Somos criaturas sociales porque vivimos
en permanente contacto con los demás. Por eso la ley forma parte de nuestras
vidas. La historia del derecho es la historia del modo en que los seres humanos
hemos disciplinado relaciones de poder y de convivencia. Las constituciones, en
tanto que normas que se sitúan en la cúspide del ordenamiento jurídico, juegan aquí
un papel decisivo. Son, por así decir, el código genético de una sociedad dada
en un momento histórico determinado.
La historia del
constitucionalismo español, que empezó en Cádiz hace dos siglos, está sembrada
de espinas. En contra del resultado que pudiera arrojar un examen superficial,
en esto no diferimos de otros países. Pero sin duda España aportó matices
particulares. Siendo una de las primeras naciones en incorporarse a la
vertebración del Estado mediante una constitución, únicamente a partir de 1978 pudimos
dotarnos de una norma fundamental aceptada por todos, al menos sobre el papel.
El bicentenario de La Pepa es un
buen momento para preguntarnos por la función estratégica que han de desempeñar
las constituciones soberanas en un mundo que, a fuerza de globalizar la economía
y de situarla por encima de la política, está deteriorando derechos sociales
que costaron siglos conquistar. A tal extremo está llegando tal deterioro que
hablar de regresión histórica ya no es ningún capricho.
Una constitución democrática, en
el fondo, no es otra cosa que la plasmación jurídica de la pugna por humanizar
el ejercicio del poder y, así, sentar las bases para construir una sociedad
avanzada, plena de derechos individuales pero al mismo tiempo madura a la hora
de ponerlos en práctica.
Cabe cuestionarse si las
constituciones actuales cumplen este destino primordial. Atendiendo a las
imposiciones de los poderes financieros –anónimos, subrepticios, tentaculares,
egoístas-, debe concluirse con realismo que el déficit democrático que azota a
las sociedades posmodernas proviene, precisamente, de que nuestras
constituciones no sólo no se han adaptado a los nuevos tiempos para servir de
contrapeso al enorme espacio detentado por aquellos poderes financieros; además,
el propio sistema de valores protegido por las constituciones, núcleo de su
razón de ser, ha quedado a la intemperie, expuesto al albur de los
requerimientos de la economía de mercado llevada a sus extremos. La reforma
urgente que se operó en el texto constitucional el pasado mes de agosto a fin
de priorizar el pago de la deuda externa es un ejemplo sintomático, pero
todavía es más peligroso el que los principios vigentes sean incumplidos día
tras día aunque no se deroguen formalmente.
Así que pregunto: ¿qué
celebramos con tanta pompa y circunstancia? Hace doscientos años, en Cádiz, los
defensores de la Ilustración nos decían que no éramos súbditos, sino ciudadanos.
Pero a día de hoy nuestra condición de ciudadanos, en su vertiente social, está
más desdibujada que nunca. Si uno se atreve a rascar un poco se encontrará con la
decepción, pues hemos avanzado, sin duda, pero ¿hacia dónde? ¿Sabemos realmente
el rumbo que llevamos? ¿Nos sirve de guía el texto constitucional? ¿No será que
los recortes empiezan cuando dejamos de defenderlo?
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