshaciendo, escapándose del propio aire. Mirabas, como yo, el vértigo, el
infinito que descendía desde las alturas. Los límites físicos se habían borrado
como por encanto. Detecté una inquietud. A poco me di cuenta de que estabas
relajada: la única víctima de la agitación era el poeta.
¿Cuándo decidí la osadía de hablarte, a ti, tan altiva? No lo recuerdo. Pero sé que me inventé, como quien se
inventa el rumor del mar que nunca ha visto, un poema que sería tuyo o sólo sería palabra
muerta. Te brindé mi boca no para el beso, sino para que escucharas al hombre
que había necesitado amarte. Empecé a recitar los versos, mi mirada al frente
sobrevolando sin rumbo la cúpula de la ciudad adormecida, cámara nupcial que se
extendía bajo nuestros pies como fiera saciada de su presa. Era incapaz de ver
nada, salvo la sugestión de tu sombra curva. Y entonces el tembloroso se
propuso derribar los muros intangibles que de ti le escindían. Llámame egoísta,
murmuró, pero es que te amo. Llámame traidor, pero es que te amo. Llámame
amante, pero es que te amo. Eres el hogar donde quisiera permanecer y respirar.
Al principio no comprendiste. Creías que tal vez la voz provenía de
adentro, donde continuaban las risas grotescas y los ruidos de coloquios
anodinos. Te giraste apenas para intuir mi perfil, y entonces se desveló el
acertijo, se resolvió el enigma, surgieron los estigmas: allí estaban, vivos en
aquel instante, pero muriéndose eternos, mis labios murmurantes convertidos en
palabras. Cuánto daría por tu consuelo. Cuántas noches distintas sería tuyo
para siempre. Cuánto de mi vida estás llevándote, yo vulnerable, yo entrega.
Sálvame.
No dijiste nada. Ya en ese instante mágico en que tu boca se selló eras
cómplice de mi tormento. Tu sorpresa fue mudando a curiosidad. La curiosidad, a
intriga. La intriga, a parálisis. Te amo ya, desde ahora, con la certeza de que
habrá presta una despedida. Toma mis metáforas, toma mis miedos, mi sonrisa, mi
desabrigo, y hazlos tuyos. Pero dame tu presencia aunque no me pertenezca, pues
ella sola me basta para no morir de inanición.
Porque es grande el misterio que provocas en los hambrientos de belleza.
Es grande la turbación. Eres hermosa, vida. Mas me
pregunto, ¿serás también sumisión, dolor? ¿Me prometen mis ojos algo de lo que
careces? Imposible contestar. Tan sólo sé que te veo y me entregaría; que te
veo y querría recibir. Que hay en mi alma un quejido y no se calla, y hay
música, y hay lástima, y pasión, y llanto, y raíces como quistes, y alas. Hay
poemas que por ti compondría y nunca daría a leer a mis musas.
Ahora que te he visto no miraré igual el mundo: será aún más penosa su
crueldad por saber que estás en él, viviendo, y no te tengo. Me consta: es
descabellado. Hace nada que he comenzado a quererte y ya he perdido los bríos
que me ayudarían a soportar el ostracismo. Me hundo ahora que te he visto,
ahora que no me atrevo a hablarte como lo haría el depredador, el bribón, el
príncipe, el intrépido. Ahora que te he visto calla el hombre, y grita el
poeta, desesperado, su locura de amor.
Pero no grité. Eras tú quien llorabas, el lacrimal de tus ojos deshecho
en agua, rímel y canela.
Ares, el dios de los confusos
¿Cómo poner frases a la pérdida de la inocencia? ¿Cómo contar las razones
de un apresamiento? Todo empieza a variar de sitio tras la primera caricia,
tras la primera colisión dulce de los cuerpos desnudos. Se diría que el amor
tiene preestablecidas unas coordenadas, una longitud y una latitud. Un límite.
Se diría que conforme miras al ser amado y te apropias de su belleza, lo
desgastas, lo degradas. Hay una esquizofrenia silente, terrible, en el hecho
necesario de amar: se va deteriorando cuanto más amas; cada acto de amor
conduce hacia su final inevitable. Yo, que hice del narrar el nervio de mi
vida, creí un día que se me habían agotado las frases, los personajes, las
ideas. Pero lo que ocurría era que se me habían agotado los besos.
Va a sacudirse mi memoria los episodios brutales. Acometo esta tarea
compleja desde ahora, ignorando lo que sucederá después. Ni sé de dónde vengo,
ni a dónde voy, ni por qué he llegado a este encierro oscuro. Respiro, tengo
tacto, puedo oler, pero nada queda en mi corazón, nada en mis arterias, nada en
mis manos a las que prenden estas ataduras. Salvo dolor.
Y puedo ver. Veo constantemente, como nunca mis retinas habían visto
antes, aunque poco puedo mirar, tan solo un espejo ovoide clavado frente a mí
que duplica mis formas sin ropajes, mis arcos ciliares con adornos de coágulos.
Fueron palomas ensangrentadas, malheridas, mis párpados, y volaron. Los
rajaron.
Mas a todo aquel que ahora tiene la fortuna de hallarse al otro lado del
azogue, le rogaría que no mostrara piedad por mi alma. Mi alma se basta a sí misma
para apiadarse y, tras la autocompasión, engrandecerse igual que un monstruo.
Que nadie me juzgue como un producto: no tengo utilidad alguna. Apenas
sobrepaso la medida desechable de un ardid que en sus mejores tiempos jugaba a
ser conflicto en pos de la perfección, la forma más pura de patetismo. Solicito
respetuosamente que se me juzgue como una aspiración, es decir, como una duda
profunda, porque sé lo que es un hombre, pero no sé quién soy yo.
Algunas personas carecen de destino pues no se han detenido a describir sus
trayectorias precedentes, y pasan por la existencia igual que sonámbulos. Yo
era una de esas personas sin explorar. Algunas personas carecen de destino,
pero no de vida. Soy ahora una de esas personas expectantes.
He buscado el arte todo el tiempo en que recuerdo haber un principio en
el correr de mi vivir. En la infancia no sabía ponerle nombre a las cosas; sólo
las intuía sin discernimiento, como intuye el loco que hubo un día que tenía
demencia. Pero en este cautiverio todo adquiere mayor crudeza. He descubierto
que el arte proviene de la angustia, que el dolor tiene una soberbia cualidad
creativa. He descubierto que sólo en la desolación puede haber belleza. Y sin
embargo, malviviendo en esta cautividad, mientras narro mis vivencias con una
pluma ilusoria, continúa el pensamiento debatiendo si el artista que pintó La alegría de vivir ha pulverizado tales
verdades.
La alegría de vivir.
Confieso que estoy confuso. En el desequilibrio me sostengo, como los
sistemas ecológicos contaminados. En la oscilación. En el instante en que todo se
glorifica y se torna enfermizo. Será ésta mi narración. Mas, en su significado
subterráneo, ¿qué es el narrar? ¿Y el amar? Narramos, amamos, volamos. Todo
esto hacemos con la imaginación. Y la identidad, ¿qué es? Ver
ese rostro que te recuerda a alguien mirándote desde el otro lado del espejo
partido; verlo tan cerca como algo impropio y preguntarle a tu conciencia quién
eres, sin obtener respuesta.
Algunas personas, pues, carecen de
destino. Les queda entonces la vida. Sólo la vida, es decir, decidir
vivirla. Pero yo me he equivocado en todo y por eso, aun teniendo, no tengo
nada, excepto la certidumbre de que las raíces de las mezquindades crecen
profundas.
El artista que pintó La alegría de
vivir: ahí reside la clave. Lo sé absolutamente y todavía,
embotado, inerme, escurridizo como el pez en la red de esparto y océano
salobre, no me atrevo a despejar la ecuación: si lo hago, me toparé con la
muerte.
La desventura empezó a cobrar su forma más mejorada la noche que visité
una exposición en honor de Henri Matisse. Yo acompañaba a Natalia, que por
entonces ya era mía. Más tarde todo se borró, diluido como en una atmósfera.
Excepto la conciencia, eviterna delatora. Todo se clavó, con la escrupulosidad
insospechada de los fracasos. Más tarde únicamente pude describir los lienzos
que había visto. Allí, perdido dentro de las galerías del Museo Metropolitano
de Arte Contemporáneo, contemplé en soledad por primera vez aquel cuadro
edénico en el que me vi danzando con los danzantes, uno más entre ellos, pero
el más jovial. Contemplar una obra de arte, afirma el filósofo, afirma el
artista, nos exige la inspiración esforzada de superar el objeto contemplado,
de enterrarnos en la metáfora y tomar distancia de lo real. Yo me limité a tatuármelo
en la memoria para hacerlo imperecedero como una consternación.
Sacudida de la memoria, y vacuidad de las imágenes que me traen los
recuerdos: recuerdo que yo huía. Mis pasos eran firmes; mi disposición, un
recelo. Mi rumbo, una alambrada. Pero ahora, ¿es reclusión o libertad lo que
padezco? Confieso que me siento indeterminado. Esparcido, igual que los trazos
de los colores impresionistas.
Evoco cada instante como si hubiera ocurrido ayer, o quizás hace
demasiado tiempo. Pero no soy yo ese hombre dominado por la brutalidad que
eleva un puñal para que luda la carne con la voracidad que se vomita en todo
aniquilamiento delirante. Yo no soy ese animal que agarra el atizador y lo
golpea, lo golpea enfurecido contra la verga enhiesta de un semejante. Absurdo,
¿verdad? Escasea la coherencia en esa anómala medición de la dimensión
temporal, en ese verte y no reconocerte que, sin embargo, facilita la
reconstrucción de los pormenores. Soy el eversor travieso de mis propias
imágenes.
Siempre hubo un mí un cautiverio. Ahora es físico, pero antaño lo sentí
en mi interior. Me cautivaban los contrastes, lo oblicuo, la diagonal
imperceptible que escinde lo sonoro de su penumbra. Ahí está la luna como un
vidrio opaco apretado contra la inmensidad del hueco color uva en que parece
suspendida; ahí el sol fosforescente, ardiendo, reverberando el atardecer. Ahí
está la lírica inagotada, el sosiego, la fugacidad. Ahí la palabra que se escribe
sin letras, en la quietud, en la inexistencia donde yo hubiera querido vivir,
como si la vida fuese una corchea.
Hablé con alguien en mi evasión, un vagabundo, un moribundo; le ofrecí
dinero, que paladeó. Le inquirí por un tercero que era yo. El papel moneda,
usado, inservible, era parte de un trueque elemental que le propuse a cambio de
información. No supo responder: respondió una maravilla. En un recodo –lo
recuerdo- había una tahona, el pan caliente moldeándose en la cueva de fuego,
la semilla recién horneada, el aroma a hambre placentera. Luego –lo recuerdo-,
el cautiverio.
Lo gélido, las heladas del invierno ya no me conmueven. Pero en este
instante en que mis ojos carecen de celada quisiera ver otra vez los aludes de
nieve, el encubrimiento de los paisajes. Blancas y negras, en mis retinas están
impresas las pinceladas de los cuadros que pintara Henri Matisse, el pintor de
vivir en alegría.
Dispongo de la libertad para ver. Mas no tengo objetos que mirar, salvo
ese espejo ovoide enfrente de mí duplicando el cuerpo maltratado que lleva mi
nombre, los perfiles invertidos. En este encierro he aprendido a acostumbrarme
a esa diversidad fingida que el azogue me proporciona. Es lo único orgánico que
consigue distraer a mis sentidos.
Dispongo también de la libertad para imaginar e imaginarme. Sin párpados,
en mi encierro soy un eterno insomne, un despabilado que garabatea sin
necesidad de signos escritos. Me basta activar la abstracción, el cálculo
ortográfico que no requiere de soportes, cuartillas o teclas. ¿Acaso no es el
pensamiento, génesis de lo artístico, sílaba impronunciada?
Matisse. La alegría de vivir.
Me pregunto qué habría dicho otro hombre que no fuera yo de esos lienzos
–panorámicas remontadas de París, Notre Dame al fondo en la neblina azul;
retratos de santos sin rostro, bazares de odaliscas como ramilletes de piel pintada,
minimalismo, perspectivas imposibles de Tanjah-, si, como me sucedió, hubiera
tenido que detenerse ante ellos y especular, corregir, concebir.
Me pregunto qué habría dicho Natalia si yo le hubiera podido contar todas
estas ocurrencias. Quizás habría dejado su taza de café negro, hirviendo, sobre
el tapete de cretona que adornaba la mesa a la que solíamos sentarnos durante
el ocaso, cara a la línea anaranjada del firmamento, buscando los dos el punto
invisible –inflexible- donde celaje y tierra se entrelazan; y me miraría con
gesto de maestra sorprendida que reprende a un parvulario por reincidir en su
insolencia, antes de recriminarme: <No has comprendido que incluso dentro de
las cosas que parecen inocentes, rumian larvas hacendosas corroyendo toda
virtud.> Era su aforismo dilecto. Lo repetía insaciable cada vez que tenía
oportunidad.
Quizás Natalia estuviera en lo cierto, me digo ahora que dispongo de un
minuto (de muchos minutos) para meditar sobre esas citas que, pragmática ella
por excelencia, trataban de ilustrar su filosofía utilitarista de la vida. Mi Natalia. <Atravesamos un
destierro, somos los hijos pródigos de una deidad aguerrida que delira, así que
carpe diem>, subrayaba insistente.
Mi Natalia, te invoco en el desprendimiento en que me hallo: los milagros existen.
Por eso hemos inventado las divinidades.
Pero las divinidades se rebelaron, su furia al descubierto.
Y dictan doquier decretos tiránicos, ineluctables, como los ucases de los zares. Imponen sus agonías, sus
torturas. Su ira.
A cambio de tanto holocausto déjame que te explique, mi Natalia, la alegría de vivir. Porque ahí estriba la clave.
La desventura, el juego
-Te descubro, Natalia, las obras maestras que me pertenecen.
Hugo Hawthorne, el inquietante, había abierto el portalón tallado en arce
que daba acceso a la galería central del Museo Metropolitano. Y a una orden,
toda mesura, de sus dedos pulcros -la mano bruñida de las alhajas, fulgurando;
las lúnulas como filigranas opulentas-, nos bañó un haz de luces sesgadas,
color marfil, color templanza. Prendidas en los murales, con vida propia, allí
estaban las creaciones pictóricas de Matisse.
Cientos de veces, durante mi encierro,
he vencido la prueba de que la eufonía me embriague. Es como catar el sabor de
un vino añejo, sin el vino. Pero si pudiera tupir los ojos, y contener la
respiración, mis labios murmurarían de nuevo: Matiissse, Matiissse.
No más prelusiones que me distraigan. Empieza la desventura. Empieza el juego y lo letal.
La exposición que había organizado Hugo
Hawthorne, el tribuno, conmemoraba el CXXX aniversario del nacimiento de Henri
Emile Benoit Matisse. Nada fue casual en aquel empeño. En su condición de
patrocinador el señor Hawthorne había previsto cuantos detalles pudieran
elucubrarse, aun los más irrelevantes, aun los más excelsos: la inauguración
coincidía con la festividad de Nochevieja, pues Henri Matisse nació en Le
Cateau-Cambrésis, al norte de Francia, el treinta y uno de diciembre de 1869.
Hay noticias de que Matisse fue un
estudiante disciplinado. Acatando la directriz familiar –su padre, próspero
mercader agrícola, le había proyectado un futuro prometedor- se licenció en
Derecho y comenzó a ejercer de jurisconsulto, ganándose la vida de pasante en
diversos bufetes de abogados.
La pasión por la pintura, actividad
que no había supuesto más que una vaga interferencia, se desencadena con toda
excitación en 1890,
a la edad en que muy poco
de lo trascendental está definido en el devenir de un hombre. Tenía veinte
años.
Aquejado de apendicitis aguda ingresa
en una clínica. Un amigo, para amenizarle la recuperación, le presta unos
lápices, un cuaderno con las hojas en blanco y varios tratados de arte. Durante
las aburridas jornadas de reposo la mente de Matisse, enfrascada en la lectura,
entretenida en garabatear remedos de las ilustraciones, sufre una
transformación substancial, como la cápsula quiescente de las crisálidas.
Cuando deja el hospital, ya restablecido de la dolencia, tiene decidido
sustituir la sequedad reglamentaria de las leyes y de los mamotretos de
jurisprudencia por la colorida desenvoltura de una paleta. Quiere ser pintor.
(Lustros después, en el climaterio, otra enfermedad más virulenta volverá a
postrarlo en el camastro de un sanatorio, y, al igual que en su juventud, la
convalecencia ejercerá un influjo determinante sobre el epílogo de su obra, que
acabará envolviéndose en una suerte de misticismo tardío.)
Tras una discusión que a poco termina
en altercado, Matisse obtiene el beneplácito paterno y se traslada a París,
centro neurálgico de la ebullición artística de los bohemios. De inmediato ha
de digerir un primer revés: su petición de matriculación en la prestigiosa Ecole des Beaux-Arts
es desestimada. Sin embargo se las apaña y asiste en calidad de oyente a las
clases que Gustave Moreau, uno de los profesores más solicitados de la época,
imparte en su atelier privado.
Matisse transcurre horas y horas en El
Louvre. Sentado frente a las obras maestras que la historia había consagrado
dibuja bocetos alterando un perfil, un fragmento anatómico. Examinando esos
primeros apuntes Moreau habría de vaticinarle: <Usted va a simplificar la
pintura.>
Entre sus compañeros de aulario se
encuentran Marquet y Manguin. Pese al trecho generacional que les separa,
coprotagonizarán con él la exposición que el crítico de arte Louis Vauxcelles
habría de rechazar indignado. Al experto le animaba el propósito de
denigrarles, de lanzarles las más agrias invectivas. Los denunció por haber
subvertido los postulados del arte. Pero su inquina, algo proteica, se trastocó
en gloria: los fauves necesitaban un nombre común que los aglutinara, una
etiqueta que permitiera su distinción ante coleccionistas y marchantes.
Vauxcelles se la proporcionó.
La anécdota es suculenta. Esclarece
que detrás de un artista siempre hay, al menos, uno o dos críticos
absolutamente errados. En el Salón de Otoño de 1905 aquel grupo de pintores
noveles muestra sus cuadros en una habitación apartada del ajetreo. En el
centro estricto, asediado por las telas, un busto modelado al estilo del Quattrocento italiano adorna la estancia
e imprime al ambiente, cargado de los colores sediciosos que embadurnan los
cuadros, una áurea de extraña, contradictoria y patética solemnidad.
Vauxcelles, crítico de fama y
autoridad, el más recalcitrante opositor contra toda tendencia artística que
vadeara las reglas de las academias, deambula por allí inspeccionando los
muestrarios, el gesto arrogante, escrutador, y se topa de repente con aquellas
paredes que revientan de verdes picantes, que empapan de rojos escarlatas las
retinas, que de tanto amarillo rabioso atacan los sentidos. No se atreve a
traspasar el umbral. Quedose tan estupefacto, tan espantosamente atónito, que
alguien le oyó mascullar en un frenesí de cólera, ronco de irritación:
<¡Donatello entre las fieras!>.
-¡Donatello au milieu des fauves!
–rememoraba Hugo para Natalia la escena, en un francés impecable y cadencioso.
Pero hay otra versión de los
acontecimientos de aquel día decisivo para la historia de las artes: Vauxcelles
habría rezongado aquella imprecación peyorativa cuando se dio de bruces con
Matisse, que acudía a estrecharle la mano embutido en un abrigo de lana profusa
con el que se protegía del crudo frío parisiense.
-La prenda estrafalaria, la barba
poblada y de matiz azabache, su corpulencia –apostilló Hugo, el cacreco, ahora
en tono irónico-, le conferían el aspecto terrible de un oso en celo.
La primera aparición de los fauves fue
un escándalo sin precedentes desde los tiempos revolucionarios de los
impresionistas. La edición del 4 de noviembre de 1905 de la revista L ´Ilustration,
con fotografías en sepia y reseñas a doble página, es fidedigno testimonio. El
crítico Camille Mauclair, tan contumaz como Moreau, exclamaba con saña desde
los tabloides: <¡Se ha arrojado al público una vasija de pintura en la
cara!.> Sólo un joven literato que también comenzaba su andadura, André
Gide, tuvo la deferencia de divulgar un artículo (su título: Un paseo por el Salón de Otoño)
defendiendo la audacia de aquellos aprendices inéditos.
Resulta significativamente arriesgado
seccionar el ingente repertorio de Henri Matisse. A excepción de los años
cruentos de las guerras mundiales -en los que merodea por la abstracción y sus
cuadros propenden a la negrura-, y de la portentosa producción de sus últimos
años de vida –en los que vira por sorpresa hacia una religiosidad esencializada-,
no existen compartimentos estancos, no hay etapas diferenciables. Este rasgo
contrasta con respecto a su contemporáneo Pablo Picasso, en cuya obra ubérrima
los estudiosos han detectado un período
azul, un período rosa.
Ambos genios hacían gala de una
perversa relación, mezcla por igual de admiraciones, cortesía simulada y mutuas
inquinas. El malacitano se mofaba de los fauvistas por andar lampando en pos de
la cuadratura del círculo, la piedra filosofal de lo artístico; Matisse
respondía ácidamente que el Cubismo había reducido siglos de arte a inútiles
ideogramas. Dos montañas se alzan en la misma cordillera y jamás se rozan las
cumbres. En palabras que se atribuyen a Picasso, eran como el Polo Norte y el
Polo Sur. Y sin embargo es sabido que se intercambiaban cuadros con frecuencia,
como si a través del cambalache rondaran la trayectoria del otro, respetando la
distancia.
Muy solícito, Hugo, el gentilhombre,
acabó de contar la gracia:
-Matisse, en 1907, le regaló a Picasso
el óleo Marguerite, un retrato, en
pequeñas dimensiones, de su afectuosa hija. Las malas lenguas propagaron que
Picasso, tan pronto recibió el presente, lo colgó en un rincón del estudio
convenientemente apartado de sus esbozos. Cuando la camarilla de bohemios le
visitaba para darse a la fiesta, él, andaluz procaz y desenfadado, los invitaba
a practicar el arte de la puntería entre carcajadas y chanzas, a ver quién era
el más ducho atinando con los dardos en la nariz de Marguerite.
En cierta ocasión el fauve reveló
parte de sus secretos: <Considero una debilidad resistirse a las enseñanzas
de los maestros antiguos. Jamás he temido las influencia externas. Soy
consciente de que puedo dominarlas. La personalidad de cada artista se hace
estudiando a otros artistas y sus técnicas. Me dejo llevar por lo que dijo
Leonardo da Vinci: “El que sabe copiar, sabe crear”. Sea pintando o modelando
una escultura, yo trabajo sin teorías.>
-Por eso, en un cuadro de Matisse
–peroraba Hawthorne, el buhonero-vislumbramos a Seurat en la exacta simplicidad
que adquiere la figura humana una vez trasplantada a las telas.
Y vislumbramos a Gauguin, en la
fascinación por lo exótico; a Paul Signac, en las pinceladas de sus inicios,
tajantes y apuntilladas. Y a Degas, en la organización de lo pintado como visto
desde un belvedere. En Matisse la coherencia del artista, el vínculo intangible
que lo mantiene vivo y unido al atributo de crear, radica en que admitiendo
todos los dogmas no milita en ninguno.
-La pluralidad le guiaba por el dédalo
de las artes plásticas –sentenció Hawthorne, el babélico, preciándose de aquel
comentario irrevocable.
En la época efervescente en que
Matisse (Matiissse) se dio a conocer,
los estilos se sucedían unos tras otros con rapidez. El siglo XIX, que
había sido apasionado y convulso, como todos los siglos, transmitía a la
siguiente centuria las pericias alcanzadas por los hombres de arte, pero
también todos sus detrimentos. Y sin embargo, los movimientos pictóricos que
cortaron los nudos con las academias confluyeron en Matisse, que se erigió en
el corolario, en su cénit, como si hasta su irrupción hubieran adolecido de
insalvables defectos.
-Como si hasta el advenimiento de este
letrado concienzudo y avocacional –redondeó Hawthorne, el atrabiliario-, el
ansia de innovar hubiera permanecido incompleta.
Extractó Henri Matisse lo más selecto;
rescató de sus predecesores la sustancialidad que ellos no supieron
fructificar, y los confundió a todos, los entremezcló, pero al hacerlo logró
que cada uno, solapado con los otros, adquiriese su más acabado sentido, la
plenitud de lo exacto.
-Sin Henri, sin el Fauvismo -remachó
lapidariamente Hawthorne, el inconmovible-, los istmos pictóricos de la
Vanguardia se habrían atenazado.
Sobrevino un silencio, que agradecí.
El blanco-beige del estuco de las paredes, repentinamente, apareció ante mis
ojos como el telón de fondo de los dramas que se representan como una
inofensiva comedia. Pero no. Lo que me ocurría es que estaba frente al óleo La Música, el lienzo que abría la
exposición; y en ese instante advertí que recorríamos el Museo los tres solos,
como intrusos píos en un templo gentil. Recordé que Hawthorne, el deferente, le
había prometido a Natalia que visitaríamos en privado la pinacoteca horas antes
de que se inaugurara al gran público.
-¿Profesas, Natalia, la exquisitez que
hace alarde de sus encantos feroces, como un orgulloso tigre de Bengala, o
aquella otra, más medrosa o delicada, que apenas se sugiere en la selva, como
una flor?
Los musiquillos de Matisse se hicieron
borrosos, porque Hugo Hawthorne, el jerarca, la palabra tomaba de nuevo y había
que prestarle atención. Parecía hablar de sí mismo, pero en verdad estaba
refiriéndose a aquel óleo que Matisse había pintado en 1910, y que provocó la
befa de los academicistas.
Miraba yo el cuadro sin que todavía
fuera capaz de captar sus esencias. Por eso no me apropié de la pregunta de
Hawthorne y me abstuve de contestarla. Pero Natalia se había quedado absorta en
aquella sobrecarga de morados (¿el cielo sin nubarrones, quizás?), verdes casi
fluorescentes (¿un bosque talado?) y naranjas carnosos (¿nativos asexuados,
andróginos, hermafroditas?, ¿moradores de un atolón de la idílica Polinesia?).
Y Hugo, cual exégeta de lo arcano,
quizá dedujo que ella había entendido el punto correcto a dónde él quería
llegar, pues prolongó sobre las mejillas, sobre el busto, sobre la cintura de
Natalia (mi Natalia) una mirada que era, toda ella, rijosa galantería.
Sin más tardanza avanzaron hacia otro
óleo que colgaba varios metros más allá, en tanto que yo, rezagado, me demoré
unos momentos tratando de descifrar aquellos interrogantes.
Le sucede a Matisse que en sus
estrenos, cuando era un salvaje por
antonomasia, abunda en el rasgo definidor del Impresionismo. El deleite por el
color como instrumento básico, emotivo, enardecido a sus cotas más cargantes,
lo obtuvo de esa escuela a la que tanto adeudan todas las vanguardias
experimentales que surgieron con posterioridad, ávidas por indagar nuevos
senderos de expresión pictórica y dispuestas a romper drásticamente –a veces de
modo belicoso y no siempre duradero- con las convenciones clasicistas que
exigían las academias oficiales, únicas intérpretes de esa cláusula conceptual
tan mudable que permite evaluar la moralidad del arte y del artista: el buen
gusto.
Plasticidad y sobreexcitación extrema
de tonalidades cromáticas eran los rasgos del Neoimpresionismo que había
relanzado Paul Signac. Matisse pasó en su compañía el verano de 1904, en la
costa de Saint-Tropez. Allí, frente al mar Mediterráneo, aleccionado por el
maestro, se adiestró en el tratamiento de las coloraciones primarias,
secundarias, terciarias y sus múltiples combinaciones.
El cromatismo bárbaro, incluso
irracional, nunca claudicaría, siempre se resguardó en su pincel, aun en las
fases de angustia existencial en que los tonos sombríos se adueñaron de algunas
de sus manufacturas pictóricas. Constituyó, de facto, uno de los caracteres
singulares del Fauvismo que él simbolizaba y que, en un principio, la sátira
burguesa denostó hasta el escarnio para después, cuando al fin se modificaron
las apetencias de lo artístico y él adquirió renombre, ensalzar empalagosamente
como fundamento teorético de su seña de identidad.
Enfatizando el color Matisse halló el
sintetismo de las formas. El descubrimiento fue como si hubiera dado un salto
al vacío seguro de no caer. En sus manos los objetos, los cuerpos, se forman de
unas pocas líneas limpias y aparentemente pueriles que se recortan en la
eclosión cromática que los rodea; las siluetas se delinean, se ensamblan con
tal perfección que, de tanta claridad, se asemejan a meros esbozos apresurados
a pluma o a lápiz de grafito sobre la lisura del papel.
-¿Las minucias anatómicas no le
importan a Matisse? –me atreví a curiosear.
-Le importa la condensación de la
presencia corporal, su reducción a la mínima expresión -le recalcó el señor
Hawthorne, el impertérrito, a Natalia, ella muy concentrada en la advertencia
aclaratoria del patricio intitulado en arte.
-El efecto resultante es demoledor
–insistí, metido en mi papel de figurante, más por comprobar a dónde nos
llevaba la plática que por estar convencido de lo acertado de mi acotación.
Y Hugo, el caitudo, a Natalia, ella
cada vez más dada al éxtasis:
-Cada dibujo encubre una
estructuración eventual, porque la sencillez es totalizadora.
A la mano de Henri, cuando empieza a
dibujar, la gobierna un trazo pausado, sin rebuscamientos, pero fuertemente
expresivo e impactante aunque carezca de color.
-La forma –explicaba Hugo, el locuaz-
se sustrae de ornatos aparentes, pero los colores se turban, son rebeldes y
trasgresores.
También experimentó Matisse un
acercamiento provisional al Puntillismo. Lujo,
calma y voluptuosidad (óleo cuyo título tomó prestado de un verso de
Baudelaire) es un magnífico ejemplo de este ensayo transitorio. Atardece en el
cuadro. Ninfas desnudas, tendidas sobre la arena de una playa que es paisaje de
placidez, se solazan entre ellas y complacen a la Venus que acaba de surgir de
un mar sin mareas.
-Matisse, en esta ocasión, opta por
pinceladas de mayor consistencia –disertaba Hawthorne, el escuerzo, y se diría
que sus palabras tenían la erudición de las vastas enciclopedias-. De algún
modo, ahora la pintura se enfurece, es incisiva, se esfuerza por sobresalir en
relieves de la superficie de la tela. Procediendo
con estos exagerados desajustes el artista busca la máxima expresividad de lo
paradisíaco que trataba de plasmar.
Pero, señor Hawthorne, Hugo, pensaba
yo mientras le oía cantar sus sabidurías sobre el pintor de La alegría de vivir, ¿es auténtico el
arte que no traduce la realidad, perfeccionándola, sino que se aleja de ella y
la trasmuta en algo que, si se da un paso más, no será reconocible? ¿Acaso la
belleza se agota y ha de buscar nuevas fórmulas para revelarse, corporeizarse,
en el territorio donde mora, el arte? ¿No estaba la lógica de parte del
crispado Vauxcelles, aunque sus críticas se hundieran en el más empantanado de
los olvidos y sólo se recuerde su intromisión en la historia del arte por haber
sido el triste adversario de Matisse?
El señor Hawthorne no me respondía.
Quizás mis interpelaciones no le suscitaban el menor interés. Hombre prez de
léxico culto y modales aristocráticos, se limitaba a mirarme de soslayo, con
displicencia palaciega. Y Natalia, mi Natalia, estaba allí, alejándose,
princesa de una fábula no leída, reina de picas en una partida endemoniada de
dominó, las fichas mudando de valor según los dictámenes de lo imprevisible en
el mismo instante en que se depositaban sobre el tapete.
Habían dado comienzo los envites, las
peripecias, los espantos. Tres espectadores, tres jugadores, aún solitarios en
las estancias dormidas y preciosas de un museo, presenciaban un evento sin
parangón en la historia de la
pintura. Nada común podían echarse en
cara, ningún incidente les había enfrentado, ninguna cuenta estaba pendiente.
¿Hay algo más pacificador que admirar las obras memorables de un maestro? Lo
artístico relaja, debilita los instintos impíos, domeña la rudeza de los endriagos
que llevamos dentro. Había tres espectadores, tres jugadores que fueron
desprendiéndose de los embozos: uno, que poseía la ficha más afortunada, la más
poderosa -el seis doble-, proponía la partida, alentaba el desafío. Otro era la
blanca duplicada y se dejaba llevar en la apuesta, su voluntad a merced de los
deslumbramientos; y el tercero, ay el tercero, cayó en la divagación, en el
delirio creativo, soñando que construía castillos con las piezas, soñando no
ser una de ellas. Este último espectador se enajenaba, y decidió romper las
reglas, reinventar el juego, adueñarse de lo nocivo.
La conversación
(Óleo sobre lienzo. 1911)
-Te has levantado temprano. ¿No puedes
dormir?
-Hace tiempo que no duermo. He de
hablarte.
-¿Por qué no te sientas? Estás ahí
erguido y
-prefiero hacerlo de pie.
-…
-Mis dudas nunca encuentran solución.
No sé hasta dónde he de remontarme para despejarlas. A veces ceden todas mis
murallas y me doblego. ¿Cómo puedo salvarme?
-Eres poeta. Tú no tienes murallas con
las que defenderte.
-Entonces, ¿estoy muerto?
-Es posible. Los poetas mueren un poco
cada vez que escriben.
-Háblame entonces de la autenticidad. De
lo puro. De lo incontaminado.
-No. Yo te hablo de tus miedos.
-Me siento solo, desde un tiempo muy antiguo.
-Quien teme a su soledad desconfía de
sí mismo. Quien teme a su soledad no quiere ver que siempre estará solo.
-Aún no he perdido mi inocencia. La
soledad puede ser creativa. El desabrigo, también.
-¿Tanto como la eroticidad?
-Tanto como su ausencia. Nada hay más
imprevisible en la naturaleza humana, nada más alejado de mapas, vectores o
escalas, nada más tuyo pugnando por darse, extraerse de su claustro interior y
ver el mundo. La excitación, cuando rozamos una piel tersa, es nuestra mejor
respuesta. Pero sin amor no nos hacemos la pregunta.
-Estás muy convencido de todo lo que
dices. Entonces, ¿qué te distrae?, ¿qué te ocurre?
-Imagino cataratas a las que van a
morir ríos tumultuosos. Siempre estoy ahogándome.
-Ya me estás cansando. Te diré la
verdad: la felicidad no consiste en los incumplimientos. Por ejemplo, marcharse
un autor novel de un auditorio que rebosa de personalidades, sin ninguna
explicación, el día en que presenta ante el público su primera novela. La
felicidad consiste, al menos, en tener un cierto sentido del decoro cuando
alguien muy cercano a ese autor tan displicente ha luchado tanto para que
llegue por fin ese esperado momento. La felicidad tiene mucho de vivir acorde a
tus circunstancias. Respetando lo que eres, respetando a quienes te respetan.
Tiene mucho de vivir en lo cotidiano.
-En lo cotidiano se sobrevive, se
combate. Me hablas de la gloria, de lo efímero, del aplauso, oropeles que
pronto serán rutinas y ruinas. Ese vivir que defiendes es estar amenazado
constantemente por la
necedad. Yo te hablo de la luz de
luna sobre el mar; de la dalia que quebramos con dedos cándidos para donarla
llevados por un acto de coquetería o de pasión.
-Hablas de poesía. Y hablando de ella,
poetizas.
-Y tú me hablas del tallo que hemos
amputado y se marchita; hablas de la savia que como sangre se vierte. Aspiras a
que me someta ante lo rudimentario, ante la aglomeración mediocre, ante lo
vulgar. ¿Acaso no me comprendes? Abomino de la realidad. No
sé desenvolverme en ella, todo en mí es fragilidad si estoy dentro de esa
cárcel maloliente.
-Lo real se suelda a las lozas, allí
donde nuestros pasos pretenden ser firmes para no resbalar. ¿A qué le tienes
miedo? Te lo diré: a la herida que provocaría la caída si las baldosas
oscilaran, si el eje o el cemento perdieran su funcionalidad. ¿Te crees tan
único como para afirmar que ese terror te pertenece en exclusiva? Todo lo que
perdura se construye con palabras menos ardientes, con conceptos más asibles, porque
nada puede impedir que al hecho de vivir se emparejen riesgos cada día. ¿Lo
entiendes? Incluso la inspiración o la genialidad requieren de un orden, de
buen juicio, de inteligencia, porque debemos distinguir lo real de aquello que
no lo es. Ahora hazte la pregunta y respóndete: ¿eres inteligente?
-Me atas. Son tus labios hiedras duras
como lo pétreo. Me destrozas. Pues ¿qué es la inteligencia? ¿Distinguir lo útil
de lo hermoso, lo emocionante de la reflexión? ¿Es real no saber lo que es
real? ¿Es real ese brazo tuyo, tan negro, que se involucra en la forja de la
ventana? ¿Lo es esa silla añil, a punto de desaparecer, que te sostiene sentada
mientras me hablas? ¿O es mera silueta que se integra en la pared de esta
estancia luminosa que nos oye conversar? ¿Por qué estamos aquí? Sé lo que es un
hombre, pero no sé quién soy yo.
-¿Eres inteligente? Bastaría un
movimiento mío, un giro ligero de mis caderas, una inclinación de mi cuerpo, y
las ambigüedades se desordenarían, no hallarías esos misterios que te inducen a
creer que hay otros mundos distintos a éste. Lo que dices ver es un simulacro de
tu imaginación.
-Sé que sólo hay un mundo y un vivir.
Pero no puedo entenderlos sin la metáfora que de ellos me aleja.
-La vida también cobija su parte
inescindible de dolor. Mucho dolor. La vida no es el objeto sublimado que
palpita en tus metáforas.
-La esclavina que corona tu blusa es
del mismo color que el de ese árbol que ayer no había crecido, cuya copa
florece en diciembre como una disparidad, cuando el hielo inunda los arrabales
y agrieta los huecos. El albero de la senda que se dibuja afuera se tiñe de
idéntica pigmentación a la de ese tronco enhiesto, un ocre claro que no parece
ni madera ni tierra. La senda es una delimitación, pero no lleva a ninguna
parte. Y hay una lasitud imperceptible, un descaecerse clandestino en esas
manos tuyas que posas tan relajadas. ¿Es eso real?, pues pareces solo pintada.
¿Cuándo me mientes?
-¿Eres inteligente?
-Soy libre. Eso es lo que soy. Incluso
para sentirme preso o desconcertado.
-A tu libertad le conmino entonces.
Apresúrate. Quítate el pijama, date un baño, sal del agua sin memoria, rasura
con delicadeza esa barba semanal que tanto te afea el rostro, asperja alguna
fragancia sutil sobre tu piel, para que huelas bien.
-Ser sutil significa que no te
comprendan a simple vista. La sutilidad es la invitación del tímido que se sabe
grandioso y desesperado, para que los demás indaguen lo profundo que hay en él,
aunque esa hondura sea dolor. Pero los demás se mofarán porque se niegan a
verse reflejados en un espejo tan cortante. Los demás se reirán para no
enfrentarse a su propio sufrimiento.
-Lo que quieras, vida mía, pero hoy es
Nochevieja. ¿Recuerdas? Uvas, champagne,
besos entusiastas, altísimos propósitos y felicitaciones a los desconocidos. El
señor Hawthorne me aguarda en el museo. Ayer estropeaste tu gran día. No te
consentiré que hoy hagas lo mismo con el mío. Se terminaron los caprichos.
-Natalia…
-Mira el reloj.
-… ¿cómo hemos llegado hasta aquí?,
¿cuándo empezó nuestro fracaso?
-No puede haber fracaso donde nunca hubo
éxito. Mira el reloj. Tic Tac. Tic Tac. Ya es tarde. Se terminaron las
filosofías.
Tanjah invisible
Hugo Hawthorne, el innegable, hablaba
de nuevo:
-Tánger existía. Henri lo averiguó en
1912.
Dos cuerpos que habían empezado a
atraerse y un paje con cara de rapsoda, que los seguía retrasado, titubeante,
recorrían las salas del Museo deteniéndose ante los lienzos fauvistas.
Hawthorne, el elativo, daba la señal de alto y obsequiaba a Natalia con
profusas explicaciones. Entretanto el poeta contenía el aliento. De un momento
a otro las figuras pintadas podían salirse de los marcos y animarle a bailar
una danza jovial.
-En el noroeste de Marruecos, Matisse
se colmó de olores y sabores, de tardanzas y divagaciones. Uno de los cuadros
que se gestó fruto de aquella estadía es el que vemos aquí, La Puerta de la
Qasbah. Fabuloso ,
¿no es cierto?
Las palabras de Hawthorne, el patrono,
eran harto discontinuas: tan pronto se dedicaban a dar cuenta de las
valoraciones monetarias que las obras de arte experimentan al albur de
caprichos y modas, como fluctuaban a la aventura y a lo emotivo después de una
breve inflexión de la voz, que no perdía un gramo de su ternura ficticia, de su
afán seductor.
-Tánger, a principios del siglo
veinte, era un singular enclave cosmopolita en la vasta cartografía de un
territorio casi medieval, atrasado, como un oasis refrescante que creciera en
la aridez del desierto.
Percibí que nuestro cicerone, conforme
su confianza iba en aumento, narraba con mayor oratoria. Agudicé el oído para
comprobar si era capaz de mantener ritmo y elocuencia en niveles aceptables que
mi sensibilidad no rechazara.
-La magia del lugar predisponía a los
visitantes a la relajación, al divertimento –dijo Hawthorne, el visir, como si
hubiera sospechado de mis pensamientos-. Resultaba fácil encontrar disfrute de
compañía sensual en los reservados de los hoteles coloniales. Tánger era un
gran serrallo, igual que los palacios de los califas.
Hawthorne, el cuco, se callaba los
misterios. Por los callejones laberínticos, ocultos entre las penumbras, a
resguardo de los empedrados, pares de ojos inmóviles siempre estaban al acecho,
vigilantes, hurtadores, peligrosos. Al amparo del anonimato, a hurtadillas, en
Tánger pululaban diplomáticos, cónsules, espías, contrabandistas y sátrapas de
toda Europa.
Pero Tánger no sólo era aquel cúmulo
de presencias, sensaciones y encantamientos que había imaginado el poeta, quien
nunca había estado allá. También era la ciudad del mar, de las cuevas
erosionadas que se sumergen al subir las mareas, de las colinas que caen
despeñadas a un litoral de aguas tan cerúleas como los reflejos del cielo. Era
el vergel de la luminosidad incesante.
De cara al océano Atlántico, pero arrimada por
vocación al Mediterráneo, como si no pudiera desprenderse de su encrucijada
vital, la ciudad sorprendió a Matisse (Matiisssss) desde el primer momento en
que arribó a ella.
Había emprendido la marcha por consejo
de Gertrude Stein, la escritora excéntrica, lésbica y megalómana que bautizó a
los narradores norteamericanos autoexiliados en París con el sobrenombre La
Generación Perdida , y cuyo retrato
rehiciera dos veces Pablo Picasso para preconizar el Cubismo. Matisse
necesitaba renovar, ampliar, sus campos visuales. <No pongas excusas, Henri
-le replicaba la literata con ánimo de persuadirle-. En realidad anhelas que te
sea revelado tu reducto, el único lugar al que cada artista pertenece, aquel
que le brinda ese sosiego inconsciente que es la felicidad. No
es Francia, ni siquiera es Europa. Ve al paraíso donde resurgió la blancura,
Henri. Ve adonde, en la antigüedad, los griegos soñaban que brotaba el Jardín
de las Hespérides. Ve a Tanjah>. Al cabo de una semana se sintió como en su
verdadera patria.
Se aloja en la segunda planta del
Hotel Ville de France, habitación número 35. Porta consigo escaso equipaje: una
bolsa remendada en la que guarda los pinceles usados, la paleta manchada de
grumos resecos, frascos de óleos sin estrenar, un bote con aceite de linaza, un
par de telas intactas y una muda prescindible.
No ha prefijado la fecha de su
regreso. Desde que en los muelles del puerto pisa tierra firme se detiene el
transcurrir de las calendas. No conoce a nadie, carece de contactos, pero los
tangerinos no le causan recelo o resquemor. Su rumbosa hospitalidad le
tranquiliza. La urbe, como una bruja amable que le arrullara y que, a la vez,
celosa, escondiera su belleza, va embaucando los sentidos.
Lee, escribe alguna carta a sus amigos
bohemios, cuyos párrafos Gertrude Stein declamará con torrencial dicción
durante las tertulias de artistas y filósofos que celebra en su casa-museo de
Rue des Fleurus, en la
distante París.
Pasea Matisse, deambula, deja que las
callejuelas le señalen el camino que ignora, y permite que su voluntad,
divertida en el ajetreo incansable, en los ruidos que flotan, se someta sin
rebeldía a los dictados atávicos de su nuevo país.
Como aquel personaje de Edgar Allan
Poe que se negaba a estar solo entre la multitud, el artista, inquisitivo y
alerta, indaga cuanto a su alrededor acontece y pueda servirle de aliciente
para pintar. Pero todavía demora tomar apuntes o esbozar algún dibujo, por
nimio que sea. Todavía aplaza desplegar los lienzos, que permanecen enrollados
sobre la pared, en la habitación del hotel. En la calma, una inquietud opresiva
le perturba, va acorralándole, como las inexpugnables murallas portuguesas
cercan la medina de Tánger para protegerla de un enemigo ominoso que hubiera
zarpado de ultramar y que, pese a sus hechuras de implacable guerrero,
sucumbiera derrotado ante los sortilegios que tras la roca encuentra. Henri
intuye que Tánger, insurrecta y fascinante, conquista a sus conquistadores, y
espera que algo imprevisto suceda. No sabe lo que podrá ser, no acierta a
sospechar siquiera su naturaleza. No lo comprende.
Cada día el muecín, apostado en el
mihrab del alminar, convoca a la oración del amanecer y los lamentos de su voz,
mística y triste, recubren el espacio, desde las alturas, con recitaciones del
Corán que llaman al rezo y a la contrición. Los
tangerinos se postran entonces de rodillas, descalzados. Querrían ver las
alquiblas de las mezquitas que los omeyas construyeron en Al-Andalus, pero las
huestes de otra fe acérrima, hace mucho, se las arrebataron. Han de contentarse
con mirar más lejos, al este. A La Meca.
Cada día, a poco de despertar, Matisse
recorre las mismas calles. Cada día atraviesa la Puerta de Bab El Assa y hacia
él vienen, evaporados por el aire, densos aromas de Oriente. La vida, en
Tánger, sale de los rincones, afiebrada, bulliciosa; la vida se disuelve, se
dispersa, busca adónde cobijarse de nuevo y, con las primeras luces del alba,
se concentra en el Gran Zoco Berra.
Ve a mercaderes de barbas ralas,
vestidos con chilabas, que sobre alfombras tejidas con albardín ofrecen perfumes
de azahar, jabones de alhucema y linimentos de almizcle. Olorosas especias
desmenuzadas en polvo, grano a grano, descansan en escudillas de azófar y
balanzas mohosas. Hay hojas de menta y laurel, de té amargo. Hay filamentos de
canela y sahumerios de almáciga. Enormes cachimbas de argentpel guardan el
condimento de cáñamo afrodisíaco, hurtado a preguntas indiscretas.
Ve tenderetes destartalados que se
engalanan con turbantes de telas tersas, mecidos de pronto por los soplos
silíceos que refrescan la
temperatura. Las bombachas de muaré se
agitan como semicuerpos de nómadas tuarégs zarandeados por ventiscas del
Sahara, y las chinelas son de tacto tan delicado que parecen láminas de
cristal.
Los orfebres labran a mano fanales y
brazaletes de metal cobrizo, y ajorcas y anillos engastados de abalorios a los
que elogian afirmando, cuando un incauto se aproxima, que sus adornos son baños
de plata y oro, engarces de diamantes y aljófares. Hay quien compra un tahalí
de cuero reluciente en el que se ensarta, liviano, fino y temible, un
damasquino que corta la piel con solo mirarlo.
Los artesanos cuecen arcilla en tardas
hogueras que crepitan, humeantes, y modelan cerámicas que de tan policromadas y
rugosas recuerdan la textura porosa de un coral. En las aljecerías el aire
huele a polvareda blanca, a calina. Mantos y ropajes se mueven silenciosos
entre el gentío: las mujeres del Rif, sumisas, laboriosas, empujadas por una
lánguida prontitud, con los rostros velados como Salomés empobrecidas,
trasladan sobre sus cabezas recipientes llenos de verduras apetitosas.
-Pero Matisse no se detendrá en ellas
por aquel entonces –glosaba Hawthorne, el emir-. Pintará a las nativas rifeñas
años después de su regreso, y lo hará recreándolas, sublimándolas al recordar
que una vez vio un harén en Tánger con doscientas Sahrazades de plateados
velos. Como en un fluir retrospectivo de la memoria, su serie Odaliscas envueltas en tapices,
recostadas bajos palios con jarapas colgantes, se encarnará en los lienzos
cuando proclame que la revelación le había venido de Oriente.
Henri se acerca a un carro apolillado
donde se amontonan peras, ciruelas y mandarinas. Compra una pieza de fruta y un
puñadito de dátiles, que degustará mientras, curioseando, se adentra un trecho
en los suburbios, o sentado bajo las ramas de una palmera a cuya sombra húmeda
se entrega para aliviar la fatiga de sus largos paseos. Cada día acepta, como
un tácito ritual, la porfía, el regateo que el joven berebere que regenta el
tendal, desdentado, bravucón y tozudo, le exige como condición innegociable
para recibir las monedas y finiquitar la sencilla transacción.
Cada día se despiden intercambiando
idéntico saludo a la vez anterior, cortés el francés que no añora París,
gesticulante el nativo de atezada piel curtida y dedos encallecidos, la borla
del sombrerito fez deshecha en hilachas meciéndose ante su frente sudorosa
cuando, entre aspavientos, prolonga otra exagerada adulación a la frescura de
su rica mercancía, al reclamo de otros clientes.
Una tarde Matisse se siente con
ánimos. Ha oído música, no sabe dónde. Son violines y darboukas. Su caminar,
persiguiendo esas cadencias melodiosas, le lleva al vano umbroso de un
portalón. Allí, entristecido, un poeta canta la nuba de los amantes. Matisse,
entonces, se pierde en el interior de la Qasbah, entre terrazas, chabolas y
caserones pintados con cal viva que desafían el desnivel de los terrados.
Sube despacio rampas angostas que
nunca acaban. Un séquito de niños risueños, mellados y harapientos, que ríen e
inventan para él travesuras y burlas inocentes, de pronto desaparece, sus
menudos cuerpecillos como duendes volátiles que pudieran atravesar muros y
celosías. Sombras huidizas, certeras, cierran enrejados y abaten cortinas
imposibles de traspasar. Ahora, tras los ajimeces, la vida se torna invisible,
fugaz, clausurada.
En su aturdimiento Matisse presiente
una salida al arabesco de piedras, adobe y viento que lo ha atrapado en aquel
intrincado crucigrama arquitectónico. Como atraído por la órbita de un astro
poderoso se asoma a un balcón que domina toda la bahía. Hay
aires y brisas, que lo acarician. Las horas declinan, pero el disco solar, un
gigante de dorado espectro que se está durmiendo, aún brilla hundiéndose en el
horizonte, teñido de crisoles cromáticos. Reverberan en comunión el rojo del
fuego, el cálido amarillo que palidece resistiéndose al crepúsculo, el naranja
del atardecer que va imponiendo su apagado predominio, su calma inmóvil. Y
entonces, los latidos del corazón golpeándole acelerados, de repente un color
le sacia, le nubla, le extasia, le rompe. Matisse desvía su mirar hacia la
holgura del mar, y en las estelas crestadas de las olas -abierto, limpio, puro,
irreal- descubre el azul.
-Sus cuadros se transformaron desde
aquel periplo –apostillaba encandilado Hugo Hawthorne, el alfaquí-. Fue como si
le hubieran cercenado para siempre un viejo cordón umbilical que, aunque
lastrado y tullido, no terminaba de despegarse de su seno; que tiraba y tiraba
de su ser impidiendo la emancipación sanadora. Pero al fin se liberó. Maduró.
Nadie intercaló ningún comentario. Yo
no tenía ganas, el relato se me antojaba demasiado teatralizado, ucrónico. Y
Natalia se limitaba a oírle asombrada, incapaz de pronunciar otro sonido
medianamente comprensible que no fuera una exclamación inarticulada y
admirativa.
-Para todo pintor que en tal concepto
se tenga, cualquiera que sea su época o estilo -sentenciaba Hugo, el cadí,
aprovechando la tácita invitación de nuestro mutismo-, recrear la luz o su
ausencia constituye el fin supremo, la piedra filosofal.
Gentilmente tomó a Natalia del
antebrazo, y se alejaron en búsqueda de otro cuadro que, en su contemplación,
pudiera demostrar la veracidad de aquellos asertos.
La algodonosa entonación del mecenas
se prodigaba por las oquedades de las galerías, aún vacías de visitantes, como
murmullos de trasgos en un bosque encantado. Y el poeta, que iba a lo suyo,
pensó en discrepancias que se asocian, en incoherencias irresolubles, en las
leyes naturales que rigen la armonía cromática. Pensó en cuerpos sólidos y en
objetos táctiles, necesarios para que la luz exista, o al menos para que no se
reduzca a una corriente insubstancial de cegadora claridad, irradiada a
borbotones, pero sin nada que hacer visible. En presencias pensó el poeta,
compactas o entreveradas, a las que todo hontanar de luz, desintegrándose,
envuelve sus esencias, sus apariencias, según la intensidad con que las roce o
engulla. Según la privación que la luz les imponga. Porque la luz, o es visiva,
o no es la nada.
Ella, la luz, la reina, y su
antagónica esclavizadora, tirana y agobiante, la oscuridad, son las fuentes
primarias (porque en ellas radica todo origen) y primitivas (porque son rudas e
indómitas) del arte. <La pintura, como la vida, se forja de acusados
contrastes. De pugna entre contrarios, de occisiones y violencias>, oía
vagamente el poeta que le recitaba Hugo, el abasí, a Natalia. Y se dijo: sólo
se necesitan ojos sensitivos que capten esa lucha y unas manos hábiles que,
empuñando el pincel, la viertan sobre una tela o sobre un mural, y al
tergiversarla y depurar sus aristas, como un destilador, extraigan hermosura,
sólo hermosura.
-Henri, en aquel pasmo inerte en que
se sentía extraviado, fuera de sí –explicaba H.H., el alfarnate-, había hallado
fuerzas y resolución para abordar la ordalía que sólo a él estaba reservada,
desligándose de miedos y vacilaciones. El azul de Tanjah le deslumbró.
¿Podía imaginarme a Matisse
(Matiisssss) descendiendo de las colinas donde se escalonaban los ajarafes
encalados de aquel Tánger milenario que se atestaba de jeroglíficos, añejo,
misterioso, estático, que tanto le había cautivado, y correr y correr por las
callejuelas entrecruzadas mientras imperaba el ocaso y el sol se extinguía
sobre la distante línea del mar, hasta llegar, casi extenuado, a su modesta
habitación del Hotel Ville de France, con las venas excitadas, impetuosas, con
la urgencia de pintar arremetiéndole contra las manos como si sufriera una
furiosa invasión, una embestida abrasadora, una purificación?
Sí, podía.
¿Y podía imaginármelo deteniéndose, y
con él toda magnitud temporal, frente a la Puerta de la Qasbah antes de dejarla
atrás, esforzándose por retener en su memoria el entorno espacial que en su
derredor gravitaba? ¿Podía imaginarme los tenues colores del anochecer
ensombreciendo la arquitectura, y la pulcritud de la luz decadente, redimida a
los ojos del artista?
Sí, podía.
¿Y qué hace, primero, el pintor de mi
imaginación?
Desanuda los zapatos, emancipa sus
pies, que hierven a causa de la caminata.
Desabrocha los botones de la camisa de
lino, y su torso queda al desnudo.
Lava sus manos, se enjabona la cara,
la frente, refresca las sienes, que todavía sudan. El agua le sabe a manantial.
Moja un pañuelo, en abundancia, dentro
de una aljébana de latón. La ínfima prenda le rodea el cuello atemperando el
calor de la noche que va desfigurando los ámbitos de Tanjah.
Examina la habitación, tantea los
ángulos, desecha opciones y cosas infecundas, hasta convertirla en estudio
improvisado. Descuelga dos bodegones irrisorios que pretenden ser excelentes
ornamentos de los tabiques blanquecinos. Arrastra el camastro de hierros,
aparta la silla de anea. Necesita holgura, amplitud donde moverse, aberturas
por donde respirar. Necesita inspiración.
Prende quinqués y lámparas de Aladino,
desenrolla un lienzo, lo acopla vertical sobre la pared. Destapa
los botes que guardan los pigmentos en polvo, finas, minúsculas semillas de
colores primarios. Los mezcla con aceite de linaza. El material pierde algo de
espesura, pero gana ductibilidad.
Un paño embarrado de salpicaduras ha
colgado de su antebrazo. Toma la paleta, toma un pincel, se separa un poco del
lienzo. Frente a él, todavía imperfecto, todavía sin cisuras, entorna sus ojos,
que ya no sienten cansancio. Calibra. Se inspira. Recuerda. Todo su ser se
concentra y recuerda. Su espíritu inquieto, despaciosamente, retorna de la
pereza contemplativa para entregarse a la tarea de llevar a un cuadro aquello
que la realidad oculta a todos, menos al artista.
Una última premonición de lo que irá
surgiendo de la nada se apropia de su inteligencia creativa. Las cerdas se
abaten sobre la pasta, beben de su brillantez, la tintura las viste. Y comienza
a pintar con el óleo.
No requiere bosquejos. No precisa
planificar abocetando marcas, ni trazar esquemas dominantes. A mano libre, sin
predefinir, imagino a Matisse creando un atardecer cercano al véspero, allá, en
Tánger, enmarcándolo en la imponente angostura de la Puerta de la Qasbah.
¿Y qué pinta?
Un arco de herradura, un pórtico que
separa espacios, mundos, arquitectura árabe. Profundidad, pinta profundidad,
vida que no muere, sólo se apaga, se retira. Luces azuladas, frías,
recogimiento; sombra roja que penetra, y, como un fulgor aplanado, como una
alfombra ígnea, se propaga hasta disolverse sobre el suelo. (Pero, ¿hay suelo?,
¿dónde está?, pues todo parece flotar, suspendido en lo oscuro.)
Pinta el perfil de una figura
vaporosa. Sentada sobre un resplandor de maderas o piedras, se inclina, cargada
de espaldas. ¿Qué está haciendo en ese rincón? Parece que está tejiendo, pero
también se diría que medita, o que duerme. O que reza, fuera de la mezquita.
¿Quién es? Un mendicante bajo la techumbre que ha encontrado para pasar la
noche, el ladrón de Bagdad vencido por el sueño y por la huída, un enamorado
que llora su repudio. Es un capricho ilusorio de la roca, desprovisto de
relieves, como una aparición.
Pinta casas superpuestas al fondo, en
lontananza, laberinto difuso de hogares bajo un cielo que se recorta sin nubes,
sin estrellas, sin aire. Sólo hay azul, azul, azul intenso, confundido con el
mar que no vemos, que olemos. Pinta un contraste en blanco, una discrepancia
saturada de blancura, una morada que sobresale, un promontorio de claridad. No
es la luna. No. La
luna no es. ¿Qué es, entonces? La soledad.
-Mi cuadro predilecto –cantaba
emocionado el señor Hawthorne extrayéndome, de un tajo, del tremendo adormecimiento
creativo en el que me habían hundido mis ensoñaciones.
Su voz melódica, con la incontinencia
de los juglares, nos arrullaba. Sus ademanes, tan pronto disertaba sobre
Matisse, se tornaban galantes, como si descorchara una botella de champán
cuidando no fragmentar las burbujas. Natalia (mi Natalia) escuchaba extasiada
sin pronunciar un vocablo inteligible. Prosiguió el patrocinador la balada
mimosa citando, para mi cuajo, a uno de mis más idolatrados escritores:
-Cada vez que mi mirar se detiene en
este lienzo pienso en el mofletudo Gilbert Keith Chesterton. En su magnífico
ensayo Un trozo de tiza trató de
rebatir a los impresionistas, que consideraban el blanco un no-cromatismo
porque, sedientos de irisaciones, eran incapaces de verlo en la naturaleza.
El príncipe del arte tomó una bocanada
breve de aire, y se dispuso a rematar el discurso. Por un momento creí que el
orondo autor de La taberna errante
había resucitado aprestándose a llenar con toda su humanidad las desocupadas
galerías del Museo.
Remachó don Hugo:
-Opinaba mi buen Chesterton: “Una de
las grandes verdades que nos revela el arte de dibujar es que el blanco es un
color, no su simple ausencia. Es brillante y agresivo, tan fiero como el rojo,
tan concreto como el negro.”
Arte y dolor
<Te daré palabras y un poco de
poesía. Te daré imaginación y contrastes. Y un personaje al que zaherir también
te daré. Lo pondrás en un tiempo y en un espacio, lo ensalzarás, lo arruinarás,
lo destruirás, y escribirás una novela sólo para mí, para tu gloria.>
Enésimo aforismo –tal vez el más hermoso- acuñado por Natalia. Mi Natalia.
Yo la amaba. Yo
la amaba tanto.
¿La amaba o la necesitaba?
Y ella, ¿me amaba?
-Llegamos tarde. Por tu culpa.
-Hay preguntas que no deberían
hacerse. Natalia, ¿me amas?
-Deja eso ya y date prisa.
-Hay respuestas incoherentes que lo
dicen todo. Contéstame la verdad, te lo ruego. Me va la vida en ello.
Sin ti podría sobrevivir, como el huérfano sin la madre. Desde mis primeros
juegos llevo en mi interior una soledad que es como un tumor. Una conmoción.
Así que no me dañarás en exceso si me dices que te marchas. Estoy acostumbrado
a los alejamientos, a las extrañaciones. Pero lo que no soporto es tu presencia
reacia.
-Déjalo ya, por favor.
-Necesito saber si me engañas.
-El señor Hawthorne me espera.
-¿Me engañas? Dímelo. Te lo ruego.
-No. No te
engaño. Ya no te amo.
Pero el poeta te creó, Natalia. Y tú, la deicida, le
mataste. Por eso escribe sus poemas desgarrado, en el cautiverio donde sufre
abandono. Por eso ya descree de todo lo que pudieran enseñarle los doctos. En
cambio él podría enseñarles a llorar desnudos, y mostrarles el sollozo de un
hombre que cuando llora, lo hace con todas sus edades a la vez. El poeta sigue siendo un niño.
Llorar es descender.
Desciende, pues, el poeta hacia el llanto profundo,
que es el llanto que siendo párvulo no pudo llorar cuando era necesario y se callaba.
Sus rasgos fueron, hace ya tanto, los míos. Tiene rostro y lágrima de adulto,
pero el sentimiento es el de antaño.
Llorar es descender.
Descender es encerrarte.
En este encierro, el espejo que el señor ha colocado
enfrente de mí duplica los párpados heridos de los que ya carezco, están
huidos; y satura los espacios con clonaciones de un cuerpo maltratado. Pero yo,
que en las pesadillas angustiantes de mi infancia hice de mi carne esponja
sonrosada, insensible, me veo ahora danzando entre los danzantes, uno igual que
ellos. El más jovial, sin embargo, el que todo lo mira con sentir de poeta para
deletrear sin lápices el símbolo y la metáfora, y construir una ficción, una
falsedad, un cendal que nunca, jamás, cubrirá el trauma por entero, pues ésta es
mi verdad, la verdad que me atormenta, la de muchos hombres que sufren
cautiverio: hubo un tiempo que perdí y no recuerdo cuándo.
En mi descendimiento, el asunto primordial sigue
golpeando y golpeando inagotable, como los martillos en la fragua de Vulcano:
yo creía que el arte provenía del dolor; que sólo en la tristeza puede haber
belleza. Que sólo de la belleza se nutren los lamentos.
Hagesandros, Polidoros y Athanodoros, cien años antes
de la crucifixión del mártir, tallan Muerte
de Laucoonte y sus hijos. Nada delicuescente hay en esa efigie. La agonía
varonil de los cuerpos anatómicamente perfectos, que se retuercen aplastados
bajo el peso de las gruesas, elásticas y deletéreas serpientes, suscita la
noción de una belleza armoniosa, compacta.
En La Pietá,
de Miguel Ángel, se magnifican todos los monumentos a la tribulación materna. Y
qué sensaciones amargas se nos remueven por dentro al ver a la madre, transida
de dolor, sin consuelo, con el hijo moribundo en su regazo, sino congoja, luto
y sufrimiento.
¿Acaso, en su sfumato,
sonríe o se ilumina La Giaconda, el
retrato en el que Da Vinci imaginó su propio rostro como si fuera el de una
mujer?
Pietro Tacca esculpe sus Esclavos en la Piazza della Darsena, Livorno. Son cuatro moles de
bronce sobre un pedestal. Modelados en posturas tensionadas, los nubios, bajo
un sol castigador y rutilante, esperan el momento de la puja en que serán
vendidos a un nuevo amo. Uno del cuarteto se sienta justo en el borde de
picudos escalones, los brazos a la espalda, grilletes y cadenas por todo
ornamento. Su piel tostada, casi fuliginosa, cuando se repara en la
musculosidad, adquiere la opacidad confusa del ónice. Y mirarlo a los ojos,
enfrentar ese rostro apesadumbrado, corta la respiración, recalienta el aire.
Pero nadie hurtaría su admiración ante la penalidad que transmite. El numida,
encadenado y triste, es mineral que el cincel ha convertido en ansiedad muerta.
Miramos, miramos la escultura, y nadie advierte que aquel esclavo podría ser un
hombre cualquiera. Lo es en realidad.
Jamás podremos ver la música, porque es invisible,
inabarcable. Y sin embargo no hay arte que mayor caudal de imágenes genere. En
una celda de Zakopane –Polonia- Helena Wanda Blazusiakowna, que tiene apenas
diecinueve años y cuyo iris conjeturo azul transparente, el lacrimal de nieve,
trata de calmar a los ancianos y a los niños que, como a ella, los soldados
incorruptibles de la Gestapo han detenido en los guetos y traído a culatazos a
las mazmorras.
Esperan allí, en el cuartel de la siniestra policía.
Esperan hacinados sin agua ni comida, ni higiene, la orden que los deportará a
un campo de concentración construido a las afueras de todas las urbes, sobre
ciénagas y llanuras de légamo, en el frío de los inviernos, como al pie de la
hórrida gehena bíblica.
Y Helena Wanda se desespera. Será obligada a viajar en
un ferrocarril que en cada trayecto –y ya van cientos- se arrastra como
estridente gusano de hierro, cerrado el vagón de ganado con palancas
enmohecidas. A su paso fantasmal dejará una nube de hollín, una polvareda de
antracita que anticipa la atmósfera opresiva, gaseosa, de los crematorios, de
las humosas chimeneas, de los barracones entillados.
Y Helena Wanda se desespera. Hace frío. Siente hambre,
abandono. En su desesperación el humano-ser narra las mortificaciones que lo
amordazan, describe o compendia con palabras el padecimiento insoportable.
Helena Wanda, igual que yo ahora, no tiene lápices ni papel. Pero necesitamos
contarnos nuestras vidas, no tenemos otra cosa de la que hablar. En los muros
del calabozo Helena Wanda araña con sus uñas una plegaria legible, ingenua,
desoladora, que ni el tiempo ni los gendarmes justicieros han podido tachar.
Décadas más tarde el compositor Henryk Górecki tomaría aquel legado hecho de
raspaduras temblorosas, de dignidad decapitada, de miedo y espanto, para
transformarlo en música de adagios enternecedores como una nana y, a la vez,
dilacerantes como dentellada de látigo.
Górecki se propuso que vocablos silenciosos mudaran en
sonidos de violas, violines y salpicaduras de arpa. ¿Cómo lo consiguió, cómo
fue posible esa transmutación de los lenguajes? Nadie lo sabe: el arte roza el
éxtasis, afirma el filósofo. El artista no sabe hablar; su lenguaje no se forma
de signos convencionales. Górecki compuso tres piezas imponentes,
arquitectónicas, igual que los arbotantes de las iglesias góticas. Las llamó Sinfonía de los Cantos Dolientes. En el
segundo movimiento los arpegios dejan de ser como áspides para decaer en la
quietud. Allí emerge del vacío la voz impostada de la soprano, lastimosa,
melódica y elegíaca. Por su boca de diva Helena Wanda sigue suplicando, en su
celda: Madre, no llores. Reina del cielo,
la más casta. Ayúdame siempre. Sálvame María
<Con sus manos el hombre todo lo hace. Puede matar>,
me decía Natalia. Con las manos, yo le contestaba, también vincula los versos
unos a otros. Tienen razón los expertos: la música empieza cuando escuchamos
los débiles latidos del corazón, tan parecidos al sordo resonar de los tambores
de guerra.
La plasticidad es, a veces, muchas veces, un zarpazo.
La hermosura nos desarma, nos desnuda hasta dejar huérfana el alma,
restituyéndola a su estado natural: el desamparo. El arte es el lamento de esa
belleza lastimada, y el artista un ser afligido, enfermo de sufrimiento,
irrepetible, intuitivo, víctima de sus atributos, digno de compasión que él
rechazará.
<Pero el arte evoluciona> me oponía Natalia,
haciendo uso de la jerga concisa, pontificia, que solía emplear en Caballete de Plata, la revista especializada
para la que trabajaba como crítica de arte. Y sentenció: <Todo lo artístico
es espiritualmente deleble.>
Puede que, como los musicólogos, ella tuviera razón,
me digo ahora en mi encierro. La sustitución de un estilo por otro no es
perniciosa. Más bien resulta elemental para la supervivencia del arte. El
estilo que consideramos definitivo porta en su seno el germen de su decadencia.
Que crezca ese embrión asesino y lo demuela es solo cuestión de tiempo, pues la
iteración cansa, se hace fastidiosa, imperativo sin autoridad que nadie cumple
cuando se alcanza la necesidad despótica de la regeneración.
Pero, pese a siglos de modificaciones incesantes, de
reformas en ocasiones traumáticas, de prospecciones en pos de un arte más
perfecto, más expresivo, allí, bajo los lienzos, fuera del marco que los
angosta, en aquello que no fue pintado y se oculta; o en los sigilos que se
quedan atrapados entre los acordes, en cada momento que vibra un pincel
humedecido con acuarelas, en cada instante que cimbrea la cuerda tensionada de
un violoncello, o la pluma de un rapsoda traba un verso, allí se contrae, se
expande, se transmite, y así será siempre, el esfuerzo del humano-ser, su
atrevimiento infructífero, su convulsión, por dominar el miedo al dolor que
adnato le acompaña. El arte es belleza y la belleza hace llorar, rompe el
rostro. Porque el arte es impacto, desgarro, como el primer llanto del
nasciente.
Todo esto era lo que yo creía. Y Matisse (Matiissse)
soliviantó mis convicciones, me encandiló: aunque me resistiera a aceptarlo vi
que el arte, además de destrucción, era también ánimo sereno, despreocupación,
sensualidad. Temperancia.
Notre-Dame dispersa en lo celeste
Hugo Hawthorne, el rítmico, era un
continuo ir y venir de parafraseos literarios: de Chesterton saltaba a Ovidio;
de Ovidio a Oscar Wilde. De Wilde a Virginia Wolf. Y la melopeya insufrible,
fantasmal, socavaba el ánimo, en ocasiones propenso a la lisonja y a lo vacuo,
de Natalia. Mi Natalia.
Todo en ella era embeleso ante sus
maneras galantes. El amo del palacio asperjaba, aquí y allá, emponzoñados
aromas de elixir amoroso, para engatusarla, y Natalia, doncella ocasional de su
corte, los inhalaba sin advertir la fullería, que empezó a irritarme tanto como
la mansedumbre de la víctima.
-Matisse, querida amiga –se disponía H.H. a
dar la puntilla, el bellaco-, logró pintar la penumbra sin apenas hacer uso del
negro ni de grises. ¿Aprecias el mérito?
Mi Natalia asentía, arrebatada. El
homúnculo de hacienda rebosante la instruía orgulloso en los arcanos de aquel
lienzo tangerino, La puerta de la Qasbah,
como si fuera una creatura suya. Era la joya de la exposición, su tesoro más
preciado.
-El azul es un color que no amenaza
–elucidó Hugo, el escolarca, retomando el discurso sublime-. Es el color de la
inmaterialidad, de lo absoluto que es a un tiempo suavidad.
Deambulábamos por los corredores,
ellos al frente, el paje detrás. Natalia se arrimaba cada vez más al
hierofante, alelada por la aureola suntuaria, pomposa, que aquel timador,
empeñado en agradar a su única interlocutora, difundía en derredor como
estrella joven en un universo precario.
Y de repente, otra vez el hartazgo de
la elocuencia:
-Comparemos el azul que se apoderó de
Matisse en Tánger con el que utilizó al pintar éste otro cuadro, unos años
antes.
Hawthorne, solícito, despacioso, nos
enseñaba un nuevo lienzo. Su verticalidad impresionaba. ¿Cómo describirlo? Lo
haré dejándome llevar por las tracciones que entrecortan mi memoria y la
limpian de escoria: el tiempo transcurrido desde aquella velada (puede que
semanas o meses, incluso años; o puede que sólo unos pocos días) despliega un
inabordable velo de dismnesia, y restaurar ahora todos los matices vividos en
aquel entonces me somete a embarazosos trabajos imposibles de arrostrar.
Pero recuerdo que esta vez el azul
aparecía más difuminado, menos gravoso, como un color desgastándose; sin
embargo dominaba aún toda la composición, cada una de sus trazas. El paisaje
era el Sena. El asunto, un paseo matinal por las orillas. Soberbia, portentosa,
Notre-Dame imponía en lontananza la majestuosidad de sus contornos; las torres
del frontispicio eran dos fantasmas que interpolaban una imaginaria “hache”
titánica en la oquedad de la atmósfera, elevándose enhiestas y macizas hacia el
cielo sin posibilidad alguna de demolición. Cielo que se formaba de una
conjunción de pinceladas celestes que hubieran querido merecer la gracia de ser
color turquesa y que, en el intento, adquirieron tonalidades todavía más
dotadas de templanza.
Sabemos que visualizamos Notre-Dame
gracias a ese frontal difuso, tajado, que se sugiere entre una especie de
niebla cerosa que ha imprimado toda la extensión del panel, y no porque
diferenciemos los famosos rosetones con urdimbres de telaraña, o las esculturas
talladas en el tímpano, menos crudas e inclementes que durante el predecesor y
hosco arte Románico, pero igual de siniestras; o las gárgolas de rostros
amorfos que, voladizas en el aire, rematan los extremos salientes de las
canalejas, elementos todos ellos que Matisse omitió deliberadamente. Sabemos con toda certeza que es Notre-Dame tan
pronto nos enfrentamos a la representación del hastial inconfundible, aunque en
el cuadro sólo sea una mole bicéfala que se traspasa, se permea, se carga de
azul rebajado de excitaciones.
No vemos la profusión de arbotantes
que arrancan desde las impostas y que, como tirantes pétreos, se hunden en los
estribos que ahogan la nave de crucero impidiendo que su plano sobresalga del
perímetro. No vemos el cimborrio estirándose, estirándose, afilándose, hasta
que de cúpula se troca en pináculo, aguja cosida de cresterías que se realza
hacia el empíreo reduciendo a los hombres a una radical insignificancia. A
todos ellos los reduce: a quienes murieron construyéndolo, que fueron muchos, y
a quienes siglos más tarde se recrean en el vértigo de sus alturas, que también
morirán. Atalaya lineal, vanidosa cúspide que sólo tiene vocación de infinitud,
alardeando de sus pretensiones babilónicas sin importarle que, de tan
estilizada, parece en realidad una espada vigorosa desconstreñida de la vaina
que ha de apretarla.
No vemos los tres portalones
abocinados, ni las ojivas de los arcos, ni las hornacinas en cuyos alvéolos se
amontonan imaginerías con molduras de vírgenes adustas y de horripilantes
alegorías bíblicas. No vemos la doble girola, ni las bóvedas nervadas, ni la
multitud de absidiolos que, como menguadas capillas, sirven para que los
acólitos hallen un rincón, un recoleto colmado de fruición religiosa donde la
paz de sus almas se perpetúa. Allí, en esos retiros que no vemos, el mundo
queda fuera, muy lejos. Allí, sólo las plegarias del místico, del asceta, del
opulento, del piadoso y del pordiosero (murmullo litúrgico, fervor, monólogo
sin respuesta con la divinidad) invocan, con atrición y pesares, a la deidad
dictatorial que acalla las inconciencias arrepentidas, las conciencias
penitentes.
Notre-Dame, la Notre-Dame real cuya
sombra monumental se sumerge en el Sena,
es luminiscencia. Vidrieras orbiculares se encajan en los gabletes
decorativos. Como imanes de luz, han sido concebidas para crear en el interior
del templo la subyugante sensación, recóndita y seráfica, de que el Padre, el
Hijo y el Santo Espectro derraman sobre el recinto sagrado sus rayos empolvados
de virtud, sin mácula. Porque el escrutador ojo de Dios todo lo atisba, todo lo
columbra, todo lo decide, todo lo posterga, en todo penetra y todo lo aniquila,
todo lo abandona, aunque la comunión trinitaria sea algo tan incorpóreo, tan
etéreo, como irisación vertida desde mosaicos y cristaleras. Pero nada de eso
vemos en el cuadro. Hemos de imaginarlo.
-Matisse fue muy hábil -peroraba
Hawthorne, el melífero-. Contrajo la imponencia de la catedral gótica a su
quintaesencia. La despojó de empaques y revestimientos. Lo singular de este
cuadro radica en lo que no está pintado. La reciedumbre de la construcción debe
conjeturarse por el espectador que se sitúa frente a él, pues todo cuanto
podemos ver es neblina. Neblina azur, pero neblina.
Natalia era puro deliquio. Pero a mí
la bruma del cuadro, tan hechicera, me hipnotizó. No lograba reconocer en
aquella representación al bárbaro, al fauvista que se había enfrentado al rigor
de las academias oficiales cuyos rectores y portavoces tantos sarcasmos le
dedicaron en sus inicios. Empezaba a sospechar que Matisse se dejaba embargar
por el reposo cuando pintaba paisajes, y en cambio, cuando pintaba figuras
humanas, no repetía fisonomías materiales, sino que las deshacía.
Creo que en el cuadro había llegado el
invierno, tal vez el otoño. Así es cómo lo recuerdo. Así es cómo me gustaría
recordarlo. No hay colores lustrosos (los naranjas, el bermellón, los amarillos
apenas se aprecian), y sin embargo debió ser un día soleado aquel en el que
Matisse se encaramó a una suerte de belvedere flotante, como plataforma
levadiza, a la manera de Degas, tal vez el ventanal sin postigos de su casa de
Quai Saint-Michel, cerca de la catedral, para desde allí tomar los apuntes o,
quizás, ejecutar enteramente los trabajos.
Debió serlo, un día soleado de otoño,
pues por la ribera del Sena transita, como peregrinos en miniatura, un grupito
de figuras humanas: veo hombres charlando dirigiéndose a misa y niños
obedientes caminando de la mano protectora de sus madres; y todas estas
figurillas van desprendiéndose de sus sombras oblicuamente. Un carruaje surca
el puente, sobre el cauce del río, probablemente una calesa cuya cabalgadura,
capota y pescante, más oscurecidos, se reflejan sobre el piso empedrado. No
existe lo sombrío, ni hay paisaje otoñal, sin un poco de luz.
Pero no es del sol, casi suprimido,
sin sobresaltes visibles, la fuente de la cual recibimos una impresión de
limpidez cuando contemplamos el cuadro. No es del sol, ni tampoco de las
débiles manchas de gamas cromáticas, distintas a la del azul ególatra, que se
diseminan aquí y allá sobre el lienzo como si el artífice de lo pictórico –vana
presunción la mía- hubiera errado al elegir el grumo de la paleta del que
extraer la panorámica que va a plasmar, y luego, advertido su error, se hubiera
afanado en ocultar las imperfecciones bajo el manto de celaje, aliterado y
armónico, que termina acaparando todo el conjunto.
-Henri repitió el motivo de Notre-Dame
en 1914 –decía Hugo, el sochantre, y las modulaciones de su voz musical, ruidos
placenteros, se disipaban por las galerías del museo.
-Siente el genio que le acicatea la
abstracción tentadora, el Expresionismo –apuntilló H.H, el campanillero-.
Incluso se advierte en esta etapa gris una ligera deriva, muy tímida, hacia el
vilipendiado arte de los cubistas. En esa otra Notre-Dame de 1914, también
pintada en la elevación de su casa en Quai Saint-Michel, frente al Sena, todo
es disimilitud si se la compara con la que pintó en 1911.
Era norma de Matisse hacer
recapitulación de lo más valioso de aquellos estilos que no profesaba. Ahora,
en la Notre Dame
de 1914, no hay rastro de presencia humana. El negro empieza a adquirir
relevancia estructural. Unas pocas diagonales cruzan el lienzo: son la
invención de una perspectiva geométrica. El pincel no pinta, sino que raspa la
tela; las veladuras de azul pálido, sin llegar a la transgresión, desgarran
toda la superficie incolora. Un árbol al pie de la basílica, o quizás una
maceta en el alféizar, es un borrón verde sombreado de lobreguez que acentúa
los tonos azulinos dominantes.
-Y se diría que, en realidad, la
Notre-Dame de 1914 no existe –intervino H.H, el locutor, siempre oportuno-.
Existe la ilusión de un paralepípedo que se recorta y yergue, flotante, en el
vano de la ventana, confundido con ella.
Hugo hablaba sin parar. Su lengua no
se agotaba; le gustaba escucharse y que le escucharan. Pero yo me detenía en
una de esas figurillas que había en aquel cuadro de Notre-Dame de 1911. Y me
detengo ahora, cuando es pura reminiscencia; permito que Matisse, como la vez
primera, enerve mis sentidos arrumbándome en un desespero extraño del que
todavía me quedan secuelas, rarezas, magulladuras que no logro cauterizar.
Esa silueta que capta mi atención es,
inevitablemente, una mujer. Se ha apartado de los andariegos parsimoniosos; se
detiene y vuelca su mirar diminuto hacia las aguas del río de París. El cauce
en remanso se asemeja a una transparencia líquida, como si fuera remedo del
anublamiento que más arriba lo corona. Y hay un caserón inconcluso que se salpica
de naranjas amarronados, como zumo sobre herrumbre.
Frente a la escalinata que se hunde en
la otra orilla del canal, los peldaños derruidos y con vetas rojizas, la dama
permanece en quietud. Escondida en el ángulo inferior, casi al margen del marco
que encuadra la visión que tuvo el artista, su cuerpo pequeño y sin terminar,
aquella mujer porta, ceñido a su exigua cabeza, el único origen de luz
verdadera que hay en toda la composición: un sombrerito, un chapel de época,
color ambarino, un punto extraviado entre tanta pátina cerúlea que abriga sus
rasgos, sin duda hermosos, como de conchas marinas (así los imaginé y así los
reitero), sustrayendo al espectador la delicada donosura de sus perfiles.
Meditando al respecto de esa presencia
indefinida, sin ninguna motilidad, pensé en el contraste que de ella emanaba si
no se perdía de vista la formidable imposición que la catedral, al fondo,
transmitía a cuanto había de vida silente en el lienzo, y ello aunque Matisse,
al santuario, lo hubiera privado de todos sus galanos estéticos, de todo
aditamento ornamental. Una y otra (la pequeña mujer y la mirífica catedral) se
oponían, se retaban. El magno frontal de Notre-Dame presumía de sus colosales
proporciones entintadas de calina. El cuerpo femenino, disminuido e inanimado,
apenas atraía fugaz, distraídamente, la atención de quien se entretuviera en
observar el cuadro, tan intrascendente parecía en su nimiedad imperceptible,
tan eclipsado por la solemnidad fabulosa de la basílica.
Pero a mí me imantaba esa figurilla
impasible. A mí me esclavizó el que estuviera allí, como arrecadada en la
intemperie, nostálgica, sin más labor, en apariencia, que interrumpir sus
andares, paralizarse y girarse hacia la calmosa corriente del río.
<¿Qué haces ahí?, ¿qué esperas?>,
recuerdo que le pregunté, contrariado. Y no obtuve ninguna contestación.
<Quienes te acompañan -insistí- ya se marchan, camino de la catedral, a
cumplir otras obligaciones y servicios menos ociosos. ¿No los ves?> Y el
mutismo, el hipnótico silencio de la señora, no se resquebrajó.
Esa mudez, esa taciturnidad y retraimiento de
aquella mujer, que yo entonces no juzgué propios de todo humano cuya existencia
se limite, pobre de él, a una pintura, sino de su esquivo carácter de personaje
real, me animaron a continuar aquel cuestionario irreflexivo. No podía cejar en
mi empeño desquiciado de hacerla hablar: ella debía explicarme la insondable
razón de sus reservas. De su belleza.
Quería oírle decir una palabra, una
sola, y registrar para siempre el timbre de su voz, que aventuré perlado,
rumoroso, como si de ello dependiera mi supervivencia. <Gírate hacia mí>,
le rogué, musitando con humillación mi súplica; y me hubiera puesto de hinojos
ante ella -ante el cuadro- de no ser porque Natalia, seguramente, me habría
reprendido. <Necesito que me brindes
la galanura de tu rostro>, le demandé desesperado; y esta vez la
imploración, en mi pensamiento, resonó a orden pretendidamente rigurosa, tan
tenaz como insuficiente. Ella, engreída y sumisa a un tiempo, la rechazó,
manteniendo al milímetro la pasividad inerte de su compostura. Su voluntad de
ser sin alma vetaba todo movimiento. Su indiferencia me mortificaba. Así le
impetrara mil años o más, con todas sus noches, sus días, aplazamientos y
paciencias; así le donara toda la sangre apasionada que fluía por mis venas,
jamás se movería.
Pero no era capaz de escamotearle al
poeta sus aflicciones, pues él sabía que debajo de aquella rigidez ficticia,
simulada, la mujer le dedicaba, cual ofrenda o sacrificio, un fingimiento
sobrenatural, delusivo, una mentira prodigiosa. Porque estaba viva y le
escuchaba.
Y busqué entonces a Natalia, quería
reencontrarme con sus pupilas, esos eclipses de luna que un día imprevisto me
cautivaron. Pero Natalia ya no estaba a mi vera. Estaba desaparecida. Hugo
Hawthorne la
alejaba. Miré en derredor. Mis ojos
eran tristeza. Mis ojos eran cólera. Y pensé: ambas formas de mi mirar son
manifestaciones del mismo desconsuelo.
-Observa, querida, esta Venus
contrahecha –oí que le decía el farfante hiperacaudalado frente a otra obra de
Matisse-. Atiende, te explicaré lo que significa.
Venus truncada
(Guache. 1952)
A quien duerme contigo le das tu
desamparo. Y le das tus vehemencias, y le das tus desidias. Y hasta tus hastíos
y locuras le das. La fisonomía, a veces tibia, otras lienta, que se arropa
junto a ti puede desprotegerte en cualquier momento, abandonarte desasistido,
vaciar tus querencias, porque nadie está a salvo de las modificaciones, de las
contradicciones, de la
deserción. En cada labio que se dice
apto se sacude la mentira un adiós fulminante que te partirá en mil mitades. En
la oquedad prensil, inmaterial, de la mano que te alza del foso se oculta,
hurtado a la vista, un puñal forjado de impurezas, y todo puñal ambiciona matar
aunque no derrame una partícula de sangre.
¿Te has preguntado alguna vez si de
verdad existo? ¿Te has preguntado si te vigilo? Son confidencias tremendas, me
hago cargo. En tanto que la ineptitud te sacia, voy a contestar por ti: existo
y te vigilo porque tú me suplicas y convocas, como las sacerdotisas de Eleusis
convocaban, en sus ritos, al sacrificio. Malvivo en tu interior más recóndito,
en la superficie cotidiana, como una lacra, y cual termita de encías gigantes
trituro tu alma. Soy la falsificación que viene a aliviarte, y en el alivio te
enloquece, te embrutece, hace de ti un rufián o un juglar. Un guiñapo o un
verso.
Estoy en la derrota y en el éxtasis,
en la capitulación y en tus soplos superiores. Como si de un nutriente se
tratara, a todos los mortales, yo, que defenestro el abatimiento, que compongo
injurias y las expelo, les infundo la pulsión de anhelar aquello que es grato a
los sentidos: la dermis desnuda, la humedad, la atracción táctil, el gemido, el
desborde, la imagen perfecta aunque sea irreal. Y anhelando, los mortales se
atarantan, se angustian, y atraviesan
piélagos de tiempo en pos de lo que creen amar, ellos, tú, los que fueron, los
que son, los que serán, tan insulsos todos, tan desatendidos; y arruinan
cosechas, sufren y se lamentan, y traban poemas desesperados que llevan escrita
mi dedicatoria aunque no hayan sido entregados a la imprenta. Yo
me sonrío cuando los constato, en las alturas inalcanzables, mis lágrimas son
de risa, y me digo muy ufana: he ahí a mis esclavos. Deseadme.
¿No me reconoces?
Pues te recuerdo que me adeudas la
vida misma desde tu nascencia embrionaria. ¿Te cercioras, acongojado, de que
huyes de la realidad como de un cautiverio? ¿Y qué esperabas, impúber? Esa vida
que te he otorgado equivale a hacerse fugitivo, un prófugo de la conciencia. Por
eso no sabes todavía, zote, dónde estás ni quién eres.
Ves a tu ternura vomitando, cárcel de
náuseas, y no le ayudas a que la arcada le sea un poco más benigna y
soportable. Eres capaz de escribir poesía inspirada en la muerte, en el
accidente, en la transición, y no darte cuenta, estúpido arrogante, hijo
huérfano de mi carne, de que la metáfora me pertenece. Soy yo, desengáñate, la
única culpable de esos desencuentros que te sajan. Soy yo la que provoca el
arrebato para luego adormilarte como a un bebé lactante. Cuentan los mitos que
nací de las espumas, en el mar brumoso. Pero no es cierto: fui concebida en el
oleaje, bajo el sol sofocante. De mí no esperes más que exacerbaciones,
ociosidad, conspiración, fanatismos y violencia.
Procura por fin, en esta hora
clarividente en que te escupo mi homilía, no confundir los términos del debate.
Procura no reiterar el error que has arrastrado tras de ti, como cadena
irrompible, en todas las eras que te he permitido vivir: no me hago presencia
disfrazada de los afectos. Caprichosa, voluble, ligera en mi imponencia, me
materializo adueñándome de un cuerpo, estructura ociosa de piel codiciada que
te voltea y tumba los instintos. El alma la dejo para que de ella haga un
despojo el amor, esa otra diosa fastidiosa, abstrusa, nada sofisticada, cuyo
mérito consiste en aclarar la perspectiva y mostrarte la fealdad y lo deforme,
induciéndote a que te conformes. Una vez más te lo advierto, bobo: si haces
caso a la miel de sus cantos te apabullarás. Ella, mi rival, que proclama
poderlo todo, no es ninguna sirena, sino suicidio. Así que finta con destreza
sus rarezas. No hay otro ardid para la victoria. No
hay otro atajo para no aturdirte. Evita la trampa y la demencia: yo soy quien
te enternece, porque eres poeta y te alimentas de lo que no sabes ver. Eres
poeta, y yo tu musa seduciéndote. Recuerda que sólo a los poetas les está dado
conocer la pasión suprema, corroerla, desmenuzarla y hartarse de ella, en una
sola noche. ¿Me comprendes? Claro que no. Llámame cínica. Es lo que soy y no te
das cuenta.
Pugnas para que me haga corpórea en
cada instante que suspiras. Quisieras tentarme, ostentarme, gastarme, porque
además soy fruitiva. Querrías que poseyera el don de multiplicar mi apariencia
en muchos cuerpos, en tantos como puedas demandar, en uno distinto cada vez, y
cada vez acumulando más y más belleza. Obsecuente a tus designios, fiel a tus
penurias, convierto la ubicuidad en un instrumento horrendo de martirio. ¿Y
crees que es castigo? No, maldito: son tus afanes, tus sudores, la fuerza
irreductible por lo bello y lo grandioso que llevas muy dentro, fermentándose,
pudriéndote.
¿Aún no me reconoces, imberbe? ¿Tan
claustrofóbico eres?
Todos los artistas me han acosado, han
querido cazarme, recluirme en un lienzo. A lo sumo, han imaginado débilmente mi
retrato, presentido el poder despiadado que manejo y hecho de mí un ideal de
excelencia, de prestancia. Una utopía.
Pero el pintor que en su fantasía me
inventó esta vez celó mi faz con unas tijeras afiladas, y ocultó el morbo de mi
estética tentadora, y de mi cuerpo hizo una nube geométrica. Por eso suponen
que estoy truncada. Qué desliz de críos, porque yo nunca me deterioro, yo
siempre me reproduzco, yo me transformo, y nadie puede identificar los límites
de la continua metamorfosis, porque no existen.
Mírame bien: en mí se origina la
supremacía, la
comunión. Quiso ese artista venturoso que
mi forma fuera fálica, pero simultáneamente soy Monte de Héspero. Tengo curvas
en la cintura, soy contorno, una pose para encenderte, y hemisferios
asimétricos tengo, como senos moviéndose en plena arremetida. Y aunque carezco
de cara, no la
necesito. No tengo sexualidad
definida, pero de todos los sexos que imaginarte puedas yo disfruto. La
diversión que me regocija y esparce es el erotismo, ese amago de un amar tan
efímero.
Desvelaré mis facciones. Transgrediré
excepcionalmente la norma prohibitiva que me obliga a inmostrarme. Lo haré sin
reparar en mi ingénita crudeza. Arrodíllate, llora. Extenúate, clama, patalea.
Soy la Venus acechante. Soy tu madre, la madre de los ansiosos. Me llaman
hermosura. Hermosura prometo, y como en toda promesa se va difiriendo su
cumplimiento para obligarte a que me sigas buscando, acuciado por la aspiración
de poseer. Te reservo las expectativas a ti, que me descubres estremecido en
cada poro, mientras me piensas, en cada amante, en cada ensoñación,
paralizándote. Yo decido y ejecuto la incautación de la armonía que a tu alma
daría descanso, me la apropio y la
devoro. La preciosidad, para tu
infortunio, es mi atributo, es tu inclaustración.
Pero me hallo tranquila, reconfortada.
Deseo, hambruna voraz de la Venus que encadena: a ti me dirijo. No te aniquilo.
Aprieto, te ahogo, llevo la asfixia hasta la iniquidad, pero no te aniquilo.
Consternado, insaciable y doliente vagas persiguiendo los rasgos que a tus
venas fascinan, y entretanto el universo adquiere un sentido, aunque sea
difícil y disímil. El universo se conmueve, y persistes, desgraciado, en el
hechizo tirano de convocarme.
Rastreas en vano la figura
insuperable, superada cada vez que me encarno en alguien. En ese trance que con
la razón te enemista yo resucito a mi lindo Adonis, lo traigo de nuevo a mis
dominios, lo aliento y engaño al jabalí asesino que le causó una muerte tan
atroz llevándome a esta solitud de siglos. Y así yo perduro, subsisto
inmarcesible, alimentándome cual parásita de tus indigencias, porque eres
inhábil para sobrevivir sin belleza. No adviertes, en tu estulticia, que la
belleza muda de escenario, es infinitud, pues cada humano-ser es su precursor y
la crea.
Se mueven las bóvedas
-Hablaré ahora del doctor Barnes –anunció Hawthorne, el relator.
-Eso, háblanos del doctor Barnes -le siguió la cuerda Natalia , mi Natalia.
Hablemos, accedió el poeta.
Imaginemos, añadió en silencio.
Robert C. Barnes era, al igual que Rockefeller, Ford o Morgan, el
prototipo de hombre hecho a sí mismo: emprendedor, audaz, sin escrúpulos y con
olfato de hurón para el mundo de los negocios. En la década de los treinta
personificó como pocos la prevalencia del individualismo cerril, imaginativo y
despótico que el sistema capitalista, llevado a su radicalidad, había erigido
en el sueño de los norteamericanos.
-Su incursión en la biografía de Matisse –apostilló Hugo, el gemelo, con
mucho gusto- se debe a que era insultantemente rico.
Barnes ya había sintetizado los compuestos químicos de un antiséptico y
patentado la fórmula cuando el crack de
mil novecientos veintinueve condujo a la ruina a cientos de financieros y,
casi, a una nación joven y pujante. Todos los días que siguieron a aquel lunes negro de octubre se suicidaban
inversores, se cerraban fábricas y se despoblaban condados enteros en un éxodo
provocado por el hambre. Pero Barnes, se ignora cómo, no sólo salió indemne de
la hecatombe económica, sino que consolidó su emporio farmacéutico.
-En alguna bagatela tenía que dispendiar su incalculable fortuna –se
jactaba Hawthorne, el comprensivo.
La debacle bursátil le facilitó dar rienda suelta a sus aires de grandeza.
Enfermizamente apasionado del arte de los bohemios, de la fastuosidad y de la
magnificencia, y sabedor de que todo tiene un precio, envió mandatarios a
Europa para que entablaran contacto con marchantes, corredores de comercio,
directores de museos y coleccionistas. El descomunal poderío dinerario que
había amasado era como un salvoconducto: con él Barnes acalló los prejuicios,
las habladurías y los recelos que suscitaba a su paso.
-El propósito –glosó Hawthorne, el imitador- no era otro que hacerse, a
golpe de talonario, con una pinacoteca privada que rivalizara con El Louvre.
Gertrude Stein y su hermano Leo se cuentan entre los vendedores forzosos
que contribuyeron a forjar la leyenda de hombre rudo, apuesto e implacable que
aquel apoticario inventor y sobrado de divisas iba dejando tras de sí donde
quiera que pisara. La prensa sensacionalista, a una y otra orilla del
Atlántico, era un clamor unánime. En apenas unos meses Barnes compró, por medio
de sus testaferros, noventa y cinco picassos,
cien matisses, ciento veinte cezzánes y nada menos que doscientos rénoirs. Desembolsó un caudal sin un
pestañeo o traquetear de dientes. La
alegría de vivir fue uno de los cuadros que cayó en sus manos.
-Tanto lienzo había que guardarlo en alguna parte –anotó Hawthorne, el
susodicho.
En Merion, a las afueras de Filadelfia, Barnes se hizo construir un
palacio con una biblioteca renacentista destinada a las obras de arte que había
arramblado por Europa. Detractor de los impuestos en virtud de principios
morales, impulsó después la constitución de una fundación que llevara su
nombre, a la que cedió la titularidad de sus tesoros artísticos. Una retahíla
de estipulaciones redactadas en el lenguaje críptico y tramposo de los mejores
juristas neoyorquinos, contratados expresamente, tutelaba esta empresa
filantrópica con la debida eficacia: las visitas públicas se restringieron
hasta la práctica inexistencia y quedó prohibida, sin excepciones, la
reproducción de los cuadros en cinematógrafo, fotografías o en cualquier otro
medio que pudiera inventarse en el futuro. No contento, sintiéndose faraón de
alguna remota dinastía egipcia, Barnes se empeñó, a la hora de morir, en
perpetuar su celo por las valiosísimas posesiones que custodiaba en Merion, y
en su testamento estableció un puñado de cláusulas aún más oscurantistas que
habrían de derivar en un litigio interminable entablado por asociaciones
independientes y universidades contra sus herederos, pues había dejado dicho
que las puertas de Merion, como las de las pirámides y los mausoleos, jamás se
abrieran al público.
-Iré concretando –abrevió Hawthorne, el carismático-.
Por la época en que el doctor Barnes arrasaba en Europa comprando cuadros,
cuadros y más cuadros, Matisse andaba de viaje por el mundo.
Ya célebre y reconocido (en 1927 le fue otorgado el premio Carniege International, que poco después obtendría Picasso siendo Matisse
miembro del jurado), el fauve decide rememorar aquel periplo de años atrás que
le descubrió los misterios de Tánger. Émulo de Gauguin, esta vez su destino
será Oceanía.
Matisse arriba a Tahití a comienzos del estío de 1930. Allí no hay nada
misterioso. Allí hay exuberancia, delectación, derroches cromáticos. Pero, aun
embriagado por los Mares del Sur, no se apodera de él la inspiración que,
suponía, abundaba en aquellas antípodas. Y de golpe le inundan añoranzas: <Soy un viejo chocho>, le
escribe a su hijo Pierre, que se había instalado en Nueva York. <Voy
errabundo, persigo la improvisación, desembarco en este paraíso precioso, y a
mi regreso buscaré la petaca de tabaco que extravié antes de partir.>
-Matisse no estaba libre de pecado –explicó Hawthorne, el badulaque- ni
de las tribulaciones, a veces desquiciantes, que tarde o temprano atormentan a
todos los genios. La relación directa con la fuente que los espolea puede
también cegarlos, acosarlos, imposibilitarles la inventiva. Se halla en Tahití, pero una y otra vez se le atraviesan
los recuerdos de su amada Provenza.
A Pierre le llega otra carta a las pocas semanas. Ahora el tono no es de
queja, ni trasluce triste ironía. Ahora, el artista expone una reflexión que es
fruto de sus manos ociosas y del alma implorante que le ruega a gritos pintar,
pintar, sin poder hacerlo. Matisse se ha atrevido a adentrarse en los fundamentos;
Matisse ha necesitado cavilar sobre el significado genuino del arte, y le
confiesa a su hijo: <Cuánta extrañeza. Ignoro qué me pide el pincel, aunque
sé, como nunca hasta hoy lo había sabido, que el artista posee una luz interior
que transforma cuanto contempla para hacer de ello un modelo nuevo, sensible,
organizado; un mundo vivo en un espacio que se cosifica sin remedio. Un lienzo
no es más que un reflejo. Como en la caverna platónica, cuánta belleza
inaccesible puede haber en él. Pero si el arte se nos resiste es mejor dejar de
crear que seguir sufriendo.>
El hijo comprueba lo que ya sospechaba: el padre se siente a disgusto.
Así que decide responder a esta última carta. Le dice que su estancia en Tahití
puede no estar resultando tan fructífera como había previsto, y lo invita a
tomarse un pequeño descanso. <Deberías conocer países nuevos sin preocuparte
por lo que pintar de ellos>, le comenta Pierre en la misiva. En el párrafo siguiente hay una sugerencia: en vez de
regresar a Francia podría prolongar algún tiempo el peregrinaje y visitar
Estados Unidos. <Es la tierra de las oportunidades, de los rascacielos y de
la tecnología>, se ensalza Pierre en elogios para animarlo. <En
Norteamérica todo es grande y moderno, nada que ver con la vetusta Europa de los castillos, los
ducados, las guerras de religión y las epidemias.>
-A Henri le agradó la propuesta y cruzó el Pacífico –continuó Hawthorne,
el polizonte-. Y he aquí que a su llegada al puerto de San Francisco le estaba
esperando el doctor Barnes.
Quería enseñarle los cuadros que había traído tras su razia por el
continente europeo, y, también, su excelso palacio de Merion, que acababa de
inaugurar y que tenía un problema. El frontispicio que coronaba los ventanales
de la gran sala renacentista, debido a su emplazamiento y dimensiones, carecía
de funcionalidad: era demasiado alto para colgar allí los cuadros y demasiado
extenso para no adornarlo.
-Y Barnes, por supuesto –recalcó Hawthorne, el barbián–, quería adornarlo
a toda costa.
Matisse no pudo negarse a la suculenta oferta que le hizo el millonario:
lo que le pidiera, que él añadiría el doble, con tal de que aquel <frontón
inútil>, como lo llamó Barnes rabioso, fuera la envidia de coleccionistas,
cazadores de lienzos y fanáticos del arte. <Cuando usted termine con esta
pared horrible>, le dijo al artista aquel pintoresco magnate, <será casi
tan rico como el hombre más rico que jamás haya de nacer en este país de
mentecatos, y yo tendré una catedral para mí solo.>
-Era la primera vez que el fauve se enfrentaba a una decoración mural, y
no sería la última –vaticinaba Hawthorne, el agorero.
Cuando Matisse visitó el palacio
de Merion se aturdió de entusiasmo. Incluso Pierre lanzó un silbido de
admiración. Lo que obsesionaba al doctor Barnes consistía en rellenar un
espacio arquitectónico dividido en tres cuerpos de bóvedas encamonadas, sin
apenas luz, que quedaba desocupado justo encima de los ventanales. Todo un
desafío para una mente curiosa que deseaba, como nunca, pintar inquietudes,
movimientos.
Matisse no ceja en sus
reflexiones a la par que acepta la proposición de Barnes. ¿Cómo lograr que dos
de las bellas artes se integren? Con la poesía puede hacerse música. La música
pule y esculpe las disonancias. La curvatura de un talle puede inspirar un
verso. ¿Pero cómo convertir arquitectura vacante en pintura? <De ninguna
manera, salvo petrificando la vida y vivificando los pilares>, le contestó a
Pierre cuando su hijo le preguntó qué estaba pensando para satisfacer las
exigencias del caprichoso doctor Barnes. <Tengo que conseguir que mi pincel
hable, igual que la pluma de Baudelaire, de pilares
vivientes.>.
-Mi buen Henri detestaba el estilo del Renacimiento –enfatizó Hawthorne,
el payador-. A su juicio, la excesiva anatomía mermaba el cuerpo humano y
echaba a perder el plano bidimensional sobre el que pintar. Y no obstante, tras
visitar Merion, su pensamiento no era otra cosa que evocación de las
representaciones de la Capilla Sixtina.
Cemento.
Arena solidificada.
Plementería.
Piedra inerte.
Matisse recapacitaba sobre la dureza del excepcional soporte en el que
Barnes le proponía que plasmara una obra maestra. Y, pese a su aversión por
Miguel Ángel, concibe pintar una especie de fresco que se implique con la
arquitectura perfeccionando su naturaleza y que haga de las bóvedas tres
hipogeos elevados donde, en vez de momias, se muevan ninfas pletóricas de vida.
La idea, pues, estaba ya fijada, pero aún faltaba el motivo, el objeto
a crear. Como la arquitectura debía
conquistar un nuevo sentido, antes inimaginado, Matisse opta por hacerla
saltar, juguetear. El fauve rescata así de su memoria el tema del baile, que ya
había aparecido en La alegría de vivir –cuyo
dueño era ahora, precisamente, el doctor Barnes-, y en Danza, óleo fechado en 1910, propiedad del marchante moscovita
Sergei Chetchukine y cedido por un tiempo al Ermitage de San Petesburgo.
-Hacia finales de abril de 1931 el esbozo está muy avanzado –anotó
Hawthorne, el ortodoxo-. Pero esta primera tentativa fracasa.
Matisse redunda en aquello que,
justamente, pretendía evitar y comete dos errores: ha atiborrado el plano raso
de una gradación de grises y tonos fríos incompatibles con su propensión innata
al color, pero sobre todo ha caído en la trampa anatomista: las siluetas,
danzantes, desnudas, sombreadas, presentan elementos corporales –amagos de
músculos, tendones y nervios- que restan uniformidad a la composición. Estas dos desviaciones provocan
el efecto de achatar los arcos que conforman las bóvedas.
Desalentado, Matisse está a punto de abandonar el proyecto. Sin
explicarse la razón, ha caído atrapado en las fauces de una crisis de
creatividad. De plasticidad. De convencimiento. Su hijo Pierre le exhorta a que
no desespere: <No te compadezcas, padre. La inspiración, como la desgana, el
amor o la muerte llegará en cualquier instante.> Pero Matisse le opone:
<Hijo, la frustración es el mayor y peor poder que puede ejercerse sobre un
hombre.>
Decide regresar a Francia. Solicita al doctor Barnes que le sean
remitidas por correo las medidas del <frontón inútil> y de las bóvedas.
Le ruega un poco más de tiempo y que le permita llevarse consigo aquella Danza inacabada, como la sinfonía de
Schubert, para tenerla en su atelier. Matisse la mirará y la mirará durante
meses antes de acometer un nuevo intento. Más tarde, esta obra inconclusa sería
donada al Museo de Arte Moderno de la Villa de París.
Pero no todo había sido decepción en este acercamiento preliminar.
Matisse entrevé que la idea que bulle en su cabeza es la correcta. Lo que ha fallado es su ejecución. La musa está ahí,
palpitando, veloz, en alguna parte. Es él quien le ha impedido mostrarse,
irrumpir en la intemperie con toda su impaciencia.
-El segundo intento, que recibió el nombre de Danza de París –informó Hawthorne, el belitre-, corrió sin embargo
la misma suerte esquiva.
Durante casi un año de esfuerzos y rechazos Matisse altera íntegramente
la manufactura, el concepto y la exégesis de lo que requería aquel mural. Por
primera vez se le vio abocetar utilizando un cayado al que adhería, en la
punta, óleos y pinceles. Cuando concluyó estaba razonablemente satisfecho,
porque, en comparación con Danza
inacabada, las tonalidades grises habían sido desterradas y en su lugar
unas líneas transversales, como de trípticos oblicuos, fragmentaban el fondo de
las bóvedas. En los espacios interiores, recubiertos con negros que se
abalanzaban, azulinos quietos y encarnados como de piel excitándose, las
figuras apenas conservan rasgos anatómicos. Del primer bosquejo únicamente
salva la idea de que las criaturas saltarinas no se vean completas, para dar
sensación de profundidad: un torso se quiebra y la herida se disimula tras un
pilar que se detiene antes de caer sobre el dintel; un muslo surge, levitante,
sin el cuerpo, de las impostas. Pero las posturas son asombrosas, vitales. Seis
contorsionistas bailan, como alocados, una danza imposible.
-Esta vez el genio no había errado –alegó Hawthorne, el braco-. Todo se
debió a un malentendido. El subalterno de la fundación que tomó las medidas se equivocó.
Las bóvedas eran más altas. Barnes montó en cólera y acogió el error como una
falta de lealtad. Y aquel empleado pagó caro su desliz. Fue despedido tras una
bronca humillante.
Pero el salvaje ya no se dio por vencido. Comprendió que cada yerro había
sido una llamada suplicante de la pintura para que el artista se esforzara aún
más, y más aún, hasta alcanzar el culmen de inspiración que hiciera corpóreo el
escenario irreal donde la musa se disponía a bailar con el artífice que pugnaba
por infundirle presencia, y a esclavizarlo con sus caricias.
Entonces, modificó la técnica. Desechó el óleo a favor del papel
encolado. Con este método la composición adquirió una textura lisa, parecida a
la del fresco. Dispuesto a sacar partido de la fatalidad se sirve de la
ampliación de las bóvedas para que las figuras, aligeradas, tiendan a elevarse
e incrementen su número. Son ahora menos voluminosas, pero más sensuales. Las
disecciones negras, encarnadas y azulinas se avivan. En las ojivas de aquellas
tres bóvedas algo recuerda al juego preferido de los dioses.
-Ahora sí, al fin –suspiró Hawthorne, el lúbrico.
En la versión definitiva de Danza
de Merion las ninfas bailan y se divierten, pero son tentadoras,
sugestivas, y juegan al erotismo con el bello Dionisos, que no está, que no se
ve. Se halla reposando porque ha de recuperar fuerzas después de tanto
desenfreno. En aquellas tres bóvedas algo recuerda a las licencias que el amor,
cuando se relajan los afectos, concede a la lujuria. Pintura , arquitectura y movimiento
se empujan, se estimulan. Se buscan. La musa había seducido a Matisse para que,
sólo insinuados, pintara los ritmos, las pasiones y los ardores de una orgía
apoteótica.
Letra procelosa
Amar es la palabra que contiene todos
los verbos. Pero los espejos quintuplican lo real, y con ello los detrimentos,
las imperfecciones y los daños. Aunque carecen de vida propia: tienen la vida
que los habitantes de las casas les proporcionamos.
¿Y qué es la realidad? Real es el
hombre que no he sido, el que nunca seré. Real es querer vivir otra vida,
aquella que no te pertenece, y darte cuenta de la frustración. Real
es adaptarte y, en la adaptación, sufrir una alteración crítica, un proceso
vital de oruga. Real es saber quién eres, averiguar la identidad que hay detrás
de tu nombre y vivir como tal, sin miedo a lo que devuelve el espejo.
Porque sé lo que es un hombre, pero no
sé quién soy yo, sino aedo y lírica, tela de araña siempre, hilos deshechos de
cuerda resistente, venganza, la maleza apelmazada tras las lluvias del
anochecer, el verdor de la muralla, lo espumoso del agua, el ángel caído y el
exterminador, mi sombra, mi huida, mi conciencia, mi andar de pie, mi vivir
agachado, mi duda, mis ansias. Soy, en suma, el puñal que me aprieta, el que no
sabe matar, sino morir, morir con la sangre de los demás. Soy el que se
asciende con los acordes para vaciarse.
El señor Hawthorne comprendió muy
rápidamente estas máximas. Tal vez Natalia pecó de imprudente y le contó mis
temores. H.H. era muy perspicaz: se ensañó conmigo empleando a fondo la maña de
los cirujanos, la alevosía del protervo. Roma estilizó la tortura. Hawthorne ,
el pavoroso, la hizo sublime. La convirtió en arte. Me condenó a mirar
permanentemente al espejo ovoide. Me condenó a toparme con la realidad, mis
ojos privados de párpados. Mas yo huyo, huyo. Y veo aquello que el espejo
esconde a mi reverso. Yo el danzante, yo en el paraíso. Yo en la inconciencia.
Natalia, mucho antes de su imprudencia
y del suplicio en que ahora me hallo, había sido mi ductriz. Me enseñó a amar
las palabras, la pujanza del lenguaje. <Así como el ebanista ha de venerar
los macizos tablones de madera, que tallará, y tratar a su garlopa y a sus
tachuelas como reliquias -me decía con insistencia de educadora-, debes sentir
pasión por las palabras, pues serán tus herramientas, fieles acompañantes que
nunca te traicionarán.>
Algo vio en mí, algo que nadie más
había intuido, susceptible de crecer tras recibir aliento. Ella me obsequió con
ese hálito de corriente airosa y vivificadora, y se dedicó a la tarea poniendo
en su consecución un desmedido interés, un control meticuloso, pues le gustaba
supervisar con sus propios medios que mis progresos, aunque lentos, eran
manifiestos e imparables.
Un alumno dócil, un aprendiz ayuno de
conocimientos literarios: eso era el poeta en sus manos. Pero los autores que
Natalia me recomendaba propiciaron que percibiera con toda su grandeza las
fabulaciones de las que un hombre es capaz si posee una técnica depurada, le
dedica tiempo a su imaginación y ha vivido lo suficiente. Palabras, palabras,
palabras. Eso me donó Natalia. Significantes y significados, sinónimos y
antónimos, evocaciones, claros y oscuros de las grafías, sombras y tornasoles.
Sonoridad escrita.
A consecuencia de sus enseñanzas me
acostumbré a leer, únicamente, aquellos escritores que me ataran a un
diccionario. Me soldé a esta herramienta como el siervo de la gleba, en el
Medievo, quedaba emparejado de por vida a su amo feudal.
Los creadores de discursos suelen
emplear palabras raras. Recuerdo que, cuando ignoraba el significado semántico,
las anotaba en las tapas del libro que me había regalado la virtud de toparme
con un nuevo término del que debía conocer, con premura, todas las acepciones
posibles. A lápiz lo hacía, no en tinta: sacrifiqué la permanencia para no
ensuciar la encuadernación con mis tachaduras. Pero nunca las borraba.
Me adentré en los libros como un crío
en un bosque embrujado que despierta en mitad de la noche impenetrable y vaga
perdido sin saber adónde ir. Yo venía de una escasez; yo era un extraño en
tierra de nadie, pero en aquel país literario resolví asentarme, deslizar mi
ancla. Yo no era nada. Desde entonces lo fui todo. Porque siempre había un
secreto, un acertijo que desanudar, una historia que desbrozar. Siempre había
otra narración que reemplazaba a la finiquitada.
Las palabras son prestidigitaciones
verbales. Todo cobra sentido con ellas. Todo existe, desde el torpe Rocinante a
la asesina Moby
Dick , desde la perturbadora nynphette Lolita a la desgraciada Madame
Bovary. Cómo no sentirse pequeño,
sobrepasado, aturdido, ante palabras por sí solas tan expresivas y asombrosas
como acíbar, cuarzo, nomon, alhavara, ágata. ¿Acaso existe el modo de impedir
su pronunciación paladeando ebrio sus tonemas? ¿Cómo no intentar combinarlas
sobre un papel en inspirada ilación, para atribuirles una existencia singular
en unión de otras igualmente enaltecidas, el susurro penetrando?... Amargo
acíbar, cuarzo brillante, harinosa alhavara que se deshace, nomon astral que
las horas calientas. Ágata violenta.
Averigüé que cuanto nos asedia o
congratula procede, en su más estricta esencia raigal, de las palabras.
Averigüé que sin palabras la nada nos merodea.
El amor es una palabra. El odio, para
qué negarlo, también lo es. Mi nombre es una palabra; el de Natalia –el de
cualquiera, todas las nomenclaturas en verdad- le prestaba una identidad a su
cuerpo de abeja reina, porque un nombre matiza a su dueño, lo especifica, y del
azar hace un carácter.
¿Y morir? Morir es exhalar palabras.
Vivir es encontrarlas. Las metáforas son sed que se sacia con palabras. No hay
voz comprensible sin palabras que la modulen. Gritar
es trucidar palabras. No hay materia sensorial que a ellas no les deba sus
cualidades. La música es sucesión de palabras que desaparecen para
transformarse en melodía. Una idea es una palabra en potencia. No hay objetos,
ni sentimientos, sin palabras que los designen y distingan. El humano que
retrocede siglos de evolución, y vuelve a enredarse en la malla de su basto
estado primitivo, es aquel que no sabe utilizarlas aun para interpelar silencio
–que es enmudecimiento de palabras-, y por eso, en su regresión, se embrutece.
Incluso gruñir o un gemido presuponen una palabra que pudo ser perfecta. El
lactante que balbucea vagidos, y llora desconsolado de sueño o hambriento
alertando a la madre, proyecta en su sufrimiento callado de palabras una futura
palabra de dolor. Una queja, una alegría, una sonrisa son, antes que gestos,
palabras. Al reo ajusticiado le reconocen el derecho, sólo en su beneficio
promulgado, a decir la última palabra: ni siquiera entonces, aun cuando el
homicida patíbulo le aguarde, será inútil el mascullar de sus labios pidiendo
clemencia a los justicieros oídos que no le oyen. Porque clemencia es una
palabra, como lo es la sentencia saturada de incomprensibles palabras que
dictamina la
condena. Dios –proclaman las sagradas
escrituras- fue verbo antes que Dios. Si así ocurrió realmente, ¿pudo haber
mejor génesis?
Yo era poeta de nacimiento, pero nunca
escribía mis versos. Natalia me obligó. Mi Natalia. Fue mucho más que mi
piéride. Fue el eslabón perdido que agrupó los bríos desordenados que, sin
barruntarlo siquiera, me quemaban por dentro, como un volcán que erupciona
silenciosamente, la lava petrificándose en jameo, y, por una fisura diminuta,
derrama su explosión.
Cuando tomé conciencia de la catarsis
purificadora que, gracias a ella, había transmutado mi desaforada trayectoria
–antes pueril, adocenada-, supe que nuestros sinos eran ya uno solo: una sola
singladura de dos, una pacífica simbiosis en la que ella diseñaba el tortuoso
trazado del mapa que yo, como a bordo de una frágil embarcación sin velamen,
debía explorar aun cuando me desorientara.
Fue por entonces cuando a Natalia, de
modo espontáneo, la comencé a llamar, exclusivamente para mi fuero interno,
Calíope. Nadie, salvo ella, diocesilla feérica, merecía este tácito homenaje
que la parangonaba con la musa superior, aquella que en los grabados está
serenamente sentada sosteniendo entre las manos una tablilla y un estilo,
vestida con amplios ropajes que caen plisados sobre la esbeltez de sus pies
descalzos, como diciendo: <Tomad, lerdos escribientes: aquí os ofrezco el
atributo subyugante de la
inspiración. Haced con ella poemas épicos
y heroicos, manejad la lírica si podéis y rendidme eterno vasallaje pues sin mí
nada sois, salvo hojarasca.> Sí, Calíope era Natalia reencarnada, y Natalia
la musa superior transfigurada.
Pero ella nunca preavisó lo que
sucedería. Conforme avanzaba en las lecturas una molesta desazón me fue
carcomiendo, insignificante al principio, imperiosa después, pájaro hacendoso
que se posa en los quicios de las dovelas y poco a poco anida amontonando
trocitos de ramas enrevesadas, difíciles de desmontar, inherentes ya a la
arquitectura.
Ya no me contentaba con almacenar las
palabras obtenidas de los libros que otros escribían. Había surgido una
inquietud, una suerte de fastidio que se fue prolongando hasta sumirme en un
naufragio que iba más allá de todo efecto sensible. Varias veces le pregunté a
Natalia por la causa que podía explicar aquella tristeza. Nunca me respondió
sino con inquebrantables evasivas. Procuré alivio conjeturando que con su
actitud había establecido una ordalía definitiva que consumaba, si lograba
superarla, mi ritual de iniciación. Pero la certidumbre de esta prueba
conclusiva acrecentó mi desasosiego, pues estaba convencido de que sin su ayuda
fracasaría estrepitosamente. De la alarma pasé al pánico. Del pánico, a la neurosis. Mientras ,
en Natalia –en Calíope-, todo era reincidir en su hosco hieratismo.
Una tarde, luego de haber permanecido
juntos largo rato contemplando la raya cónica del firmamento, se retiró a
nuestros aposentos inmersa en sepulcral mutismo. Sin atreverme a seguirla –había
hecho mío un estado de vulgar inferioridad que a su lado menguaba toda
resolución de ánimo- continué con el mirar entelado en la visión del ocaso. La
luz fue extinguiéndose en el horizonte cenagoso. El disco de la luna estaba
calcado sobre el cielo ófrico. Mis reflexiones eran vacuas especulaciones; mis
sentimientos, espantosos fantasmas. Era como si, a pesar de mi costoso
aprendizaje, me sintiera yermo por dentro. Era agonía.
Consternado, me incorporé. Entré en la casa. Ni
un solo ruido me dio la
bienvenida. Mil veces hubiera preferido
que, cuanto menos, ella demostrara resentimiento, rabia, furia, aunque yo no
supiera qué ofensa le había proferido. Aquella sensación de indiferencia
premeditada que atrapaba a mi corazón, aquel desprecio huraño que el suyo
enarbolaba, se hicieron insoportables. Casi oprimiendo el llanto, acobardado,
oculté mi presencia en la habitación que utilizábamos como biblioteca, ruinas
adonde acudí a expiar una culpa de la que ignoraba su causa y el medio de
expiarla.
En los anaqueles se ordenaba nuestra colección
de libros. No osé tocarlos. Mi alma
claudicaba. Tuve el fatal convencimiento de que un veto se interponía ante
ellos. Yo no los merecía, tanto me habían dado y yo no los merecía. Y cuando
estaba presto a sucumbir, a aceptar mi derrota y a dejar que las lágrimas me
rompieran el rostro, vi las resmas de papel que había sobre el secreter,
pliegos de hojas albinas, cuadradas todas, de una blancura cegadora, con un
bolígrafo encima descapuchado por la punta.
Tras una boba vacilación comprendí el
significado de aquel presente sin mácula que Natalia había dispuesto: todas las
lecciones anteriores habían sido meros preparatorios propedéuticos a fin de que
me arrebatara un nuevo albor. Allí, bajo la apariencia de celulosa foliada, había
futuros manuscritos a los que conceder vida o muerte ficticias. Escribiendo.
A partir de aquel acontecimiento, que
estimuló mis ansias, me entregué en cuerpo y alma al noble ejercicio de la escritura. Recuperé
antiguos frenesíes. Me impulsaban otros absolutamente insólitos. Escribía y
escribía poemas sin achantarlos con trabazones métricas; escribía y escribía
relatos de variada factura; escribía y escribía ensayos rigurosos.
Nada me detenía. Mi imaginación se
tensaba, fluía, se desbordó como torrentes en descomunales crecidas. Tanto, que
tenía que embridarla para que no me ahogara y destrozara la obra apenas
iniciado el primer guión. Sólo un género, ante el cual retrocedí con mal
disimulada aprensión, se rebeló ingobernable: el novelístico.
Porque escribir no es fácil actividad
del intelecto. A menos que nuestra voluntad sea enmarañar, deben escogerse con
industria cuidadosa aquellas palabras que mejor se adecuen al mensaje que
pretendemos transmitir. Podemos ser concisos, formales, desenfadados, lacónicos,
o bien profusos, pedantes, directos o sugestivos; podemos insinuar al lector
que curiosee entre líneas, que ponga de su parte y medite acerca de lo que ha
leído. Podemos atolondrarle con una incontinencia léxica derrochadora de
barroquismo, recargada, incluso petulante. O invitarle, en cambio, a una suave
sucesión de vocablos menos altaneros, más humildes, menos pretenciosos. La
elocuencia, como muchos individuos, es proteica, presenta mil caras; he ahí su
riqueza inagotable y también (ay) la esclavitud que provoca. Pero en cualquier
supuesto, incluso en el de una simple misiva, estamos impelidos a realizar una
minuciosa criba de palabras que, la mayoría de las ocasiones, resulta
extenuante.
Escribir, entonces, equivale a
soportar un calvario. No sólo es cuestión (lo advertí tan pronto superé mi
etapa inicial de adoctrinamiento) de poseer un rico vocabulario. Quien así lo
crea comete un craso error. No. Lo que ocurre es que las palabras se resisten a
ser escritas por la misma razón que desean ser llevadas al papel. En cierto
modo les sucede como al goloso: la gula que le enloquece hace que se atore
deglutiendo.
Cuando el escribiente se enfrenta a su
solitaria disciplina, las palabras, todas ellas, aun las ignoradas, acuden en
tropel sedicioso tendiéndole una traidora celada de la que, a menos que ande
ducho, no saldrá vivo. El lenguaje se torna mar embravecido, inclemente
borrasca. No es que se haga inextricable hasta parecer el extraño idioma de un
extraterrestre, ni que pierda sus propiedades comunicativas. Sencillamente, los
borbotones de las acuciosas palabras abonan campos de dudas, muchas
irresolubles, hasta parecer que son territorios baldíos. Y el escribiente debe
darle respuesta a esas dubitaciones empedernidas. Si no lo hace, las consecuencias
pueden ser desastrosas.
Pero la confusión radica en el propio
escritor, no en el lenguaje. Éste siempre está ahí. Es un escaparate multicolor
del que podemos tomar gratuitamente cuanto nos interese. Los hados no asumen
protagonismo alguno, sólo de quien escribe dependerá la eficacia y el
desenlace. Por ejemplo, si un demiurgo juguetón nos agraciara con la
oportunidad de reelaborar El Quijote
inculcándonos los mismos giros lingüísticos que caracterizaban al castellano en
el preludio del siglo XVII, jamás repetiríamos ni un solo capítulo, ni una sola
frase, de esa obra magna, y ello aun cuando lográramos aventurar algún remedo
remotamente parecido a las peripecias del caballero andante, loco de atar.
La razón de esta deficiencia no es el
insalvable trecho histórico y cultural que nos separa de Cervantes. La razón
estriba en la idiosincrasia plurifuncional de las palabras, en su endiablaba
versatilidad. De la misma manera que una roca, para transformase en una
escultura concreta (El Beso de Rodin,
verbigracia) y no en otra distinta, requiere de dedos artísticos que manejen
primorosamente el cincel -y no por ello la roca deja de ser un mineral
manipulado-, los centenares de miles de palabras precisan de un tamiz que las
depure, escogiendo unas y desechando otras del colosal elenco en que están
predispuestas. Ellas sospechan que sufrirán esa purga y compiten entre sí de
modo subversivo por ser las favoritas: anhelan todas a la vez ser las elegidas,
importándoles un bledo si en la batalla encarnizada que han entablado a
expensas del atribulado escritor acaban por socavar la idea a que iban
dirigidas. De ahí que el amanuense, si quiere apaciguarlas, debe imponerse una
premisa elemental: tener la paciencia suficiente de hallar aquella combinación
que mejor exprese el sentir de la obra planeada, tarea que a veces dura años,
incluso la vida entera. Entonces, buscar la palabra adecuada es igual que
buscar un destino posible.
Por todo ello me cansé. Debo
confesarlo. Me cansé de unos trabajos que eran tan hercúleos, proverbialmente
agotadores, interminables. He ahí por
qué dejé escribir postergando el proyecto ideal que Natalia, mi mentora
egocéntrica y exigente, ansiaba ver cumplido cuanto antes: la escritura de una
novela que me reportara fama y pecunio. O mejor, he ahí la razón por la que
intenté otro modo de escribir. Pues, ¿qué es el novelar? El recurrente
diccionario me brindaba la acepción, pero entre la novela y yo no había
química. Éramos como dos imanes que se repelían a la más leve aproximación de
sus cuerpos. Éramos como agua y aceite, como brisa y ciclón, es decir,
copartícipes de un mismo origen, vínculo o naturaleza, y sin embargo
diferentes, antagónicos. Incompatibles.
Cuando traté de justificarle estas
consideraciones, Natalia desdeñó mi sola presencia como si fuera un apestado. No
me permitió seguir hablando. Dogmática e inexorable, emitió un juicio crítico
que rayaba en lo sumarísimo: me endosó que me negaba al esfuerzo de escribir
una novela mediante la que, de una vez y para siempre, diera el salto al éxito
total que ella esperaba con tanta ambición. <Tarúpido>, fue el rebuscado
insulto que retumbó en mis tímpanos
cuando se dignó a mirarme a los ojos.
Entonces no lo percibí, tan deleitado
me encontraba en el ascetismo que de repente prorrumpió desde mi alma de
literato en ciernes; pero ocurrió que entre nosotros se había abierto un abismo
inaccesible. Poco tiempo después, nuestra plácida vida en común quedó asolada.
Abruptamente Natalia –como el transformista Proteo- mudó su apariencia, alteró
su substancia hasta abandonar el alma de Calíope y convertirse en Melpómene, la
musa de la tragedia, aquella que en los dibujos antiguos tiene cabellos
enmadejados, el rostro adusto y una túnica escarlata ceñida al pecho, que, cual
manto de sangre, atavía un cuerpo rígido, el pie sobre un montículo rocoso. En
lugar de tablilla porta una máscara entristecida, símbolo de la dramaturgia, y,
en sustitución del estilo, sostiene una daga afilada, símbolo de la pesadumbre
que acongoja a los espectadores cuando, en el proscenio, asisten a una
malaventura.
Ninguno de sus reproches yo los
merecía. Ninguno. Natalia (Calíope/Melpómene) fue tremendamente injusta. Era
incapaz de comprender que había arraigado en mí un axioma moral –una filosofía,
incluso- cuyos fundamentos no cancelaban un venidero acercamiento triunfal al
arduo género novelesco, sino que lo trascendían.
El axioma era éste: novelar no
significa necesariamente llevar a cabo el acto físico de escribir, de redactar.
Bien mirado, me decía yo, el autor debe prescindir de él si su propósito es la
ejecución de una obra novelada que aspire a contar lo único que puede contarse:
la vida.
El punto de partida era de una
sencillez infantil, casi pasmosa: la actividad consistente en seleccionar
palabras siempre resulta un trabajo parcial y, por eso mismo, inservible. No me
refiero al inconformismo de cada literato o a sus pretensiones personales,
algunas irrisorias cuando no irritantes. Aludo, más bien, a que la creación
literaria que aspira a una insuperable sublimidad es la que nunca fue escrita. Lo que no quiere decir que no exista, pues existe, solo que en el
pensamiento del autor (¿o debo decir narrador?).
Me explicaré.
Toda novela surge tras una denodada
lucha mediante la que se corrigen y acotan palabras, y con ellas frases,
enunciados, y a través de ellos estilos, formas, estructuras, un manejo del
tiempo y del espacio. Pero nada que esté acotado, delimitado, puede atreverse a
contar la vida. Tal
era la paradoja que me preocupaba: sin palabras no hay libro, y con ellas éste
es finito; y nada finito es idóneo para contar la vida.
Por ende, me dije, omitamos el libro
como instrumento de la narración novelada, huyamos de sus estrechos márgenes.
Expandamos la novela, esto es, privémosla de su cauce tradicional de desenvolvimiento.
Borremos los límites que la angostan.
Natalia me objetó que con este anómalo
planteo únicamente podría realizar una novela abstracta, solipsista,
enclaustrada en la mera psicología paterna y privativa de su hacedor, o, peor
aún, abortada, nonata, que para colmo traicionaría su finalidad básica: la
difusión a terceros. Traté de argumentarle que estaba equivocada. Una novela que permanece inédita en la
inteligencia de su autor (¿o narrador?)
no es abstracta o virtual. Eso depende de la temática, de los personajes, del
tiempo en que se desenvuelven, de las situaciones que van a vivir, pero no del
procedimiento por el que ha sido concebida. El aire es invisible, es intocable,
no lo vemos, pero nos golpea o arrulla según su vigor. Entonces, ¿alguien se
atrevería a afirmar que no existe?
Por otra parte, la novela que teoricé
podía sin duda alguna ser difundida; leída, lo que se dice leída en la noción común del término, seguramente no. Mas sí
difundida: bastaría con que dejáramos hablar a su autor (¿narrador?). Bastaría que éste conservara intacta su memoria. Su
musa ya no sería ni Calíope, ni Melpómene ni ninguna de sus hermanas. Su musa
sería la madre de todas las musas, la suprema, Mnemosina, la deidad de la
remembranza, aquella que en los grabados clásicos aparece en actitud
mayestática, impasible, paralizada, imbuida de éxtasis, los brazos bajo las
plegaduras de su capa sin dejarlos ver, pose alegórica que ejemplifica el
misterio insondable, vitalicio, de la potencia del alma que favorece que nada
se disuelva y todo se retenga en la inconciencia.
Y, vualá, tras la visita al Museo
Metropolitano de Arte Contemporáneo se produjo el milagro de la persuasión: en
verdad, ahora nadie puede afirmar que me
lee; todo lo más podría decirse que se
escuchan los pensamientos novelados que perviven dentro del claustro
profundísimo de mis recuerdos. No era de esperar otra cosa. En las estancias
anejas a este lugar extraño donde acontece mi encierro, todo él orbedad, hay
guardianes con ultramodernos morriones que reprimen mis movimientos. Han venido
ardorosos acatando órdenes categóricas de su señor, me han insultado, escupido
y expoliado. No tengo plumas estilográficas, tizas, bolígrafos ni trastos
semejantes. No puedo escribir; es imposible amarrado de pies y manos como me
hallo, mi cuerpo adquiriendo cada instante que transcurre una apariencia
semejante a la de un Hombre de Vitrubio danzante.
Pero todo lo veo en el reflejo sesgado
que me devuelve el espejo ovoide que el señor ha ubicado frente a mí, mis ojos
enteramente abiertos, heridas sin cicatrizar donde tendría que haber párpados,
yo un eterno insomne que en el desvelo doliente es capaz de ovillar palabras, y
seguir viviendo aunque ya no quede vida que vivir. Todo lo veo, incluso aquello
luminoso –coloraciones analgésicas y aires salubres, aljibes, mujeres desnudas,
hombrecillos danzando, yo entre ellos, yo el danzante más jovial y desenfadado-
que la penumbra, la penumbra maldita, esconde a mi reverso.
La impávida mujer de madera y ceras
Y dijo Hawthorne, el verdugo:
-Natalia, nuestro viaje por las artes
aún no ha concluido.
Había dado órdenes tajantes a sus
lacayos para que, al fin, se abrieran las puertas clausuradas del Museo.
Instantes después una recua de fisonomías, equilibrada y perfecta, sin ningún
desborde, se fue poniendo en movimiento por las inmediaciones del recinto, bajo
el aguacero invernal. Esgrimiendo el ticket de entrada como si se tratase de un
erario, la muchedumbre se disponía a asaltar la exposición, que acabó
aglomerándose de testuces suavemente parlanchinas.
Asustaban los rostros demudados por la
larga espera. Refulgían los ojazos ahítos de ansiosa curiosidad. Se encrespaban
las mentes ante el bello espectáculo que el patrocinador había prometido
depararles en cuanto atravesaran el umbral. Las respiraciones acezaban como
resuellos, y las murmuraciones, en voz baja, frente a los lienzos, eran de
afectación, asombro y entendimiento. Y yo, convidado de piedra, permanecía allí
en medio de esta marabunta avariciosa de arte en technicolor. Fantaseando.
Temblando.
Había especímenes de razas dispares.
Nativos de casi todas las naciones del orbe reproducían a escala de pinacoteca
un mapamundi multirracial, cual arco iris de las etnias diversas. Pero había
acudido, en esencia, esa casta tan señorial y pagada de sí misma, tan linajuda
y a veces esperpéntica, que pulula en los teatros regios, en los palacios
gubernamentales, en los graderíos de las pasarelas por donde desfilan
carruseles de maniquíes andantes y anoréxicos; en el parqué de los mercados
bursátiles, en las recepciones del Papa, en las peregrinaciones rocambolescas a
las ermitas. Me refiero a los entusiastas del buen gusto. Pensé: uno encuentra
cualquier cosa en los simposios artísticos.
Y el poeta, que andaba por allí, sólo
entonces advirtió que las molduras de los cuadros pendían dentro de unos huecos
hendidos en las paredes de estuco con la profundidad de una gruta finita. Un
complejo sistema de focos las iluminaba. De improviso los reflectores se
atenuaron, diseminando reflejos de una calculada luz irreal, indirecta, cortada
en bisel, cual antorchas disminuidas. Una opacidad ligera, prodigiosa, nos
envolvió los cuerpos. El poeta temblaba enmudecido por los pánicos que le
entraron a causa de aquel presagio de oscuridad.
-Perdóname la insolencia de esta
algarada -se disculpó Hawthorne, el culpable, azorándose levemente. Había tanta
humildad en su tono de voz que hubiera dado lástima y aun coraje reprenderlo.
Por supuesto se dirigía,
exclusivamente, a Natalia, a quien dedicaba la excusa. Yo
era para él una parodia de amante que sólo merecía atención en calidad de
comparsa. Añadió después H.H., la mirada ficticiamente cohibida:
-No podía postergar por más tiempo la apertura. Sígueme
Natalia , mi diosa. Por favor. Ya
queda poco.
¿Mi diosa? Yo temblaba.
Se alejaron los dos hacia una
antecámara que vigilaba un guardián ataviado con pertrechos de soldado. Puedo
jurar que evitaban mezclarse con el gentío. Alcancé a escuchar que el señor
Hawthorne, en un aparte, le ordenaba al comisario de la exposición que nadie
entrara en la sala del Ala Noreste, la última que nos faltaba por visualizar y
que se disponía a enseñarle a Natalia. En privado. A consecuencia de un
lamentable percance –la marabunta me provocó mareos, hipotensión, agorafobia-
les perdí la pista entre las testuces.
Hubiera querido gruñir: <¡Ayudadme,
filibusteros!>, pero sólo tuve la feliz ocurrencia de consultar el reloj
deportivo, acuático y anatómico que Natalia me había regalado la víspera, con
ocasión de la presentación de mi primera novela. Ejecuté la maniobra con la
esperanza de que el cronómetro me proporcionara toda la exactitud posible en la
medición de los lapsos. La apetencia de puntualidad se debía a esa inútil
obsesión de saber el tiempo en el que vivimos como si lo pudiéramos controlar,
el tiempo que va transcurriendo, el que nos que queda por gastar y lo que va a
acontecer mientras se gasta. Eran las veintidós horas, trece minutos, quince
segundos, dieciséis segundos, diecisiete segundos...
Con la saludable aspiración de no
aburrirme brujuleé en derredor la posibilidad de una diversión, de un
esparcimiento, aunque fuera pasajero, que me ayudara a sobrellevar el rato que
Natalia (< ¿Mi diosa?>) tardaría en regresar tras finalizar el recorrido
de la mano de Hawthorne, el ínclito.
Entonces, fruto del azar, hallé mi
distracción: quería averiguar qué miraba uno de los visitantes, un pimpollo
cuyas trazas estrafalarias –pantalones holgados en fase de descomposición, un
fular andrajoso anudado al cuello, un arito de plata pinchado (a juzgar por la
cicatriz supurante, con mucho sacrificio) en el lóbulo rollizo de su oreja- no
casaban en absoluto con las refinadas vestiduras de los demás circunstantes.
Parecía superado, atónito, por el esplendor que el óleo La Música desperdigaba, como un aura hermosa, en su entorno no
menos esplendente. Tomaba frenéticos apuntes en unas cartulinas, ya
emborronadas. Por encima de su hombro atisbé los garabatos ceremoniosos: estaba
copiando los músicos desnudos. De vez en cuando enjugaba la aguadija que se le
escurría por los orificios de su naricita en los dobleces de un pañuelo,
admirablemente planchado.
Interrumpí aquel silencio
contemplativo, aquella querencia de resumir el excelso cuadro en la armonía de
concienzudos borrones, y sin más exordio le inquirí por lo que estaba haciendo.
Me examinó el copista con sus ojillos
aguados computando cada gramo de mi humanidad. Se dignó a contestarme, aunque
retardando la
respuesta. Amagó un gesto despectivo que
le sirvió para apartarme nuevamente de su campo visual y retomar la
concentración en la eclosión cromática del lienzo.
-Hago lo que nuestro anfitrión nos ha
pedido: admirar la preciosidad de los cuadros. –Dibujó la flauta sobre la
cartulina; comprobó, satisfecho, el resultado-. Hago lo que usted haría en mi
lugar si del arte se alimentase su alma: cazar el alimento. Estoy llevándome a
la boca un bocado de belleza.
Aquel inesperado testimonio zumbó
agrio, tal vez porque yo le había extraído de sus meditaciones. La voz era nasal,
se le apretaba debido a una congestión, síntoma de que al desdichado, además de
su locura por la pintura de Matisse, le aquejaba un resfrío morrocotudo.
-¿Pero qué hay dentro de los lienzos?
–le inquirí, temblando-. ¿De verdad está ahí nuestro sustento?
Me espoleaba cierta impudicia ante las
mímicas desdeñosas de las que mi interlocutor hacía alarde sin el menor reparo.
Luego de otra pausa, que juzgué arbitraria, el copista preguntó a su vez, aún
más agrio:
-¿No conoce usted el manjar que se
cocina con el arte? ¿No tiene usted apetito? ¿No sabe comer?
-Dentro de todo cuadro –manifesté
enseguida, adoptando a sabiendas mi más lograda catadura de lelo- sólo hay
imágenes quietas que aspiran a moverse, sin conseguirlo. Y comer, lo que se
dice comer, yo como de todo.
-No señor. Se equivoca. Ahí dentro hay
vida. Y comer de todo, lo que se dice comer de todo, muy poca gente puede
hacerlo.
Y siguió a lo suyo, indiferente en su
supino menosprecio. ¿Con que ésas tenemos?, me dije. Tú lo has querido. De mi
bolsillo saqué la pitillera (regalo de Natalia). Saqué el mechero (regalo de
Natalia). Saqué un juego limpio de boquillas (regalo de Natalia). Encendí un
cigarro de estanco (financiado por Natalia), y me dediqué una honda calada.
-Aquí no se puede fumar -me riñó entre
tosecillas añusgadas, aventando las traicioneras volutas que habían empezado a
sitiarlo. El lacrimal se le enrojeció, enfermizo, como si estuviera a punto de
romper a llorar.
-¿Dónde está escrita esa prohibición?
–le desafié con toda la cachaza que fui capaz de reunir-. Veo indígenas
emasculados que son como inocencias. Veo vírgenes que excitan mi deseo como una
revelación; a las orillas del mar las veo, tras el baño de espumas que ha
humidificado sus cuerpos. Veo un retrato desconcertante que no parece pintura,
sino escultura de bronce carbonizado. Veo una Venus tirana que parece tirarme a
la cara el poder de su hermosura mortífera. Veo la bruma difuminando la
catedral de las catedrales, veo una diminuta mujer que me habla sin palabras.
Veo Tánger en la noche mora. Pero no veo prohibición escrita por ninguna parte.
-El alquitrán estropea las tinturas de
los cuadros –decretó el copista sin disimular la tristeza.
Objeté, reivindicando mi
territorio:
-Pues antes he visto un grupito de
turistas japoneses en pantalones cortos haciendo fotos. Tenían cámaras
digitales muy modernas colgadas del cuello. Hay aquí tanta penumbra que las
máquinas baboseaban flashes. Automáticamente. ¿Eso no estropea las tinturas?
Mi propósito era que el copista
pudiera imaginarse la sórdida masacre de los musiquillos manchados con
sedimentos nicotínicos y con impactos de luz artificial. Una resonancia
bronquítica le atacó sin ninguna clemencia. La exasperación de aquel esnob
crecía en progresión exponencial a los efectos nocivos que sobre su catarro
provocaban las estelas de humo malsano que yo me encargaba, metódicamente, de
ir avivando.
A la quinta calada dejó de tomar
apuntes. Viró hacia mí cual navío de combate en maniobra de abordaje. Volteó en
el aire la mano que agarraba el lápiz de carboncillo describiendo un puntero,
luego un círculo, a continuación un cuadrado perfecto, al fin un triángulo
equilátero, y cuando se le acabaron las geometrías hechiceras con las que había
inventado aquella especie de críptico maleficio, y como dando a entender la
estupidez de mi actitud, hurañamente me encaró:
-¡No, no y no!... En los cuadros hay
vida. En la vida hay belleza. En la belleza hay ensoñación. Utopía. Irrealidad.
¿Es usted tan mezquino que no puede ver esta evidencia?
Medité una fracción de segundo. La
punta del lapicero, que enfilaba directamente mi entrecejo sin ocultar aviesas
intenciones, comenzaba a inquietarme. Declaré, tras otra absorbida al cilindro
de tabaco:
-Estoy de acuerdo. Pero a mí la
belleza se me clava, como un puñal. La belleza me aturde. Me mantiene vivo
mientras me mata. Lo mismo me concede un instante la sal de la vida, que me la
saquea.
El copista debió entender que mi
improvisado poema era una injuria contra su sensibilidad, pues se puso morado
de ira, como una lombarda. Por un momento creí que las sienes iban a
estallarle, de tanta furia contenida. Las palpitaciones me indujeron a pensar
en el espectáculo de su sangre púrpura, infecta de virus, expulsada a
propulsión y añadida violentamente a los colores chillones de La
Música. Tuve
la prudencia, ante tal eventualidad, de distanciarme un poco. Lo suficiente.
-¡Ser innoble y misérrimo! –abucheó al
fin, la voz toda agarrotada con impregnaciones de mucosidad.- ¡Si no ves la
belleza, querrás imponer tu vulgaridad! ¡Si no comes belleza, te morirás de
hambre aunque te sacies!
Y se perdió, aquel aspirante a
artista, sincronizando su andar combado con el desorden de los enérgicos
aspavientos que cimbreaban sus brazos, las cartulinas con los garabatos
apretujadas al pecho como si una manaza latrocinadora fuera a arrebatárselas,
el lápiz en la oreja como el de un carpintero. Aquel aprendiz de pintor
cuadriculado pujaba por sortear la grey respetuosamente retozona de ojeadores,
coleccionistas, críticos, marchantes y comentaristas que poblaba cada mínimo
rincón del museo. Y acabó desvaneciéndose en los espacios como si nunca hubiera
existido, así se lo hubiera tragado el aire y yo le hubiera hablado a un duende
revoltoso.
-Apague ese cigarrillo inmediatamente.
Un estruendo gutural, estentóreo, me
increpaba a mis espaldas. Me giré, empotrándome de bruces con un toro que
vestía de uniforme, tan duro como el acero, tan infranqueable como un luchador
de sumo. Era un vigilante jurado cuya estatura alcanzaba, por lo menos, diez metros.
Sus brazos eran catapultas. Hacía ostentación de un vergajo que oscilaba en los
ceñidos correajes que le comprimían la cintura, tan prominente el flagelo de
palo que casi le rozaba los tobillos. Semejantes atributos me disuadieron de
plantarle cara a aquel Goliat con rostro simiesco y cortesías de rufián.
-Sí, perdón –farfullé, apagando la
brasa en el lugar que primero se me ocurrió (la palma de mi mano). Y enseguida,
alma que lleva el diablo, yo también me perdí camaleónico entre la turbamulta.
Veloz y decidido, encaminé mi rumbo a
la toilette (de caballero). Permanecí
unos quince minutos aplacando la quemazón bajo un chorro abundante de agua tan
fría que, de haberla bebido, sin duda habría helado mis pulmones. Durante la
operación me acordé -infausta concomitancia de ideas- de los encorozados
amarrados a estacas y de las piras ardiendo a sus pies como infiernos en
miniatura.
Salí otra vez, la diestra aterida,
pero con los arrestos renovados, cornúpeta bravío que hace astillas la puerta
de toriles en una soleada tarde de feria. Pero, cosa curiosa, se fue calmando
mi indignación a medida que el ambiente tan erudito que embotaba las estancias,
cual efluvios de triaca, me fue abrasando.
Transportado por aquella ebriedad me
dediqué a holgazanear por aquí, por allá, sonriendo a todo el mundo,
derrochando civismo y urbanidad, concesiones que, por cierto, nadie tuvo la
deferencia de corresponder. De vez en vez se me escapaba una risita, una
carcajada, algún pensamiento inconexo. Cuando estuve seguro de que ningún mal
nacido con ojos avizores reparaba en mis intenciones, restregué el resto de la
colilla, que había conservado adrede, por los cortinajes de satén que servían
de paramento al cuadro La Música.
Y expelí un atropellado borborigmo, sin
mucho tino. Hubiera querido acertarle al indígena cejijunto que toca la flauta,
pero fallé.
Me alejé de allí ipso facto, ufano y
orgulloso de aquel guiño a la mahomía. ¿Qué hice, entonces? Nada especial. Me
sentía disperso, a la
deriva. Resignado , entregué mis determinaciones
a una nueva ambulación errante por las galerías, tratando de situarme en un
lugar fijo para no perderme dentro del laberinto de contempladores en el que,
con la lentitud de una virosis progresiva e indetectable, se iba transformando
cada palmo del Museo.
Mi plan era localizar la sala del Ala
Noreste, donde Natalia se hallaría visualizando las últimas obras. Allí estaba
yo, oteando por encima del boscaje de testas, tratando de dar alcance a la otra
orilla de aquel charco de cuerpos movedizos que, de repente, se quedaba en
suspenso ante las creaciones fauvistas de Matisse. En esta labor me hallaba
cuando me detuvo en seco una viejecita caricaturesca.
-Joven –me llamó-, haga el favor.
La asistí diligente mientras ensayaba
una descripción de su apariencia: un dedo apergaminado se elevaba tremante, la
uñita esmaltada de fucsia. Afeites de una espesura táctil, como ceniza mojada,
embadurnaban los innumerables pliegues de su tez con crisoles de exagerada
policromía. Una vestidura anacrónica y rozagante, drapeada con primor, le caía
sobre unos zapatones de suelas muy grandes, como coturnos grecolatinos, que le
prensaban las pantorrillas enclenques. Cierto detalle sumaba un toque retro:
lucía el cabello cortado a la manera de los césares.
-¿Qué se le ofrece, bella dama?
Advertí al instante que padecía
estrabismo. Sus labios leporinos (si labios podían llamarse a aquellas dos
estrías desparejas), y sus pabellones auditivos (que eran realmente pabellones,
de tan enormes), le conferían a sus facciones el aspecto de una liebre
despistada en un valle de amapolas.
Chasqueó su lengua de trapo antes de
volver a hablar.
-¿Qué opina usted de este cuadro?
El dedito del tembleque señalaba a la pared. A
su ruego, un poco molesto por los focos que rielaban en los soportes de metal,
leí la cartela en la que los obreros de H.H. habían troquelado con caligrafía
gótica el título de la obra:
Retrato de Madame Ivonne Landsberg (1914).
Una nota explicaba que los rectores
del Museo de Arte de Filadelfia, de donde procedía el lienzo, lo habían cedido
graciosamente al señor Hawthorne, el chamán, para que engrosara el catálogo de
la muestra conmemorativa que había organizado.
-¿Observa, señora, algo insólito en
él? -le pregunté, sondeándola. Se quedó pensativa, alebrestada, como poseída
por los enigmas que la tela proponía al espectador anónimo.
-No lo entiendo –proclamó abatida, con
tanta turbación que su sinceridad me pareció entrañable y aun plausible.
Se llevó luego el nudillo al hoyuelo
de la barbilla, un hundimiento huesudo en su cara roída por las arrugas. Guiñó
las pestañas postizas, varias veces, cual colegiala pizpireta.
-¿Quién era esa mujer, madame
Landsberg? –quiso saber. Y después añadió, entre sorprendida y enojada, dando
golpecitos a un libreto que sostenía entre las manos-: La guía impresa no lo
explica.
Elegí, de mi amplio elenco de
disfraces, el de jugador derrotado que abandona la partida de póquer.
-Lo siento. No tengo la menor idea.
Pero ¿acaso eso importa para que nos fascine la preciosidad del retrato?
Ahora el visaje de sorpresa se hizo
superlativo. La abuela encogió todos los frunces de sus mejillas y de su frente
despoblada. Examinaba la obra a conciencia, indagando los detalles que se le
hubieran escapado antes de oír mi comentario.
-¿Cree usted, joven, que este cuadro
es hermoso? –me espetó al fin.
Pugné para que en las inflexiones de
mi voz, normalmente débiles, la declaración que iba a proferir sonara solemne,
cual credo dogmático. Incluso me llevé una mano a la altura del corazón, como
si prestara juramento:
-Así lo creo. A pie juntillas. Este
cuadro es de una belleza insuperable.
Mentía. Yo mentía cínicamente. Pero de
repente me empujaban unas irresistibles ganas de cháchara.
-¿Y dónde está la hermosura? Por más
que me aplico, no la distingo.
En esos ojos rasgados, de una negrura
hermética, que carecen de pupilas, le hubiera contestado emulando a Hugo, el
intocable. Pero elegí otra respuesta que llevaba idéntica carga de profundidad:
-En lo imperturbable que hay en la
figura femenina -le dije.
Esta vez mi afectuosa interlocutora se
dejó de remilgos y me lanzó, al sesgo, una cruda mirada que portaba por igual
reprobación y reticencia. Un momento después regresó al cuadro, como queriendo
corroborar en sus trazados la autenticidad de mi afirmación. A poco entra en
trance de tanto escudriñarlo.
-Sigo sin hallarla –suspiró
decepcionada tras el minucioso examen. Se encaró conmigo. Me recriminó-: La
hermosura, sigo sin hallarla.
Porque no puede ver que no es el
retrato de una mujer, sino el de su máscara escarnada, le hubiera dicho
resolviendo sus dudas. Porque ni siquiera es un retrato, que presupone el uso
de pinturas, sino una escultura de madera que el artista ha modelado en el
lienzo, como percudida, ensuciada con una retícula calumbrienta que parece despedazarse.
-¿Pero a qué cosa llama usted hermosura, joven?
Intensifique los sentidos, la hubiera
alentado: en uno de los antebrazos se ven los nudos del tronco que fue
esculpido, la corteza rizándose, excoriada, denegrida. No entiende usted,
señora, la ambigüedad de su postura: ni erguida, ni sentada, casi recta
flotando en ese incómodo sitial que apenas se columbra tras los rígidos
plisados de su parca fisonomía. Porque la madame
es casi plana, no tiene vientre, la turgencia de sus pechos se amilana dentro
de esa angosta túnica talar que, más que vestirla, la define.
-Y qué tonalidades tan desvaídas -oí
lamentarse a mi dilecta anciana-. Están tan hambrientas de luz que no merecen
llamarse colores.
Ocres apagados, rosáceos que se
atenúan en el indumento, vetas éneas en la butaca, una hendidura de granate,
apenas, enrojeciendo la
mejilla. Labios obstruidos, boca enerta.
El conjunto entero se ennegrece con un verde parduzco, como el de los bosques
antiguos cuando se desploma la anochecida, o cuando los asuran los incendios.
Sí, le hubiera dicho: son colores que se descaecen, confiriendo al lienzo el
aspecto envejecido de las maderas raspadas, de una calcinación. Es un retrato
hecho de erosiones, y nadie que mire con los ojos ofuscados por su estulticia
puede ver el malestar, la adustión, el miedo que hay en él.
Pero le dije, muy convencido de la
certeza de mi alegato:
-Los temas a los que recurrían los
fauves solían ser intrascendentes, casi bucólicos: bodegones, paisajes,
ventanas abiertas, perspectivas interiores... En todos los cuadros que pintaron
los representantes de esta escuela, lo pintado es menos orden y composición que
una forma de expresionismo llevada a su límite por la sobrecarga de estallidos
cromáticos.
– ¿Pero qué me está diciendo, joven?
-Lo que oye. A veces los fauves
eliminaban el instrumento básico, el pincel, y desparramaban los pigmentos de
óleo directamente sobre el lienzo, que adquiría así una pastosidad grumosa y
excesiva, como de cuajos cromáticos. Derain, salvaje genuino, solía afirmar que
los colores debían explotar cual cartuchos de dinamita.
Ella me posó una mirada sardónica que
destellaba, a intermitencias arrítmicas, en el fondo prieto de sus pupilas
viejas:
-¿Y qué pretende usted, caballero,
enseñarme con todo eso?
-Nada importante –me excusé-. ¿Ha
leído a Borges? Yo sí, para mi contento. Una vez escribió que Barroco es aquel
estilo que deliberadamente agota sus posibilidades hasta lindar con su propia
caricatura. ¿Diría yo que este cuadro es barroco, el barroquismo del fauvista?
Tal vez. Pero ante todo diría que contemplamos uno de los pocos cuadros en los
que Matisse, según dicen, renunció a la calma que siempre buscaba plasmar en
sus obras. Aquí pinta una esfinge despojada de fuerzas, de nervio. Un retrato
al que hubieran disecado, abrasado por dentro, y sólo quedara de él la
esencialidad de su circuito anatómico. Un retrato cadavérico que no llega a ser
lúgubre, el alma aún viviente pero herida de muerte, como lo está el alma de
los poetas.
Asintió, igual que si se hubiera
dejado llevar por una inercia, sin conceder mucho interés a mis explicaciones,
o confusa a causa de ellas.
-¿Y qué me dice de esas aureolas
arqueadas que circundan a madame Ivonne Landsberg?
No son aureolas, le hubiera
rectificado. Fíjese bien. Son como estolas que se erradican desde la cepa de
sus cabellos, de sus cejas. Arrancan de sus hombros caídos, de sus caderas
oprimidas. Dejan libres el óvalo de su rostro inerte. Dejan libres el torso sin
relieves. Y envuelven la efigie con su trasluz de líneas curvas, elípticas,
como si la
traspasaran. No me preguntó, pero si lo
hubiera hecho le habría contestado que parecían siluetas, pálidos reflejos de
alas de libélula, de alas de polilla, sin carne alguna, sin polvo del que
desprenderse. Secas. Deshidratadas.
-El sufrimiento –musitó la anciana sin
transición, súbitamente.
-Sí, el sufrimiento –corroboré.
-Me transmite dolor –expuso
compungida, preocupada. De repente la abuela había retrocedido decenas de
lustros. Era una niña de cuna que hubiera nacido arrugada.
-Sí, dolor –ratifiqué.
-Pero no sé de dónde surge. Esa cara
oriental, insensible, inexpresiva, no me dice nada. ¿De dónde, pues?
De sus manos, abatidas sobre ese
regazo de arnequín, le hubiera señalado. De sus dedos informes. Fíjese bien, le
hubiera dicho. Mire esas manos, prolongación de unos brazos asténicos que la
extenuación paraliza, contrarrestando por su orientación el eje ladeado de la
efigie.
-Sus manos... -se aterró de pronto la
octogenaria.
Sus manos, le hubiera confirmado,
cruzadas sobre sí, yertas, ahítas de calambres, amarradas a cordajes severos
que se aprietan a los carpos escuálidos y les impiden moverse.
-Oh, dios mío –imprecó, incapaz de
dominar su pavor-. Las manos...
Sí, sus manos. Ya lo ha detectado
usted, longeva dama, le hubiera dicho. No se arredre. Es natural que se sienta
culpable; es natural que le recuerden escenas de padecimiento. Mire bien, le
hubiera aconsejado. ¿No parecen las manos de un reo presto a la electrocución?
Y quizás, sin darme cuenta, la hice partícipe de mi comparativa.
-Capta usted las interioridades de los
cuadros con mucha soltura –apuntó. Luego permaneció muda. Parecía que
constataba una verdad irrefutable. Finalmente dijo-: Se nota que es usted un
ser sensible. Sus ojos, para estas cosas, son como navajas que rajan el marco y
ven lo que el pintor, deliberadamente, dejó fuera de él.
La sensibilidad, le hubiera revelado
entonces, es un atributo humano que permite cerciorarnos de que estamos vivos.
Pero no debería salir de nuestras conciencias, porque sus excursiones a los
mundos que le son hostiles equivalen demasiadas veces a debilidad. Y la
debilidad atrae a los depredadores, que huelen a la legua el olor a
indefensión, el olor a timidez, el olor a desabrigo. Pensé en Gertrude Stein
cuando elidiendo, como en ella era norma, los signos de puntuación, escribió:
“Es cierto que hay muchos tipos de enemigos algunos que asustan otros que roban
y otros que como villanos te obligan a arrodillarte.”
-Eso es verdad. Hay muchos enemigos
–corroboró la anciana, adivinándome el pensamiento. Sin pretenderlo, yo había
pronunciado la cita literaria en voz alta. De otro modo no se explica que ella
siguiera el hilo de la conversación, anudándolo allí donde se habían terminado
las palabras que creí no haber voceado.
Ella preguntó, melancólica:
-¿Qué hay dentro de cada uno de
nosotros para que todo lo sepamos del dolor?
Me pareció que su interrogante tenía
una continuación, pero la lengua se le trabó. Había acopiado todo su valor para
hablarme lentamente, como deletreando cada sílaba. La frase que había
pronunciado me recordó otra muy similar de la misma escritora. ¿Qué hay dentro
de cada uno de nosotros? preguntas, dama senescente. Tú deberías saberlo, le
hubiera dicho, pues sólo tú, musa decrépita, y no el pintor, proveyó de vida
mermada, toda ella deterioro, a este cuadro.
-Lo ignoro –dije sin embargo, por
decir algo-. Quizás dentro de cada uno no hay más que nuestra capacidad de
infligir sufrimiento y de soportarlo. Para que hablemos de nuestro dolor como
nos merecemos es preciso ganar previamente una cierta distancia de él, no
sentirlo con fiereza. Haber empezado a superarlo. Aprender a esperar el próximo
dolor.
No se daba por vencida:
-¿Y de nuestros enemigos? ¿Qué sabemos
de ellos? ¿Realmente existen?
Cavilé, no mucho rato.
-Existen –resolví, rotundo-. Pero
nuestro conocimiento de sus argucias apenas rebasa el pedacito que divide los
dos extremos de un centímetro.
-Oh. ¿Cómo es eso?
-Fácil. Siempre se hallan embozados tras las puertas,
atosigando nuestros sueños, y cuando vamos a abrirlas para aniquilarlos,
despertamos. -Es horrible esa pesadilla.
-Lo es. Horrible. No sé qué mano negra anda por ahí
impidiendo que hagamos lo que debemos hacer en conciencia, impidiendo que
sepamos que podemos vivir mejor de lo que ahora vivimos, sin necesidad de
depredar. Yo no sé qué mano es esa, tan devastadora, como no sea la de otro ser
humano, la propia pezuña que miramos preguntándonos por qué se aferra a un
puñal, por qué lo agita, por qué desangra cuanto toca.
Y me fui de allí, un poco embotado, abandonando a mi
viejecita presa de sus reflexiones frente al retrato de madame Ivonne
Landsberg. Yo tenía otras preocupaciones. Ya era hora de reunirme con Natalia,
mi Natalia, y el señor Hawthorne, el impresentable.
Luz que se filtra por el color
Había que completar un tortuoso
recorrido, sembrado de atajos, a través de galerías, corredores y cámaras que
se bifurcaban, como el jardín de Borges, hasta dar con la sala de Ala Noreste.
Y el poeta se dispuso a ello con buena disposición de ánimo. Pero cuando la
encontró, un ahogo se apoderó de él. El lugar le producía una rara mezcla de
paz y escalofríos. Algo estaba por suceder.
Se accedía por una puerta de doble
hoja en colores flavos, en igual proporción de oro y miel, indemne todavía al
devenir de los valerosos visitantes y a sus cultas alharacas. Nadie hubiera
podido prever que Hugo Hawthorne, el megalómano, había ordenado que se
construyera una réplica exacta de la Capilla de Santa María del Rosario,
templete en el que Matisse habría de agotar sus postremos impulsos creativos.
En la biografía artística del fauvista
dos enfermedades jugaron un papel decisivo. A la edad de veinte años, a causa
del ataque de apendicitis, descubrió de golpe que las leyes y las colecciones
de pronunciamientos judiciales eran inservibles para acrisolar su verdadera
vocación, hasta entonces empantanada en la burocracia propia del oficio de
legista. La otra dolencia aconteció cuando ya era mucho más viejo.
A su regreso del África alauita, y tras
el fracasado periplo por Haití, Matisse establece su residencia en Niza, quizás
porque la luz clara del Mediterráneo y el vívido cromatismo de la Costa Azul
evocaban las impresiones novedosas que le arrebataron cuando se extravió por
los misteriosos terrados de Tánger. Niza constituyó otro remanso de felicidad
inconsciente, indeliberada, del que con tanta insistencia le había hablado
Gertrude Stein cuando él era uno de los asiduos de las tertulias que se
celebraban en la casa-museo de la escritora, en la parisina calle de Rue des
Fleurus. Por fin, cansado, en plena vejez, pudo disfrutar de las maravillas que
ofrecía el nirvana terrenal.
Pero Hitler se alzó en guerra contra
media Europa y el mariscal francés Omer Pétain, desoyendo la acusación de
traidor, firmó con el dictador germano un armisticio que enrabió a Amélie
Noémie Parayre, la esposa de Matisse, con quien había contraído nupcias en 1898
tras varios años de concubinato. Aguerrida antifascista, la compañera del genio
habría de sufrir las represalias de la Gestapo debido a sus actividades
clandestinas a favor de la
Resistencia. La hija de ambos,
Marguerite, corrió la misma suerte.
En aplicación de aquel armisticio
vergonzoso para los franceses, las huestes nazis irruyeron en la patria de la
Marsellesa propagando su fragor de tanques, metralletas, artilleros, tropas de
infantería e inteligencia castrense, conquistando las calles de Niza y a sus
aterrorizados habitantes con la mera exhibición de su gigantesco poderío
marcial.
Matisse toma dos decisiones
importantes: se separa de Amélie, de quien se había distanciado en los últimos
tiempos, y se niega a tomar el camino del exilio, que considera una
deportación, una claudicación vejatoria. Pero admite que seguir viviendo en
Niza implica serios peligros, dadas sus simpatías por la revolución
bolchevique. Después de mucho sopesarlo –sabemos que se planteó expatriarse en
Brasil- cree alcanzar una solución que juzga satisfactoria: ya que es reacio a
renunciar sin más a la concordia de espíritu que ha encontrado en la Provenza,
decide instalarse en Vence, un encantador pueblito medieval a poco kilómetros
de su amada Niza que ya en otros tiempos había sido refugio de artistas
errabundos (Dufy, Soutine, D.H Lawrence). Allí, apartado de la desastrosa
situación bélica, el salvaje habría de vivir sus últimos años de vida.
Pese a que las autoridades militares
alemanas decretaron duras restricciones y debelaban sin piedad los sabotajes de
la Resistencia, los días transcurrían en relativa calma. <Vivo en un paraíso
que no tenemos derecho a analizar>, se le oyó poetizar al maestro en una
charla informal con Pére, el vicario de Vence.
Los racionamientos de productos de
primera necesidad (medicinas, alimentos, mantas, bombillas eléctricas), las
insuficiencias y trapacerías del estraperlo, el miedo a las detenciones
subrepticias y a las torturas practicadas en los odiados cuarteles de la
Gestapo; la leva a punta de pistola de todos los hombres que pudieran disparar
un arma de fuego, las crónicas de destrucción que van llegando desde los campos
de batalla donde los bandos enemigos combaten (que Gertrude Stein, confinada en
Culoz, relató en las páginas de sus memorias Guerras que he visto): nada de eso hace mella en la salud de
Matisse, contra cualquier pronóstico.
Dedica la mayor parte del tiempo a
encontrar una nueva técnica expresiva que le proporcione mayores intensidades
cromáticas, y así distrae las largas horas de su vejez sepultado entre
fragmentos de papel, mezclando cola, ceras y barnices. Una sola cosa le concierne,
es su aspiración: perfeccionar los sencillos secretos -en sus manos, obras
artísticas de una parvedad fenomenal- del découpage,
literalmente, traducido del francés, recorte,
según esclareció nuestro dadivoso cicerone H.H.
Se ha consagrado a este trabajo
manual, que ya había utilizado en Danza
de Merion, desde que unas sacudidas le atacan el pulso cuando menos lo
espera, impidiéndole utilizar los pinceles con la habilidad y la templanza
necesarias para plasmar las imágenes que a su mente observadora, entregada a
las artes, ponen en vilo.
-Un inciso-, nos propuso Hugo, el
hidalgo-. Su colección de papiers
découpés más aplaudida es la
serie Jazz ,
de 1943. Hay en ella un Ícaro negro sobre el vacío de un cielo azul que rompen
estrellas amarillas. Hay trapecistas, fakires y un carro de titiritero, en
homenaje a la fantasía circense. Sin embargo, personalmente, prefiero aquella
otra que data de 1952, La
piscina. Esta
vez logró involucrar el color en objetos que son incoloros. ¿Cómo lo hizo? De
un modo imposible: distorsionando las figuras. Así creó un efecto mágico, como
si estuvieran hundidas bajo el agua cloratada.
Pero una mañana primaveral de 1941
Matisse se levanta del lecho quejándose de fuertes dolores que lo doblegan.
Como no remiten, Lidia, fiel secretaria y antigua modelo, dispone su traslado
al hospital de Lyon con el propósito de que le administren un fármaco sedativo.
Sin embargo, Matisse se ha de enfrentar por sorpresa al fulminante diagnóstico
del doctor Leriche. No ha sufrido un desvanecimiento sin mayor trascendencia.
Un tumor canceroso le carcome los intestinos y la metástasis progresa lenta
aunque inexorablemente. Por todo comentario, cruzando esa ambigua mirada de
hombre instruido y educado con alma de bohemio que ya apesadumbra sus ojos, le
espeta al galeno: <Ayer, dando un paseo con mi casero, contemplé a todas
esas muchachas, a todas esas mujeres, a todos esos hombres jóvenes, y pensé que
yo debería estar en Haití.>
Los médicos han de realizarle ipso facto
ciertas pruebas. Matisse debe pasar la noche en una de las mortecinas
habitaciones hospitalarias. Para él, estar retenido allí es como un secuestro.
El panorama lo desmoraliza. Comparte el aposento, desde cuya estrecha ventana
no puede distinguir el mar salobre, con una parturienta agonizante y un
sargento bávaro malherido en una escaramuza con agentes de la Resistencia. Nadie
le informa para no abrumarlo, pero se aventura que su estancia en la clínica
puede durar varias semanas.
La producción artística de Matisse,
antes de esta época periclitante, ya había sido alabada mundialmente con
rumbosos epítetos. En una subasta que tuvo lugar en la prestigiosa
Dudensign Gallery , de Nueva York, no quedó
ni un solo cuadro sin comprador, y un grupo de intelectuales había propuesto su
candidatura a Comandante de la Legión de Honor, dignidad que le sería concedida
en 1947. Sin embargo, aunque sabio y prolífico, ya es un anciano que ha
rebasado los setenta años, y ahora, por desgracia, requiere la ayuda de una
tercera persona no tanto para superar el mazazo psicológico que le ha supuesto
la fatal noticia de su enfermedad, sino para hallar un poco de acomodo durante
los tediosos lapsos nocturnos en los que permanece sedado y sometido a la
atención de los oncólogos. Varias enfermeras de la plantilla, y otras
voluntarias, se van rotando en interminables turnos de guardia para no dejarlo
desasistido un solo un momento. Mas a sus allegados de confianza, cerciorándose
de que ellas no pueden oírle, el pintor de la alegría de vivir les declara que
ninguna de ellas, ataviadas todas con cofias y mandiles repelentes, resulta de
su total agrado.
El doctor Leriche asume los riesgos y
opta por la intervención quirúrgica. Matisse se recupera prodigiosamente, y
harto de la convalecencia le exige que su alta facultativa sea cursada de
inmediato. Leriche, resignado, conviene en que deje la clínica y se traslade al
caserío de Vence donde mora, aunque le arranca in extremis una promesa: debe
contratar a un enfermero. El abnegado doctor sólo está dispuesto a asumir la
responsabilidad de permitirle marchar si Matisse se aviene a que alguien con
conocimientos en medicina se encargue de cuidarlo y le recuerde que ha de
cumplir puntualmente el inventario de prescripciones recomendadas: reposo,
respirar aire sano e ingesta periódica de unos emolientes muy agresivos que lo
debilitan hasta la postración.
Matisse hizo honor a su palabra sólo
en parte. Cuando regresa a la aldea de Vence le pide a Lidia que redacte una
nota pública y corra la voz entre la vecindad anunciando que precisa los
servicios de una asistente que reúna dos premisas básicas: ha de ser joven y
bonita. Ha de ser, en suma, mujer. Nada de mayordomos de cuello almidonado.
Nada de edecanes vestidos de librea. Nada de matasanos a tiempo parcial.
Reverente a la pasión que sentía por el sexo femenino (palmaria, estructural en
sus voluptuosos dibujos y en sus ovalados esculpidos que toman a las
descendientes de Eva por modelo, en los que las curvas y las contracurvas son
las líneas predominantes), reclama una nurse
a la que perdonará carecer de la maña suficiente para manejar jeringuillas,
algodones y pócimas sanadoras con tal de que su cuerpo, su rostro y sus piernas
sean agradables a la
vista. Todos ignoran que Matisse, en
su fuero interno, suplica que a su crepúsculo existencial acuda un ángel. Y
todas las potencias del universo incognoscible van a conspirar para enviárselo.
Cinco días después de divulgarse el aviso, cuando ya habían sido rechazadas
varias pretendientes al cargo de enfermera, apareció Monique Bourgeois.
-¿Qué sabemos de ella? –silabeó Hugo,
el escoliasta-. Apenas nada. Eso es cuanto sabemos de Monique.
Debemos suponer que era joven. Debemos
suponer que era hermosa, porque Henri rehusó prolongar por más tiempo las
entrevistas que Lidia había preparado con las demás aspirantes.
-La belleza natural de la muchacha
-voceaba Hawthorne, el florido-, su lozanía, sus veinte años, encandilaron a
Henri. Lo amarteló la ternura que ella lucía sin ser enteramente consciente del
delicio que en él, volcán apagándose, despertaba su sola presencia.
Ahí tenemos a Matisse, la barba ya
raleándole, el sombrero calado hasta las cejas para no exponerse a una
insolación. Sentado a la puerta del caserío podemos observarlo. Un chal lanudo
que se deshace en vedijas abriga su regazo. El aire emerge recentado de las
colinas de Vence, mitad aura de las cumbres de los Alpes y mitad brisa del mar
que cabrillea en lontananza, y él lo inhala a poquitos, trabajosamente, para no
atragantarse.
Ahí tenemos a Matisse, un anciano
decaído, apoyando sus manos antaño robustas en un bastón, apenas móvil,
apoltronado en una butaca de mimbre que no cruje cuando se arrellana, de tanto
peso que su cuerpo va perdiendo. Descansando está, sobre unos cojines que su
nueva asistenta ha bordado durante las noches, a la luz de candiles, con tanta
delicadeza, cuando nadie la ve, enhebrando hilos azules, hilos verdes, hilos
amarillos.
Ahí tenemos a Matisse, escrutando los
movimientos graciosos, estelas fucilantes, que Monique esparce a su alrededor
cuando deambula por las habitaciones de la hacienda, trayendo los tubos de las
medicinas que los médicos habían pormenorizado en receptas escritas con
caligrafía ininteligible, el termómetro de mercurio, un vaso de agua fresca
recién sacada del pozo, un abanico para aventar la calor de mediodía, un
lapicero de carboncillo y una hoja en blanco que el maestro, con la voz
exinanida, le ha pedido hace un momento para abocetar, trepidándole las
pulsaciones, vibrátiles los brazos, otro desnudo undoso de mujer, otra anatomía
simplificada, reducida, pura, que se le acaba de ocurrir a su imaginación
efervescente, enamorada de pintar. Respira con dificultad, resollando como lo
hacen los viejos que están a una breve exhalación de caer dormidos, o prontos a
expirar. Y, mientras, un ruiseñor trina en el frondoso ramaje del bosque. Sus
gorjeos atiplados atraviesan los espacios como puntas de flecha y salpican el
silencio apacible de la
mañana. El mundo, muy cerca, no
parece que libre una guerra excidiosa sembrando las campiñas con estampidos de
muerte.
-¿Amor paternal carente de interés
espurio? ¿Frenesí desbocado? ¿Oleaje de inspiración? ¿Pícara sicalipsis? –se
interrogaba Hugo, el trovador.
Vi que privilegiaba a Natalia con la
mejor, la más incisiva de sus miradas de can en celo. A mí, que aún no me había
recobrado del éxtasis que causaban las hendijas de luz penetrando en la réplica
de la capilla, los aterciopelados vocablos del señor Hawthorne me sonaban a
esperanto.
Y rubricó:
-Los hagiógrafos lo afirman sin
paliativos: nunca hubo una amistad tan acendrada, tan intachable, como la de Matisse
con Monique Bourgeois.
-Ven, muchacha. Y cuéntame qué haces.
¿Qué rebuscabas, Matisse?, me
cuestioné. ¿Qué hurgabas a tus setenta y tres años? ¿Rescatar la hombría que ya
te haroneaba? ¿Palpar de nuevo una piel tersa, impoluta, sin vestiduras, que
reanimara el tacto derrengado de tus dedos? ¿Codiciabas que te acariciara?
Disimula, azorada, Monique:
-Hora del jarabe, señor Henri.
-Olvida ese brebaje
y explícame, muchacha, para qué son esas bobinas de hilo, esos dedales y esos
cuadernos que apartas de mi lado en cuanto me notas entrar. Ven aquí y dímelo
todo. Un ovillo que desmadejar es un cuentecito que hay que vivir.
¿Te sublimaba su talle, esa falla sin
escarpes por donde hubieras resbalado tus labios hasta horadar la lámina tupida
de su pubis, derramándote? ¿Te enternecían esos dientecillos ebúrneos, la
mordedura inexperta en el cráter de tu sexo, que metaforizabas ardiendo de
pasión, que convertías en imágenes que pintar, encendido, inflamado? ¿Te
exaltaba su epidermis tan blanquita? ¿Te hubieras comido, lamiéndolas, ese par
de aréolas enveradas, como pastelitos de malvasía, que el trajecito ínfimo
transparentaba sin que ella se diera cuenta?
-Horas de las grageas, señor –repite,
ruborizada, Monique.
Ella, honorable Matisse, removía los
rescoldos, avivaba las ascuas. No aceptaste el impostergable climaterio que te
hacía dudar de tu vigor. ¿O erramos estrepitosamente quienes te achacamos tanta
malicia? ¿Era un castigo insoportable el que te acompañara ese querube femíneo?
¿O era una bendición?
-Ven, muchacha. Pon tu mano aquí. En
mi frente. Siente cómo se calienta. ¿Me habrá subido la temperatura? ¿Tendré
fiebre?
-Hora de la siesta, señor –se evade,
aprensiva, Monique.
Tal vez, Matisse, todo fuera tan
simple como nacer, crecer y morir. Tal vez ansiabas tentar la pureza que tus
muchos cuadros, tus innúmeros esbozos, tus célebres esculturas aún te hurtaban
después de tantos lustros dedicados a concretar formas, colores, siluetas,
sombras, en los lienzos, en las cartulinas, en el barro.
-Insisto –me distrajo de mis
disquisiciones Hugo, el emperador-.
Ningún acontecimiento de la vida de Matisse se presta a categorías
racionales. Tal era su temperamento. El de un genio irrepetible.
Monique Bourgeois colaboraba en la
cocina, despellejando conejos, escarnando pollos y codornices. Socorría a las
demás fámulas en las faenas de limpieza sin que hubieran de pedírselo, como una
más, ventilando las estancias, cepillando visillos, desempolvando adornos y
zócalos.
Ayudaba de buen talante a abonar los
sembríos, colgando sobre sus hombros poco fornidos sacas de esparto con las
bostas hediondas de los animales que ella misma apilaba cuando defecaban, sin
la cautela de ponerse unos guantes ni asquearle aquella sarcia. Si el anciano
se lo solicitaba le leía la gacetilla local, novelas y poemarios de Baudelaire
que lo adormecían.
Al alba, tras una dura jornada de
trabajo, era la primera en levantarse del lecho. Arrodillada ante un tosco
crucifijo clavado encima del camastro murmuraba una plegaria por la
bienaventuranza del nuevo día. Apenas desayunaba una taza de leche recién
ordeñada, sin hervir, y unas migas de pan.
Despachaba el correo. Preparaba
meticulosamente las dosis curativas. Elegía la dieta, los aportes vitamínicos
que compensaran la virulencia del tratamiento médico. Incluso modificó la
distribución de los enseres, según las preferencias del maestro. Que nada
trivial le estorbara: el aparador a un rincón; la mecedora junto al ventanal
que ofrecía la estampa más calmosa del Mediterráneo, en el horizonte límpido de
la Costa Azul ;
la gran mesa con los guaches, las tijeras, los barnices, las colas, cerca de la
butacona donde su amo solía sentarse a trabajar durante aquellos lapsos, cada
vez más diuturnos, en que los espasmos del carcinoma le concedían un respiro y
no lo postraban como a un moribundo.
En ocasiones, luego de un baño tan
frugal como sus comidas, que le quitaba el hedor a estiércol, el tufo a
chamizo, a fritanga, a leña húmeda, Monique emprendía una caminata paciente por
los senderos que descendían del caserío, entre el rumor de los arroyos al fluir
por los azudes, rodeada de olivares ubérrimos de aceitunas y de naranjos plenos
de flor de azahar, para ir a llenar cántaros y vasijas a La Foux de Vence, que
surtía de agua a los aldeanos de la comarca durante aquellos años de carestía y
tan buen efecto reportaba a la salud del enfermo.
-Porque La Foux de Vence era entonces,
y sigue siéndolo -intervino Hugo, el científico, dándose muchas ínfulas-, un
hontanar riquísimo en minerales y reconstituyentes naturales.
Nadie le preguntó porqué sabía tal
cosa, pero él, palabrero empedernido, lo explicó:
-Viajé a aquellos lares el pasado año.
Debía estudiar in situ la planimetría de la Capilla de Santa María del Rosario
y asegurarme de que los arquitectos a quienes encargué mi proyecto lo
ejecutarían con la máxima exactitud, reproduciendo las dimensiones del
santuario milímetro a milímetro. Tan pronto llegué a la ermita un guía
turístico muy simpático (¿o era un sacerdote?) me invitó a beber en un cuenco
de ese agua antiquísima que emana de las fuentes repartidas por todo el casco
antiguo de Vence. Ni la cata de la añada más aplaudida de los viñedos franceses
es comparable a la sensación de bienestar que te inunda. Tragas un solo sorbo y
es como si rejuvenecieras por dentro.
Natalia le miraba suspensa en el
relato, como si cada palabra de Hawthorne, el diletante, fuera masaje de
ungüento que la
enervara. El poeta persistía en su
estoicismo: no me creía una sola frase de aquel avispado charlatán.
Cuando Monique regresaba de estas
breves ausencias, al atardecer, Henri, estremeciéndose, perseguía
codiciosamente cada brizna incorpórea del perfume dulzón que la muchacha traía
impregnado a sus ropitas, e improvisaba cualquier excusa para tenerla a su vera
durante un rato -extasiándose, delirando- antes de acostar.
Monique Bourgeois tejía y destejía las
almohadas, los paños, las frazadas, las mantelerías. Por la noche, en la
vigilia, alumbrándose con trémulos pabilos. Azul, verde y amarillo. Cuando
nadie podía verla, en el solitario conticinio, ensartaba la aguja, deshebraba
las costuras rotas, hilvanaba surcos de hilos tricolores. Y cosía y cosía,
hasta que se agotara el ovillo. Y dibujaba, a hurtadillas, temerosa de que el
maestro pudiera sorprenderla bosquejando un paisaje bucólico, la luna
anaranjada en un cielo estelífero, un labriego madrugando, somnoliento, camino
de la sementera.
-Algo
captó en ella. De eso no hay duda -corroboraba Hugo, el valedor.
Lenguaraz
incorregible, estaba dispuesto a suministrarme más información de la que yo
necesitaba para ir adicionando retales con los que inventar mi propia historia
y hacerla más deliciosa que la verdadera.
-Pero
la felicidad es efímera –exclamó de pronto Hawthorne, el derrotista, con la voz
afectada por la emoción, dando al traste con el cariz eglógico del relato-. Eso
es lo fatídico.
Tirar
de la polea, aquella mañana, le estaba resultando a Monique una empresa
titánica. El cubo, rebosante, se le resistía. El cordaje hundido en la garganta
del pozo le pesaba como rígido cable de acero. Hizo un último esfuerzo,
sudorosa, fatigada. En la cocina la esperaban las otras sirvientas para seguir
aviando el caldo de gallina que se cocía en unas perolas, a las llamas del fogón.
Y fue entonces cuando tosió, bruscamente. Un sobresalto doloroso que le crepitó
dentro del pecho, un vómito que le rajó los bronquios.
-¿Qué
te ocurre, niña? ¿Por qué lloras?
Matisse
la vio pasar corriendo en dirección a su buhardilla, el semblante lívido como
si se hubiera topado con una entantiqua en tétrica procesión. La manos le
tapaban la boca, vergonzosa, asustada. No advirtió Matisse, en ese momento de
confusión, que entre los dedos delgadísimos de la muchacha brotaban unos
regueros de sangre.
-Tuberculosis
–anunció Hugo, el heraldo, cariacontecido-. Monique, la inmaculada, la
candorosa, se había contagiado de tuberculosis.
En
la actualidad, esta enfermedad inoculable se emparenta con el subdesarrollo que
azota a los países del Tercer Mundo, y sólo en tales confines es mortal. Pero
durante aquellos años de belicismo, penurias y privaciones la centenaria Europa tampoco
se libró de su flagelo. Cebándose con toda su malignidad contra los más
desfavorecidos, arrastraba a una lenta agonía a cientos de personas. La
variante que contrajo Monique suponía que muy pronto se debatiría entre la vida
y la muerte.
-No
es que el maestro tuviera su despensa desabastecida –matizó Hugo, el peneque,
dando por sobrentendido que una deficiente nutrición influía en las
posibilidades de ser infectado por el bacilo de Koch-. Aun en aquellos tiempos
de beligerancia sus recursos económicos le permitían proveerse de alimentos en
el mercado negro. De igual forma que en Niza, Marsella o París el contrabando
estraperlista funcionaba en Vence y su periferia como lo que era: el gran
negocio de la
guerra. Los que podían estipendiar sus ahorros no tenían
otra solución que tratar con oportunistas que carecían de escrúpulos. Y, claro,
se generaba una consecuencia odiosa. Muchos traficantes de productos de primera
necesidad se aprovecharon de las miserias que empobrecían a la población civil,
y amasaron colosales fortunas. Los de mayor astucia las reinvirtieron al acabar
la contienda, poniendo los caudales a buen recaudo para entregárselos mortis
causa a su descendencia, siempre agradecidos a la confidencialidad que
garantizan los bancos de Ginebra.
H.H.,
el contable, intercaló aquí una pausa. Me pareció que, flemático, repensaba una
criba de palabras antes de finiquitar su aserto. Al fin lo resumió de este
modo:
-Sí.
Sé de lo que hablo.
Henri,
desesperado, removió la tierra y el infierno. Sobornó a burócratas corruptos,
prometió dádivas a forenses concusionarios a quienes el juramento hipocrático
les sonaba a música celestial; trapicheó con hampones desaprensivos; encareció
una entrevista, nunca concedida, con los coroneles que gestionaban la
intendencia del ejército invasor, estaba decidido a arruinarse, a dilapidar su
reputación de intelectual comprometido exclusivamente con el arte que había
mantenido una discreta neutralidad desde que estalló el conflicto armado. Se
rebajó, suplicó, todo para conseguir un poco de penicilina, un poco solo, que
salvara a Monique de un deceso seguro. Pero cualquier intento estaba condenado
al fracaso.
-Podemos
afirmar, en honor a la verdad –concluyó Hugo, el gazmoño-, que Monique enfermó
debido a su endeble naturaleza. Y lo peor es que estaba desahuciada.
Natalia
no soportó tanta pena. Mi ductriz se afligía. Ni en los más adversos aprietos
la había visto llorar tan sincera, tan profusamente. El triste relato de
Hawthorne la había sensibilizado.
¿Cómo
no ponerse en el lugar de aquella niña virtuosa, toda ella ternura, castidad y
sacrificio, agredida por una epidemia que la estaba destrozando? ¿Cómo no
compadecer al viejo Henri, que nada podía hacer para procurarle una mínima
esperanza, siquiera un consuelo, a la florecilla que había reverdecido sus
ganas de vivir?
-La
guerra recrudeció –prosiguió Hawthorne, el cacoquimio-. Los hospitales se
atestaron de soldados alemanes que venían del frente, tullidos, mutilados,
estertóreos. Conseguir atención médica especializada era poco menos que una
quimera. Todo cirujano, traumatólogo o neumólogo había sido movilizado para
ocuparse únicamente de los combatientes al servicio del Tercer Reich. La
población autóctona debía conformarse con los médicos rurales, muchos de ellos
ya jubilados, cuya pericia no era válida cuando tenían que hacerse cargo de
casos extremos, como el de Monique.
¿Estaba
todo perdido? ¿Realmente nadie, incluido Matisse, apostaba por que la salud de
la muchacha se restableciese? ¿Era su funesta suerte languidecer, extenuarse
hasta morir? ¿O había alguna remota solución a su desdicha?
Hugo
Hawthorne –no recuerdo en qué punto del soliloquio- se enredó en una digresión
inoportuna acerca de los costes millonarios que había sufragado para consumar
su ilusión de erigir, en el Museo Metropolitano de Arte Moderno, una réplica
simétrica de la Capilla de Santa María del Rosario. La faramalla autoaduladora,
sospeché, iba para largo. Así que resolví, sobre la marcha, hacerme cargo de
los siguientes capítulos del relato y reconstruirlos dando rienda suelta a mi
hiperactivo magín, tan errabundo como esta propensión mía a convertir en
fantasía aquello que no lo es.
A
escasa distancia de Vence, a las afueras de la pedanía que lleva por nombre
Saint Paul de Vence, entre la hojarasca, la espesura y el verdor de los alcores
alpinos que se precipitan hacia la ribera del Mediterráneo, hay un convento de
madres dominicas cuyo vallado de piedra ancestral, moteado de matas de musgo,
se confunde con la fronda y los roquedales de su rededor. El paraje es idílico.
Abundan huertos, encinas, lagares, nidos de mirlos, cervatillos, viñedos, y en
un laguito de aguas mansas flota, mecida por la liviana corriente, una
constelación de nenúfares.
Los
terrenos pertenecen a la pía congregación que fundara Domingo de Guzmán, pero
son administrados por el obispado de Niza, diócesis que ejerce la tutela
eclesial sobre las reverendas monjas y la edificación que las alberga. Durante la Edad Media el
enclave formó parte de una encomienda constituida a favor de la Orden del
Temple, hasta que los monjes-guerreros cayeron en desgracia, fueron
exterminados y sus cuantiosas propiedades distribuidas entre otras cofradías –y
banqueros- leales a Felipe IV, el monarca que instigó la implacable persecución
contra los templarios con anuencia papal.
Las
religiosas dominicas acogieron a Monique gracias a sor Constanza, maestra de
escuela que trocó pupitre por hábito cuando falleció su joven esposo, víctima
de una apoplejía. Mujer de voluntad de hierro que no hacía concesión alguna a
lo irrevocable, por más señas allegada de la familia Bourgeois , se había
enterado por casualidad, conversando una tarde con el vicario de Vence, de la
enfermedad letal que estaba matando a su antigua pupila. Enseguida intercedió
por ella ante la superiora.
Conmovida, la priora accedió al ruego de que
la muchacha se hospedara entre aquellos muros de virtud y veneración, donde, recibiendo
día y noche los caritativos cuidados de las hermanas, tal vez podría operarse
el milagro.
-¿Milagro?
-me interrumpió Hugo, el empautado-. Sí, nadie lo niega. La iglesia católica se
nutre de muchos milagros. Pero ninguno tan extraordinario como el que aconteció
en aquella humilde abadía olvidada de Dios. ¿Milagro? Por supuesto. Escucha,
Natalia. Escucha.
Monique,
amortecida en una carreta tirada por dos mulas rucias y perezosas que, a cada
rodadura, se paraban a pacer, arribó al pequeño convento demacrada y exangüe.
Había adelgazado alarmantemente. El microbio estaba causándole grandes estragos
y aboliéndole a pasos de gigante su mocedad de ninfa núbil. Inmuno-deprimida,
deteriorada, tísica, apenas podía caminar. Los brazos enclenques no se le separaban
del cuerpo esquelético, de tan desfondados. Había que darle de comer, beber,
asearla y casi hacerle respirar, pues sus reservas de fuerzas, fagocitadas por
la bacteria, estaban anuladas.
Aquel
rostro angelical, que semanas atrás mostraba la frescura de un vergel y era tan
fulgurante como una candela, tan delicado como un bemol, se amustiaba con el
desteñido macilento que empalidece a los anémicos. Era increíble que aquella
chiquilla solícita, laboriosa, otrora una rosa viviente, se estuviera marchitando
segundo tras segundo a causa de la infección.
-Lo
más lastimoso -nos ilustró Hugo, el apóstol- era oírla toser y ver cómo se
encogía ese cuerpecillo debilitado, sin una queja, sin un lamento, soportando
estoicamente el dolor cada vez que a sus bronquios, agujerados por el germen
ingrato, los sacudía un espasmo irresistible. Las novicias que la cuidaban,
entonces, arrimaban a su boca exánime unas toallas y unas vendas, para que
expectorara el emplasto sanguinolento que en sus pulmones cavernosos se había coagulado.
Noté,
por el rabillo del ojo, que Natalia estaba a punto de permutar llanto por
vómito. A duras penas pujaba por contener la arcada que le acometía desde el
estómago a la glotis tras escuchar la descripción de las secuelas tuberculosas
con que nos obsequiaba Hawthorne, el escatológico. El poeta, entretanto, iba a lo suyo.
¿Milagro? La palabra portentosa aún implosionaba en mis oídos. Me traía
evocaciones litúrgicas, evangélicas, engañosas. ¿Milagro? Complicaba mis
parámetros lógicos, los trastornaba y, a la vez, me fascinaba. Pero, sin duda,
era el término más propicio incluso para el parco glosario de un laico
irredento como yo, porque fue un milagro, y no otra cosa, el que Monique, que
estaba completamente difiuciada cuando la asilaron en la abadía de las madres
dominicas, retornara a la vida.
-En
los anales está escrito que la noche del seis de junio de 1944 cambió el curso
de la guerra –recordó Hawthorne, el historiador-. Esa noche era inminente el
desembarco aliado en las arenas de Normandía.
Esa
noche el vicario de Vence, en presencia de la priora, sor Constanza y las
novicias, todas contritas, aplicó a Monique la extremaunción. Lloraban ,
quedamente. Oraban, en misericordioso silencio. Pero a la mañana siguiente la
musa de Matisse despertó de su angustiosa pesadilla, más lozana que nunca.
-He
visto la luz, al niño y a nuestra señora, la Virgen María –cuentan
que la oyeron musitar sumisamente, arrobada en un ilapso.
-Es
una santa -departió sor Constanza emocionada, en un aparte, con el vicario.
-Si
no lo es –repuso el cura, pasmado-, poco le falta.
Al
maestro le dieron la buena nueva días más tarde, junto con la noticia, recibida
en alborozo por los lugareños, de que la ofensiva de los ejércitos aliados en
las playas normandas había sido un éxito. Henri también lloró, de júbilo, de
agitación: en aquellas horas de esperanza para Francia y la humanidad lo que
menos le importaba era el tablero estratégico en que la descalabrada Europa se había
convertido.
Lidia,
tras mucho discutir, le quitó de la cabeza la idea de visitar sin más
aplazamiento a quien había sido su asistenta. Matisse aún no estaba mejorado
del todo, y el clima de inseguridad provocado por el retroceso en desbandada de
las tropas germanas aconsejaba una mínima prudencia antes de emprender
cualquier viaje, por breve que fuera el trecho.
-El
deleite del artista, sin embargo, duró poquísimo -nos desanimó Hugo, el
lúgubre.
Una
sorpresa deprimente, que Matisse aderezó con un cierto patetismo, le deparaban
los hados traviesos. Un hecho inesperado que acertó a calificar como
extravagante.
-¿Sor
Jacques-Marie? ¿Pero qué me estás diciendo, niña? ¿Estás loca?
Monique,
en cuanto se sintió con ánimos, acudió a entrevistarse con el genio en el viejo
caserío de Vence, del que tantas añoranzas guardaba en su corazón. Al principio
todo fueron risas, agasajos y satisfacciones. Lidia preparó una bandeja de porcelana llena de confituras, de la que no
probaban bocado. Henri, intuitivo y sagaz, recelaba. La muchacha
estaba allí para decirle algo importante que atañía a ambos. Pero no se atrevía
a abordar la
cuestión. Parecía estar reuniendo todo el valor del
que era capaz y poder explicárselo sin soliviantar su bilis ni causarle enojo.
Él se quedó boquiabierto, atontado, cuando de golpe, apocada pero resuelta, le
comunicó que, en agradecimiento a la compasión que las hermanas dominicas le
habían demostrado durante su convalecencia, tenía decidido tomar los hábitos de
la orden.
-Había
sentido con toda su omnipotencia la llamada de Dios –expuso Hugo, el prosélito,
justificando aquella decisión inesperada que tanto habría de exasperar a
Matisse.
Se
mortificaba, Monique, porque creía arrastrar una deuda que no podría saldar ni
siquiera inmolándose, donando la propia vida. En el hecho de conservarla tras
haber estado al borde del abismo ella vislumbró un mensaje, un significado
trascendental, la necesidad imperiosa de un compromiso. Debía corresponder al
altísimo ofreciéndole un gesto de gratitud que fuera mucho más que una ofrenda
floral, que fuera un sacrificio que abarcara todo lo que le restaba de
existencia en el mundo de lo terreno, por haberla salvado de una muerte
inequívoca.
-De ahora en adelante, señor –dijo la enfermera, degustando al fin un
dulcecito-, me llamaré sor Jacques-Marie.
Y Matisse, admirado, rabioso, no daba crédito a lo que estaba oyendo.
La novicia también sueña
La novicia también sueña
La decisión de Monique Bourgeois sumió
al genio fauvista en un estado de ofuscación que compartía por igual el
desaliento y la
irritación. Era como si le hubieran dado
a beber, contra su voluntad, néctares acedos. Ni siquiera los divertimentos
artísticos, los décuopages, tenían ya
efecto terapéutico.
Él hubiera querido acaparar las
esencias, empaparse de ellas y propiciar el surgimiento de una nueva estética.
Pero las esencias, desde que Monique Bourgeois no estaba a su lado, se habían
evaporado como al partirse el cristal que aprisiona los halos fragantes de un
selecto perfume.
Lidia, atenta, cautelosa, fue la
primera persona en darse cuenta de que Henri estaba hundiéndose en una
depresión moral. Y temía que su maltrecha salud no pudiera resistir otro
agravamiento. Salió de dudas el 19 de agosto de 1944, día apoteósico en que
París vivió su liberación. En esa fecha histórica observó Lidia que el maestro
apenas probaba, apático, unos sorbos del licor de la añeja botella que habían
descorchado los vecinos para brindar jubilosos por la magnífica noticia. Tañían
sones de acordeón que acompañaban con tarareos de tonadillas folclóricas en una
kermés desinhibida que duró toda la madrugada. Pero
Matisse estaba triste. Matisse
estaba apesadumbrado. Languidecía.
Entre el pintor y la doncella se había
alzado, pedrusco sobre pedrusco, un talud de impenetrable frialdad desde
aquella visita en que, venciendo su timidez, ella le notificó que dejaba el
mundo alborotado de los seres ordinarios y se inscribía, sin ningún disgusto o
compunción, feliz, en el del casto recogimiento monacal.
Para Henri, el que una niña tan
garrida hubiera decidido encerrarse a perpetuidad tras las rejas de un convento
suponía mucho más que un ultraje, mucho más que un desafuero que él no podía
corregir, aunque se lo propusiera con todos sus ahíncos: suponía también (y
esto era lo que más le dolía en el alma) perder la esperanza de desplegar la
fuerza, el vendaval de inspiración que la eferente Monique ,
tal vez sin ella saberlo, había traído consigo a sus postreros años de
existencia, los seniles, cuando toda habilidad muscular, intelectual,
especulativa parece esfumarse conforme se van sucediendo las calendas.
Monique, pensaba Henri,
incomprensiblemente se disponía a desperdiciar sus mejores años apartándose de
todas las cosas lindas (el amor, la libertad, la sexualidad, las modas, la
opípara comida), que, a pesar de sus injusticias, perfidias e iniquidades el
universo terrenal podía ofrecer a una sílfide como ella. Pero, además, su arte,
que tanto requería de un impulso decisivo, que tanto se le desvanecía, había
sufrido un intempestivo contratiempo, precisamente ahora en que todo era tan
perentorio, precisamente ahora en que tiempo era lo que no le sobraba al
maestro para cumplir el sueño impostergable que se vincula a cualquier artista:
realizar la obra culmen, la suprema, la totalizadora, que ha de inmortalizarlo
ante sus semejantes generación tras generación, y encumbrarlo al Olimpo, adonde
sólo acceden los elegidos. El retiro voluntario de Monique, su entrega a un fin
tan noble como el de servir modestamente a Dios olvidándose de sus propias
apetencias, su imprevista transfiguración en sor Jacques-Marie, dieron al traste
con todos los proyectos que Matisse ideaba desde que la muchacha apareció con
su juventud, sencillez y frescura, hasta convertirlos en puro excidio. ¿Cómo no
repudiarla sintiendo, a la vez, un asomo de admiración por ella?
-Yo tengo otra pregunta –intervino
Hugo, el cuestor-. ¿En qué cosa buscaba refugio Matisse para curar las
pulsiones que zaherían su atormentado espíritu?
Su voz de pelusa se ensordecía por los
espacios místicos de la capilla duplicada.
-¿En qué cosa –repitió Hugo, el eco-,
sino en los cojines que Monique le había bordado antes de marcharse? Ahí lo
encontraba. ¿Puedes creerlo, Natalia?
A estas alturas de la tragicomedia ya
no se sabía lo que pensaba Natalia. Pero el poeta, entre líneas, percibía otro
modo distinto, más elevado o ficticio aunque también más hermoso, de
reinterpretar lo que sucedió. Pues el poeta, tan proclive a la fantasía, era
capaz de ver sin mayores requerimientos al pintor avejentado y a su última
musa, cuyos destinos parecían fatalmente divergentes y sin embargo, con solo
abrirlos a otros caminos posibles, condenados a reencontrarse, a fundirse de
nuevo.
-Era increíble –oía el poeta decir a
Hawthorne, el mélico-. Henri, a sus setenta años, no se despegaba de los
cojines que la muchacha había remendado, como un niño de sus juguetes rotos.
Matisse tenía las manos artrósicas,
pero todavía podía palpar las telas de los cojines que, durante noches y noches
de desvelo, Monique –las yemas de sus dedos protegidas por dedales, la aguja
finísima perforando los paños- había tejido. El poeta vio esas manos, en su
imaginación. Emocionadas, acuciosas, se dejaban rozar por la tersura de aquella
urdimbre que la niña había hilvanado con verdes, azules y amarillos, tríada de
colores que encandiló a Matisse y que
muy pronto, cual talismán, sería rescatada de la desazón para brindarle la
oportunidad de congraciarse con la pintura y con sor Jacques-Marie. El fauve
supo, en su soledad, que ella no cosía aunque cosiera: en verdad dibujaba
utilizando un material que nadie antes había osado emplear. Los ovillos, las
madejas.
-Sucedió que la capilla del convento
estaba en ruinas –interrumpió Hugo, el nuncio.
-Sí, es cierto –ratificó Pére, el
vicario de Vence, propinando un puntapié a una alimaña que merodeaba entre los
reclinatorios apolillados-. Tiene usted razón. No podemos obligar a las
hermanas a rezar en este lugar desolado, más porqueriza que digna casa de Dios.
¿Qué podemos hacer, sor Constanza?
La monja lanzó un lamento, gravemente,
como si le hubieran comunicado la preñez de una de las preladas a su cargo.
Caminaba junto al clérigo por el interior de la ermita, en tareas de
inspección. A sus pasos se resquebrajan las esquirlas de las vidrieras que,
sucias de polvo, rayadas, se habían desprendido de los muros. Había rastrojos amontonados
en todos los rincones, y hasta la maleza penetraba por las junturas de los
ventanales enmohecidos, profanando el antaño coqueto santuario.
-La priora ha escrito al obispo
encareciéndole su ayuda –suspiró la dominica, sin ninguna esperanza-. Nadie nos
hace caso. De haber una solución, tendremos que encontrarla por nuestra cuenta.
-¿Cómo? –preguntó el vicario,
asustado.
-He ahí la cuestión, mi buen pastor.
Propuso entonces el mozo eclesiástico,
los ojillos bizqueantes:
-¿Y si organizamos una rifa?
-¿Y qué rifaríamos? –replicó sor
Constanza-. Somos pobres como ratas. No estamos para tómbolas. Ni siquiera
confiamos en la eficacia de las rogativas. Santo Domingo, nuestro beato patrón,
ya no nos escucha. Quizás le estamos rezando a destiempo.
-¿Qué me dice de una colecta entre los
feligreses?
-Quite, quite -objetó la religiosa-. Los
feligreses son aún más pobres que nosotras.
-Alguien, madre de Cristo, debe
ayudarlas –se encrespaba el vicario-. La situación es intolerable.
La monja desvió la mirada hacia la
hornacina, sobre el dosel del altar. Pájaros silvestres habían trenzado un nido
color de marga. Los polluelos, hambrientos, piaban en su guarida.
-Éste es el país de la filosofía
ilustrada y de la división de poderes -afirmó solemne sor Constanza, como
levitando-, de las revoluciones y los monarcas decapitados. Que las esclavas
del Señor vayan descalzas y desnutridas, y su hogar sea tan humilde como un
belén, se considera un elemento consustancial del paisaje. Quebrantar esta
costumbre es señal de mal gusto. Lo nuestro, nos apene o nos glorifique, es la
mansedumbre.
-Qué desgracia -exclamó el vicario, todo él desmoralización.
-No se achante –le regañó animosa sor
Constanza-. Dios proveerá.
-Y Dios proveyó -dirimió Hawthorne, el
mediador-, pues nunca abandona a sus ovejas.
Sor Jacques-Marie no pudo soportar por más
tiempo la destemplanza absurda que había interferido entre ella y su antiguo
amo. Solicitó una dispensa a la madre superiora y, aunque dudaba de ser bien
recibida, marchó a verlo a la alquería donde moraba dispuesta a corregir el
desatino y a poner un poco de cordura en sus relaciones.
Pero otro propósito la urgía a
contactar con Matisse, y lo simbolizaba el cuadernito de pastas ajadas que
portaba bajo el brazo. Sólo él, pensaba la novicia, podía salvar a sus
compañeras de hábito del desastre que las estaba asolando. Bastaría con que el
pintor prestara su afamado apellido para que, antes de que la capilla se
convirtiera en una antigualla, las familias más pudientes de Vence y de otras pedanías
cercanas aceptaran donar algunas aportaciones económicas con las que remozar el
templete. No iba a pedirle dinero. No iba a pedirle un cheque en blanco. Iba a
pedirle su perdón y a convencerle de que él también había contraído una deuda
de gratitud con ella. Si estaba en su ánimo saldarla, este era el momento
adecuado.
Lidia, que le dio una bienvenida
afectuosa, se retiró diplomáticamente para que pudieran purgar sus querellas
sin estorbo de intrusos. Sor Jacques-Marie, otrora Monique, encontró al genio
más destazado que nunca. Estaba arrumbado sobre los cojines tricolores que ella
le había tejido, y balanceaba su somnolencia en la mecedora de mimbre, que
tanto crujía en el vaivén. La novicia estuvo a punto de romper a llorar al
verlo tan abatido y afiebrado, porque sólo echándole mucha imaginación aquel
hombre, exhausto de tanto ingerir eméticos y amodorrado en la conduerma de la
mañana temprana, mal podía traerle el recuerdo del insigne artista que, como
muy pocos de su generación, había alcanzado la gloria en vida.
Se abrazaron, en silencio, sin
atreverse a cruzar palabra. Ella, erróneamente, lo notó tembloroso, cohibido, y
él, aunque tanteó por entre los frunces del hábito, no fue capaz de descubrir
la piel, todavía hermosa, que se celaba bajo aquel ropaje austero. Pero
vencieron sus mutuas reticencias y se expresaron abiertamente los verdaderos
sentimientos que habían compartido.
-Y de este modo tan epopéyico
–concluyó Hugo, el bardo- surgió, mi querida Natalia, la feliz idea de que
Matisse se inmiscuyera en los trabajos de restauración de la Capilla de Santa
María del Rosario, y pergeñara por los siglos de los siglos su obra maestra.
La obra suprema: vitrales
cromáticos y cromatismos sedantes
Se hizo la noche durante nuestra
visita al Museo Metropolitano, pero no se nublaron las vidrieras de la falsa
capilla. El azul cielo, el ámbar de miel y el verde calmo, apenas posados sobre
el aire -sortilegio, belleza-, se difuminaban en una gama de matices cárdenos.
Los halos nos acariciaban, así las hojas de helecho (el árbol de la vida) que
Matisse recortara en los cristales fuesen las manos párvulas de un niño de voz
blanca; o, imaginaba el poeta, las alitas de un querubín que anduviera
revoloteando por los espacios quietos del santuario, juguetón, dejándose querer
y susurrándole melindroso, con la lira tañendo unos acordes: <Llévame
contigo, diocesillo de la metáfora, y prometo devolverte a Natalia.>
-Tengo por aquí un facsímil –disertó
de golpe Hawthorne, el facundo, enseñándonos muy jactancioso la prueba
irrefutable- de la misiva lacrada que Matisse le dictó a Lidia y que luego la
novicia, a súplica de la antigua modelo, le remitió al obispo de Niza cuando la
Capilla del Rosario estuvo por fin terminada.
Voy a leértela, Natalia.
La carta, aun siendo apógrafo reciente
del original, se cuarteaba al cogerla entre los dedos, de tan lograda.
Hawthorne no había ahorrado afanes para que el más ocioso detalle de la
exposición fuera un duplicado gemelo de aquellos recintos, adminículos y
objetos que convocaran la memoria archilaureada de su idolatrado pintor. Eran
los fetiches de un coleccionista fanático.
Henri
Matisse
Creador
Obispado
de Niza
(Para
su entrega personal
a Su Excelencia, el Obispo)
Vence, junio
de 1951:
Excelencia:
La presento
con toda humildad la Capilla del Rosario de las dominicas de Vence. Le pido que
me disculpe por no haber podido presentarle yo mismo este trabajo a causa de mi
edad y de mi salud. La obra ha requerido cuatro años de un trabajo exclusivo y
asiduo, y es el resultado de toda mi vida activa. La considero, a pesar de sus
imperfecciones, mi obra maestra.
Ojalá el
porvenir pueda dar la razón a este juicio mediante un creciente interés,
incluso más allá del significado más alto de este monumento. Cuento,
Excelencia, con vuestra vasta experiencia de los hombres y con vuestra profunda
sabiduría para que juzguéis un esfuerzo que es el resultado de una vida
consagrada a la búsqueda de la verdad. Pues ¿creo en Dios? Sí, ésta es mi explícita
respuesta. Creo, Excelencia, cuando estoy trabajando. Cuando soy sumiso y
modesto. Entonces, me siento rodeado por alguien que me hace crear cosas de las
que no soy capaz.
Comencé con
lo secular, Excelencia, y aquí estoy, en el ocaso de mi vida, terminando con lo
divino. Todo arte digno de ese nombre es religioso. Ya sea que esté hecho de
líneas o de colores, si la creación no es religiosa, no es arte. No es más que
un documento, una anécdota.
H. M.
Unos días después de recibir el
jerarca esta carta la Capilla de Vence fue bendecida en olor de multitud y
jaculatorias. Era el 25 de junio de 1951.
-No acudió Pablo Picasso –nos informó
Hugo, el cronista-. Su ausencia era asaz previsible. Pero envió un telegrama.
En él transmitía a su veterano contrincante una enhorabuena cordial, aunque no
exenta de flemáticos adjetivos y de arteros circunloquios que, en la aleve
cicatería del texto, solapaban su incontenible envidia: <Jamás nadie como
usted –le confesó Picasso- ha cosquilleado la pintura hasta hacerla reír.>
El tono y el mensaje de la epístola
que Matisse le dirigió al Obispo de Niza me causaron perplejidad, porque no
parecían casar con los planteamientos ideológicos –y estéticos- del más egregio
representante del Fauvismo. En apariencia era una declaración testamentaria de
quien intuye la cercanía de su pronto morir; pero ante todo Matisse, en aquella
correspondencia episcopal, aseveraba que durante la última etapa de su vida una
purificación religiosa, casi mística, le había preparado para cuando llegara la
hora crucial de acometer su obra más emblemática. Y el poeta, siempre ácrata
con las explicaciones fáciles, se preguntaba cómo había sido posible esta
transformación en el espíritu de un hombre a quien, nunca antes, se le había
oído una sola palabra sobre nada remotamente relacionado con la militancia
pastoral.
De estas elucubraciones me extrajo
Hawthorne, el infractor, que fiel a su cometido de simpático cicerone seguía
hablando y hablando para pavonearse ante mi crédula Natalia, y hacer lucimiento
de lo mucho que sabía de arte:
-Sor Jacques-Marie jamás hubiera
podido jurar, ni por lo más sagrado, que obtendría con creces los propósitos
que la llevaron a reencontrarse con Matisse luego de acontecer tanta
tribulación entre ambos. Ella sólo pretendía que el pintor patrocinara las
obras de restauración del santuario, nunca que se involucrara personalmente en
el proyecto hasta el punto de intervenir en su decoración y en su concepción
arquitectónica. Matisse, empero, acabó decidiendo la redistribución interior de
los espacios, la orientación de los ventanales o, incluso, el mobiliario que
mejor se acomodaría al templete una vez que los albañiles acabaran sus
cometidos.
Pese a las explicaciones de H.H., el
poeta persistía en su método mayéutico para averiguar la verdad, esa otra
verdad fantaseada que sólo existe en las ficciones, concebida de lascas, de
fracciones de los otros veros: los improductivos, los reales. Se cuestionaba,
el poeta, tanta candidez; se cuestionaba si la novicia, bajo su apariencia de
muchacha inhibida, había proyectado, subrepticiamente, que Matisse se implicara
hasta tales extremos. Porque al poeta le asaltaba una duda: ¿con qué fin sor
Jacques-Marie llevó consigo aquel cuadernito en el que aún conservaba los
dibujos que había abocetado a la luz de candiles, cuando nadie podía verla y
era una modesta sirvienta que desempeñaba las funciones de enfermera?
-Ven, acércate, niña. ¿Qué me traes
ahí? –clamoreaba Matisse, la voz claudicante, yendo en volandas al reclamo del
enigma que Monique ocultaba entre los embastes del hábito humilde de las
dominicas. Aquella vestidura sobria, en su cuerpo inexplorado de damisela, a él
le excandecía hasta el desasosiego. Monique parecía una Magdalena
penitente.
-Nada, señor. Unas minucias –respondió
ella conservando aún el tratamiento formal. Se enjuagó el paladar con un sorbo
pudoroso de aguardiente de rosoli que Lidia había condimentado.
Se había sentado la novicia frente al
pintor senescente, para que pudiera verle más de cerca esos ojos de hojaldre y
esa piel con lunarcitos nuevos que tantas horas en vela orando en la celda
lienta del convento iban desluciendo, pero que a las retinas ya sin riqueza del
maestro, avariciosas de la belleza natural de la muchacha, todavía embelesaban.
-¿Son dibujos? -indagó el fauve en su
nesciencia, sin advertir el ardid-. ¿Los has hecho tú?
-Meros recreos –se excusó sor
Jaques-Marie abriendo un poco, cautelosamente, la encuadernación, con la
precaución de no estropear sus quebradizas nervuras-. Son del tiempo en que yo lo
cuidaba a usted, y lo veía recortar, encolar y colorear los papeles.
-Muéstramelos.
-Si son nimiedades.
-Muéstramelos, te digo.
Monique se sonroja:
-Me da vergüenza.
-Obedece, niña. O me enfadaré.
-En las cartulinas –enlazó Hugo, el
inefable- Monique había dibujado una estampita de comunión. La virgen era la
viva imagen de una campesina, pero con tal gesto de madre virtuosa en sus
pómulos que la beatificaba; el niño, en su regazo, tenía las manitas juntitas.
Los trazos eran superficiales, de una ligereza y transparencia sublimes.
En 1909, cuando sus usanzas pictóricas
aún no le habían deparado la perfección total, Matisse escribió: <La pintura
es para representar visiones interiores. Todo lo que vemos se deforma por
nuestras costumbres. Hay dos maneras de expresar las cosas: señalarlas
brutalmente o evocarlas con arte. Se evoca lo que la mirada produjo en nosotros
como acto que requiere trabajo, esfuerzo. El artista debe tener simplicidad de
espíritu.>
Cuarenta años separaban estos
veredictos teóricos de aquella reunión bajo una techumbre taraceada por la que
se deslizaban enredaderas y arbustos
trepadores, en un caserío de Vence. Caía la brisa tibia del Mediterráneo, como
tremolina limpia, y la otrora sirvienta del salvaje le comentaba con amabilidad
la penosa situación de la capilla de sus hermanas, mientras le mostraba, por
vez primera, los bocetos que había dibujado durante la adolescencia. Y
Matisse no quitaba ojo de los
labios marchitos (y sin embargo, a su mirar, lustrales y encantatorios) de Monique.
Alguna vez se le oyó decir: <Busco
una forma de arte que emancipe al hombre que contempla un cuadro de toda
sensación hórrida o fastidiosa. Busco un lenitivo, un calmante cerebral, algo
análogo a la buena poltrona donde reposar de las fatigas físicas.>
¿Había hallado, en su declive, ese
trono de bienestar, plácido, donde sentarse y desde el cual mirar? Lo había
hallado. Ante aquellos dibujos tan genuinos recordó de pronto aquello que una
vez, en los comienzos de su profusa andadura, le contestó a un censor testarudo
que se oponía drásticamente y con muy mala educación a que los cuerpos, pasados
por el tamiz del Fauvismo, se resumieran y resumieran hasta parecer meros
contornos de una trivial viñeta infantil. Henri no le dio chance para la menor
réplica: <Sólo la figura humana, dentro de sus líneas esenciales, me permite
expresar mejor mi sentimiento casi religioso de la vida.>
-Fue como una revelación –idealizó
Hugo, el sinarca-. Matisse lo vio todo tal y como tenía que hacerse. Vio las
vidrieras y los tres colores que debían encajarlas, y las irradiaciones de luz
que penetrarían a través del tapiz de los cristales tintados. Vio los paneles
que cubrirían las paredes de la nave del templete: a un lado aquella virgen y
el niño, al otro las estaciones de penitencia que condujeron al Mesías a su
castigo y sufrimiento. Vio el altar, vio al beato patrón y vio la enhiesta
cruz. Era un universo íntegro, y él, su visionario, sería su hacedor.
-Me has regalado nuevas apetencias de
vivir, niña, y has dulcificado todas mis agruras-, le confesó Henri a la
novicia, casi postrándose a sus pies; con un gesto expedito indicó que se
apropiaba del cuaderno.
Y entonces declaró solemnemente lo que
nadie, jamás, hubiera podido preconizar que el fauve diría:
-Toda mi pintura ha sido un intento de
cantar la gloria de Dios, incluso pintando la serenidad elegante de un desnudo
de mujer, o una naturaleza muerta bajo la luz azul de Tanjah.
Era preciso que se demorase en largas pausas
antes de seguir hablando. El aire le escaseaba. <Y ahora –concluyó
fatigosamente- estoy feliz de poder dedicarme a representar modernamente un
tema sacro.>
Pére, el vicario, era un hombre
atinadísimo en cuestiones de palacios eclesiales y jerarquías apostólicas. Por
eso acertó, a la primera, con el nombre del arquitecto que debía dirigir las
obras de remodelación. Se llamaba Milan de Peillon.
No planteó Pére su designación a la
diócesis de Niza por motivo de sus cualidades a la hora de diseñar planos y
estructuras edificables. El vicario, personaje que en su sananería disimulaba
una perspicacia muy aguda, filtró el currículum de Milan de Peillon a la sede
del obispo una vez enterado de que Matisse había aceptado el encargo de decorar
la chapelle, pues barruntaba que al lado del pintor no podría trabajar un arquitecto
que se propusiera hacer dictado de sus propios pensamientos. Las monjas
requerían un mero ejecutor de carácter sumiso que tuviese la deferencia de no
discutirle a Henri Matisse ninguna de sus originales ideas y las aceptara de
verbo ad vérbum, sin rechistar. De lo contrario, el urgente proyecto de
restauración se diferiría sin remedio.
Matisse fue otro durante los cuatro
años en que se entregó a la
causa. Lo
secuestró esa ambivalente excitación, ese colapso confuso y sin embargo tan
fértil que Truman Capote, en unas famosas páginas seudo-autobiográficas,
denominaba coma creativo, estado de
trasmigración que excita los alambiques sensitivos de un artista e ilumina,
entre todo lo tangible, entre todo lo palpable, sólo aquello que merece la pena
ser rescatado para transmutarse en arte. De la mano de Monique se había tomado
tan en serio los trabajos que hasta Lidia creyó que algún día habría de verlo,
cargando con sus ochenta años a cuestas y entre el jolgorio de la cuadrilla de
fornidos albañiles que fue contratada, más rejuvenecido que en sus lejanas
mocedades.
-No se apure, Lidia –la tranquilizaba Pére ,
el vicario-. Si se le ve tan risueño será porque el maestro bebe sin parar
litros y litros del agua que mana del fontanar de Vence.
Y aquí infringió Hugo, el oportunista, la
silenciosa recreación del poeta:
-La amanuense sufría delirios en la
visión erótica que le provocaban los músculos sudorosos de los ceñudos obreros
metidos en faena, que transportaban las carretillas, hundían las palas y
amorteraban el cemento con la pujanza de unos atlantes, pues por aquel entonces
Matisse, pábulo de tantos achaques, apenas conservaba la vitalidad bestial de
sus comienzos.
Se conserva una fotografía de aquella
época senil. El salvaje, vestido de negro con sandalias de pescador, orondo, la
calvicie ya avanzada, la barba encandecida de tan blanca, blanquísima, las
perneras de los pantalones por encima de los tobillos, cual colegial, está
pintando en su atelier los bordes de una especie de enorme campana que se
asemeja a un lazo insuflado de aire, tentacular, cuyo vientre contiene otra
campanita de menores dimensiones, como si fuera el abadejo de la otra mayor. A
ras del piso hay una luna menguante.
La singularidad de la fotografía
estriba en el levísimo movimiento que ha captado el objetivo. Matisse, que
amaga un ligero saltito sin despegarse del suelo, se ayuda de un cayado que
mide varios metros de longitud, al igual que hiciera con los esbozos de Danza de Merion, si bien esta vez no se
trata de una simple experimentación: fue la ingeniosa técnica de la que se
valió para decorar la Capilla de Santa María del Rosario con unos iconos
religiosos que recorrerían el mundo como dechados de minimalismo.
-Cuando se cansaba –descifró Hugo, el
alquimista, los pensamientos novelados del poeta-, desprendía de sus alturas
ese tercer apéndice estilizado; pedía que le trajeran la butacona de mimbre y
sentado en ella, cual peana visualizadora, dirigía a los alborotados obreros y
al discreto monsieur De Peillon,
quien, sin un mal visaje, acataba sus estrictas indicaciones.
No se podía prever cuándo, pero de
repente, al rato, el aliento le venía de nuevo, impetuoso como beso de Eolo, y
entonces Pére, o quien quedara a su vera, se adelantaba a sostenerlo por los
antebrazos mientras tomaba impulso y se incorporaba vehemente, recuperados
todos los bríos perdidos. Él bromeaba diciendo que aquellos auxilios acabarían
por elevarlo a los cielos, y al momento, de un modo que nadie supo jamás
definir, mudaba la mueca hilarante que había suavizado su rostro abstraído y
reanudaba los trazos allí donde los había dejado inconclusos, estirando el
luengo pincel de proporciones inauditas.
Lo insólito era que el pulso de
Matisse, cada vez más dislocado, y que las articulaciones de sus manos, ya por
completo cariadas por la artrosis, pudieran soportar, siquiera durante unos
minutos, la gravidez de aquel báculo tan largo, que en la punta, manchada de
óleos y matices, celaba los arcanos de su arte imperecedero.
Y más extraño aún era que la composición
de sus obras no se resintiera por haber adoptado su autor tan violentada
postura y manejado tan extravagante instrumento. Al contrario, ganaron en
originalidad y consistencia, como si Matisse, en sus postrimerías, hubiera
recurrido a este novísimo utensilio no para relajar sus miembros mermados, sino
porque de otra manera nunca habría sido capaz de abreviar las representaciones
simbólicas destinadas a la chapelle
hasta depurarlas, eximirlas de todo esplendor. Era como si pintara con la sola
fuerza de su voluntad. Como si únicamente pintara unas pocas esencias de la
esencia.
-Pére, por cierto, también reclutó al
maestro vidriero y al alfarero –salmodiaba Hawthorne, el rapavelas.
Sus nombres eran Bony y Bourdillon, hombres de
alta consideración en sus oficios de artesanos. A ellos el vicario, diligente,
les instruyó en las explícitas providencias que Matisse había prescrito
respecto de la fabricación de los vidrios y de las losetas, rudimentos
primarios sobre los que volcaría sus habilidades. Escogiendo adrede de su
suculento vocabulario palabras mesuradas y poco ofensivas, Pére les fue
inculcando, también, la inapetencia a cualquier ilusión de que sus laboriosos
encargos les fueran reconocidos como propios. La restauración del templete
sería obra de Matisse, y sólo de Matisse, de nadie más; en la posteridad el
monumento llevaría ínsito este único y superlativo nombre o no llevaría
ninguno, pues así como el vate es dueño de su plectro aunque la poesía se la
revele un hiriente frustración amorosa, los suspiros de las hamadríades o el
resonar de cohetes asesinos, el fauve lo sería de todo cuanto, en la remozada
capilla dominica, hubiera de invocar la intrusión de las musas, que todo lo
pueden y todo lo trastocan.
Hugo, el ubicuo, se aclaró la garganta
antes de proseguir, señal inequívoca de que arribábamos a un punto
trascendental del relato. Con estos términos desgajó lastimosamente al poeta de
sus ensoñaciones:
-A Bony, el vidriero, Henri lo tuvo
enfrascado muchas horas explicándole las características de la emplomada y de
la armadura que exigía para los vitrales. Fue minucioso hasta la exasperación. Incluso
le obligó a tener como libros de cabecera y consulta el Arte delle vetrate, que el ilustre Antonio da Pisa escribió a
finales del siglo XIV, y el llamado Manuscrito
de Bolonia, un códice anónimo del siglo XV que fue considerado durante mucho tiempo la Biblia de todo buen
maestro del vidrio. Bony jamás osó inquirirle por el modo en que había
adquirido aquellas dos rarezas bibliotecarias del periodo flamígero.
Desde el mismo instante en que lo
sacudió aquel frenesí extático al ver los dibujitos de Monique; desde ese
instante prodigioso en que el ámbar, el azul y el verde de los bordados
emergieron ante sus ojos y los resucitaron, supo Matisse que las vidrieras
habrían de ser un elemento cimental de la nueva capilla, no un simple abalorio
decorativo.
-A Henri le fascinaba la luz –solfeó
Hugo, el traidor, a mis espaldas-. Era propenso a las tonalidades intensas. Por
eso buscó referencias en el estilo artístico, casualmente originario de
Francia, que fusionó lo lumínico y lo cromático haciendo de ellos una sola
entidad, una sola substancia armónica.
El Gótico de la Baja Edad Media ,
que los humanistas del Cinqueccento
habrían de despreciar hasta la befa en sus tratados filosóficos, revolucionó la
relación del hombre con la arquitectura y, por extensión, con todas las
manifestaciones plásticas que a ella se supeditaban. El crudo, inflexible y
rudimentario Románico fue cediendo ante el empuje de las nuevas soluciones
arquitectónicas. Las construcciones aspiraban a una ascensión que las allegara
a los dominios siderales del Creador. Anhelaban ser protuberancia, antípoda de
las catacumbas.
Pero ninguna sustitución de una etapa
artística por otra que la releve acontece abruptamente. El Gótico,
incomprendido en el ulterior Renacimiento, empezó a gestarse poco a poco tras
la llegada del primer milenio y la superación del temido día del Armagedón.
Enardecidos, los monjes cistercienses quisieron rendirle un monumental tributo
al Dios fustigador que había perdonado a la humanidad de padecer la ineluctable
aniquilación profética. Los santuarios ya no debían amedrentar a los acólitos,
sino educarlos en la gracia eterna. Ya no debían reprender ni sermonear. Mediante
figuraciones e imágenes asombrosas por su sobriedad y grandeza, ahora
mostrarían la majestad, el celo, la magnificencia de la divinidad que al orbe
entero había salvado del holocausto apocalíptico.
-Cualquier modificación de estilo
presupone un cambio de mentalidad. Y cualquier cambio de mentalidad demanda
ampliar los recursos expresivos, los fundamentos del arte. Arcos ojivales,
bóvedas de crucería, arbotantes y estribos –enumeraba Hugo, el prosopopéyico-
fueron invenciones geniales que facilitaron la elevación de los muros a la par
que reducían su grosor. La gran aportación del Gótico estriba en conseguir que
el peso del imponente edificio, toneladas de piedra, mármoles y argamasa,
descanse sobre diferentes soportes tectónicos.
He ahí la razón, se decía el poeta, de
que el muro perimetral aliviara su carga y adquiriera una finalidad que hasta
ese momento había sido impensable. Ya no era imprescindible el que, para no
disminuir su eficacia sustentadora, apenas tuviera vanos, como en el ciego Románico.
En las moles de piedra podían abrirse huecos, ventanales de variados tamaños y
formas, y encajarse vitrales a cuyo través se reflejara la luz exterior. Un
conglomerado de fragmentos de cristal, entintados de color, refractaría los
haces de la luminiscencia que descendía directamente del empíreo, traspasando
los espacios interiores de templos, abadías y catedrales. Había nacido la
vidriera policroma.
-Matisse utilizó cristaleras para
rematar su obra maestra –declamaba Hawthorne, el puritano-. Fue como
retrotraerse en el tiempo y revivir una época clave en la evolución del arte.
Debido al apogeo de la vidriera gótica
la pintura no cayó en el olvido y pudo desarrollar más tarde su labor
instrumental: difundir la religiosidad, didácticamente, entre la multitud de
menesterosos y analfabetos que malvivía en la Edad Media. La
necesidad de color les llevó a ingeniar un artificio de vidrio teselado que
concentrara la luz, la infiltrara y la modelara. Cuando
la luz se hizo espectro cromático ya no se conformaron. Ahora querían tocar las
cisuras que resplandecían. E intentaron pintarlas. La luz se hizo corpórea.
Y entonces pensó el poeta: la historia del
arte es la de una continua e inacabada experimentación. El arte no se queda
quieto, viaja desde sus raigambres primitivas hacia su completo progreso,
complicación y agotamiento. Y cuando suponemos que ya no hay nada innovador que
proponer, otro ciclo resurge con más poderíos de la inercia pantanosa en que
había sucumbido, volviendo a empezar esa rueda sempiterna que va desde la
prolijidad menos confusa hasta la sencillez más equívoca. El arte tiene alma
pendular, oscilante. Su naturaleza es embaucar, protuir. Se devora a sí mismo y
a cuanto le rodea, como Saturno a sus vástagos. Se retroalimenta. Nunca fenecerá
mientras haya un hombre vivo sobre la tierra.
-Lo que descubrimos al analizar la
obra culmen de Henri –se entrometía Hawthorne, el erumnoso, en las invenciones
del poeta-, es que de una sola vez compendió ese círculo inagotable por cuyas
sinuosidades el arte se mueve. La soberbia ejecución de la chapelle, por su perfecta concisión, es un magnífico ejemplo. Todo
en ella es cromoterapia. Y no olvides, Natalia, que por paradójico que suene
estamos hablando de un salvaje.
El arte y la pupila
Año del Señor de 1170.
Nace en Burgos Domingo de Guzmán.
El papa Gregorio IX le concedería la
santidad en 1234, trece años después de muerte. Sus restos reposan en un
convento de Bolonia, cual reliquias. Pero cuenta la leyenda que Domingo de
Guzmán ya era santo antes de que su beatitud le fuera reconocida por los
dicasterios de Roma.
Estratega de la católica creencia,
baluarte de la cristiandad, monje fanático que aplastó las herejías populares
(la cátara, la albigense), santo Domingo ha pasado a la historia como el
fundador de la
Ordo Fratrum Praedicatorum ,
la orden de las frailes predicadores y mendicantes. Por vestir hábito de lana
blanca e inmaculada, bajo manto talar de bruno color, se les llamó “fratres
negros”. Por el juego de palabras a que se presta el vocablo “dominicanus” (que
se descompone en dominus, amo, y canis, perro), se les llamó también
perros del señor.
Los dominicos gobernaron los
tribunales de la Inquisición y todas las artes, que en sus manos se
convirtieron en instrumentos eficaces de propaganda católica. Fueron los
primeros mecenas. De sus abadías surgieron teólogos y pintores. Contraían votos
perpetuos de pobreza, obediencia y castidad. Profesionalizaron la fratría. Y ,
como ejemplo de virtud, obligaron a los indígenas de las Américas a adoptar las
posturas amatorias que habían canonizado los sumos pontífices para observancia
de los feligreses bajo pena de pecado mortal.
¿Tuvo en cuenta Matisse toda esta suculenta información -que Hugo, el
derviche, hacía largo rato que nos salmodiaba- a la hora de idear cómo debía
pintar el mural de la chapelle con la
figura beatífica de santo Domingo?
Hawthorne, en otras ocasiones tan
lenguaraz, no respondió a mi sencilla pregunta, que quedó flotando en el
ambiente del santuario replicado como un maullido en noche de novilunio. Por la
altanera mirada de desprecio que me dedicó, deduje que nuestro cicerone había
supuesto algo rigurosamente cierto: me movía la dicacidad. Así
que, sagaz y taimado, prefirió prorrogar su logomaquia sin darme chance alguno
de interrumpirla. ¿Y qué, si cometí tal trapacería? Yo quería ir a la raíz del
asunto. Alguien tenía que interrogarle –Natalia no iba a hacerlo, tan mansa,
tan rendida la vi ante la pompa que derrochaba el rétor esteta- si Henri
Matisse se documentó lo suficiente antes de plasmar sobre el mural el dintorno
del bendito Domingo de Guzmán.
-Porque, en efecto –subrayó de
improviso Hawthorne, el arañuelo-, el fauve se abstuvo de pintar un retrato al
uso. Pintó eso, un mero dintorno, una delineación, un esquema, pero pleno de
simbología esencializada.
El poeta contempló curioso el panel
del santo, tras el altar de la capilla. Imaginar ,
pensó, equivale a crear. Imaginó entonces que el óleo se encaramaba a la punta
de aquel báculo que inventara Matisse, cayado que se empinaba en toda su
longura y, tras estendijarse como un rayo, posaba sus fulminaciones sobre las
losas que cociera Bourdillon, el alfarero de Vence amante de la exquisitez. El
barro era blancura arrugosa, lienzo de piedra asaz lodienta, pero ahora también
era caricia, cadera esculpida de una Venus que no pueden tocar dedos viciados,
pues se resquebrajaría.
-En arcilla, en bóvedas, en un lienzo
–saltó como un resorte Hawthorne, el vellido-; con tijeras, con papel, con
pegamiento. ¿Queda algún material que no hubiera utilizado Henri Matisse?
El pintor longevo se esfuerza y
batalla, agotándose, para mantener un precario equilibrio sobre los pies
renunciantes. Se embaraza, se fatiga, los brazos se le tuercen, se rehacen y
retrepan buscando alzar a la cima del dintel el extremo del bastón impregnado
de manchas, coloraciones en bruto que dejan sobre la superficie diáfana de la
cerámica el trazo siguiente, la siguiente línea curva de los hombros que casi
se transforma en recta cayendo, y que será una alforza del manto dominico, o
una mejilla del beato como desaparecida. Porque santo Domingo, en el retrato de
cuerpo entero que concibió Matisse, carece de rasgos, no tiene ojos, no tiene
mentón, ni cráneo rasurado, ni cerquillo crespo, ni dolor de cilicio. Está deshumanizado.
Esos detalles son mera ilusión y sólo adquieren presencia en el imaginario del
espectador, en la hondura de su subconsciente. Todo carácter que pudiera
prestarle singularidad ha sido omitido. Por no haber, no hay nimbos, ni
aureolas, halos que encarnen la santidad. Nada
de eso ha traído la
paleta. Tras el altar, la sombra
albina del beato cubre por completo el mural, cual espectro agigantado. Esa
silueta enderezada, mixtilínea, ciega y sin apenas fisonomías parece una
criatura despojada de humanidad.
-Un filósofo y ensayista que escribía
sobre todos los temas posibles –dijo con contundencia Hawthorne, el comentador,
poniendo fin al escapismo del poeta; Natalia le prestó atención absorta en un
alelamiento creciente-, afirmaba que una norma de fácil comprensión ha regido
todas las variaciones artísticas. El hombre antediluviano, rudo e ingenuo,
pintaba en las cavernas el arte llamado rupestre,
que simplifica los trazos a la par que los descarna y estiliza. Era su forma de
ver con realismo la naturaleza agreste en que sobrevivía. El hombre clásico, en
Grecia, en Roma, en el Renacimiento, dada su sofisticación, empieza a
preocuparse por la belleza, pero la confina a la proporción, a la mesura,
creación única cada vez que es creada y que exclusivamente acepta como molde
recurrente lo tangible, aunque la temática sea algo fantasioso (una trama
mitológica) o religioso (un versículo bíblico).
¿Adónde desembocaba la cháchara
monocorde del potentado? Me resistía a comprobarlo, pero no pude: él, ufano
bajo la sacralidad que imponía la pintada efigie del beato Domingo (el redondel
ovalado de la cabeza sin cejas, labios, nariz; la única mano visible
sosteniendo el rosario como una zarpa que flaquea), siguió hablándole solo a
Natalia, yendo de la cortesía más galante o refinada al menos disimulado, y
vomitivo, cortejo varonil.
-Jamás el hombre clásico –machacó
H.H., el untuoso- se atreve a violar los límites que la razón, sinónimo de
sabiduría y equilibrio, le requiere. La belleza ha de ser, antes que nada, armonía,
concordia entre el extenso mundo real y el más moderado, extracto de aquél, que
queda preso en un lienzo o en una escultura. Sin embargo, tales soportes son de
grandes dimensiones. Resulta inherente al arte que los sustentáculos de la obra
se magnifiquen, como si el compendio de realidad que contienen precisara
expandirse. Como si a pesar de su restricción, fueran calcos a escala de la
vastedad con que el mundo se manifiesta a los ojos del artista. Cada cuadro,
cada escultura, es un microuniverso, aposento en que descansa esa holgura
inabarcable, el mundo, que demanda ser racionalizada.
Hugo, abultándose de pompa y aparato,
se iba poniendo cada vez más serio. Parecía un catedrático honoris causa
pronunciando una conferencia inaugural a un público expectante y entregado.
Renuncié una vez más a oírle, tratando de continuar por mi cuenta el hilo
argumental de su monserga.
La estrecha correspondencia,
originaria del Clasicismo, entre la naturaleza externa que sirve de
inspiración, de objeto artístico, y el impulso creativo que brota de quien la
observa, y que conlleva el esfuerzo de pintar o esculpir plegándose a la imagen
que de sí transmite todo lo natural, implantó su hegemonía durante siglos
gracias al notable influjo de los maestros renacentistas. Ellos querían
humanizar el arte. Por eso rescataron del olvido el helenismo y las formas
artísticas del Lacio.
Este proselitismo de la humanización
perduró durante siglos embozado en estilos disímiles, pero no sustancialmente
opuestos, como el Barroco, el Clasicismo, el Romanticismo o el Realismo.
Courbet, el pintor realista por excelencia de siglo XIX, lo resumió sin ambages
en una declaración que firmó de su puño y letra en 1861: “El arte sólo puede
consistir en la representación de objetos visibles para el artista. La
imaginación en el arte consiste en saber cómo encontrar la expresión más
completa de algo que existe, pero nunca en crear el objeto mismo.”
Así estaban las cosas desde tiempos
inmemoriales hasta que, como un sordo estruendo, llega Claude Monet y en 1872
concibe Impresión.
-La importancia de esa tela –explicó
Hawthorne, el conspirador-, de ese amanecer acuoso que parece hecho de roturas
cromáticas, radica en que estableció las premisas para que el objeto artístico,
cual cadena que había que quebrar, se disociara del propio artista.
Hugo no erraba. Auguste Renoir, Paul
Cézanne, Camille Pisarro, el propio Claude Monet o incluso aquellos pintores
que habían comenzado sus carreras abrazando el Naturalismo, como Edouard Manet
y Edgar Degas, eran artistas dominados por el entusiasmo y la alacridad. Todos
compartían nuevas inquietudes estéticas. Rebeldes y exultantes, se reunieron en
el parisino Café Guerbois para fraguar una sedición mortal contra la obcecación
de las directrices academicistas, que se enrocaban en ser depositarias a
ultranza del acervo cultural helénico denigrando cualquier alternativa que
pretendiera dejarlo atrás.
-Tal vez Monet -especulaba Hugo, el
virolo- tomó el nombre para su cuadro de las instrucciones que recibiera de
Eugéne Boudin, su mentor, quien le aconsejaba pintar mientras la impresión estuviera fresca.
Estas novísimas propuestas fueron un
escándalo. El artista, vaticinaban aquellos fogosos parroquianos del Café
Guerbois, tenía que desligarse del vector tradicionalista, recalcitrante,
reaccionario, que le obligaba a pintar o esculpir aquietándose no a aquello que
los sentidos perciben, sino a la realidad tal cual es, sin añadirle ni restarle
nada que la naturaleza, por sí misma, no le hubiera proporcionado previamente. La
crítica versada de la época, como era de esperar, se burló de ellos.
Pero el planteamiento, de repente, se
había invertido. El mirar, el ver, antes se supeditaba a la forma en que las
cosas exteriores se materializan, era simétrico a ellas, o aspiraba a serlo. El
ideal del arte consistía en que la paleta llevara al lienzo lo real y lo
perfeccionara. ¿Es esto, Hugo, lo que quieres decir?
Y Hugo dijo, enfático:
-Ahora, en cambio, la forma se doblega
ante el filtro estrictamente subjetivo, sólo inmediatez desprejuiciada, a cuyo
a través el artista registra de modo instintivo todo cuanto en su derredor
puede ser susceptible de representación ilusoria.
De ahí que, pensé, la realidad, una
vez convertida en arte tras pasar por las manos sublevadas de estos pintores
impresionistas decididos a rehacerla, comience poco a poco a deformarse, a
disolverse. De ahí que los soportes se empequeñezcan y el tamaño de los marcos
decrezca. Los sentidos se refugian en una dimensión más asible, más soportable.
El centro gravitatorio del arte se ha desplazado, revolucionado; buscaba una
nueva ubicación hasta entonces inexplorada, y en la búsqueda sufrió una falla
enorme: del objeto (grande, distanciado, anchurosa periferia), el arte brinca
hacia al sujeto (concreto, singular, intrínseco), y desde entonces no es sino
el instinto emocional del artista.
-La emotividad –remató Hugo, el
ventroso- fue para ellos el auténtico valor en que todo artista debía centrar
su tarea, aunque se resintiera la composición y la pintura perdiera su vertiente
de monumentalidad.
Mas la evolución no se frenó ahí, me
hubiera gustado indicarle al señor Hawthorne. Los impresionistas volaron por
los aires las esclusas que al nervio vital del artista habían sojuzgado, pero
las sensaciones que pintaban no suponían alcanzar la culminación definitiva.
El movimiento se dio por zanjado en
1886, año de la última exposición impresionista, que sintomáticamente no
incluyó a todos los miembros originarios del grupo. La implacable rueda del
tiempo no les perdonó. Habían alcanzado ya la madurez. Renoir
tenía cuarenta y seis años; Cézanne, cuarenta y siete; Degas, cincuenta y dos.
Muchos artistas, al cumplir estas edades, se desploman en una fase de declive,
de dudas e incertidumbres que los incitan a cuestionarse la trayectoria
precedente, en la que, aunque no lo recuerden, fueron felices. A ellos también
les sucedió: Cézanne, en 1889, decidió retirarse de los circuitos expositivos.
(<He resuelto trabajar en silencio hasta que me sienta capaz de defender con
la teoría los resultados de mis intentos, que no han dado más que consecuencias
negativas>, declaró con cierto patetismo.) Degas, más nostálgico, sin
presagiar la enfermedad que habría de cegarle en los últimos años de su vida,
sentía añoranza de su fructífera mocedad (<Ah, dónde quedaron los tiempos en
que estaba pletórico. Estoy rodando rápidamente por la pendiente y no sé dónde
iré a parar, envuelto en muchas malas pinturas como si fueran papel de
embalar.>) Renoir refrendó la crisis que atenazaba el grupo confesando su
tragedia personal: <He llegado al límite del impresionismo. No sé ni pintar
ni dibujar. Me encuentro en un atolladero.>
-Y sin embargo –nos reconfortó Hugo,
el filistrín-, la década de 1880 es quizás una de las más prolíficas en toda la
historia de las bellas artes, en especial de la pintura. Data
de este decenio el cliché de artista bohemio que todavía conservamos al evocar
el siglo XIX, un ser enfrentado al orden establecido, mezcla explosiva de
decadencia romántica y de juventud inadaptada. Era una manera de pensar, de
vivir y de hacer arte que se transmitió a los albores del siglo XX.
El arte hervía, se respiraba la modernidad. Fueron
editadas revistas de corta tirada (Le
Vogue, Le Symboliste, Le Moderniste) donde escribían los críticos simbolistas,
como Albert Aurier, que abogaban con atrevimiento por la renovación sin pausa
de los estilos. Se celebraban modestas exposiciones al margen de los canales
oficiales en cafés (como El Volpini,
donde expuso Gauguin en 1889, en contraste irónico a la Exposición Universal
de París de aquel año); restaurantes (La
Fourche, donde expuso Van Gogh con la ayuda de su hermano Theo); en teatros
cuyos nombres anunciaban el advenimiento de un tiempo nuevo (como Le Théâtre Libre), o incluso en los
despachos de los marchantes más emprendedores.
-En 1884 -certificó Hugo, el
fedatario- se fundó en París el Salón de los Artistas Independientes, una
sociedad de amantes de la pintura que, a diferencia de los patrocinios
tradicionales, funcionaba sin jurado. Eso permitió que se dieran a conocer las
obras de los llamados neoimpresionistas. Pero sigamos, Natalia, con el
recorrido por mi pinacoteca que he preparado para ti.
Hugo, no seas tunante, me dije.
Aclárale las cosas a Natalia antes de continuar. Explícale que el Neoimpresionismo
no es una corriente homogénea. En esa etiqueta se aglutinan genios tan dispares
como Seurat (que aportó el original Puntillismo y un estilo hierático,
sumarísimo, al dibujar sus rectas figuras), su discípulo Signac (maestro del
color, futuro defensor de Matisse y, luego, uno de sus detractores más
mordaces), el inquietante loco holandés Van Cogh (con esas pinceladas
desgarradoras, rabiosas, que anticipaban el Expresionismo, y esos paisajes y
bodegones hechos de ondulaciones febriles que culebrean como retorciéndose y
que excitan las neuronas al instante de mirarlos); o el artista bohemio por
antonomasia, Gauguin, que renunció a la placidez de la vida burguesa y tras
subastar su pertenencias comenzó un periplo que de Arlés le llevó a los mares
del Sur, y allí, en Oceanía, unió los avances impresionistas con el gusto por
lo exótico, propio de los simbolistas, dando lugar a lo que él denominaba Sintetismo.
Mas Hugo Hawthorne, el estilista, no
explicó nada de esto, para mortificación del poeta.
-Estábamos en que el Impresionismo
había expirado –enlazó con una filigrana de su voz empalagosa-. Pero el arte
nunca sucumbe. A principios del siglo XX arriban los cubistas a la pléyade de
pintores, y fuerzan que el cuadro se someta a representaciones geométricas
absolutamente inarmónicas.
Mis oídos no me engañaban: Hawthorne,
como un papagayo borracho de vanidad, no se hastiaba de monologar. Y en mitad
de su discurso, pontificó:
-Un impresionista desenfoca el objeto
artístico, como si al contemplarlo entrecerrara los ojos y llevara al pincel lo
borroso, lo difuso que sus pupilas así restringidas han intuido que tienen ante sí.
Las pinceladas se sueltan, proseguía
el poeta con su pensamiento volador; se hacen fortuitas, como taquigráficas.
Cada una conserva su individualidad. La obra queda entonces como deslavazada,
sin vértebras; pero su estructuración y coherencia (y, por ende, su
identificación por el espectador imparcial) se logran mediante la animación del
color, verdadero instrumento con el que se experimentan todas las posibilidades
expresivas, contrastándolo, yuxtaponiéndolo, mezclándolo, y al que se delega no
sólo el resorte expresivo, también la clasificación de los objetos, su
concreción inteligible. La recarga cromática compensa los desenfoques, las
perspectivas turbias, ese amago de estructura dispersa que es cualquier cuadro
impresionista. Monet no pinta nenúfares ni lirios sobre la superficie de un
lago. Pinta el verde-amarillo del vegetal flotante y su profundo reflejo sobre
el plano lacustre. Tampoco pinta el agua. Pinta la fisura sensorial que el
líquido acunado por las brisas provoca en quien lo contempla. Pinta matices,
irisaciones. De cerca, el cuadro es colorido, pero borroso. Para ver toda su
riqueza hay que situarse un poco lejos de él.
Por estas razones fue harto difícil
que el Impresionismo triunfara en la escultura. A
salvo Rodin y Rosso, y aun éstos con reservas, pocos escultores hicieron el
intento de adaptar al espacio tridimensional, propio de la escultura, las
disoluciones focales que propugnaban los impresionistas y su paralela
reconducción mediante el agravamiento del color, medios incompatibles con el
arte de esculpir.
-Pero un cubista es asunto diferente
–nos dejó estupefactos Hawthorne, el sorpresivo.
Pablo Picasso, el más conspicuo adalid
del estilo cubista, fue, como Matisse, un ubérrimo escultor. ¿Por qué, Hugo?
¿Qué dices al respecto?, pensé, como si le lanzara un dardo intoxicado, una
pregunta capciosa que lo enredaría y no podría responder.
-“Una cabeza es un conjunto de ojos,
nariz, y boca que se puede distribuir como se quiera. La cabeza seguirá siendo
cabeza.” ¿Sabes quién voceó semejante incongruencia, Natalia?
Natalia permaneció muda, abobada.
-Picasso –remachó H.H.-. Lo dijo el
superlativo Picasso. Fue su formulación de principios teóricos. Al proferirla,
dejó claro que su insurrecta intención era desagregar, inarticular. Había
declarado la guerra a toda la historia del arte tal y como había sido entendida
por la tradición, incluyendo en ella a los impresionistas.
Un lienzo cubista hereda del
Impresionismo la disminución de la moldura en que se encaja. En un principio
huye, como aquél huía, de la monumentalidad. La
tela sigue comprimida, asequible. La temática es, por lo general, amable.
Un cubista también vapulea las gamas
cromáticas, indaga insaciable, ensaya sin acotamientos desnaturalizando las
formas que el mundo exterior, lo periférico, pone a disposición de su
contemplador. Los grumos de óleo, las delicadas acuarelas, se misturan con serrín,
con yeso, incluso con virutas de metales. Hasta tal punto experimentaron que,
paradójicamente, la multiplicidad del color y la versatilidad de los contrastes
que tanto utilizaron los impresionistas fueron perdiendo vigencia. Las
pinceladas, desposeídas de luminosidad, se hacen monocromas. El gris, la
gradación de los tonos menos lumínicos –marrones, negros- imperan. Como
escribiera para la
posteridad Georges Braque , otro gran cubista
precursor, “el color molesta al espacio en nuestros cuadros.”
Nada detiene el ansia de probanza;
toda tentativa, aunque fracase, está permitida. Así se explica que osaran ir
más allá. Su preocupación radical era el volumen: moverlo, trastornarlo,
manipularlo, volverlo a componer en el lienzo como si de un puzzle se tratara y
quien debe ajustar las piezas desconexas anduviera enajenado, con la voluntad
ida. El arte encuentra aquí su geometría improbable.
-Picasso y Braque truncan los espacios
–dijo Hugo, el líder-. Sobre la defectiva bidimensión del lienzo prorrumpen una
tercera, una cuarta y aun una quinta dimensiones en las que se concitan planos
angulares, salientes, verticales y horizontales de trazo tan contundente que
son bloques macizos ocupando la tela y compactándola, aristas que parecen
invadirla, rajarla, sajarla a la canal.
Así es, Hugo, pensé. La composición se
ha descompuesto, en la acepción que del vocablo composición manejaban los clásicos: distribución armónica.
Persiguen los cubistas averiguar dónde está el relieve en una materia que
carece de él, para desarreglarlo y luego reubicar su acoplamiento sin ningún
orden aparente que cumplir, totalizándolo. Por eso también esculpían, porque
esculpiendo lo hallaban.
-Aunque nos cueste adivinarla, el
lienzo cubista aún conserva una estructura.
Correcto, Hugo, pensé. Pero no seas
truhán y termina la frase: lo que vemos es la estructura de la destrucción. Las
formas naturales ha sido derribadas de su pedestal y no hay misericordia que
las proteja. Mas el cubista no las elimina. Agarra los pedazos que han
subsistido tras el tornado y los reparte como si fueran segmentos de una
realidad que había sido, antes de acaecer la devastación, otra distinta,
imposible de reconocer tras los volúmenes fragmentarios que ahora cubican el
cuadro.
Esa realidad desmembrada, lo poco que
queda de ella, se desfigura en progresión exponencial hasta hacerse síncope,
desmayo, incluso ferocidad. La pintura secciona toda cordura volumétrica,
enloquece toda distancia o proximidad, y revela a cañonazos la compleja
pertinacia de querer acabar para siempre con la captación de los objetos en un
solo plano artificioso. Frente a la naturaleza armónica, estática, sin
sobresaltos, del clasicismo más añejo se opone ahora la confusión, el
laberinto: el objeto artístico debe ser reproducido desde todo ángulo o
perspectiva y, además, simultáneamente, como en un salón de espejos. Por eso se
disgrega en módulos autónomos que sólo milagrosamente permiten identificar su
unicidad.
-Un impresionista entreveraba la pupila. Un
cubista la hermetiza, obliga a que nada la impenetre. -Elevó Hugo un dedo sobre
su vertical, en la falange rutilando una esmeralda. Y declamó, pomposo:-. Un
cubista no pinta objetos: pinta las ideas geométricas que tenemos del objeto.
Puras ideas. Y si puede las pinta todas a la vez. Tal
es el trecho cualitativo que al Cubismo aparta del resto de estilos que le
precedieron.
Sí, Hugo. No mientes. Pero te callas
lo que causa pavor. Cuando una idea va alcanzando tal extremo de
ensimismamiento, cuando una idea tiende a interiorizarse tanto, cuando una idea
se ha enquistado en su propia raigambre, es decir, en la psicología del artista
que la hace surgir en función de su temperamento, de sus fobias, de sus
proclividades, sólo resta que se pinte la deformidad incondicional, la
oposición a toda forma natural, la pesadilla y la alucinación. El
Cubismo , con la premura y aun
insolencia con que las distintas corrientes de la Vanguardia nacían, convergían
y se bifurcaban, desaparecían o se mestizaban y, al mismo tiempo, pregonaban su
independencia, traería consigo irremediablemente, y aunque no lo procurara a
propósito, el Surrealismo, el desequilibrio, lo vaporoso, el arte totalmente
abstracto, la inestabilidad, lo flotante, el triunfo del paroxismo creativo, de
la psicodelia más arbitraria.
-En 1914 –retomó Hawthorne, el casto,
su parlamento indecible-, el crítico Paul Fechter publicó una monografía sobre
el arquetipo de arte que por entonces exaltaban los polifacéticos Vasili
Kandinsky y Max Pechestein. La tituló Expressionismus. Dos
años después, en el ecuador de la cruenta Primera Guerra
Mundial, el dramaturgo Hermann Bahr escribe un ensayo que repite idéntico
titulo.
Recordaba yo haber leído un epítome de
ambas publicaciones que Natalia bajó de una página web especializada que solía
consultar cuando andaba enfrascada en algún artículo para Caballete de Plata. Fechter y Bahr recalcaban que el movimiento
Expresionista -adorador de ese cuadro tan angustioso, todo tormento, que es El Grito, de Evdard Munch-, fue el único
que verdaderamente rompió con las ataduras del naturalismo, pues ni siquiera
los impresionistas, con su rutinaria predilección a pintar paisajes al aire
libre, pudieron desembarazarse enteramente de la tiranía ejercida por el mundo
exterior y su epílogo de apariencias. Tan solo el Expresionismo da importancia
excluyente al universo de las emociones internas del artista que bulle por
emerger. Tan solo la que fue su declinación más perfecta, el arte abstracto
total, consigue traducir a pintura la intrasubjetividad.
Decretó Hugo, el berengo, un poco
contrariado:
-Pero ensalzar al artista soberano por
encima del arte mismo, axioma de los expresionistas, deriva en menospreciar las
habilidades técnicas, esas maneras sublimes, meritorias, que los espectadores
esperamos apreciar en la obra y a las que asignamos un nombre: talento.
Como nadie dijera ninguna acotación
tras la parrafada, Hugo, el inmutable, prosiguió:
-Sin embargo, las corrientes o istmos
que se originan a partir de entonces defienden que el pintor no tiene por qué
ser un dechado de mañas y pericias. Basta con que sepa arrancar de su furtiva
inconsciencia los prejuicios que venían acallándola. Extraer sus secretos,
explosionar el flujo intimista es el procedimiento, y sentir con plenitud que
debe plasmarse el resultado de este estado catártico, por informe que sea, es
el objetivo. El músico expresionista por antonomasia, el vienés Arnold
Schoenberg, acuñó un slogan muy célebre que el movimiento pictórico paralelo
hizo suyo de inmediato: el arte surge por
necesidad, no por habilidad.
Si bien esta explicación de nuestro
agasajador no estaba exenta de certeza, a mí me incomodaba. ¿Cómo comprender la
evolución tan ardua que el arte experimentó a principios del siglo XX? ¿De
veras un Vasili Kandinsky o un Franz Kupka hicieron dejación de todo
virtuosismo técnico?
-Kandinsky, óyeme bien Natalia,
teorizó sus concepciones en el tratado De
lo espiritual en el arte diciendo que la plasticidad clásica se había
basado en leyes físicas, mientras que
la abstracta debía promulgar y utilizar en adelante leyes anímicas, que operaban exclusivamente por medio de la intuición
congénita del artista.
Tal fue la pasión por lo abstracto de
Kandinsky, que afrentó a todo pintor que no empleara su visión intuitiva
llamándole esclavo perezoso, porque
sólo la intuición le lleva a aprovechar al máximo su <talento
evangélico>. Esa suerte de clarividencia que repudia todo peso o medida,
todo lo práctico o utilitarista, y que por el contrario sirve de vehículo a la
<necesidad interior> de expresarse, como Kandinsky la denominaba, se
erige ahora en el único motor de lo artístico.
Por ello, sin ningún ánimo de
polemizar, me hubiera gustado replicarle a nuestro hospitalario asesor: ¿no
sería más atinado afirmar que los abstractistas, lejos de desdeñar la técnica,
ingeniaron una íntegramente nueva y, con ella, una nueva temática, pues las
tradicionales no les servían para incorporar al arte algo tan inmaterial o
etéreo como la inteligencia emocional?
Hawthorne, el distraído, no se dio por
aludido:
-A pesar de descuartizar el motivo de
sus cuadros (las faces geometrizadas en los retratos de Kanhweiler y Vollard,
de Picasso, por ejemplo; el violín, el arpa y la jarra en la serie Naturaleza Muerta ,
de Braque), y de naufragarlo dentro de una especie de andamiaje compactado, los
cubistas no abandonaron del todo la vinculación a un mínimo asidero figurativo,
aunque en muchas ocasiones fuera tan exiguo como un átomo. Para los cubistas,
la abstracción radical estaba reñida con el arte mayúsculo, pues al final,
profetizaban, decaería en mero diseño carente de alma que fluctuaría según las
modas.
Acertaste, Hugo. El Cubismo es un arte
abstraído, pero no abstracto. ¿Ibas a decir a continuación que los precursores
de la máxima abstracción superaron a Braque y Picasso, a quienes consideraban
como peldaños meramente transitorios de la complicada evolución que a ella
conducía?
-Iba a decirte, Natalia, que con
Kandinsky, con Piet Mondrian, con Kupka el arte se hace inespecífico, en el
sentido de sustraerse a toda realidad formal. Al anhelar que la representación
pictórica proyecte lo que el espíritu siente o intuye, el artista abstracto
crea una nueva entidad ambiental que, en verdad, nada representa y en nada
recuerda a los objetos que hay en la vida cotidiana. Eso –se reía Hugo, con
sorna- despista al espectador y en la mayoría de las ocasiones anula su
curiosidad, lo despide de la visión contemplativa, lo descarría, porque nada
comprensible aprehende con ella. La abstracción aniquila toda referencia
física.
Kandinsky expuso su credo: el arte no
requiere una construcción anatómica clara que salte a la vista nada más verla.
Necesita más bien una construcción
latente que, aun desvirtuando la naturaleza, virtúe el alma que vibra en
todo objeto. El ruso lo expresaba con un retruécano: <No existe ninguna
forma, ni nada en este mundo, que no diga nada.> Para el abstractista
incluso en el movimiento, en la línea más simple cuya finalidad práctica sea
desconocida, yace un caudal enorme de expresiones que el artista debe detonar,
hacerlo presencia.
-Esta antilógica -rezongó Hugo, el
contradictor, resuelto a ridiculizar a Kandinsky- sólo produce incoherencias
externas.
Pero en cambio, me dije, al descartar
todo lo accesorio estimula la irrupción de lo inmaterialmente puro, de lo que
es cohesión interna. Hablaba Vasili Kandinsky, con gran lirismo, de que la
armonía pictórica se tenía que basar en <lucha de sonidos, en equilibrio
perdido, principios que caen, redobles de tambor inesperados, grandes
preguntas, impulsos aparentemente insensatos, empuje desgarrado y nostalgia,
cadenas y lazos rotos que se entrelazan, contradicciones y contrastes.>
A sabiendas, el ruso estaba definiendo
los caracteres propios del espíritu humano: puede que se nutra de valores
altruistas como la generosidad, la justicia, la solidaridad, pero también la
turbulencia, el agravio y la rebelión lo alimentan día tras día. El arte debía
ser lenguaje irrestricto, profusión de formas y colores nunca conocidos que
despertaran la sensibilidad del contemplador. Por eso Kandinsky quería espectadores
que fueran inteligentes, que se esforzaran: “El período naturalista ha
producido en la vida (y por ello, también en el arte) un público incapaz de
enfrentarse simplemente al cuadro, porque busca en él todo menos su vibración
interior y el efecto sobre su sensibilidad. A ese espectador no le gustan las
grandes honduras y prefiere quedarse en la superficie porque le cuesta menos
esfuerzo. Desconoce que cuanto menos motivación externa tenga el cuadro, más
puro, profundo e interior será su efecto.”
La abstracción otorgó al artista la
libertad de poder utilizar sus dotes innatas con una finalidad explícita:
captar todas las llamadas resonantes del espíritu, todas sus vibraciones. Sin
libertad ilimitada, con formas constreñidas dentro de su encorsetamiento
natural, el espíritu jamás se expresaría. Pero tal libertad otorgada es
autonomía responsable, una carga grávida que el pintor debe soportar en el
momento de rastrear esos tesoros escondidos: “El artista está obligado a un
trabajo pesado, que a veces se convierte en su cruz. Cualquiera de sus actos,
pensamientos, sentimientos constituye el frágil material de sus obras, su atmósfera espiritual. Todo ello puede
aclarar o envenenar su talento. El artista no es libre en vida, sino sólo en el
arte. Ha de cultivar sus ojos, pero también su alma. Cuando su alma vive, no
necesita el apoyo de teorías.”
-No ha habido arte más incomprensible,
más enigmático -refunfuñó Hugo, el orate, alejándose con Natalia tomada del
brazo hacia el siguiente panel de la chapelle.
No ha habido arte más incomprendido,
se decía el poeta, ni más sutil, ni más intrépido. La abstracción estuvo muy
cerca de culminar el proceso evolutivo del arte. De zanjarlo. Los clásicos, en
su perfección, siempre imitaban la realidad: ésta no se entendía como perímetro
adyacente a la conciencia del pintor, sino que era el núcleo básico que
suministraba toda forma susceptible de artificar. Esta remedación, esta réplica
repetitiva, acarreó el hartazgo, se hizo insoportable, pero los artistas
academicistas no lo previeron. Aplaudidos por el gran público, vanagloriados
por una crítica institucionalizada, aduladora y alerta para que nada se
moviera, e instruidos en escuelas cuyo ideario era el conservadurismo más
exasperante, se limitaban a redundar en representaciones primorosas en su
ejecución, pero ociosas de expresividad, extinguidas tan pronto eran pintadas,
esculpidas, de tanto reiterar modelos caducos. Eran sabios en producir formas
gráciles, gentiles, que causaban agrado extremo a una masa de visitadores de
museos petulante y lisonjera, pero apática, conformista y de una ineptitud tan
supina a la hora de arrostrar nuevas experiencias que ponía al descubierto su
inútil diletantismo. Eran, esos artistas acomodados, grandes expertos y se
complacían de manejar, con toda corrección, mecánicamente, las normas
elementales del oficio.
Sin embargo, para aquellos otros
artistas que por entonces eran considerados marginales por no aquietarse a
estas flojedades y querer salirse del canon, el arte no era oficio, sino
necesidad. Comprendieron que para sobrevivir al marasmo decadente en que había
sucumbido, el arte debía innovarse, modernizarse, lo pedía a gritos que nadie
oía. Lo artístico estaba feneciendo en un albañal de abúlica falsedad que olía
a perfume.
Ahí, en mitad de esta parálisis
invalidante, hicieron acto de presencia las vanguardias como un cuchillo en una
reyerta. Trajeron consigo una sucesión de propuestas insurgentes. Trajeron la
avidez de llegar adonde nadie había llegado. La insoportabilidad fue in
crescendo, hasta casi cerrarse el círculo que habían iniciado los
impresionistas cuando la abstracción prorrumpió en el escenario y arrolló con
toda figuración. (<No podemos vivir y sentir como los antiguos griegos>,
anunció Kandinsky lapidariamente.) Para los valedores de esta renovada
iconoclasia, ningún objeto inteligible debía gozar del privilegio de ser
representado. Ellos, los abstractistas, descubrieron que lo pictórico siempre
exige indefectiblemente dos medios fundamentales de canalización, el dibujo y
el color, pero el tercero, al que tanta importancia jerárquica se había dado
durante siglos y siglos, el objeto perceptible, el objeto orgánico, era
radicalmente prescindible por ser insípida contingencia, accidente que estorba
la verdadera eclosión expresiva a que el artista ha de entregarse: pintar no
las cosas, sino la pintura misma. Como les ocurre a los ídolos y a los dioses
caídos en desgracia y en quienes ya nadie cree, el arte figurativo, cual
criminal, había sido desterrado.
-Un impresionista entrevera la pupila
–refrendó Hugo, el somnílocuo, bajo el panel de la Virgen y el Niño que había
pintado Matisse-. Un cubista la hermetiza. Para
el artista abstracto simplemente la pupila no existe.
Más aún, se dijo el poeta. El hombre
siempre ha llorado, y el artista siempre ha captado el instante del lloro del
hombre. El arte consiste en sublimar ese instante, según el estilo.
Un clásico hará de la lágrima otra
presencia física más perfecta. Una perla. Un impresionista hará de ella agua,
matiz difuso entre muchos matices difusos. El fauve, color excitado. El
cubista, si pudiera, cogería la lágrima del lacrimal, la convertiría en cristal
sólido, en mole, en aristas triangulares, en dimensión volumétrica, en todo
aquello que se pueda rodear, trocear, y sobre el plano del lienzo pintaría un
poliedro o algo parecido a una geometría increíble. Un abstractista no pintará
la lágrima, sino el concepto: el llanto. La pesadumbre o angustia que la hizo
emerger.
La muerte suprema. La muerte de la
musa
Hugo Hawthorne hablaba de arte. Pero
el poeta pensaba en el dolor. ¿Cómo poner frases certeras a la pérdida de la
inocencia? ¿Y al desajuste o la dislocación? ¿Cómo enumerar las razones de un
apresamiento, del cautiverio, sin que eso nos duela?
Pensamos con el tiempo, con la edad:
nos da miedo el desamparo. Nos da miedo la soledad. Miedo
nos da tocar la estatua de Venus, porque se esfuma, se desvanece, es una
serpiente. Pensamos con el tiempo, con la edad: nos da miedo la nostalgia, la
incertidumbre, la servidumbre, la
muerte. El hambre nos da miedo. Y la
complacencia, y la indigencia, y la caridad. Pensamos
con el tiempo, con la edad: nos da miedo hacer arte de nuestro sufrimiento,
pero lo necesitamos, lo hacemos. Nos da miedo la conquista, la ortodoxia, la certeza. El
daño que no se agota. Y no pensamos, nunca, que el miedo proviene del hecho
irreversible, sofocante, de ir convirtiéndonos en seres conscientes que buscan
con todo afán ponerle palabras, por igual, al contento y a la devastación.
No lo recuerdo por entero, sólo
conservo de él la imagen dudosa, difuminada, que los artistas han anhelado
plasmar en sus cuadros, pero cuánto echo de menos el paraíso donde nada era
necesidad, donde no tenía que pensar, concebir, decidir, corregir, y sólo
sentir. Donde todo, hasta las briznas de hierba, era belleza. Hubo un edén
donde éramos danzantes desnudos y nos reíamos. Donde la desnudez no nos
ruborizaba y el llanto era agua. Era el edén de la música, de la manzana, de
los cuerpos sin cicatrices, del placer y la calma. ¿Dónde estarás, mi edén?
¿Cómo fue que te perdí?
La
alegría de vivir. Matisse. Ahí estriba la clave.
Porque voy a contarte, Natalia, como
se siente uno mientras se sabe que se están muriendo las ganas. Voy a contarte
con mis mejores rimas el espanto que se ve en el túnel. Voy a decirte las
desviaciones que devuelve el espejo infame. Voy a decirte que sin el caminar,
sin el narrar, no hay historia ni escapatoria. Voy a desvelar, Natalia, por qué
me mataste.
Vinieron gritos de júbilo y agrado. En
las demás salas del Museo no se respiraba más que un repentino alborozo. Hugo
Hawthorne, el silfo, no sólo había previsto que la inauguración del evento
coincidiera con la fecha exacta, treinta y uno de diciembre, en que el genio
había nacido ciento treinta años atrás. Ya que era Nochevieja, también dio
instrucciones para que se preparara un ágape con que agasajar a los visitantes.
Y la hora estaba ya presta. Llevado por un acto reflejo volví a consultar mi
reloj: en efecto, todo estaba a punto para lo letal. Había acabado el juego.
Mamparas automáticas, como nubes de
metal cargadas de píxeles, descendieron silbantes desde las alturas y cubrieron
los lienzos. Se enturbiaron los dinteles, los espacios, con penumbras
crecientes. Nuestras siluetas parecían embozadas en el límite de una intemperie
irreal. Dioramas de una transparencia de hielo reproducían la imagen del guache
Ícaro, de Matisse, que ni andaba, ni
flotaba, ni se caía: era un muñeco al que hubieran detonado un solo disparo de
mentira, justo en el corazón; una marioneta sin hilos (afligida polichinela) a
la que en la nada azul sostenían estrellas picudas como copos de nieves
reventados por la calor del sol.
Donde antes hubo pinturas y paredes de
estuco, ahora había fotografías en blanco y negro a tamaño de pantalla de cine:
Matisse en su estudio de Collioure, año 1907, la pose de militar sin atavíos de
campaña, junto a Amélie Parayre -madame Matisse- y Marguerite, las dos mujeres
más importantes de su vida hasta que de ellas le separó la segunda guerra. Año
1928: Matisse en una habitación de la casa de Niza, transfigurada en harén de
terciopelos y promesas, pintando a Lidia cual hembra hambrienta de sensualidad.
Año 1931: Matisse, frente a un lienzo ciclópeo, perfila las impostas y las
ojivas de las bóvedas de Merion. Eros y Dionisos, en la oscuridad, trenzarán
con las ninfas un ballet tan pronto el doctor Barnes apague las lámparas de su
palacio y se retire a recontar por enésima vez la fortuna acumulada. Matisse
tumbado en un camastro, año 1950, viejo, aún lúcido, esbozando sobre la pared
con el luengo bastón (pincel desmedido) el rostro ovoide -como el espejo que me
aprisiona- del santo santificado. Año 1951, Matisse el día de la bendición de
la Capilla de Vence. Era una espléndida mañana. Radiante. Aparece sentado bajo
las vidrieras, que proyectan sobre su corpulencia falaz la tricromía lumínica
que imaginara Monique Bourgeois mientras tejía y tejía durante sus noches de
penitencia, en el caserío de Vence. Al fondo, en el panel de las catorce estaciones
del Vía Crucis, se esencializan la crucifixión y la congoja de la Virgen como
si fueran fotogramas de unos dibujos animados, sin alma. Está solemne Matisse,
también solitario, sus manos inútiles se recogen sobre el regazo. Gafas oscuras
velan su mirar. Un sombrero de fieltro acentúa las ceremonias, la celebridad, y
una larga capa marrón es una envoltura que impone solidez a su cuerpo de
anciano, cada vez más azotado por el deterioro. Pero Matisse era fuerte, y
tenía esa inmodestia retraída, esa violencia escrupulosa que cultivan algunos
genios: una pierna se adelanta, señorial, rotunda, como tomando posesión del
Parnaso.
Año 1954: Matisse empequeñecido, poco
antes de morir. Se apoltrona en la butacona de mimbre, una mano apenas logra
alzarse y se aprieta de vendas que le alivian la parálisis de la artrosis. Parece
hablarle a una paloma que la otra mano impide volar, pero en verdad está
trazando con esfuerzo líneas y curvas en una libreta. Improvisa con surcos de
carboncillo su último dibujo: un falo enorme que brota como un monumento y se
yergue majestuoso contra la fuerza de la gravedad, a un lado la leyenda Tous
est grand chez les Rois. Se ven más palomas
blancas posadas sobre los alambres, y jaulas sin ellas.
Yo no estoy loco. Estoy solo. Cautivo.
Y el humano, en su soledad, en su cautiverio, crea. Aspira a ser, en la
insignificancia, un leve remedo de los dioses que se inventa. Yo no estoy loco.
Estoy temblando. Tiemblo ahora y temblaba entonces, en mitad de aquellas
imágenes agigantadas que resumían una vida difícil de entender si faltara el
tamiz del arte.
La gente, aglomerada en derredor de
aquellas postales, era recortes de papel. Sin volumen. Sin viveza. Sin alas. Un
puzzle con piezas de otro puzzle. Y las galerías del Museo Metropolitano,
estanques glaucos invadidos por matas de liquen. Sentía las fascinaciones
silenciosas, el estupor de los estetas, y sentía a Hugo Hawthorne, el lascivo,
subido a un púlpito desde el que increpaba a los visitantes. He aquí mis dones,
los arengaba, se extasiaba. He aquí mi feudo, mis propiedades.
¿Y Natalia? Natalia ya no era mía, tal
vez porque nunca me había pertenecido. Hugo, el cuatrero, se la llevó en
volandas tras el discurso fogoso que había pronunciado.
Pero los perseguí.
Se dirigían de nuevo al interior de la
capilla duplicada entre una multitud de criaturas que se admiraba y sucumbía,
obnubilada por los hechizos, sin darse cuenta del drama singular que se
representaba ante ella. Cuando llegué al santuario, ya desfallecido, no los
encontré. Era imposible que no les hubiera visto salir. Habían entrado allí
dentro, estaban allí dentro, ¿pero
dónde?
No oré, no humillé mis rodillas. No
pedí perdón misericorde, pero a través de las teselas de vidrio tricolor aún
penetraban en la capilla restos de luz ficticia, para ir a reposar sobre la
santidad del santo. El amarillo ardoroso, el verde vital y el azul cadente se
conjuraban para que de ellos surgieran tonalidades violáceas, un color sin
nombre que se apagaba. Y aquella fusión de materias inverosímiles me
proporcionó la respuesta: entre la cabeza inane y los pliegues del manto había
una torcedura. Me acerqué, intrigado. Expectante. ¿Otro milagro, mi musa?,
musité. No más por esta noche, te lo ruego. Me acerqué y no debí hacerlo,
porque en aquel acercamiento había sufrimiento, sorpresa, amor, arte.
Dolor.
Me acerqué y había una puerta.
Portezuela. Parecía tallada en perlas que hubieran pulimentado hasta reducirlas
a pura superficie. Una puerta que se entorna despacio y no se cierra es una
invitación. Provocación. Levitación. Me adentré. Una escalera de mármol
ascendía, fría, trepadora, tramposa. Ascendía a los aposentos. Lentos eran mis
pasos. Lentos como aluviones. Lentos como llantos.
De repente una música, una letanía. Mandolinas,
rabeles, cítaras. Voces enerves de emasculados entonando canciones de cuna. Y
una luz oblicua en los quicios, más clara. Los cuadros de las odaliscas de
Tanjah que pintara Matisse a su regreso del paraíso y que Hugo, el raptor,
había hurtado a la lujuria de los visitantes, gravitaban ante mí como uvas
mordidas, como almendras en flor.
Yo no estoy loco. Sólo escribo poemas. Sólo agonizo de
amor. Siempre he tratado de escapar de lo real, y nunca lo consigo. Y en
aquellos momentos de zozobra era real que las huríes de Matisse se balancearan
flotando en una danza de agua. Y el balanceo de sus cuerpos semidesnudos, baño
luminoso de adamante, trazó por el aire, en su contorno, las líneas ondulantes,
curvas, del arco moro. Las herraduras eran pórticos, y había templos que me trasladaban
a la seducción, a la sensualidad, al saber carnal que se hace placer con la carne. La música era sinuosa.
Imaginé las miradas atraídas contemplando el baile de las bailarinas descalzas
y deseables, plenas en su plenitud danzante de mujeres misteriosas. Imaginé
velos de hilos líquidos celando los labios, cayendo sobre las bocas tapadas
como las gotas caen sobre la fruta que está por partirse: resbalándose. Sedas,
joyas y preseas las adornaban. Sus cabellos lacios eran madejas desmayadas de
pasión. Los ojos negros de las huríes fueron punciones de ternura, y se
deleitaban. Piel color envero, danza tribal, aréolas en el culmen del estímulo
como la saliva que las lame, muslos como columnas en movimiento.
Y yo temblando. Me adentré y no debí adentrarme.
¿Qué queremos decir cuando decimos <nos vamos>? ¿Es nuestro adiós una
despedida momentánea, un mero aplazamiento, o una huída que todo lo posterga?
Recuerdo que mi ser entero imploraba: corre, huye, aún estás a tiempo. Pero
seguí adentrándome. Mi voluntad era entrega; y las notas de música, huellas que
se hendían en la oquedad de los corredores para formar un camino. El camino de
lo letal. El camino de la verdad.
Porque el arte empieza por la verdad. Pero
la verdad es insoportable. Por eso, con el arte, sufre una convulsión y se
altera hasta hacerse belleza. Esculpir, pintar, narrar, son formas de hallar
una certeza aniquiladora, de inventar una belleza y propiciar el simulacro de
su existencia, por vacía que sea. Vacía, pues no es asible. Vacía, pues aún no
está contaminada. Entonces, cómo no adentrarse, si la verdad nos embauca.
Queremos besar labios donde sólo hay boca. Queremos bañarnos en ríos y
cataratas donde sólo hay piedras. Piedras que, por supuesto, hablan. Queremos
ganar todas las batallas, pero sólo peleamos por la derrota total que provoca la guerra. Yo
quería transitar por aquel camino porque necesitaba narrarlo, que fuera
metáfora, poema para Natalia. Aun en aquel trance yo buscaba la belleza. Buscaba
una verdad. Aunque me matara.
Y la encontré, a la belleza. Temblando. Y
un humano que tiembla todavía tiene fuerzas para atraparse, para aferrarse. Mi
mano aferró un cuchillo que se corporeizó en el embrujo de la noche. La
hoja era una luna rota. Cortante. Blanca. La empuñadora, una pluma; y aunque
frágil como espigas al viento, se prendía a mis dedos tremantes y no los
soltaba. El cuchillo era un damasquino de plata que con el solo tacto ya podía
matar. Pero todavía no era yo ninguna bestia. Yo, únicamente, temblaba.
Y la encontré, a mi verdad. La música
fue calmando la inminencia que se cernía, neutralizaba la certidumbre de que ya
había llegado a los aposentos. No te sientas extraño, me decía, no has
enloquecido. Sólo estás asustado. Sólo temes disiparte, ser humareda. Pero la
música era espejismo y se tornó risa, disonancia. Aliento caliente. Y las risas
fueron burlas histéricas o imaginarias.
Hugo Hawthorne, el erógeno, estaba
pergeñando su mejor obra a resguardo de indiscreciones. Su obra más perfecta.
La suprema. Él se había vestido de sultán. Ella, mi Natalia, de odalisca. Mas
los atuendos no eran completos. Faltaban parte de los ropajes: los que abrigan
las vergüenzas no estaban en sus cuerpos. Me dije: llamamos vergüenzas a la desnudez de los otros, a
la desnudez que no es la
nuestra. Pero yo llevo tu camisa,
Natalia, quise murmurar y no lo hice. Llevo tu mechero como fuego encarcelado.
Llevo tu alma sobre mí, y es una espina. Soy tu vehemencia.
¿Qué cosa es la que huelo?, me dije.
Sahumerios de vainilla y sándalo ardían con pereza, esparciendo los aromas. Las
volutas elevándose sobre su quebradiza vertical, a mis ojos todavía sin rajar
de poeta intuitivo, eran como los lazos que desenhebran los amantes con sus
cuerpos ebrios en el mismo instante en que ya se han amado. Me aturdió la voluptuosidad
extenuada de esas sombras inestables que de pronto eran surcos, y de pronto
estelas. Me aturdió ese desvanecerse mientras se asciende, para desaparecer. El
olor del azafrán acudió a mi memoria. El olor a cartón mojado, a leche agria.
No podría precisar en qué momento se
dieron cuenta de mi presencia, yo el intruso, yo el visionario. El damasquino
bombeaba latidos criminales, culpables. Era un injerto entre mis dedos, un
elemento extraño que se apropiaba de mis atrevimientos y locuras. Hugo Hawthorne,
el impúdico, permanecía en pie mirándome con ojos de capataz o coronel ante
quien el obrero, el esclavo, se hubiera sublevado o proferido un insulto. Vi
incrustada en su rostro la estupefacción que acompaña no al pecado, sino al
fastidio. Ella, mi Natalia, la diosa, la venadriz, la pornográfica, aún no
mostraba reacción. Pero yo era todo dejadez, furia reprimida.
¿Qué es esa rigidez de ídolo venerado
que se destaca? Era la verga, encendida, pulsionada, rusiente como hierro
caldeado al rojo vivo. Era brava, majestuosa, y se erguía henchida de venas con
resaltes de músculo que querían ser lamidos. Era compacta y poderosa como un
tótem.
¿Qué es ese delta húmedo? Vellos sabrosos al paladar que culminan
en el Monte de Héspero por donde los peregrinos del amor se aventuran y mueren.
Estambre en el mar, piernas abiertas, de par en par ofrecidas para el
sacrificio lujoso, para la sacudida primitiva. Para el estallar, la nueva
acometida y la somnolencia.
Natalia, me mataste. ¿Por dónde
empezar?, me urgía insistente la voz que de improviso me hablaba. Por el más
fornido, sin duda. El damasquino se deshizo de mí, fue tropiezo de argenta
contra las lozas del terrazo. Y allí se quedó, sobre el suelo. Esperando ¿Y esa
lumbre? No tiembles, me decía. Esto es un poema, inspiración. Esto no es una
hoguera que arde en la
chimenea. Esto es un atizador.
Hugo, el temeroso, huía (como yo) de
lo real. Pero los aposentos privados eran el cautiverio del charlatán. Su
calabozo. Yo había cerrado todas las puertas, y arrojado las llaves al pozo de
mi inconciencia. Improbable la
evasión. Me acerqué a él. No recuerdo
quién de los dos sonreía maliciosamente. Qué grito de daño (me dio asco) maulló
el pendenciero, como un gatito empalado. Hermano, me dije. Eres un ser fuerte,
atrayente, pero desvalido. Y allí se quedó, postrado sobre las alfombras.
Retorciéndose. Desangrándose. Reventado. Hugo era entonces un odre partido.
Natalia, mi Natalia: ¿por qué no
reaccionabas? Eras marmórea. Con el cieno que ahora me abraza yo hubiera
moldeado una estatua perenne, para seguir admirándote mientras me destruía tu
belleza. ¿Acaso ya intuiste que me estabas matando? No sabes pensar, insistía la voz. No
sabes, no sabes, machacaba la voz, a lo lejos, aquí dentro. Por eso no eres
libre. Los narradores cuentan la vida como les gustaría que fuera, aunque
escriban tragedias. Si me dijeran: empieza una conversación, poeta, todos
estamos esperando que declames, yo respondería: no puedo, imposibilidad.
Sensibilidad. Me dedico a sondear los agujeros que hay en mis madrugadas. Para
mí la vida es de otra manera y no sé ponerle nombre. Late mi corazón con la
luna llena, con la luna menguante, con la amarga, con la que se eclipsa. Tenéis
que aguardar a que el poeta resurja de los ahogos de su lírica, igual que tener
paciencia con quien, por crecer junto a él una deficiencia, le cuesta trabajo
hablar, porque el poeta –esgrimía mi voz larvada con coraje, como un alegato
frente a un jurado- está escribiendo, y no se detiene a reflexionar sobre lo
que hace. Simplemente, sabe que ha de hacerlo. Dejadlo, pues, en paz.
Natalia, consiente la ofrenda de mi
desabrigo. Me fui acercando. Natalia, pomada y espada, aunque trepo a la cima
ya no te encuentro. Como en todo alarde, tú y yo no hemos encumbrado más que
miseria. Quiero dormir contigo, pero me domaste. Quiero saciarme de ti, pero
eras desierto. El amanecer, terció la voz ubicua, anda cercano, nos va faltando
tiempo. Pero tal vez, en mi demencia, yo convocaba la aparición anticipada de
la luz, que se hizo vitral de paño, cortinaje de cristales. Las yemas de mis
dedos estrangulaban los sahumerios de sándalo. La vainilla como un residuo. He
de extinguirme, resucitar. Ser otro, me dije. Y la voz exhortándome: pues no te
queda más remedio, mi niño, que serlo. Aprende de una vez que para morir de
amor en la realidad, o para matar en la fantasía, nunca hay una transición. No
hay una madre que te sirva de guía.
Allí estaba el espejo ovoide del
señor, absorbiendo mis facciones, adelgazándome. ¿Soy ese esbozo torpe, ese
circuito diseñado con borrones, que se inclina en pos de la aleación de muerte
y metal, y se abandona? No. Era la bestia, acechando su alimento. Hay muchas
formas estéticas de matar un cuerpo, un sentimiento. Tantas como palabras
necesitamos. Tantas como puñales podamos acopiar. Déjate llevar por lo que
eres, me dije. ¿No eres poeta? Y la voz, terminante: pues mata con destreza y
con metáforas.
Natalia, por dios. Me has podrido la vida. Tú ,
la del nombre de crema. Llego ante ti como ante el altar con perfume de cidra,
y te despojo de tus atavíos turbadores de hetera oriental. Te despojo de tu
sensualidad. Te reduzco a desfloración. A decapitación. Un tajo. Ya eres
víctima en el tálamo. ¿Qué es el amor? Otro amor, y en el intervalo sólo hay
destierro, confusión. Estremecimiento. Nunca, jamás, aunque me hubieran
sublevado las ansias de volar, habría renunciado a mi esencia. Y mi esencia era
amarte. Ahora una incisión profunda, para que se incremente la punzada. Capaz
hubiera sido de clamar, en mi hora fatal, después de siglos de distancia entre
nosotros, que aún te amaba. Porque yo te hubiera amado siempre. Siempre que me
amaras. Ahora, clemátide mía, voy a clavar con todas las fuerzas las uñas
roídas en tu dehiscencia, para devolverte mi sufrir y restablecer los equilibrios.
Sí, porque te he querido tanto que también te pido que en tu entraña aceptes mi
dolor. Pero no te alarmes, vida mía, que este crimen no es más que una poesía.
Y la suciedad que, como lavaza, se impregna alrededor de tus venas es sólo mi
penar. Esto no está ocurriendo. Esto es el narrar. Hablamos de literatura, y
entre símil y símil quién comprende lo que está pasando. Otra cuchillada que te
agrieta, mi Natalia, a sabiendas de razón enajenada. Me has enseñado con
lecciones tortuosas otra realidad. Me has enseñado otra belleza para que sólo
yo la sufra. No
voy a juzgarte ante ti ni ante nadie. Sólo te juzga mi conciencia a punto del
colapso. El trauma nos lacera con heridas malditas. En adelante dormiré
llorando. Temblando. ¿Tanta injusticia te di por amarte? ¿Tanta condena me
merezco? La última penetración del puñal en tu vientre, en tu cuello, en las
vértebras. Ya eres cicatriz sin sutura posible. Perforación. Ya eres racimo de
sangre. El aire, las motas de polvo, entraron en combustión y se mancillaban. Y
yo, a degüello con mi Natalia. Era la bestia, el escorpión inyectando su
veneno, la
puñalada. Era el poeta siendo un
canalla. Este desastre que habito es ahora mi jungla, mi planeta, porque estoy
en Babia y soy el animal. ¿Te gustan mis versos, Natalia, la destructora? Está
muriéndose la musa, estoy matando a mi amante. He matado a la madre de todas
las madres.
Huye el vagabundo
Ya no me está permitido soñar, pues no
sé hacerlo despierto. Se desentonan los neumas. Es todo tan arcaico, tan extraño.
Tan precario. Las notas del pentagrama, como trabadas, enhebran una
discordancia, una monotonía asfixiante.
¿Me creéis? Creedme, os lo ruego.
Porque hoy he muerto otro poco. Nunca he tenido una cometa. Nunca un
microscopio. Una vez me regalaron una libretita, y fue como si me regalaran un
juguete. Yo tenía un lápiz de carpintero con la punta roma. ¿Me creéis? He
nacido para que me vapulee la desgracia de la metáfora. He
nacido para rastrearla, traerla y hacerla palabra. Y dejarla quieta en el
papel, frente a la
adversidad. Siempre lo he sabido.
Para sufrir, por haber sufrido
siempre, he nacido. Perpetuamente lo he sabido. Es mi excelente certidumbre.
Para estar desgarrado, como mis párpados, como el arco del violín que fricciona
las cuerdas tensionadas y les desclava cadencias, he nacido. Por eso nadie
entiende que me anime la vocación de malvivir en la escisión. Pido
palabras y me encuentro con significados. Quiero aprender a hablar y me
encuentro, otra vez, con las palabras. Y mi voz, que me conmina: poeta,
háblanos pues de la
mujer. Di lo que piensas. Sois a
mis ojos sin párpados, con los párpados cortados, piezas de música, codas de un
aria sin terminar. Las carceleras. Os tengo cerca, os quiero rozar no con el
tacto, sino con las palabras. Pero cuando las pronuncio os suprimís, igual que
el libro que nunca ha podido escribirse.
Se hace grandiosa la noche lineal, en
el conticinio, como un derrumbamiento, sin repercutir, sin ecos o estrépitos.
Pero todas las noches la misma voz evanescente me habla, suspendida en lo
aéreo, empedernida, dentro de mí. Y os
observo, en mi encierro, donde sólo me subyuga la libertad de imaginar. Os
hablo de arte, de dolor. De la belleza y su deserción. Os hablo de vosotros. Os
hablo hasta donde me alcanzan las ideas que se me revuelven, el lápiz que ya no
tengo, las sensaciones vividas que se debilitaron y ya son insustancial
evocación. Os hablo incluso de desesperarse y de enloquecer cuando más juicio
crees tener. Os hablo de la identidad, esa especie de extrañación, pasmo y portento
hecha de rasgos que se refleja en el espejo ovoide que el señor ha instalado
frente a mí, para que yo pueda verme danzando. Pero yo, mientras danzo jovial
entre los danzantes, compongo frases que definen vuestro propio escarmiento al
tiempo que cargo con el mío. Yo también soy ellos.
Soy uno más entre los iguales poco convencionales.
¿Qué ruego, qué imploro? Dadme aquello
que es como la espuma, lo que aspira a hacerse eterno y es efímero. Dadme
quietud, desvanecimiento. Pues yo me basto y me sobro para amasar mis vértigos,
y para que mis dedos, como garfios, hurguen por los descosidos hasta hacerlos
definitivamente roturas. Dadme lo que no se puede reivindicar ni siquiera
orando o con la mirada suplicante, pues soy irresponsable, traidor, fiel a la caricia. No
merezco vuestro desprecio, no os lo he demandado. Os pido que me améis, pues yo
sé amar. Sé amar como se ama cuando no se destruye. Sé amar cuando se ama
siendo humano, esclavo y fugitivo a la vez. Cuando
no hay exigencia ni vigencia. Sé amar en la espera, en la podredumbre, en la opulencia. Sé
amar yéndome y quedándome, en el símbolo y en el desgaste; cuando hay demasía y
cuando se miden los cariños como si fueran bienes fungibles con los que está
prohibido comerciar, y no obstante se comercia y sientes asco. Sé amar porque
tengo la firme convicción de que dudo. Porque sólo amando me engrandezco.
Pero también tiemblo. Soy mi voz en
grito y su mutilación. Soy el que aún resiste aquí, en el cautiverio, insomne y
lúcido, temeroso de que me invada la locura de seguir amándote, mi Natalia. Soy
el que se elevaría si a los costados le adhirieran alas de gelatina. Un pájaro
posándose tras el vuelo contra el viento; el Ícaro que en su huida de acróbata
cae derretido, como el granizo, y con el corazón estallando en una sola pavesa,
yo sería. El danzante. Pero soy también el frío, una resta, un dios
acribillado.
No hay más. Uno coge retazos del
mundo, desperdicios que fueron vivencias, episodios que hayan extrañado,
asustado, conmovido. Y con paciencia y rubor, con vacilación y sin armas los
hace palabras. No hay más. Serán escritas sobre el papel arrugado como
exclamaciones y hambres, o amontonadas en el mutismo, en el tumulto, como
vírgenes temerosas que presienten la intimidación amenazante del violador. Pero
no hay más utensilios que la inanición y las palabras.
Yo podría ser el artesano con las
manos llenas de barro. El ingeniero calibrando ángulos, cimientos, ante el
puente que se derrumba tras el bombardeo. El cartógrafo frente al mapa de un
país en llamas. El juez crédulo sin normas morales que aplicar, ansioso de
redactar sentencias. Pero no soy más que poeta, porque no tengo más que
palabras. Y hay que seguir sorprendiéndose con ellas, viviéndolas. Hay que
seguir narrando. No hay más. La vida es el cuento que nos contamos, la brevedad
acuciante que se acerca, menguándonos, troceándonos. Nunca habrá una biografía
satisfecha. Siempre habrá un filón que se nos escape, que no sea verdad, que no
nos pertenezca. Nunca sabremos las claves que rigen nuestras emociones. No hay
más, pero hay que resolver una constante ley de la probabilidad: estamos vivos,
pero podríamos no estarlo.
¿Claves? Matisse. La alegría de vivir.
Allí estaba yo, en pie entre los
moribundos. Confundido. Iluminado. Me dio miedo el despertar. Abrir mis ojos y
ver lo real. Aguanta con entereza, me dije. Soporta la cobardía y la crueldad
expresadas en verso. Poeta, artesano, ingeniero, cartógrafo, juez. Y carnicero.
Pero enseguida disminuyeron mis buenos propósitos. Me alertó un quejido, igual
que una instigación. Había un airecillo de malestar que su dueño pugnaba por
contener, sin conseguirlo. Hugo Hawthorne, el minino, gemía y gemía. Todavía
respiraba. Su figura, tras la ejecución, me infundió un poco de lástima.
No se ha muerto, me dije. Sólo está
malherido. Muy malherido. Mi voz de dentro, de improviso, me incitó a ponerme
en guardia. Sal corriendo, me apremiaba. Vete a temblar a otra parte. Aquí no
hay más que sangre, letra demasiado corpulenta. ¿Vas a conservar el artefacto?
Mira que eres ingenuo, mi niño. Anda, tira el atizador, pasa de largo, no
entres en el harén de las huríes calientes, ya está bien de pasiones y
violencias, no mires a Natalia. Mi Natalia. Ya no es tuya, la voz me decía.
Ella sí está muerta. La ha matado el amor de tus metáforas, el puñal de tu
dolor. Sal corriendo, es tu prioridad. Vete a escribir. Vete allí donde seas
perdición. Vete allí donde te sitúes en el centro gravitatorio de las cosas y
no sepas qué lugar ocupas. Vete a tu soledad.
Ni vi al santo, de tan congestionados
que llevaba los latidos. Mis piernas echaron a correr despavoridas. Me resultó
más fácil de lo que esperaba vencer la incierta resistencia que ofrecía la
puerta principal. Los paneles rotatorios de esmeril engulleron mi rostro
depauperado, ojeroso, como el lago ingrato se comió el brillo que irradiaba
Narciso. Nadie me interpeló por las felonías cometidas aquella jornada
pictórica. Nadie salió a mi encuentro.
La lluvia se despedazaba en añicos
cuando el cornígero en que me había convertido, evitando como por milagro toda
interrupción, egresó del Museo. Se congelaban los sudores; eran carámbanos con
puntas de alfiler. Ignoro la razón por la que no escogí un trayecto más furtivo
que aún me preservara en el anonimato. Tal vez mi voluntad se había rendido;
tal vez no podía maniobrar con mis destinos. Lo inteligente hubiera sido
conducirme prudentemente. Pero te has quedado sin rumbo, me sermoneé. Y la voz,
siempre precavida: no te castigues por eso. No te sienta bien.
O quizás, me digo ahora, era tan
plenamente cabal de mis actos que los elaboraba de modo mecánico, espontáneo,
sin tamizarlos a través de los filtros que las normas aprendidas y la acusadora
consciencia sedimentan, poco a poco, al percatarnos de nuestras virtudes y de
nuestras faltas. Obraba sin importarme lo que me convenía o lo que debía
rechazar. El mundo se modifica cuando matamos. Aunque el cuchillo sea una
palabra. Nada sigue siendo igual cuando somos víctimas o victimarios. Y yo
dejé, sumisamente, que esas alteraciones sin tregua me afectaran.
Entonces vi al vagabundo. Un pedigüeño
que cojeaba.
Tenía una boina parda en la mano. A
la mano, como jirones de estraza, la consumían arrugas. Merodeaba de un lado a
otro por las aceras adyacentes, asomándose apenas entre las hileras que, en
perfecto desorden, formaban aquí y allá los visitantes que todavía esperaban
acceder al Museo. Cabizbajo, con orgullo de indigente, imploraba que le
arrojaran limosnas en la oquedad del paño, por compasión. Nadie prestaba
atención a su impertinente presencia. Solidario con la paupérrima condición que
exhibía me aproximé a él, lo aparté de allí cogiéndolo del brazo –su raída
chaqueta, al tacto, tenía la blanda textura de la ropa usada-, y de un tirón
extraje un billete de mi bolsillo.
-¿Quién es Henri Matisse? –le pregunté
sin mayores circunloquios, rivalizando en ampulosidad y pedantería con la
oratoria que Hawthorne, el memo, solía emplear para susurrarle a Natalia
vocablos melosos.
Confieso que asumí el guión de un
actor experimentado. En aquella improvisada comedia blandía el dinero, con
aires aristocráticos, ante la cara ladina de aquel mendigo. En un principio
aparentó perplejidad, desconfianza, pero repuso sus ánimos tan pronto se
cercioró de que no le había abordado un pirómano brutal en pos de su
distracción, sino tan sólo un noctámbulo petulante e inofensivo. Quizás me
reconoció como a uno más de los de su especie, los nictálopes, los que no dejan
herencias. No reparé –pero él probablemente sí lo hizo- en que una costra
rojiza, reseca, se desprendía de mis uñas impregnando el papel timbrado.
-¿Un bodeguero? –balbució roncamente
un rato después, devolviéndome el interrogante antes con la mirada que con la gramática. Su
aliento destilaba el aroma ácido que expelen los taninos cuando se avinagran. Sus
ojos no se apartaban del billete salpicado de rasguños taheños.
-No. Error –lo atajé sin ningún
escrúpulo-. Otra. ¿Conoces a Elías, el narrador?
Los rasgos de su rostro, mitad
tristes, mitad arteros, se contrajeron en una inconclusa, arqueada, mueca de saltimbanqui.
Lo noté confuso. Pero quizás no lo estaba y sólo me engañaba.
-¿A quién?
-A un tipo llamado Elías Yaiza. Aunque
ese no es su verdadero nombre. Acostumbra a utilizar seudónimo. Afirma que es
escritor.
Frunció el ceño, sucio de cenizas.
Dobló, estiró, masajeó su pierna trastabillada, desentumeciéndola. Me pareció
que reflexionaba, interesado en la cuestión.
-He pateado este barrio cientos de
veces –respondió; se sacudía, con gesto desenvuelto, la roña pegada a sus ropas
pulguientas-. Y nunca he oído hablar de ese caballero. ¿Ha muerto?
-Lo dudo –repliqué, sin mucha
convicción-. La envergadura de su tragedia es mucho más inabarcable. Como la
tuya.
-Entonces –mintió el vagabundo- rezaré
por él.
La mugre se entremetía por los
pliegues de su piel. Su mirada, desigual, absorta en el papel moneda, traslucía
una codicia tan limpia y necesaria que me apiadé de la suerte esquiva que lo
había enquistado a las calles. Todo él era exclusión. Otra forma de cautiverio
menos manufacturada.
-Última oportunidad, mendigo –casi
troné con gorjeos de tiple, pero autoritario-. ¿Cuál es tu color preferido? Si
coincide con el que estoy pensando, habrás ganado mi dinero.
Sus pupilas se licuaron, se
inflamaron, aviesas, burlonas, seguro de que a la tercera acertaría. Intercaló
una pausa tan pertinente que me encandiló.
-Amigo –contestó tomándose su tiempo-,
adoro el color que mejor sabe a mi paladar.
Ya se había retrepado a la sabiduría
que sólo enseñan la miseria y una vida sin demasiadas esperanzas transcurrida a
la
intemperie. Supuso que yo no había
comprendido su respuesta, pues aclaró tras un guiño de sus cejas quemadas:
-Me gusta el color del vino tinto. El
rubí, ya me entiende. La uva triturada. La sangre de Cristo. ¿Se encuentra
usted bien?
No dije nada, pues nada merecía
desbaratar el sublime encanto de aquella respuesta de filósofo que no predica,
sino que actúa. Permití que tomara la recompensa prometida, y me retiré de la
concurrencia enfilando los bulevares. Aún pude comprobar que el pedigüeño,
ávido de pulcritud, raspaba los trozos coagulados que afeaban el dinero. Unas
líneas meritorias de Flaubert, de repente, asaltaron mi memoria de lector
reabriendo cicatrices. La imagen aún fogosa de los cuerpos de los amantes,
apaleados con el verso, apuñalados en mi poema, me cruzó la mente como un
relámpago que no tronara. Mis labios, maquinalmente, pronunciaron aquella cita
inolvidable: <Es preciso no tocar a los ídolos, porque el dorado se queda
entre las manos.>
Sé que en mi caminar me mojaba bajo el
aguacero. Sé que no premeditaba el rumbo a seguir. Mis pasos, sólo mis pasos
–cortos, huidizos, autónomos- eran los hitos que guiaban la huida.
En un punto incierto de la ciudad
alguna de esas extrañas soledades que pueblan la noche, y que de día no se ven,
tañía las teclas de un piano. Lo recuerdo. Me dejo llevar, que mi alma se
remonte como la
de Matisse en Tanjah, y aún
recuerdo. Acordes sucesivos, delicados, me visitaban, ingrávidos, armónicos,
como gotas que salpicaran el estruendo ensordecedor de los cohetes y de las
bengalas cintilantes que los urbanitas hacían explosionar en las cercanías,
celebrando la
Nochevieja. No me abandonó aquella
música para desubicados hasta que el edificio del Museo, borrosos sus contornos
tras las pilastras de lluvia, desapareció de mi vista.
Todavía, intrigado, me pregunto la
razón, pero algo (una vaga certeza, un instinto elemental que se me escapaba)
sugería que aquella música inmóvil, aislante, divina, provenía de los dedos de
una mujer. Ella estaría ludiendo las teclas del piano como si fueran fragmentos
de nácar, dejándose ceñir, sujetar, invadir por los compases. Y mi voz
perpetua, que me alentaba: has sido, mi niño, capaz de imaginar a un pintor y a
sus huríes. Has sido capaz de ver más allá de los cuadros. Déjate ahora de represiones
y confiesa: ¿qué dirías de ella y de su piano? Dedos de diva como cintas de tul
pulsando un dulcemiel, abriéndose, diría. Cuerpo que se conmueve. Vida
palpitante de la metáfora, también en la música.
Un episodio largo y feraz que parecía
no ser mío concluía, se clausuraba. Estaba sereno, pero angustiado. Un estigma
me marcaba, me identificaba, me horrorizaba. No aprendiste a jugar. No te
enseñaron a viajar. No sabes amar, aunque te empeñes en parlotear lo contrario.
El universo era fisión agresiva,
compulsión, territorio agreste. En aquel trayecto hacia la nada quedaba
establecido el castigo inapelable que me estaba aguardando: soportar una
soledad eviterna, doliente. Frustrante. Pero creadora. Todas las ficciones
literarias fantaseadas por otros se concentraron en mis pensamientos,
paralizadas, vivaces, bellas. Únicas. Todas las metáforas adquirieron plenitud
y significado.
Todos los libros que yo deseaba
escribir y leer fueron escritos y leídos en aquel instante de paz rota. Recluso
de una inspiración que arrebataba mis sentidos, ideé, proyecté y finalicé la
obra saturada de riqueza que durante tantos años infructuosos Natalia había
anhelado que surgiera de mis lápices. Letra a letra, palabra tras palabra, se
grabó a fuego en mi conciencia, y allí permanece ilegible, transparente,
custodiada por la
musa Mnemosina , su cuidadora.
En un recodo olí a hogazas de pan. A
pan tierno, recién horneado. Había llegado a la vieja tahona. No puedo afirmar
si me detuve, si me distraje mirando dentro por entre los visillos de la ventana. Sé
que la imagen preclara, regresiva, de un niño se apoderó de mí, se involucró
conmigo. ¿Por qué hay tantas sangres derramadas, madre? Porque hay, dijo la voz
omnipresente, tantas sangres como heridas, y tantas heridas y desgarros como
hombres que fueron infantes.
Alguien, colérico, había activado las
alarmas. Cundieron cual reguero de pólvora prendida. Alguien, es decir, H.H,
que logra zafarse de las hemorragias y, monigote astroso y desarticulado,
girasol otrora esbelto y ahora un sapo, se alza como puede de las alfombras,
donde reposa descolgado el cadáver, todavía tibio, de su varonía. En su
comicidad andaría encorvado, tullido, empapaditas las piernas, el turbante de
sultán un ovillo imperfecto (la pelambrera de un payaso), el alquicel hecho
trizas (un tapiz mordisqueado). Está temblando H.H., el conejito, me decía la
voz reaparecida, pues le has transferido tu dolor.
Antes de la captura yo lloraba, en la
quietud; flotaba en ese momento vacilante en que el sueño comienza a ser
ataraxia, nos sustrae de todo fundamento y nos hace vulnerables. Trataba de
averiguar a quién ofrecer ahora mi desamparo. ¿Quién dormirá contigo, poeta? Y
en esto los guardianes, braceros instruidos en el uso proporcional de la
fuerza, irrumpieron en el hogar del trovador, desaforados. Violaron sin
atenciones ni componendas la frágil intimidad en la que había buscado refugio,
y propinando empellones al aire, al mobiliario y a su cuerpo, le arrestaron.
Qué fuertes eran, qué ágiles, qué
astutos manejando sus grilletes de tosco metal crujiente. La sola presencia de
aquellos uniformes impolutos arredró al poeta. No opuso impedimento, se entregó
a ellos dócil como una cobaya. Qué enérgicos alaridos de mando, cuánta
prestancia.
Me devolvieron al Museo por la puerta
de atrás. Amanecía. Durante el interrogatorio preguntaban con insistencia y
bofetadas por qué un loco, un narrador, con seudónimo, había castrado al
mecenas y destrozado sus intestinos. Ha sido mi ira desatada, ella es la
causante, martilleaba la voz para darles gusto, pero no querían oírla.
Vas a ver la realidad, me urgía la voz. No
te apures, me consolaba; para que erradiquen tu imaginación han de matarte,
exterminar tu necesidad de ensueños, y el señor, tan parco en miramientos, tan
poco proclive a la indulgencia, se niega a hacer semejante amputación. Su
voluntad es que sigas sufriendo. No te asustes, mi niño, me tranquilizaba la
voz. ¿Ves esa navaja? Podrás continuar jugando después de que rajen tus
párpados.
Reconozco
el lugar en que me encuentro. Hay un altar sin ornamentos. Hay un santo
santificado. Hay vidrieras como escaparates del cielo intocable. Hay sucesos
religiosos. Hay un espejo ovoide. Y hay un cuadro a mi reverso.
Quédate inmóvil, me aconsejaba la voz,
igual que la palabra que ha sido escrita. Transige, doblégate, no te opongas a
la venganza justiciera del señor. Él, a la postre, es el amo. Ten calma,
enseguida doy la orden; acudirán a ti todas las musas, para que te arrullen y
curen. ¿Duele? Ves, mi niño. Ya no tienes párpados y ahora estás amarrado, es
tu cuerpo un aspa. Hombre de Vitrubio danzante entre los danzantes. ¿Te ves?
Estás al fondo, en medio del corro, mirando hacia fuera, hacia nosotros. Ahora
llegará la oscuridad. ¿Oyes ese canto de mamá? ¿Te ves en la cuna, sobre las
almohaditas? Ahora te dormirás con los ojos abiertos. Siempre rajados.
Las claves
Barajamos
muchas opciones para emular a Narciso. La mía consiste en hacerme querer con
las letras que componen la palabra abandono. La compondría ahora, pero he de
escribir mi final, como en todo poema. Proclamo: los andares y ademanes de mi
princesa desconocida, yo necesito. Proclamo: las nubes de ladrillo, el cemento
de burbujas, las mansiones de caramelo, yo necesito. Por ser ficciones necesito
esos proyectos de ilusión. Porque vivir es, muchas veces, estar amenazado por
los necios y el antídoto nos exige imaginarnos en otro sistema planetario, o ya
muertos.
Reconozco el
lugar oscuro en que me encuentro. Ya he estado aquí. Puede que haga décadas, o
meses, o tan solo un día. Lo siento, mi medición del tiempo se desintegra. Es
posible que lleve en este encierro una madrugada, pero yo reconozco el lugar
oscuro en que me encuentro. Lo sé porque me basta enunciar tu nombre, Natalia,
la cremosa, la rígida, para seccionar los cristales y que me alumbre la luz
cromática, y poder ver a los que danzan, a los que ríen, a los que se entregan
a la música, al agua, a la
inconciencia. Tan poderoso es tu nombre,
Natalia, la erótica, la difunta, que puede derribar los portones de los
desvanes polvorientos.
Está oscuro
el lugar en que me encuentro. Oscuro, pero no ciego. Pues puedo ver.
Constantemente veo. Esta vida silente, todas las vidas posibles, me entran por
estos ojos míos a los que arrancaron las pestañas y los párpados y los dejaron
sin protección; y cuando las heridas no desaguan sangre ven el espejo ovoide,
el gran espejo con forma de vaina de pantocrátor severo que el señor ha hincado
frente a mí, para que mi mirar con llagas no se aparte ni un instante del
reflejo de la realidad, de sus aristas y trampas.
Mi señor,
malhumorado, con toda su saña fabricó este ingenio, la pose, la estética con la
que torturarme. Mi señor, toda su compostura y lingüística ridiculizadas, fue
también tan despistado como para dejar, a mi reverso, un resquicio que yo, en
mi encierro, hago cada vez más amplitud, más ventana abierta a mi imaginación
por donde evadirme y volar, yo atado de pies y manos.
A mi cuerpo
fatigoso lo desnudaron. Hombre de Vitrubio soy; no hay anatomía, no hay complejidad,
no hay recreación. Hay sólo esta tentación de morirme por no tenerte, mi
Natalia. Soy sólo este mirar indisoluble de las cosas que no deseamos ver,
condenado a que me fustiguen. Mi señor castigador, me abandonas aquí, en el
suplicio, mostrándome sin conmiseración el acero de la celda. Mi
señor, el lisiado, dejaste detrás de tu víctima esa rendija por la que se evade
y rehúsa a su condición de siervo ancilar.
Pues yo sé
encontrar las palabras que me mantienen vivo y casi como bañado en líquido latescente.
Sólo temo una cosa: la afonía excesiva. Que me den acordes. Que me llenen los
rumores. Que mis sentidos empiecen a ser lo que son apenas se les muestre un
pentagrama. Que dejen en mis manos una partitura: no sabré interpretarla, pero
escucharé temblando la orquestación monódica, las fugas y los preludios, la
romanza, la voz humana.
Yo sólo temo
a lo que no diga nada. Que me hablen, pues hablar necesito, hilvanar palabras,
tener algo que contar. Porque sé narrar. Narraba cada día, tan pronto
despertaba. Y aun en sueños me daba a la narración. Era
mi salvación. Era el narrar librarme del sopor diurno. Era el narrar mezclarme
con la gente atropellada, y me preguntaba: ¿a dónde irán?, ¿qué estarán
tramando, narrando? ¿Acaso no me ven?
Mi señor,
descuidaste la cisura por donde escabullirme para fabricar mis vuelos. Me
quitaste el lápiz, pero no la
palabra. Nadie me oye, pero narro. La
reputación queda lejos, pero narro. Es mi nervio la palabra, Natalia.
¿Pero qué soy
yo?, me pregunto. ¿Soy en verdad poeta? Qué atrevimiento. ¿Músico frustrado?
Qué feliz me hubiera hecho rasgar una viola. ¿Soy un estilita? Imposible,
porque no soy valeroso y me dan miedos las alturas. ¿Soy excéntrico? Cuánta
pérdida de tiempo. ¿Soy hijo? Tal vez, pero me cuestan tanto los cariños.
¿Hombre político? Esta probabilidad decrece, pues en el fondo no desprecio
tanto a la gente. ¿Soy amante? Sin duda: la conquista del placer que se
desgasta cada noche, me enloquece. ¿Soy escribiente? Lo intento. ¿Soy diamante?
Habrá belleza en mí, escondida en alguna parte, mas no tan meritoria, ni tan
párvula. ¿Soy un trapo? Y escudilla, y camastro. ¿Soy la queja? Y la desidia ¿O
el gozo? También eso.
Sé lo que es
un hombre, pero no sé quién soy yo. Me hallo desdibujado, hecho sólo de rayas y
espacios sin acabar, como muchos lienzos de Henri Matisse, el creador de
imágenes que no existen, el constructor de espejismos, el hacedor del edén.
Siempre el
aguijón de los mismos interrogantes, y por más que sudemos nunca encontraremos
su sentido: ¿por qué he venido?, ¿por qué voy?, ¿qué límite me frena? Siempre
he sabido, mi voz, pues tú me lo has dicho, que estoy solo. Este estado de vida
es un cortante latigazo. Me hace recordar al hombre que recuerda al niño que
fue un día, y lo ve tiritando, sin más compañía y vigilancia que la del aire.
Por ver tan solito el hombre al niño que lleva dentro, sin saber cómo sacrifica
su tiempo, hace del niño una obligación de amor, y se va a cuidarlo, pero no
puede tocarlo, acariciarlo, ni hablarle bajito, sólo contemplarlo, como a los
cuadros. Puede darle, no más, el proverbio de su propia orfandad.
Yo nunca
disfruté de un edén, Matisse, y por eso ahora he querido construirlo y estar en
él. Pero no hay edén, Matisse. No hay más que palabras. Permíteme, permíteme
silencio, te lo ruego con el alma muy zarandeada, elevar un poco mi voz sobre
estas penumbras, aunque sea tan solo un susurro, para que pueda oírla. Porque
necesito pensar, y para pensar y ponerle palabras a mi pensamiento necesito
hablar en voz alta. Por eso sé que siempre he estado solo y un poco loco, pues
nadie revelaría la estima en que se tiene de modo que pudieran oírse por los
otros tantos lamentos, y yo me lo digo constantemente, porque constantemente
pienso, en mi encierro.
Sé que siempre
he estado solo porque siempre he hablado conmigo, dando tono y eficiencia vocal
a aquello que mi raciocinio secretea. Nunca tuve una cometa, un microscopio, un
acordeón, una maleta. En mis mocedades no aprendí las travesuras. No me
enseñaron a mimarme.
Mi voz se
abstiene de mandar, pero dicta. Sugiere indicaciones que se hacen órdenes
indirectas. Ella aconseja: ríete, respira, dialoga, miente, trabaja, compadece,
prevarica, ama, muérete. Mi voz no escarmienta ni inhabilita, pero ella sola es
ya demoledora. Mi voz no traiciona, pero estimula la traición si no la escucho.
Si mi voz
dice corre, yo sé que he de saltar.
Si mi voz dice mira, yo sé que de
contemplar. Si mi voz dice arremete,
yo sé que de aplastar. Es mi voz una añosa dama, muy sabia, que no habla
mientras yo no le atribuya palabras. Es mi voz la que marca las veredas del
camino, es mi voz la que mi rumbo desvaría.
¿Desde cuándo
percibo que tengo voz? Desde que descubrí que no estoy en el jardín, y que la
sed, el hambre, la ceguera, los pozos, el arma y el alma existen; desde que fui
arrojado fuera de todo paraíso, como los vencidos y los poetas. Mi voz se hizo
presencia intacta cuando los cirros se desmejoraron, y con ellos el agua, no el
agua en remanso que fluye en el edén, sino la lluvia torrencial, demencial. El
huracán. Mi voz me obligó a escucharla, y desde entonces me aterroriza la
pobreza, el fanatismo, perder mi voz y la razón, y que me lleven las olas. Pues
sin mi voz me envuelve lo umbrío que precede al precipicio, al despeñadero.
Es versátil,
mi voz. Se multiplica, muta de inflexión, se modula según los escenarios, y
hasta se consuela cuando añora sus antojos frustrados: mi voz quiso ser la de
un tenor, la de un eunuco, la voz del magistrado, la voz del aventurero, la del
corsario, la del galán, la del rufián, la voz de un fiel amigo, la del maestro.
Pero, ante todo, mi voz quiere ser escrita. Y cuando la atrae un papel, se
conecta, como los imanes; se reduce, se expande, se tambalea, se enriquece, se
rehace, se aligera, y allí se queda.
También es
pesadilla, esa voz que me disgusta. Porque mi voz se lastima fácilmente. Mi voz
es excesiva, presa propicia. A mi voz pueden infligirle el martirio más
intrascendente, pero la venialidad no le importa: ella siempre se apena. Mi voz
oye rumores y cree que son ruidos. Oye ruidos y se convence de que son
disturbios. Oye disturbios y se dice: al fin, el fin del mundo.
¿De dónde
proviene mi voz, sino de permanecer callada? Es mi voz la que se afana por
hacinar palabras, y no yo. Es mi voz la que me usurpa el sueño y grita:
despabila, es hora de crear. Es mi voz la que se acuesta en las sombras a
descansar, y no mi cuerpo famélico de masticar tanta voz. Porque es muy
inquieta, y siempre anda por ahí, por los rincones, como agazapada, acechando,
presta a cazar una palabra para reclamar atención. Es mi voz una tirana que
cabalga con clámide de seda. También en la celda de mi voz yo estoy cautivo.
Otro apresamiento que añadir al que proyecta el espejo ovoide del señor, porque
los muertos que hemos matado no mueren nunca: se aferran a la vida vegetando en
la conciencia de quien fue su verdugo, allí donde se incuban los huevecillos
del remordimiento.
Matisse. La alegría de vivir. ¿Las claves? Sí,
ahora mismo. Desvelemos en el epílogo las claves de la felicidad. Callen.
Callen. Pues al fin habla el
poeta. Habla el narrador. Habla el agónico. Pasen y vean.
La alegría de vivir
(Óleo
sobre lienzo. 1905-1906)
Estambres de
heveas, con la brisa cálida de la alborada, acarician mis mejillas cuando salgo
del sueño, pero al despertar ya no recuerdo cuándo caí en la dormidera. Se
aproximan mis dedos, en el letargo, a los ojos legañosos aún renuentes a la
pausada eclosión del amanecer. Poco a poco obedecen. Los murmullos del arroyo
surcando las piedras pulidas de la cascada alientan mi sed, pero ya no recuerdo
cuándo aprendí a beber. Y sin embargo, bebo.
Los otros
también despertarán pronto y no se darán, como yo, a ninguna rutina, costumbre
o meditación. Ninguno recuerda la debilidad que los durmió al caer la noche. Mirarán
en derredor, aún somnolientos, descubriendo la creación, buscando por instinto,
felices y hemenciosos, el manantial. Arrimarán sus labios sequitos entre
bostezos. Humedecerán los paladares, se saciarán del agua clara, desgajarán de
las ramas de los árboles la fecundidad, frutas maduras y hojas frescas, y se
las comerán sentados sobre la hierba, desnudos, sin albergar la terrible
sospecha de que un día ellos, los que vendrán, inventarán los telares, la urdimbre,
las máscaras, las cartas marcadas, los suicidios. Inocentes y cándidos son mis
compañeros, como yo, pues no tienen que demandar que un día ellos, los que
vendrán, serán los únicos convictos.
Aquí, en el
vergel, no hay pensamiento; luego no hay convicciones. Por eso tampoco hay
disputas ni agresividad. Aquí, en el vergel, no hay todopoderosos. Por eso rara
vez se precisa de la caridad y de la vejación. Todavía
(pero no lo sabemos) a nadie se le ha ocurrido acuñar doctrinas, instaurar
rangos, otorgar distinciones honoríficas. No tenemos más apología que la de la satisfacción. Hemos
renunciado sin mayores discusiones a la crítica, a los reproches y a las
exhortaciones mezquinas de los doctos consejeros que entre nosotros, los
apátridas, son extranjeros. Eso sí: dadnos muchos ensueños y exuberancia.
Cuando el
ayuno ya no nos agobie, cuando estemos otra vez bien amamantados, mis
compañeros y yo empezaremos a sonreír. Y estimulados por la intuición, como
cruzando un acueducto sin la avidez de ganar la otra orilla, todos adoptaremos
las mismas posturas que teníamos ayer. Pero el ayer no existe, ni el hoy, ni el
porvenir. Ignoramos el beneficio, la contrariedad, el beneplácito del tiempo.
No sabemos sacarle provecho, para qué, si nunca crecemos, no envejecemos.
Esos que se
ven tan gozosos no conocen el hastío, la desventaja, el gemido. Se han
despertado con la aurora y tienen voracidad de recreos y regocijos, como si aún
fueran niños hambrientos de risas, y no de caricias. Así se comportan cada día
por más que ya no se acuerden. El mundo, en su integridad, cabe en este prado,
en este lienzo donde se eterniza lo delicioso. Vivimos en él. En él
disfrutamos. ¿A qué disgregarlo?
Porque aquí
los colores adquieren una tonalidad mágica, de una pureza narcótica, como si
estuvieran siendo improvisados. Aunque lo asombroso, los prodigios, se han de
ver desde afuera, pues es afuera donde anida la desesperación, lo delusorio. En
cambio, nosotros somos artificio vivo. Nuestro privilegio es que carecemos de
memoria dolorosa, ya que nada hay aquí que sea flébil. No estamos en ese otro
lado. Inmunes a la defección, nos entregamos a la complacencia. A
partir de esta premisa cada acto elemental es más fácil, porque cada acto es
inercia, lección sin pedagogo o instructor. Simple vivencia.
¿La muerte?
¿Qué es eso? Dicen por ahí, tras los confines del marco, que es azada muy
incisiva, insidiosa. Una negrura incomprensible. Pero de este axioma descreemos
como de los credos, pues todavía no se han concebido las matemáticas; así que
nadie de los aquí pintados puede enumerar, ni aunque se lo propusiera, cuántos
no pudieron despertar esta mañana, o ayer, o anteayer. Tampoco la arquitectura
o la enfermedad han sido ingeniadas. Por eso aquí no se han erigido panteones.
Además, nada caduca, no hay pretérito. Sin números y sin tiempo para ordenarlos
es difícil, incluso inútil, preocuparse por la hermana pobre y quejumbrosa de la vida. Aquí
podemos edificar, si nos viene en gana, un destino infalible, mortal; pero será
para alejarnos de él, como de una cosa torcida.
¿Y qué decir
de los apasionados, mis congéneres? Ella endereza el torso, resucita su piel y
su deseo. Vibra, vibra ella entera, como una perfección. Rodean sus brazos el
cuello del amante abnegado, todo él avaricia de escaparse, de concederse, y sus
cabezas abocadas a ser encuentro se confunden con el beso mordido con tibieza
que mutuamente los inmoviliza, vinculándolos como cuerpos sin resistencias.
Aquí el amor no tiene principio, ni causa, ni finalidad, porque no sabemos para
qué sirven las metas. Ellos dos nos convencen, pronta la fusión, del hecho
incuestionable de que quizás se conocieron ayer, o anteayer, o en este mismo
instante, y de que esa es la razón por la que el amarse es, para ellos, mera
ostentación de concupiscencia. Los dos
ignoran (¿pero quién los desmiente?) que esos enlaces tan febriles, que esos
raptos tan carnales, les vienen durando toda la vida, aunque la vida sea un
solo trazo. Los dos ignoran que están viviendo los arrumacos por primera vez desde
que el pincel los creó en el cuadro.
Otro de los
pintados recoge las florecillas que crecen, esparcidas por el prado como
lágrimas no lloradas. Se inclina, elige la más linda, la de tinciones más
iridiscentes. La palpa, la huele, casi le rinde una reverencia mientras la hace
suya. Esa flor desprendida acicala, como las demás, la cadena de pétalos que la
muchacha que espera a su lado, todavía desperezándose, desliza por entre sus
senos para hacer más hermosa su turgencia de doncella. Mañana, cuando despierten
de nuevo, las flores arrancadas habrán rebrotado de los tallos como si la savia
fuese un encantamiento, y ellos no se acordarán de que cada día trenzan entre
ambos la misma y recíproca ofrenda sin precio.
Un poco más
acá las nereidas, recostadas sobre sábanas de heno, conversan con un
vocabulario que sólo ellas manejan. Tienen posturas sensuales, sensoriales. De
una vemos su desnudo de espaldas, los pies descalzos que se arropan entre los
arbustos. De la otra vemos los pechos, los muslos atrayentes que se enlazan.
Pero de ninguna vemos el delta fruitivo de su sexo. Ellas no lo saben, las
incautas, las candorosas, pero habrá un tiempo en que locamente les gustará
tocarse, darse coqueteos, provocarse. Libar a su igual.
Y a lo lejos,
a lo lejos, cerca de las marismas, donde los médanos se ondulan como cabellos
de arena, bailan los danzantes, yo entre ellos, el más jovial de todos, las
manos tendidas hacia los que me rodean como lianas que no aprietan, formando
una arandela, un corro. Soy el que apenas se mueve, el que mira todas las
escenas, la más diminuta de las creaturas de mentira que viven en el lienzo.
Cantamos, hacemos cabriolas, brincamos. Nadie nos gruñirá <basta de
jugar>, y no descansarán nuestras piruetas hasta que nos concierna la noche
y se evaporen los contempladores. Entonces nos detendrá el sueño, la fase
profunda, el edén del edén. Y nos adormeceremos sobre la duna, como unos
lactantes. Desde afuera ya no nos distinguirán los envidiosos, los resentidos,
los piadosos.
Y mi voz, tan
déspota, que no se calla y siempre está maldiciendo, coge potencia y se me
encara: padécete, no te estás muriendo. Pero estoy sufriendo, le respondo
consternado, y al menos intento ponerle remedio. Aunque mi ojos revienten de
dolor. Mírate al espejo sin el cuadro, mi niño, ella me golpea. Verás la
vanidad, la escasez en tu perfil crecidito, como una incrustación. Mírate al
espejo, mi niño. Verás el entusiasmo hecho pedazos, y las codicias
atragantándose. Porque a veces pienso que me empujé al lienzo, que salí de mí,
que dentro de él me hallo y no aquí, en lo externo. ¿Cómo comprender que este
nirvana al que huí acompañado de mi voz oculta, sin recordación, sin
oscilaciones, es un lugar precioso, melódico, pero falso?
A veces
despierto y me digo: no estoy soñando. Sigo ahí, en el edén, en la cápsula,
bajo las palmeras, saboreando la fruta madura que cae de los árboles, y mi
desnudez no me da vergüenza. Sigo ahí, preguntándome quién soy yo, averiguando
todas las respuestas. Menos esa.
Si los dioses
tuvieran ojos no sabrían mirarme. En mi encierro, yo, el poeta, atado de pies y
manos, delibero, perpetro, incurro en inexactitudes que traslucen verdades
espantosas. En mi encierro el moderno Hombre de Vitrubio, danzante entre los
danzantes, no puede callarse. Se atora de pensamiento, también de ligerezas.
También de abatimiento. Pues en este encierro hay cansancio, hartazgo, grita y
grita el poeta malherido.
Pero en el
fondo me causa aprensión tanta irresponsabilidad, tanta ausencia de amarguras
en el paraíso. ¿Arte sin su envés? ¿Amor puro y sin fricciones? ¿Arte sin lo
mediocre? ¿Vida sin sufrimiento? La sospecha me agita. Me estoy gastando. Soy
vulnerable. Ya no hay inocencia, ya no hay templanza, ni dolor amortiguado. A
un palmo de mí cada brizna de polvo aéreo se colma y se destripa de realidad. A
un palmo de mí se abre como una mujer la inconsistencia, la prescindencia, lo
pasajero engañoso, la tiniebla dulcificada.
La música que
oímos de nuestra garganta, la música que coleccionamos y olvidamos en los
estantes, para volver a ella en cuanto el aire nos apabulla, es la de nuestra
pequeñez, la primera nana. Intuyo que en el exacto momento en que la palabra
hecha pensamiento, hecha escritura, se paralice, algo en mí se infringirá por
siempre, se estancará, cual arpegio sin escala. Y entonces, en la cara oscura
de las lunas, nunca más habrá un tal Elías Yaiza, alias el poeta desmoronado,
que pueda seguir hilando símbolos y parábolas, narrando su historia
inadmisible, quejándose de haber perdido su dolor, cuando no tiene más que
vivirlo para salir de la reclusión que se ha inventado como si de un hogar se
tratara. Y entonces no os daré sino agotamiento. Os matará mi silencio.
¿Queréis, los parlantes, que ocurra eso? Sí, seguramente. Incluso yo lo
prefiero. En mi encierro.
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