No hay derecho. Simplemente, no
hay derecho.
No hay derecho a que las personas
normales estemos soportando sobre nuestras espaldas una crisis económica
monumental que nos hemos creado. Es cierto: debemos asumir que todos, en mayor
o menor medida y por nuestra mala cabeza, hemos alimentado a ese animal que
ahora ha empezado a devorarnos por los pies. Todos hemos ayudado a este estado
de cosas que tiende a empeorar por días. Pero no hay derecho a que todas y cada
una de las consecuencias más graves de la crisis sean sufridas siempre por los
mismos.
No hay derecho a proclamar que
convivimos en una auténtica democracia cuando las personas que no han nacido
con un pan bajo el brazo, y que nutrían legítimas esperanzas de una vida mejor,
se ven ahora abocadas sin remedio a un horizonte de desamparo, desigualdad y
humillación. Nadie debería olvidar a estas alturas de la historia que una
crisis como la actual, a la larga y a la corta, genera mucha, mucha humillación
entre la gente. Y de la humillación sólo se sale de tres maneras: pudriéndote,
odiando o rebelándote.
No hay derecho a que la política, en la vieja Europa,
haya abdicado de dos conceptos claves para construir una democracia moderna,
digna de su nombre: el Estado Social y la soberanía popular. Los dos están en
nuestra Constitución, pero más desprotegidos que nunca. De las conquistas
sociales que tantas vidas humanas costaron hacer realidad, y
de la forma de gobierno que, ante cualquier exigencia irracional que provenga de
los privilegios, propugna los derechos ineludibles de las personas para que
sobrevivamos en paz, de ambas cosas nuestros políticos han hecho moneda de
cambio con los mercados, que son anónimos, subrepticios, estafadores y egoístas
por naturaleza. Por favor, ruego que nadie vuelva a hablarme de nacionalismos.
Las patrias ya no existen. Los pobres, sí
No hay derecho a tanta decadencia
de nuestras instituciones públicas. Me gustaría vivir en un país donde, al
levantarme por las mañanas y leer la prensa, no tuviera que enfrentarme al
dislate de un rey que se va de safari a cazar elefantes, en el más sospechoso
de los silencios.
El cuadro es demencial: piden sacrificios a la gente, de hecho nos sacrifican, nos impelen a vivir en un estado de incertidumbre creciente y exasperante vulgaridad, pero, mientras tanto, las principales formaciones políticas se revelan incapaces de transmitir un mensaje de calma a la ciudadanía fomentando un Pacto de Estado, con todas sus letras, que ponga a freno a tanta tragicomedia, injusticia social y codicia. Y la guinda nos viene de la mano de un rey que en apenas unos meses ha resquebrajado, para siempre, su Corona, porque no ha sabido poner orden en la casa regia.
El cuadro es demencial: piden sacrificios a la gente, de hecho nos sacrifican, nos impelen a vivir en un estado de incertidumbre creciente y exasperante vulgaridad, pero, mientras tanto, las principales formaciones políticas se revelan incapaces de transmitir un mensaje de calma a la ciudadanía fomentando un Pacto de Estado, con todas sus letras, que ponga a freno a tanta tragicomedia, injusticia social y codicia. Y la guinda nos viene de la mano de un rey que en apenas unos meses ha resquebrajado, para siempre, su Corona, porque no ha sabido poner orden en la casa regia.
No hay derecho a que nuestro
poema sea el Cantar de Mío Cid, que iba vagando por esos campos de dios
sufriendo destierro, pero guardando lealtad perruna a sus juramentos. Es el
destino oscuro de este país: queremos dejar de ser vasallos, pero nos encantan
las correas. Queremos ser gobernantes y, cuando lo somos, sólo sabemos lucir
palmito.
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