Un buen día naces y empiezas a
almacenar recuerdos y vivencias. Creces y te enorgulleces de tus logros si aún
los conservas. Pero nada, o muy poco, de lo que esperabas se cumplió. Sigues
respirando y lo único que te queda es creer, por sobre todas las cosas, en el
error humano.
Sol de mi vida, ¿cuándo te
apagaste?, tal vez te preguntes cosido por las lágrimas. Y entonces hallas la
respuesta posible: aprender a coexistir es el vector que inexorablemente nos
guía mientras vamos cumpliendo edades.
Que la vida es injusta, lo
sabemos. Los poderosos vienen y van en el correr de los siglos, pero siempre
son los mismos perros con distinto collar. Pues hasta el más ingenuo de los
habitantes se vuelve loco de atar con un cargo entre los dedos.
Que la vida es incertidumbre, lo
sabemos. Pero, por dios, ¿cuánto desequilibrio inútil añadimos de nuestra
propia cosecha? Pues en las escuelas nos enseñaron el número pi, trigonometría,
el análisis sintáctico, las fronteras que delimitan territorios e, incluso, que
estallaron guerras cruentas y que bajo tierra se esconden miles de ojivas
nucleares. Pero se olvidaron del origen: la inteligencia emocional.
Que el dolor forma parte
inescindible de la vida, lo sabemos. Pero, ¿qué decir del sistema de
convivencia que ahonda en desigualdades y blinda privilegios, eternizando el
sufrimiento? Pues el problema no consiste en que la humanidad se estratifique
en grupos sociales diversos; el problema radica en los valores corruptos que
sostienen en pie el edificio monstruoso donde los de arriba apenas sienten
compasión por quienes son arrastrados hacia las alcantarillas.
Sol de mi vida, ¿cuándo
regresarás para alumbrarme?, tal vez te preguntes abrumado mientras cae la
tibia noche de otoño. Un buen día naces sin sospechar que te aguarda la
enfermedad, el desamor, la lucha cotidiana y sin cuartel por la supervivencia.
Pero hay asuntos vitales que
merecen la pena. Tras cada decepción, por nimia que sea, hay duelo que afrontar
y un reto que renueva el aire de los pulmones. Tal vez la asfixia sea pasajera,
te dices animándote. Tras cada mal gesto o insulto que endosaste o recibiste,
hay un paso imborrable que te acerca hacia el conocimiento exacto de que nada
ni nadie es infalible. Tras cada gramo de rencor que se hacina en la memoria
hay rabia, dolor reprimido e incomprensión. Y estos son los asuntos vitales que
merecen la pena: sentir tus emociones, saber ponerles nombre y poder
identificarlas cuando irrumpan de nuevo y te sacudan como un trapo.
Sol de mi vida, llevo años y años
buscándote en libros, en el arte, en la piel desnuda de una mujer, y resulta
que eras mi conciencia. Esa voz interminable que va envejeciendo contigo y se
adueña de espacios y voluntades. Esa voz que es la mejor y más dura de las
maestras. Esa voz solitaria, sólo tuya y vulnerable, muchas veces alocada como
danza de luciérnagas, pero tan tenaz que casi te asombras cuando brota de tu
interior y te dice: Sol de mi vida, ¿acaso te cuesta comprender que los demás tienen
las mismas necesidades?
1 comentario:
Gracias!! muy bueno...
épocas de darse cuenta!!
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