El tiempo tiene fronteras cíclicas.
Acontecimientos importantes de mi vida sucedieron en diciembre. En las dos
novelas que he escrito la trama se hila a punto de finalizar el año natural. El
último mes del calendario se presta a la literatura. Y no se debe únicamente al
frío invernal o a la poética de su nombre (hagan la prueba: cierren los ojos,
intenten abstraerse y susurren: “diciembre”). Hay algo más: se trata de ese
salto en el vacío que supone estrenar nuevo año.
Incluso las crisis, sean
colectivas o personales, adquieren un sesgo de mayor dramatismo si suceden en
diciembre. Es como si creyéramos que este mes postrero, en la antesala del
nuevo tiempo, debería ser indemne a la mala fortuna. No puedes ponerte enfermo,
porque te pierdes los compromisos navideños, y si ya lo estás no te apetecen.
Debes tener dinero sobrante con el que pagar los gastos extraordinarios que
diciembre genera por sí solo. Y si no lo tienes, tu pobreza, tu estrechez, se
agranda. Diciembre es un mes injusto. En realidad, en él confluyen todas las
injusticias posibles.
Decididamente, diciembre no es de
mi agrado. La noche cae demasiado pronto, llegan los vientos helados, el mar se
embravece, la humedad se entremete por los pliegues del cuerpo, que queda
aterido, adormecido. Los virus escapan de sus jaulas, los enfriamientos se
multiplican, enfermamos. Diciembre es un mes de quebrantos. ¿Alguien aprueba mi
propuesta de eliminarlo del almanaque?
Particularmente, este mes de
diciembre viene más cargado de incertidumbre que nunca. La crisis no respeta
los buenos deseos y diciembre se ha convertido en su aliado. En el horizonte se
dibujan los peores augurios: recortes en prestaciones sociales, tensiones en
las calles, en las familias. Este mes de diciembre construye un pórtico que nos
lleva directamente hacia la preocupación.
¿Quedan dosis para el optimismo?
Ya sabemos que la alegría va por barrios, pero este mes de diciembre se empeña
en que la alegría sea un bien escaso que debemos cuidar. Se ha puesto caro
reírse. Y aun así, hay que hacer frente a la adversidad. Hay que rebelarse, hay
que seguir buscándose la vida. No queda otra. Si algo está demostrando la
crisis que atravesamos es que han fallado las instancias principales cuya
función consistía en hacernos la existencia, no lujosa, sino más llevadera. En
las sociedades modernas es un error pensar que un milagro o una intercesión
divina acabarán con la mala racha. Y es un acierto total poner el punto de mira
en quien verdaderamente ha de asumir su responsabilidad. Y exigirla.
Diciembre se va. Con él, se va un
año nefasto. El tiempo tiene fronteras naturales, pero es el ser humano quien,
hilvanando su propia historia, propicia los cambios de ciclos o se ve abocado a
sufrirlos. Diciembre, como nunca, marca a fuego el inicio de una transformación
social que no sabemos dónde nos llevará. Todos los expertos dicen que nada será
como antes. No veo sonrisas por ninguna parte cuando se hace público este
anuncio. Al contrario, viene envuelto en presagios oscuros. ¿Nada será como
antes? ¿Pero de quién hablamos? ¿Del trabajador que estaba parado en diciembre
de hace un año, o más? ¿Hablamos de quien se refocila en la opulencia y quiere
más, y más?
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