20/3/12

BICENTENARIO DE LA DECEPCIÓN


Somos criaturas sociales porque vivimos en permanente contacto con los demás. Por eso la ley forma parte de nuestras vidas. La historia del derecho es la historia del modo en que los seres humanos hemos disciplinado relaciones de poder y de convivencia. Las constituciones, en tanto que normas que se sitúan en la cúspide del ordenamiento jurídico, juegan aquí un papel decisivo. Son, por así decir, el código genético de una sociedad dada en un momento histórico determinado.

La historia del constitucionalismo español, que empezó en Cádiz hace dos siglos, está sembrada de espinas. En contra del resultado que pudiera arrojar un examen superficial, en esto no diferimos de otros países. Pero sin duda España aportó matices particulares. Siendo una de las primeras naciones en incorporarse a la vertebración del Estado mediante una constitución, únicamente a partir de 1978 pudimos dotarnos de una norma fundamental aceptada por todos, al menos sobre el papel.

El bicentenario de La Pepa es un buen momento para preguntarnos por la función estratégica que han de desempeñar las constituciones soberanas en un mundo que, a fuerza de globalizar la economía y de situarla por encima de la política, está deteriorando derechos sociales que costaron siglos conquistar. A tal extremo está llegando tal deterioro que hablar de regresión histórica ya no es ningún capricho.

Una constitución democrática, en el fondo, no es otra cosa que la plasmación jurídica de la pugna por humanizar el ejercicio del poder y, así, sentar las bases para construir una sociedad avanzada, plena de derechos individuales pero al mismo tiempo madura a la hora de ponerlos en práctica.  

Cabe cuestionarse si las constituciones actuales cumplen este destino primordial. Atendiendo a las imposiciones de los poderes financieros –anónimos, subrepticios, tentaculares, egoístas-, debe concluirse con realismo que el déficit democrático que azota a las sociedades posmodernas proviene, precisamente, de que nuestras constituciones no sólo no se han adaptado a los nuevos tiempos para servir de contrapeso al enorme espacio detentado por aquellos poderes financieros; además, el propio sistema de valores protegido por las constituciones, núcleo de su razón de ser, ha quedado a la intemperie, expuesto al albur de los requerimientos de la economía de mercado llevada a sus extremos. La reforma urgente que se operó en el texto constitucional el pasado mes de agosto a fin de priorizar el pago de la deuda externa es un ejemplo sintomático, pero todavía es más peligroso el que los principios vigentes sean incumplidos día tras día aunque no se deroguen formalmente.

Así que pregunto: ¿qué celebramos con tanta pompa y circunstancia? Hace doscientos años, en Cádiz, los defensores de la Ilustración nos decían que no éramos súbditos, sino ciudadanos. Pero a día de hoy nuestra condición de ciudadanos, en su vertiente social, está más desdibujada que nunca. Si uno se atreve a rascar un poco se encontrará con la decepción, pues hemos avanzado, sin duda, pero ¿hacia dónde? ¿Sabemos realmente el rumbo que llevamos? ¿Nos sirve de guía el texto constitucional? ¿No será que los recortes empiezan cuando dejamos de defenderlo?


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