Hoy me ha dado
por preguntarme si realmente existe la fatalidad, si fuerzas extrañas a nuestra
voluntad consciente operan con un ímpetu soterrado de tamaña magnitud, que al
final nos vemos impelidos a actuar como no querríamos, como en el fondo
repudiamos.
Está la fatalidad accidental, que no depende de nuestra conducta y
que se desencadena como consecuencia de un acontecimiento externo. La pesada maceta
de geranios que un golpe de viento desprende del alféizar y cae justo sobre tu
cabeza porque casualmente pasabas por allí es el ejemplo más prosaico que se me
ocurre para ilustrar aquella clase de fatalidad que escapa de la razón humana y
de sus prevenciones, porque es inevitable.
Pero también
está la fatalidad que nos buscamos porque no somos plenamente conscientes de
que nuestra propia conducta genera consecuencias lesivas. En el ejemplo
anterior, ¿habría fatalidad accidental si el dueño de la maceta la colgara de
un alfeizar en mal estado ignorando deliberadamente los peligros que encierra
este acto? ¿La habría si a pesar de todo ese hombre anunciara a los transeúntes el riesgo de desprendimiento y, no obstante, nos empeñásemos en poner a prueba
nuestra heroicidad o nuestra imprudencia?
Sé que estos
ejemplos pueden parecer superficiales, pero si escarbamos un poco en los
acontecimientos que nos han tocado vivir quizá podamos compartir una conclusión
reveladora: buena parte de los hechos que nos hacen sentirnos infelices,
frustrados, desgraciados, no dependen del alfeizar en ruinas ni de la ley de la
gravedad que se cierne sobre los hermosos geranios y el recipiente de barro cocido
en que crecen sus raíces. Dependen de que el ser humano es, todavía, una
criatura sin auténtica humanización, es decir, persiste en su ceguera de hacer
de los demás, aun por desidia, un mero instrumento para lograr fines
particulares. De aquí, entre otras cosas, se deriva nuestra profunda decepción
hacia la democracia tal y como está instaurada y se practica: nos promete que
no caerán objetos contundentes sobre nuestras cabezas, pero los fabrica.
Reemplacemos
el ejemplo de la maceta voladora y centrémonos en la crisis que soportamos.
¿Acaso es fruto de una fatalidad accidental? En absoluto. Más bien, es el
producto de una cultura concreta que ha creado el ser humano y que el ser humano
alimenta. No es un designio divino, inapelable como los decretos de los zares.
Es el resultado directo de nuestro ingenio puesto al servicio del egoísmo. Y el
egoísmo, que se disfraza con las indumentarias más sutiles, es voraz, es
inteligente, es manipulador, es patético, pero está más archi-valorado que
nunca.
Los desmanes
urbanísticos, la proliferación de armas de destrucción masiva, el hambre que
mata a poblaciones enteras, el terrorismo, la debilidad creciente del Estado,
el desempleo forzoso, la palabra de ánimo que retenemos y no decimos, los desastres familiares, el maltrato
al débil o al subordinado, el ansia de poder para satisfacer carencias
personales, son todos vectores de una cultura invertebrada, de un modo
determinado de vivir achatado, pueril, injusto, que no ha brotado del cielo. El
hombre es su hacedor y su víctima.
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