Contemos batallitas. Mi primer
caso como abogado, hace veinte años, consistió en defender a un enfermero a
quien los vigilantes jurados de un centro comercial habían retenido contra su
voluntad durante dos horas en una habitación cerrada.
El sistema electrónico de
detección de objetos situado en la línea de caja había emitido erróneamente la señal de
alarma, pero los vigilantes dieron por sentado que mi cliente era un ladrón. Lo
registraron, obligaron a desnudarse el torso y no se dieron por vencidos hasta
que, preso de un ataque de nervios, les amenazó con denunciarlos. Y eso hizo
tras recuperar la libertad. El fiscal consideró que la conducta de aquellos
vigilantes privados podría considerarse detención ilegal, es decir, secuestro.
El Gobierno, con los votos
favorables de los nacionalistas catalanes y vascos, prepara una reforma legal que
volcará el régimen jurídico que hoy se aplica al sector de la seguridad
privada. Según el texto que llevará a las Cortes para su aprobación, los
vigilantes jurados serán autorizados para realizar identificaciones y detenciones
en las vías públicas. Como fundamento de esta enorme modificación legislativa
se apela a que la ciudadanía así lo demanda.
La primera impresión que me
sacude al leer esta noticia es que el proyecto de reforma podría incurrir en
inconstitucionalidad, al menos de modo parcial. Nuestra Constitución regula
pormenorizadamente el régimen jurídico de la detención de personas sospechosas
de perpetrar delitos y de manera implícita reserva esta tarea básica, como regla
general, a los agentes que integran las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del
Estado. Por tanto, la traslación de tales potestades públicas al sector privado
no parece hallar acomodo en las previsiones de nuestra ley de leyes.
La segunda impresión que tengo es
que el Gobierno da muestras inequívocas de tener miedo. Y cuando tenemos miedo
no sabemos pensar, la mente cava una trinchera y confundimos las prioridades. La
ciudadanía no está pidiendo más seguridad en las calles. Para lo que está
cayendo, las calles se mantienen en un más que razonable grado de tranquilidad.
La ciudadanía pide la encarcelación de los corruptos, trabajo digno (también
para los vigilantes privados), la suspensión de los desahucios y que la loca de
Merckel y sus testaferros dejen de atarnos sogas al cuello.
La tercera impresión que me anima
a dar testimonio de mi particular asombro es que la potenciación del sector
privado en materia tan sensible como el orden público se llevará a efecto, por
fuerza, en detrimento de la policía de toda la vida. Y esto no parece saludable
en democracia.
Si de verdad hay que velar por la seguridad, convóquense más
plazas de agentes de policías, inspectores, comisarios, jueces y fiscales con
el dinero que han robado los auténticos maleantes. Pero no entreguemos nuestra
libertad a los mismos holdings podridos de pasta que han causado esta crisis
brutal. Cachear al corrupto hasta que cante seguidillas en arameo: esto es lo
que hace falta como el pan nuestro de cada día.
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