La crisis comenzó a gestarse con la contra-revolución neoconservadora de
los años setenta del pasado siglo, que alcanzó su cenit cuando Reagan y
Thatcher ganaron las elecciones en sus respectivos países. A partir de entonces
hemos asistido a un lento pero inexorable proceso de ruptura del pacto social
surgido de la II GM, cuya consecuencia más visible, desde el punto de vista
estrictamente político, es la difuminación de la socialdemocracia y la
repetición del mismo canon de conducta –la depredación del débil- que condujo
directamente a la Gran Depresión de 1929.
Nos dicen que estamos un poco mejor preparados para soportar el hundimiento
de la actividad económica, pero esta afirmación esperanzadora no resta un ápice
de certeza al diagnóstico: política y economía han conformado un perverso
maridaje en contra de los intereses generales. Ha sido cosa de dos; por lo
tanto los dos son los principales responsables de la situación. Siempre ha
ocurrido así en el sistema capitalista cuando la avaricia humana lo lleva a sus
extremos y desata los correajes que lo humanizan, un efecto indeseable que en
buena parte achaco a esta izquierda obtusa, veleidosa y vacía como cáscara de
nuez que está representada en los partidos socialdemócratas tradicionales.
¿Hay algo peor que una prolongada luna de miel entre políticos ineptos y/o
corruptos y especuladores viciosos? Lo hay. Es la peligrosa deriva en que, como
resultado, cae el cuerpo social cuando es desprendido de los genuinos valores
democráticos y no encuentra, por más que busque, auténticos líderes capaces de
llevarlos a la práctica. O al menos intentarlo. Un cuerpo social que, en suma,
es destinado a soportar la privatización de un dolor intenso que no le
pertenece, y que a ratos se muestra indignado y a ratos se siente vencido,
resignado, asustado.
De este modo se cuece una explosiva mezcla de
resentimientos que puede estallar en cualquier momento, a menos que el desagradable
coro de avestruces en que se ha convertido la vieja Europa tome exacta
conciencia de que ha de forzar un cambio histórico de rumbo.
Y atentos: cuando digo <Europa> no quiero decir ni Rajoy, ni Rubalcaba, ni Merkel, ni Durao Barroso. Ninguno de ellos me inspira un gramo de confianza. Mi apelación va certeramente dirigida a los pueblos. Sólo nosotros podremos salvarnos, pero, para ello, es preciso admitir previamente que nos habíamos dejado engañar. Que éramos una caterva de tarúpidos, bien vestiditos y sonrientes, pero dispuestos, igual que siempre, a tragarnos como bolas de cañón himnos, proclamas y discursos que, en realidad, eran puro veneno, puro egoísmo disfrazado.
Y atentos: cuando digo <Europa> no quiero decir ni Rajoy, ni Rubalcaba, ni Merkel, ni Durao Barroso. Ninguno de ellos me inspira un gramo de confianza. Mi apelación va certeramente dirigida a los pueblos. Sólo nosotros podremos salvarnos, pero, para ello, es preciso admitir previamente que nos habíamos dejado engañar. Que éramos una caterva de tarúpidos, bien vestiditos y sonrientes, pero dispuestos, igual que siempre, a tragarnos como bolas de cañón himnos, proclamas y discursos que, en realidad, eran puro veneno, puro egoísmo disfrazado.
Esta crisis socializa el miedo al tiempo que resta derechos esenciales, el
principal de ellos ganarse la vida en paz. Esta crisis es el nido infecto de
multitud de aves de rapiña que juegan con nuestros impuestos, nuestras
ilusiones y el futuro de generaciones enteras que no han nacido para tener que
soportar la imbecilidad, la insolidaridad y la desvergüenza de un puñado de
hijos de mala madre que no saben pegar un palo al agua, sólo mentir, robar y encima
reírse de sus proezas ante nuestras narices. Esta crisis es una enorme pugna de
la humanidad consigo misma por hacerse un poco más honesta. Nada nuevo, salvo
que ahora tenemos la ineludible obligación de desvelar la verdad, la única palabra
que guía a los demócratas en su frágil intento de sortear las injusticias de la
vida.
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