20/5/11

CARTAS DE AMOR EN NEGRO

Hubiera querido escribir sobre el amor de un modo más espontáneo. Dar forma y horizonte con palabras dulces a una suerte de alabanza, toda pasión, dedicada al sentimiento amoroso. Pero he recordado que hace unos días empecé un texto cuyo asunto era la humildad. Y la humildad, su intento, cuando te entra, ya no se va. Puede que se camufle, puede que pretendas evitarla, pero ya no se va. Cómo llegar a su umbral y atreverse a traspasarlo (te impele a ello la necesidad de dejar atrás el sufrimiento y hallar un poco de paz) ha supuesto todo un misterio para mí. No voy a indicar aquí las causas confusas que me llevaron, desde muy temprano, a un estado de lucha emocional por la vida de tal naturaleza, que su consecuencia fue no haber comprendido suficientemente el auténtico significado de la humildad.
Escucho “Las horas”, la banda sonora que compuso Philip Glass para la película del mismo título. No la recomiendo en estados de ánimo demasiado pesarosos. Pero hay que verla, de todos modos, para acercarse a una posible explicación de la dureza de la existencia humana. Dama, mi gata de cuatro meses, negra como el azabache, dormita mientras tanto bajo el hueco de la consola que sostiene al monitor de pantalla blanquecina. Su cabeza descansa sobre el router. Los chips del aparato están templados y a la minina le reconforta frotarse, acariciarse, con la placa de plástico endurecido de la que salen cables de colores industriales y destellos de pequeñas luces que parpadean sin cesar. Hace un minuto cambió levemente de postura y el cascabel resonó para introducirse en los acordes de la música sinfónica, elegíaca, hermosa, de “Las Horas”. Una vez escribí: "Hay cierta belleza que sólo es dolor". No voy a indicar aquí todo cuanto da de sí una frase como esta, en el instante en que la madurez te alcanza.
No hay más sentido de la vida que hacer un esfuerzo en pos de la humildad. Y aprender que la genuina humildad es el mismo esfuerzo que se hace sin esperar recompensa, pero sin maltratarte la conciencia ni dejar que te la maltraten. El único premio que te reporta esta empresa es descubrir que la prolongada ausencia de humildad, tarde o temprano, te trae a la soledad en el mundo aunque te halles rodeado de presencias, hoja reseca que en el invierno cae del árbol y, mezclada con otras, muere a pesar de su belleza. Te trae a descubrir penosamente que la soledad es muy pensante. Tanto, que al final concluyes que nos es preciso el otro para poder sobrevivir. Es ahí, en ninguna otra parte, donde empieza a adivinarse el sacrificio que exige el amor, y ves su morfología más exacta, más difícil, más real.
Dama se acaba de desperezar. Ella no entiende de anotaciones de escritores, de borrones y cuentas nuevas. Lo suyo es la física cuántica. Así de simple. Lo sé porque cuando le pregunto alguna cosa (Damita, Damita, ¿a que la física cuántica te entusiasma?) agita el rabo gozosamente y lo endereza con garbo. No hay equívoco posible: en el universo de los felinos, ese movimiento espectacular del apéndice constituye señal certera de una respuesta afirmativa. El dato de que su aprobación gatuna coincida con el momento en que la agasajo dándole de comer sus gelatinas preferidas es pura coincidencia. Una rareza sin importancia de la razón científica, como si dijéramos.
Dama no entiende de inspiraciones arrebatadoras, pero cada vez más reflexivas, que te impulsan a tomar una hoja en blanco y empezar a escribir. Ella no entiende que uno se lleva después -como un tesoro de incalculable valor- estas anotaciones dispersas a la mesa donde aguarda el teclado presto a pasar a limpio los preliminares, y a ahondar en ellos dejando para otro día la indagación del límite. Debe ser por esta ignorancia elemental que Damita, tan pronto se despereza, va y se sienta sobre el pedazo de papel en el que constan las líneas iniciales de este artículo. Me quedo pensando. Luego me río, a carcajadas. Ella me mira con aire distraído, adormilada todavía. Y entonces me doy cuenta: Damita ha transformado un poco la textura de este texto sombrío.
Hay cartas de amor escritas en negro. Cartas de amor en negro cuando muestra la existencia su cara oculta, inesperada. Cartas de amor en negro para que queden al trasluz la complejidad de la condición humana y la batalla interna, intransferible, compartida, inconsciente, trágica, que todos libramos por abandonar nuestro estado ilusorio de inocencia absoluta. Uno escribe cartas de amor en negro cuando participa y pierde el alma en el espeluznante juego de los egos. Cuando no hay más remedio que descender a las profundidades y, pleno de herida, abrir los ojos y contemplar que allí, en el descenso, no hay nada y está todo. Cartas de amor en negro para el hombre posmoderno, que se sube por las paredes cuando pierde su cepillo de dientes. Cartas de amor en negro para ellas también, que aún no han aprendido a ser madre.
La humildad enseña a amar. Porque, para amar con autenticidad, hay que salir de uno mismo y experimentar el sentimiento, el intento, de hacer feliz al extraño, sabiendo de antemano que no puedes engañarle porque la felicidad eterna es la meta, pero todavía nuestra gran quimera. El otro que no eres tú cuando no estás con el otro: ése es el extraño al que amas. Pues, a la postre, a un extraño habrás de amar si quieres ser amado. Amar es el instante de sentir ese asomo de felicidad, siempre proyecto, haciendo feliz al otro. Amar es compartir. Y para compartir hay que dar. Y para dar, a veces, hay que aprender a estar en soledad. Todo lo demás es una fecha fría en el calendario, propicia para escribir una carta de amor en negro.

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